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COSAS Y SERVICIOS QUE YA NO ESTÁN EN ARGENTINA
En la República Argentina, como en cualquier otro país del mundo moderno, el avance de la tecnología, los cambios que la vida de todos los días impone a las sociedades, las modas y hasta las necesidades, generan una constante y cada vez más veloz mutación de lo que en un momento le fue característico o representativo de su idiosincrasia y modo de vida
Así es que lo podremos ver en el siguiente desarrollo, donde hemos querido enumerar sucintamente todo aquello que en nuestro pasado vimos compartiendo nuestras vidas, dejando de lado la inmensa cantidad de marcas que desaparecieron totalmente y aquellas cosas que fueron reemplazadas por versiones más modernas:
Cines y Teatros
Una gran cantidad de Cines, Teatros y Salas dedicadas a diversos tipos de esparcimiento, frecuentados en el pasado de los argentinos, ya no están.
Algunos, víctimas del desarrollo urbano, cayeron bajo la piqueta; otros lastimados por problemas económicos o por la pérdida de rentabilidad, tuvieron que cerrar y otros muchos, porque así lo exigía el progreso y el cambio de costumbres que se registró en Buenos Aires a partir de fines del siglo XIX (ver Cines y Teatros que ya no están en Buenos Aires)..
También víctimas del progreso cayeron y quedaron sepultadas en el tiempo, el “Circo Hipodrome” que estaba en la esquina de Corrientes y la actual Carlos Pellegrini. En él habían actuado figuras muy populares del Teatro argentino, entre ellas el payaso, acróbata y director circense FRANK BROWN, nacido en Inglaterra y muy querido por los porteños de varias generaciones, algunos de los cuales disfrutaron siendo niños su costumbre de repartir golosinas luego de la matiné
Desapareció la pulpería El Caimán (aquella que estaba en el cruce de Corrientes con Suipacha, luciendo sus toneles de vino en la calle para que fueran referencia) ni en el cruce con “Reconquista”, la casa de MARIE ANNE PÉRICHON DE VANDEUIL, casada con THOMAS O’GORMAN, a quien todos conocían como “la Perichona” y que cuando su marido la abandonó, fue la amante de SANTIAGO DE LINIERS.
También tuvo que desparecer de la calle Corrientes, la antigua Pastelería “Reybaldi y Gaudini”, que estaba en la esquina con la calle Suipacha, que se destacaba por el famoso pan dulce artesanal que elaboraba y después de ella, la «Confitería del Buen Gusto» que la familia REYBALDI instaló en el cruce de Corrientes con Esmeralda, frente al café “Guaraní”, donde solían parar CARLOS GARDEL y JOSÉ RAZZANO.
La lista podría convertirse en interminable si se mencionaran todos los lugares. Pero algo de lo que se llevó la piqueta del ensanche y que merece destacarse es el viejo Teatro de la Ópera que cayó en 1935.
El afilador. Iban en bicicleta recorriendo las calles de las ciudades, tocando con una pequeña flauta las siete notas musicales alternadamente con su clásico “Áfiladooor”. Pero no era una bicicleta cualquiera: les habían adosado un ingenioso sistema de poleas que le permitían afilar cuchillos y tijeras, una vez que se detenían respondiendo al llamado de algún cliente. Luego de destrabar la cadena de transmisión, hacían girar una rueda amoladora o piedra de afilar, simplemente pedaleando, sin moverse de su sitio.
El aro”. Juego que jugaban los niños corriendo detrás de un aro de bicicleta que guiaban mediante un largo y rígido alambre doblado en la punta, de manera tal, que servía de sostén al aro que así giraba bien mantenido en la dirección que le imprimía el niño (ver Juegos y juguetes de antes).
El autoclave (imagen a la izquierda). Estaba en todas las peluquerías para hombre y era un aparato de acero inoxidable que mantenía encendido un quemador para generar el vapor necesario para humedecer y mantener bien calientes, unos paños que el peluquero colocaba allí, para tenerlos a su disposición antes de comenzar a afeitar a un cliente, momento en que rápidamente los retiraba y envolvía con ellos la cara del hombre para aflojar la barba y hacer más placentera la afeitada.
