LOS INGLESES Y LOS FERROCARRILES ARGENTINOS

El desarrollo del sistema ferroviario argentino, estuvo desde  sus orígenes, íntimamente ligado al proceso de la extraordinaria y acelerada expansión económica que protagonizó  Gran Bretaña en todo el transcurso del siglo XIX.

Al consolidarse los avances tecnológicos derivados de la “Revolución Industrial” que caracterízó a ese período, el sistema fabril británico alcanzó índices de producción gigantescos, que superaban largamente la capacidad de absorción de su mercado interno.

La exportación, se convirtió así entonces,  en una cuestión  vital para Inglaterra y toda su política exterior se subordinó a la permanente conquista y ampliación de nuevos mercados destinados a la colocación de sus manufacturas. Por otra parte, los grandes excedentes de capital creados precisamente por el desarrollo de sus industrias y comercio, buscaron ávidamente nuevos campos para realizar inversiones que les arrojasen mayores beneficios.

Después de Caseros y a partir del momento en que BARTOLOMÉ MITRE impuso su autoridad en todo el territorio argentino, Gran Bretaña dio nuevo impulso a su penetración económica en el mercado rioplatense que ya desde antes de la Revolución de mayo de 1810, se encontraba bajo su control.

La promoción de la construcción de vías férreas y de otras obras públicas, encarada por MITRE y sus sucesores, SARMIENTO y AVELLANEDA, ofreció un vasto campo de acción a los ingleses. Asi, desde 1862 y hasta 1875, la corriente de sus inversiones en la Argentina alcanzó un monto de más de 23.000.000 de libras esterlinas.

Reproducimos del libro del historiador canadiense HENRY S.  FERNS, “Argentina y Gran Bretaña en el siglo XIX”, el cuadro donde se especifica el monto y el destino de esas inversiones: Empréstitos al Gobierno: 12.970.000 £; Ferrocarriles: 6.610.000 £; Bancos, 6.610.000 £; Bancos: 1.600.000 £; Tranvías: 800.000 £; Saladeros: 530.000 £; Minas: 200.000 £; Obras de gas: 200.000 £; Telégrafos: 150.000 £. Lo que hace un total de 23.060.000 £.

Al iniciar JULIO ARGENTINO ROCA su primera presidencia, ya había en el país 10 líneas ferroviarias con una red total de 2.318 km de extensión. Tres pertenecían al Estado: el Andino, el Central Norte y el Primer Entrerriano.

Tres eran de las provincias: el de Ensenada, el del Norte de Buenos Aires y el Oeste. Y cuatro empresas privadas de capitales británicos realizaban la explotación con la garantía del Es ado: Ferrocarril del el Sud, el Argentino  el Ferrocarril del del Este, el Central Argentino y el Ferrocarril a  Campana.

Hacia 1880, y frente a la posibilidad de que la provincia de Buenos Aires expropiara el ferrocarril Sud, el Directorio de esta empresa británica inició una negociación destinada a neutralizar la idea, auspiciada entre otros por ESTANISLAO ZEBALLOS.

Después de hábiles negociaciones, la Compañía logró lo que buscaba: un acuerdo con el gobierno bonaerense, por el cual éste se prometía a no comprar línea antes del 27 de marzo  de 1902. El contrato que se firmó el 19 de octubre 1881, también contenía las bases para prolongar la línea hasta Tandil y Bahía Blanca.

En 1882 se formó en Londres la compañía del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, empresa que al comienzo —por su magnitud— amedrentó a los inversores. Pero a partir de 1883, cuando surgió el proyecto más modesto de construir una línea entre Mercedes (del ferrocarril Oeste) y Villa Mercedes (del Andino), el público inversor respondió con entusiasmo.

Esta empresa nacional prosiguió sus trabajos activamente; primero libró al servicio la sección comprendida entre San Luis y Villa de la Paz (Mendoza), y en mayo de 1885, las líneas hasta Mendoza y San Juan.

Entre , 1883 y 1885, el Gobierno Nacional y la empresa inglesa que administraba el Ferrocarril Central Argentino,  mantuvieron una disputa. El gobierno trataba de hacer cumplir las cláusulas de garantía estipuladas ante las sucesivas extensiones de la línea que realizaba esa compañía, lo que comportaba un aumento notable en sus ganancias.

