LOS LECHERITOS (1806)

Durante la época de la colonia, La ciudad de Buenos Aires era abastecida de leche, traída diariamente por los “lecheros” desde alejados establecimientos de campo ubicados de 2 a 6 leguas de distancia.

No se tenían entonces las posibilidades de traer grandes cantidades por los ferrocarriles ni se conocía la innovación de llevar vacas por las calles para entregar la leche recién ordeñada, a domicilio y menos aún, había en las ciudades, comercios dedicados a su venta (ver Abasto de leche. Buenos Aires siglo XIX).

Pero fueron los llamaos «lecheritos», los personajes que invadieron ese mundo de adultos, para realizar ese reparto, dándole a Buenos Aires su imagen pícara, desprejuiciada y juguetona mientras hacían su trabajo.

Los viajeros que visitaron a Buenos Aires durante el siglo XIX, dejaron múltiples referencias sobre uno de los personajes más pintorescos de la ciudad: el lechero o mejor dicho, los lecheritos, pues el servicio de reparto de leche a domicilio era ejercido por muchachos que no llegaban, generalmente, a los diez años de edad.

Constituían un gremio pintoresco, que llamaba la atención de los extranjeros. Varios de estos viajeros (generalmente ingleses) se refirieron a los lecheritos en sus libros de viajes o en sus memorias.

Uno de ellos, EMERIC ESSEX VIDAL, no sólo los describió, sino que los pintó en sugestivas acuarelas que datan, aproximadamente, del año 1817: “Casi podría decirse que los lecheritos nacen “de a caballo, tal es la temprana edad en que comienzan a trabajar en este oficio.

Aprenden tan temprano su oficio que parece que hubieran nacido sobre el caballo. Galopan, trepados como monos sobre los tarros de leche, y después que han vendido su mercancía se dedican a correr carreras o a jugarse las monedas que acaban de ganar. La mayor parte son niños de menos de diez años, tan chicos, que para montar en sus caballos tenían que utilizar un largo estribo adaptado con ese solo fin.

Montaban acomodándose entre los tarros de leche y en esa incómoda postura galopaban furiosamente. Cuando se encontraban en las afueras de la ciudad, solían disputar carreras entre ellos; y luego, al regreso, después de haber vendido toda la leche, se los veía comúnmente jugando en grupos a la taba o a las monedas, que acababan de ganar.

No obstante la abundancia de ganado y buenos forrajes, era casi imposible conseguir leche pura en Buenos Aires y no era nada extraordinario ver a los lecheritos rellenando su tarros en el río, para completar su contenido, una vez que habían vendido parte de él por lo que resulta aquí tan difícil como en Londres conseguir leche que no sea adulterada”.

Otro inglés, PARISH ROBERTSON, nos dejó un apunte semejante sobre los lecheros porteños. Dice que llegan a la carrera, de las quintas cercanas, montados en unos lamentables caballejos.

”Estos traviesos, tramposos y hábiles bribones- señala ROBERTSON,  no visten generalmente más que harapos, porque a pesar de aguar excesivamente la leche (y no en beneficio del patrón) se juegan toda su ganancia en cuanto salen del poblado. Después arrancan en carreras furiosas y van a sus casas con el cuento de que no pudieron vender la mercancía hasta muy tarde.

Al capitán HEAD, que visitó a Buenos Aires por 1825, también le llamaron la atención los muchachos lecheros, sentados con las piernas encogidas, como ranas, sobre sus tarros de leche. Se los suele ver  dice, – en grupos de cuatro o cinco, galopando a la disparada, con sus gorros colorados y los ponchitos del mismo color que aletean a sus espaldas.

Así, durante mucho tiempo, estos muchachos con sus mañas, sus carreras y su costumbre inveterada de aguar la leche, fueron personajes típicos de la ciudad. Hasta que una vez, después de 1840, Juan Manuel de Rosas hizo una arreada de lecheros y los mandó a integrar los batallones de línea. Y así desaparecieron, por un tiempo, aquellos coloridos personajes.

Una encuesta que se realizara en 1806, entre los pobladores de Buenos Aires, para definir cuál era el personaje más singular y característico de esta ciudad, caracterizada por su abigarrado y colorido ambiente porteño donde los vendedores ambulantes se destacaban con perfiles muy definidos, seguramente la simpática figura de los lecheritos, habría sido la elegida. Muestra de ello, es esta crónica de aquella época:

”Al aproximarnos a la Casa de las Santas, como se llama a la residencia de la familia CASTELLÓN desde que se alojaron allí dos conocidas religiosas, vemos detenido ante el angosto portal, un paciente caballo con cuatro tarros de barro o latón en las alforjas de cuero. Un lecherito que se hallaba junto a él, un muchacho de 9 ó 10 años, llamado MARTÍN, accede divertido al interrogatorio mientras diestramente monta a caballo y se sienta entre los grandes tarros que empequeñecen aún más su figura.

Diariamente el muchacho recorre al galope la distancia que separa su quinta de la ciudad. La sucia cara del niño se ilumina al exclamar con orgullo: ¡Soy orillero, señor!.

Los encargados de vender la leche no sobrepasan, en general, los 12 años, y toman este trabajo como un entretenimiento más, va que es común verlos disputando carreras de caballos o jugando en grupo con reales de plata, en las afueras de la ciudad. Martín, «nuestro lecherito», asegura que el negocio es provechoso y que su padre, en la chacra, tiene pensado fabricar manteca, producto poco conocido aquí, pero que él aprendió a elaborar cuando trabajaba en el establecimiento de ROMERO y LAVARDÉN.

Martín afirma que, con frecuencia, en la leche que venden, se hallan pequeñas partículas de manteca producidas por el intenso movimiento del galope, y que, en el campo, los gauchos logran producirla atando vejigas llenas de nata a la cola de sus caballos. Cuando se le pregunta a Martín si una vez vendido su contenido, acostumbra a lavar sus tarros en el río, antes de llenarlos nuevamente, una pícara sonrisa asoma a sus labios y simplemente se va en busca de un nuevo cliente (ver Recuerdos, usos y costumbres en el Buenos Aires de antaño).

 

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