El avioncito “Safac”. Era un pequeño avioncito monomotor que surcaba los aires por sobre la ciudad de Buenos Aires, llevando al principio una larga manga con la palabra “Safac”, promocionando una yerba mate que así se llamaba en aquellos tiempos y que luego, su inspirado piloto, dejando de lado la manga, escribía con humo de color.
El balero. Otro juego que los niños de antes jugaban y que ya prácticamente casi ha desaparecido. Ensartar esa esquiva bola de madera con un estrecho agujero en un palito aguzado y unido a ella por medio de un largo piolín, era un entretenimiento que ocupaba largas horas de nuestra infancia y que nos obligaba a agudizar el ingenio (poniéndole tachas a la bocha) y adiestrar la mano para lograr ese quiebre de muñeca que nos otorgaría el éxito en el intento.
El boleto de los medios de transporte. Ese pequeño papelito con números (que indicaban un código que nunca pudimos comprender) y el nombre de la empresa transportadora, que nos daban cuando subíamos a un tranvía y luego a un colectivo, con la llegada de las máquinas automáticas expendedoras han desaparecido. (ver El colectivo porteño)
El borrador de tiza. Como es lógico, al aparecer nuevos y modernos medios de comunicación entre disertantes, maestros y comunicadores con sus respectivos auditorios, despareció el pizarrón y con él, las tizas con las que se escribía y el borrador de madera y paño con el que se borraba lo escrito..
El braguero.. Lo usaban tanto los hombres que tenían una hernia inguinal, como las mamás para aplicar sobre el ombligo de sus hijitos recién nacidos.
El chiripá para los bebés. Era una pieza de género blanco con forma de T», que las mamás de antes usaban para envolver con ella a sus bebés, antes de que existieran los pañales descartables.
El cilindro giratorio de las peluquerías. Frente a todas las peluquerías para hombre de antaño, además de pomposos carteles anunciando sus servicios, había un cilindro pintado con bandas rojas y blancas que giraba continuamente. Dicen que estos aparatos rememoraban un muy antiguo sistema que tenían los barberos, que también eran curanderos y aplicaban sanguijuelas, para poner a secar las vendas que quedaban ensangrentadas luego de sus intervenciones.
El cívico”. Medida de cerveza que se servía en bares y confiterías, contenida en un vaso bajo de vidrio.
El cucuruchero. Llevaba a cuestas un gran recipiente cilíndrico que tenía como tapa una rueda que giraba haciendo enfrentar un vástago con una serie de muescas, que alternadamente tenían un número uno, un dos o un tres y en su interior llevaba los llamados “cucuruchos”, una especie de bizcochos crocantes que tenían forma de tubo o triangular.
Ante un llamado, ofrecía la posibilidad de hacer girar esa rueda pagando cinco centavos (cuando yo era niño). Luego, abriendo el tarro, entregaba uno, dos o tres de esos cucuruchos, según hubiera sido el número que le había deparado la suerte al tirador.
El diávolo. Un divertido juego de habilidad jugado por nuestros niños allá a comienzos del siglo XX. Con dos palos unidos con un hilo de un metro de largo, mediante rápidos movimientos se debía mantener en el aire y girando constantemente una pieza de madera torneada con la forma de dos conos enfrentados por su punta (parecida a la forma de un reloj de arena).
Si los jugadores eran avezados, se jugaba entre dos o más participantes y cuando se veía a alguno de ellos distraído, se le enviaba el “diávolo”, para que lo recibiera en el aire y continuara a su vez, haciéndolo girar sobre el hilo que unía sus bastones.
El fotógrafo de Plaza. Parecía un monstruo antediluviano con joroba y seis patas, pero no; era el fotógrafo de plaza que se aprestaba a fijar para la posteridad la imagen de esa mamá y ese papá con los niños pegados a sus piernas, que habían requerido sus servicios. Hasta donde sabemos, la máquina era una cajón con cuatro patas extensibles, provisto de una lente al que, luego de haber logrado que todos permanecieran quietos, se le colocaba una misteriosa placa y luego se cubría con un grueso lienzo que lo tapaba, junto con el “artista” que iba a producir el milagro.