Los beneficios debían mantenerse en el nivel garantizado del 7 por ciento y los ingleses trataban de lograr la renuncia al acuerdo de garantía, con el fin de liberarse de la fiscalización estatal y de la limitación de tarifas.

Frente al problema, había quienes auspiciaban la expropiación inmediata para acabar con el asunto; pero los grupos liberales, hombres de negocios y estan­cieros sostenían que debía darse libertad a las empresas ferroviarias particulares.

La presión de este último sector decidió el conflicto a favor de la compañía inglesa y en 1885,  el gobierno aceptó que se le liquidaran sus reclamaciones sobre garantía, con el pago de 2.126.880 pesos oro sellado, abolir el sistema de garantías, dar libertad a la empresa para fijar las tarifas mientras sus dividendos no superaran el 12 por ciento, y que el capital de la compañía fuese fijado en 2.220.000 libras esterlinas (unos 11.088.000 pesos oro sellado). Así, el ya abultado capital, declarado en 1883 de 9.072.000 pesos oro sellado, se incrementó en 2.116.800 pesos.

Hacia 1886,  la acción empresaria inglesa en materia de ferrocarriles carecía de estabilidad y perspectivas. Las líneas del Estado, con administraciones óptimas, tenían una extensión casi Idéntica a las de capital británico: 2.800 km y 3.029 km, respectivamente.

En cuanto al costo de construcción, las líneas nacionales eran un 20 por ciento más baratas que las particulares. y la realidad, en cuanto a su eficiencia administrativa,  ofrecía ya graves contradicciones: por ejemplo, el complejo estatal formado por el Andino y el Central Norte (1.099 km de vías) era subsidiario del Central Argentino (de sólo 396 km de de extensión) , y éste le cerraba el acceso al Puerto a aquél (ver Los Ferrocarriles Argentinos).

Usar la sardina, para pescar una caballa
Pero si bien las grandes concesiones hechas por los gobiernos argentinos citados, para promover la construcción de ferrocarriles (se les garantizaba a las empresas un dividendo anual del 7%, costeado por el Estado,  se les suministraba gratis la tierra por donde correrían las vías, y aun amplias fajas de campo sobre sus costados,  se les acordaban exenciones de impuestos y de derechos aduaneros sobre los materiales introducidos, etc.), eran un tentador atractivo para los inversores ingleses, lo que impulsó vertiginosamente la actividad inversora inglesa en los ferrocarriles argentinos, fue la posibilidad de negocios paralelos que ofrecía este campo.

Fue evidente que el móvil que llevó a los capitales británicos a participar en el desarrollo de los ferrocarriles argentinos no fue únicamente el incentivo de dichas facilidades y la expectativa de obtener pingües ganancias de su explotación.

Existía una razón más poderosa, que fue señalada claramente en un informe enviado en 1862 por el ministro británico en Buenos Aires, THORNTON, al. Foreign Office. Al referirse a la creación del ferrocarril inglés Gran Sur de Buenos Aires”, señalaba que esa empresa «abriría un nuevo mercado a los productos manufacturados británicos”.

La creación del sistema ferroviario se convirtió así, para los argentinos, en un nuevo eslabón de la cadena de dependencia que subordinaba al país a la condición de “inmensa granja del taller”  británico. Efectivamente, los principales accionistas de las primeras compañías ferroviarias inglesas que se orga­nizaron en el país,  fueron grandes empresas encargadas de proveer a aquellas compañías ferroviarias de todo el material necesario para su construcción y funcionamiento.

Y el negocio, para los ingleses, no terminaba con la venta de sus manufacturas (que incluían desde las locomotoras hasta los ladrillos e implementos sanitarios de las estaciones). El carbón británico (combustible que se utilizaba para kover los ferrocarriles), fue, a medida que se extendían las líneas y se intensificaba el tráfico, un elemento fundamental de las exportaciones inglesas a la Argentina.

Así, y como lo señala el mismo FERNS, los británicos, tenían buenas razones para continuar empeñados en la inversión de capitales para la construcción de ferrocarriles en territorio argentino, lo hicieron siguiendo el principio de «usar una sardina para pescar una caballa» (“Crónica Argentina”, Editorial Codex, Buenos Aires, 1974).

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