ABASTO DE LECHE. BUENOS AIRES SIGLO XIX

Durante la época de la colonia, La ciudad de Buenos Aires era abastecida de leche, traída diariamente por los “lecheros” desde alejados establecimientos de campo ubicados de 2 a 6 leguas de distancia. No se tenían entonces las posibilidades de traer grandes cantidades por los ferrocarriles ni se conocía la innovación de llevar vacas por las calles para entregar la leche recién ordeñada, a domicilio y menos aún, había en las ciudades, comercios dedicados a su venta.

Eso hizo que la leche fuera siempre muy cara en Buenos Aires, aún en aquellos tiempos en que ciertamente no había razón para ello, si se considera que las vacas que la proporcionaban, los caballos con los que la traían y los campos en que unas y otros se alimentaban, se conseguían por poco más que nada. Es, pues, de extrañarse, que en estas condiciones especiales, fuese tan cara como en las metrópolis, donde todos esos componentes costaban mucho, a lo que se agregaban fuertes impuestos.

La leche se vendía en los “tambos” y éstos sólo se establecían durante el verano; eran móviles y se situaban en la zona conocida como “el bajo” de la ciudad, ocupando una gran extensión, ubicados a cierta distancia entre uno y otro. Eran atendidos generalmente por mujeres del campo, que venían a la ciudad durante la temporada, con 4, 6, 10 o más vacas que ordeñaban a la vista de los clientes.

Cubiertas con un sombrero viejo y un enorme poncho de paño puesto sobre su vestido, llegaban a la ciudad, a veces bajo un intenso aguacero, luego de haber recorrido cuatro o cinco leguas, cruzando arroyos y campos anegados y se ponían a ordeñar y quizás por eso se las recuerda como uno de los personajes de aspecto más grotesco y extraño, entre todos aquellos que integraban la “troupe” de vendedores ambulantes que pululaban por las calles de la ciudad.

Las lecherías
La primera tentativa de establecer en la ciudad un punto al que se pudiese acudir por leche pura y fresca, fué puesta en práctica en 1823 por el señor NORBERTO QUIRNO, quien a estos efectos, adecuó un depósito que estaba situado en la calle de la Victoria, más o menos donde luego estuvo el Teatro de la Victoria en la ciudad de Buenos Aires.

Este señor QUIRNO, diariamente, enviaba desde su chacra en San José de Flores, una cantidad suficiente de leche para proveer a varios cafés y a las muchas familias que todas las mañanas enviaban a sus empleados a este depósito para comprar la leche.

Pero, a poco de iniciar sus actividades, este establecimiento tan útil, fue reputado perjudicial y a don Norberto Quirno de hacer un monopolio de la venta de leche, acusaciones por las que un Juez (de los que nunca falta), ordenó que la policía lo clausurara.

El jefe de la Policía mandó suspender la venta mientras daba cuenta a la superioridad y consultó al Gobierno la conducta que debía tomar acerca de la situación planteada. El 11 de julio de 1823, recibió como respuesta, una copia del Decreto Municipal que decía: “No resultando que don Norberto Quirno defraude ningún derecho público ni de ningún particular, no usando de exclusiva, sino proporcionando por su actividad e industria un medio de proveer el indicado artículo de mejor calidad: lo que conducirá gradualmente a mejorar el método de proporcionar éste y demás artículos de abasto: el jefe de policía dejará a dicho Quirno y su establecimiento, en toda la li­bertad que le corresponde”.

Los lecheros
Ya bien entrado el siglo XIX, desaparecieron los tambos móviles. Fueron reemplazados por los lecheros que traían la leche en grandes sacos de cuero primero y en tarros de metal luego.

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Eran éstos unos tipo muy especiales. No eran como los vascos que más tarde se erigieron como el símbolo de los lecheros en Buenos Aires; eran hombres y mujeres nacidos en el país. Rudos y poco amigables, gente hecha bajo los rigores de la vida difícil en la campaña de aquellos tiempos y que quizás, por la segura ganancia que les aseguraba el alto precio que se pagaba por la leche así traída, muchos de ellos aceptaran lo sacrificios que la actividad les imponía, aunque pudieran traer solamente un tarro del producto, para la venta.

Los varones, se identificaban como “hombres de edad”, mozos o niños; las mujeres empezaron a sumarse a la actividad, debido a la escasez de hombres para el trabajo que caracterizó a aquella época de frecuentes revoluciones, alzamientos y enfrentamientos armados, que absorbía casi todos los hombres sanos y fuertes disponibles, mientras no estuvieran dedicados a “matreriar” como ellos decían.

Llevaban la leche, como hemos dicho,  en grandes tarros de metal, algunos con ellos colgados a ambos lados de sus cabalgaduras y otros en rústicas carretas tiradas por bueyes, aunque ninguno con la higiene y los accesorios tan prolijos como los de sus sucesores, los vascos. El conjunto era en verdad bastante desaliñado: dos, tres o cuatro tarros casi nunca de igual capacidad, donde llevaban la leche y tal vez, una o dos botijas de barro cocido y tapadas con trapos no muy limpios, contenido “aceite “sevillano”.

Los lecheritos
También había “niños lecheros”. Eran los llamados “lecheritos”, niños de ocho o diez años dedicados al oficio, quizás obligados por la realidad de una familia cuyo padre estaba “haciendo la guerra” y la madre, impedida o abrumada por las tareas que imponía la campaña a sus moradores.

Tanto estas criaturas como mujeres lecheras, transitaban tan largas distancias y no siempre con la seguridad que era deseable. Asaltantes los acechaban, cuando iban completamente solos y muchas veces las mujeres se veían obligadas a cargar revólver, siendo no pocas las que fueron despojadas del dinero y aun de sus ropas.

Más tarde, ya en la época de JUAN MANUEL DE ROSAS, los lecheros eran, por lo general solamente hombres y formaban una cofradía temible. Después de su reparto se reunían, por ejemplo, los que iban a los partidos de Flores, Morón, Tapiales, etc., en las pulperías inmediatas a la hoy plaza Once de Septiembre y de allí salían en número a veces de 30 ó 40 y por vía de entretenimiento, deambulaba por las calles, quizás alegrados por una copa de más y cantando un canto que era especial y característico de ellos (que lamentablemente se ha perdido), se burlaban y aun insultaban a los transeúntes, y aquí se trocaban los papeles, siendo ellos los agresores y muchas veces autores de asaltos y robos. Iguales reuniones tenían los que salían por Barracas, Recoleta, etc.

La manteca
La manteca no se conocía en panes como hoy se fabrica; había lo que se llama mantequilla, y que se traía a la ciudad en vejigas de vaca. Además de ser antihigiénico este procedimiento, como la manteca se hacía en muy pequeñas cantidades, a las que diaria­mente se le iban agregando las nuevas en la vejiga, resultaba que casi siempre venía rancia.

La verdad es que entonces, no había gusto por la manteca y la poca que se consumía, venía en pequeños “cuñetes” de Irlanda y otras partes del mundo. La mayor parte venía salada, pero en la colonia se la comía casi siempre con azúcar. La primera manteca bien fabricada y dividida en panes de una libra, empezó a conocerse aproximadamente allá por el año 1825, elaborada por la colonia de escoceses que los hermanos ROBERTSON establecieron ese año en Santa Catalina

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