Extraños y ocultos por ese lienzo manejos después surgía la fotografía que la familia, feliz, llevaba a su casa para mostrar orgullosa a parientes y vecinos, alardeando de la aventura vivida en una Plaza de Buenos Aires o la mayoría de las veces, en el Jardín Zoológico.
El gancho para abrocharse los zapatos. Los zapatos que usaban los hombres (y antes que ellos, las mujeres), solían tener una “capellada” alta que cubría hasta poco más arriba del empeine provista por una larga hilera de botones que había que abrochar. Esta tarea incómoda era facilitada mediante el uso de este pequeño instrumento que permitía hacer rápidamente la operación.
El hielero”. Tenían un recorrido fijo y así se distribuían la probable clientela. Iban en carros tirados por un caballo y llevaban una gran caja de madera, en cuyo interior, revestido con chapas de cinc, acomodaban hasta 20 barras de hielo que vendían en trozos logrados a fuerza de golpes de machete. Lo común eran el cuarto y la media barra, ya que esa medida era la apta para usar las heladeras que había entonces.
El imperial”. Medida de cerveza que se servía en bares y confiterías, contenida en un vaso alto de vidrio.
El lechero. Amable paisano que pasaba caminando frente a las casas, detrás de una cansina vaca y que al serle requerido, se detenía, se sentaba sobre el banquito que llevaba atado a su baja espalda y así, cómodamente instalado, ordeñaba su vaca, llenando la jarra que alguna vecina necesitada de leche le había acercado.
El manicero. Otro de los simpáticos vendedores ambulantes que circulaban por nuestras calles era el “manicero”. Un personaje, generalmente descendiente de la gloriosa Italia, que iba empujando una especie de locomotora en miniatura que hasta despedía humo por su chimenea, llevando en su interior ricos maníes con cáscara que se mantenían calentitos por medio de carbones encendidos y que vendía en un cucurucho de papel.
El monóculo. Anteojo con un solo vidrio que se ajustaba frente al ojo acomodando los pliegues del arco superciliar y el pómulo.
El montepío. Llamado el «Montepío de la virreina», la primera casa de empeños que existió en el Río de la Plata y que fue fundada en 1878 (ver El Montepío de Buenos Aires).
El pavero. Aquellos simpáticos muchachitos que larga vara en mano, circulaban por las calles de Buenos Aires, “arreando” una bandada de pavos que ofrecían para la venta.
El pizzero. Generalmente se instalaba en inmediaciones de las canchas de fútbol cuando había partido, pero también lo hacía en esquinas con mucho tránsito de Buenos Aires y de muchas otras ciudades del interior. Iba vestido con una pulcra chaqueta y gorro blancos y allí se instalaba con una inmensa bandeja que contenía un pizza de grandes proporciones, conocida como “pizza canchera”, que mantenía caliente, mediante un pequeño brasero y que según llegaran los pedidos de los transeúntes, iba cortando con diestros movimientos circulares de su cuchilla.
El plumerero. Eran esos hábiles artesanos que recorrían las calles, caminando junto a un gran carro cargado con plumeros, escobillones y escobas que pregonaban a grito pelado.
El rancho o sombrero de paja para hombres. Ni bien aparecían los primeros calores, las calles de antes de poblaban de amarillentos sombreros de paja que los hombres usaban llamándolos “ranchos”. Eran rígidos, de copa circular rodeada por una cinta negra de gross y de corta ala recta. Frescos y livianos fueron los preferidos a partir de su aparición allá por los finales del siglo XIX.
El triciclo de los repartidores. Aunque todavía se lo ven recorriendo las calles de algunas ciudades asiáticas, entre nosotros, ya desaparecieron. Eran un triciclo que sobre sus dos ruedas delanteras, tenía una cajón abierto o gran canasto de mimbre, donde los repartidores llevaban a los domicilios especialmente el pan o las verduras.
El yesquero. Encender un cigarro o la leña de la parrilla no era cosa tan fácil como lo es ahora, cuando con un simple fósforo logramos una pronta respuesta. Antes se usaban los llamados “yesqueros”, un encendedor que constaba de una yesca o mecha, una piedra o pedernal de donde saltaba la chispa inicial y una rueda áspera o eslabón que haciéndola girar con un rápido movimiento, hacía saltar esa chispa de la piedra.
La bigotera”. Especie de mordaza que los hombres se ponían sobre el bigote antes de acostarse a la noche para dormir y que servía para mantenerlo peinado y en su sitio.
La billarda. Ese antiguo juego originario de la India que fue pasión en nuestra niñez, ya no se practica más en la Argentina. Recordemos que se jugaba con un bastón de madera que debía impulsar un trozo más pequeño de madera en dirección a un contrincante que debía recibirlo en el aire y a su vez, con el mismo movimiento, reenviarlo hacia el mismo u otro jugador, con la intención de mantener en el aire, sin que tocara el suelo ese trozo de madera.
La bolsita con alcanfor. Cuántas noches habrán pasado aquellos niños del pasado con una bolsita de género llena de piedritas de alcanfor colgada de su cuello, que una madre preocupada por su salud, le había colocado, segura de que así ahuyentaba “la peste” o al menos le prevenía de un resfrío.
La brocha de afeitar. Grueso especie de pincel que servía para esparcir el jabón sobre la cara como paso previo al paso de la navaja cuando nos afeitábamos.
La chuenga”. Popular masticable que se vendía principalmente en las canchas de fútbol y que hizo famoso a un simpático personaje que lo vendía sorteando hábilmente las abigarradas tribunas con espectadores.
La corbata “moñito”. Aunque todavía algunos nostálgicos se atreven a usarlo, casi han desaparecido los “moñitos”. Esos antecesores de la corbata, eran una pieza de género con lunares, diversos colores o totalmente unicolor que rodeando el cuello, se anudaban al frente formando una especie de mariposa.
La Hesperidina (15/10/1864). En esta fecha se lanzó una sorprendente campaña publicitaria para promover la Hesperidina, el primer producto registrado en la Oficina de Patentes y Marcas de la Argentina.
En 1862 llegó a nuestro país MELVILLE S. BAGLEY, un joven estadounidense nacido en 1838 y decidió quedarse en estas tierras con la intención de desarrollar un gran proyecto empresarial, que cuajó dos años después, cuando abrió un local, ubicado en un modesto edificio de la calle Maipú, dedicado casi en exclusividad a comercializar un producto de su creación.
Este primer producto creado por la empresa, era una bebida a la que llamó “Hesperidina”, que se lanzó con una curiosa y hábil campaña publicitaria, completamente sorprendente para aquella época.
Desde la mañana del 15 de octubre los porteños comenzaron a ver la palabra Hesperidina escrita con letras negras sobre las aceras, pero nadie sabía a qué objeto correspondía ese nombre. Más tarde, esta técnica de despertar la curiosidad de los consumidores mediante una intriga fue usada hasta el cansancio, pero entonces se trataba de una novedad. La publicidad se estiró por dos meses hasta que finalmente, en diciembre, un anuncio aparecido en los diarios reveló la identidad de la Hesperidina.
El aviso decía que la bebida ya estaba en venta en cafés, bares, boticas y droguerías, y que el público podía ir a buscarla y probarla. La bebida tuvo gran éxito y muy pronto aparecieron las imitaciones.
Bagley debió luchar ante la Justicia para que le reconocieran la invención del producto, y además, trabajó para que se creara una Oficina de Patentes y Marcas que resguardara los derechos del inventor. Finalmente logró su objetivo. Esta oficina se inauguró en 1876 y en reconocimiento al esfuerzo de Bagley, Hesperidina recibió el número 1 en la lista de marcas argentinas. Bagley, después fue pionero en otro ramo, cuando se lanzó a la producción de galletitas que hasta ese momento se importaban desde Inglaterra y a partir de entonces, su nombre se asoció a este producto, que tuvo enorme éxito, pero Bagley murió a los 42 años y no pudo ser testigo del crecimiento de la empresa que había creado, dejando para los registros de la historia, sus máximas creaciones: La “Hesperidina”, una bebida hecha a base de naranjas amargas y las galletitas Bagley, dos productos que jamás faltaron en los hogares porteños de nuestro pasado inmediato.
La faja o corset de las mujeres. Desde que allá por el siglo XVIII entre las mujeres se impuso la moda de la cintura avispa, aunque también desde que ellas creyeron que delgadas se veían más elegantes, comenzaron a usarse los “corsets”, un siniestro conjunto de cordeles, flejes de acero y telas rígidas que siendo debidamente acomodado y ajustado, apretaba la cintura de las señoras, que a veces casi asfixiadas, soportaban este sacrificio en busca de la belleza. Los corsets fueron reemplazados luego por las “fajas”, algo parecido pero más sofisticado, que cumplía con la misma misión y que también fueron paulatinamente desapareciendo.
La galera, el “hongo”, el “chambergo” y el sombrero. Todos ellos usados por los hombres para cubrirse la cabeza, han desaparecido casi por completo y ya casi nunca se ven, salvo que algún apegado y reminiscente del pasado, se anime a llevarlo todavía.
La gomina”. Producto hecho con goma tragacanto y alcohol que se usaba para asentar y dar brillo al cabello de los hombres. Indestructiblemente unido al nombre de su creador, se la conocía como “Gomina Brancato”.
La máquina para hacer manteca. Con una especie de balde de madera en cuya parte superior tenía un sistema de ruedas dentadas que hacían girar una paleta en el interior del balde, luego de echar leche (pero la leche de antes, sin cortes ni agregados de agua), y de unos cinco minutos de darle a la manivela, se obtenía una rica y espumosa manteca.
La maquinita con hojitas de afeitar. Reemplazada hoy por la mucho más práctica y eficiente maquinita con las hojas de corte ya incorporadas.
La matiné en los cines. Cuántas tardes pasamos en aquellos cines que comenzaban su función a las dos de la tarde y terminaban a las 6 o 7 de la tarde, comenzando con dos o tres capítulos de “Tarzán de los monos” o “El llanero solitario”, o “Superman, el hombre de hierro”, y seguían luego con dos películas más de larga duración.
La pizarra escolar. Una tiza y una pequeña pizarra a la que se le ataba por medio de un piolín un trapito para usarlo como borrador, era todo el equipo que usaban en el comienzo de nuestra historia, los escolares de la primaria. Qué lejos estábamos de la “Tablet”, verdad?
La radio galena. Antes de que con el simple movimiento de una perilla o apretando un botón, lográramos inundar nuestro mundo con música, canciones y palabras que salían de una radio, existió la “radio galena”. Producto del ingenio de varios técnicos e investigadores, apareció a finales del siglo XIX y pronto se constituyó en el artefacto de moda.
Fue la precursora de los receptores de radio y con ella, con una paciencia infinita y el oído atento, se podían captar señales de radio en amplitud modulada. Fue gracias a una radio galena que los argentinos, el 14 de setiembre de 1923, pudieron seguir las alternativas del combate Firpo-Dempsey celebrado en la ciudad de Nueva York.
Obviamente, el avance de la tecnología, especialmente la vinculada con la radiotelefonía y la electrónica, hizo que la galena, luego de que aparecieran las válvulas electrónicas y los circuitos “superheterodinos”, desapareciera totalmente en los años cincuenta (aunque en Chile, se la siguió utilizando hasta 1960 aproximadamente).
La salivadera. Las había de dos tamaños y forma y ambas servían para depositar discretamente en ellas los molestos esputos que nos venían a la boca. Unas, que se colocaban en el piso de los baños y muchas veces también en otros rincones, como ser de la Sala o de los dormitorios, eran de metal enlozado, blancas y redondas de unos 16/17 cm. de diámetro y unos 6/7 cm. de alto.
Con una tapa con declive hacia el centro que terminaba en un agujero por donde su volcaba la molesta saliva. En su interior se ponía algo de agua y para vaciarla y limpiarla, bastaba con quitar la tapa que no era fija. Las otras eran para uso personal; eran mucho más chicas y su tapa era abisagrada, lo que permitía su uso estando en cama o imposibilitado para moverse
La yapa. Así se llamaba (y aún se llama hoy aunque ya ha desaparecido como costumbre) al pequeño exceso del producto que se regalaba a quien compraba algo en un almacén o en una pulpería. Así, cuando el puestero pesaba un kilo de yerba (o de lo que fuera), le agregaba una pequeña porción de la misma, diciendo: “va de yapa”. También los niños que acudían a hacer las compras, solían reclamar esta atención, diciendo “me da la yapa patrón?, esperando con una pícara sonrisa en sus caras, la golosina que creían merecer por su gestión.
Las bañaderas. Grandes y largos vehículos a motor descubiertos y provistos con cuarenta o cincuenta asientos que se utilizaba para las excursiones que realizaban los porteños a la campaña, pero especialmente utilizados por las empresas inmobiliarias, para llevar a sus clientes hacia el lugar donde efectuarían sus remates de lotes.
Las bolsas para agua caliente. Para calentar la cama de los friolentos durante los inviernos.
Las correas sujeta libros. Antes no se conocían las mochilas que hoy usan los escolares para llevar sus útiles. Los libros y cuadernos se sujetaban con un juego de correas que tenían una manija, lo que permitía llevarlos bien unidos con una sola mano.
Las estatuas. Era jugado cuando el grupo de niñas y niños era numeroso y el juego consistía en formarse todos en tres columnas paralelas enfrentando a uno de ellos que hacía de “control” y a diez metros de distancia de éste. El control, dado vuelta y ocultando sus ojos para no ver, contaba hasta que lo estimara oportuno y mientras lo hacía, los participantes podían adelantarse tratando de acercarse a él. Pero si el control, interrumpiendo bruscamente el conteo se daba vuelta llegaba a ver a alguno de ellos en movimiento, lo descalificaba. Lógicamente ganaba quien llegaba hasta el control y lo tocaba, sin que éste hubiera podido sorprenderlo mientras avanzaba.
Las garitas que en muchas esquinas de nuestras ciudades eran utilizadas por los “vigilantes” para dirigir el tránsito vehicular.
Las heladeras de hielo. Eran unos elegantes (para la época) muebles de madera revestidos internamente con cinc y una puerta en el frente. Se introducían en ellas “las medio barras de hielo” y sobre ellas se colocaban los alimentos que se deseaba conservar.
Las hojitas de afeitar. Luego de la aparición de esa nueva maquinita de afeitar que viene con las hojas de corte ya incorporadas, dejaron de existir aquellas que usábamos llamándolas “una Guillette” o una “Legión Extranjera”.
Las ligas” para sostener las medias de los hombres.
Las monedas de 1 y 2 centavos. Inflación, malos manejos de la economía y políticas erradas llevaron a desaparecer las “chirolas”, aquellas simpáticas moneditas de 1 y 2 centavos con las que comprábamos 10 caramelos o una hoja de papel para hacer un barrilete.
Las pantallas”. Una pieza de cartón sostenida por una maderita que permitía “apantallarse” cuando el calor agobiaba. Generalmente utilizadas como medio publicitario por los almacenes de barrio, que poniendo su nombre y virtudes en esas pantallas, quedaban bien con sus clientas.
Las sales aromáticas. No sabemos qué contenían, pero sí recordamos que venían en un frasquito y que servían para reanimar de “un soponcio” (o vahído) a alguna dama emocionada o conmocionada,
Las serenatas. Antigua costumbre de ir en grupo tocando diversos instrumentos musicales para posarse ante la ventana de alguna vecina requerida “de atención” (por no decir “de amores”), tratando de que con sus versos se avenga a mirar con buenos ojos a un admirador, también usada para rendir homenaje a un triunfador o destacado personaje.
Las sillas en la vereda. Sin “motochorros” a la vista, sin narcotraficantes ni “descuidistas” merodeando por el lugar y con el “vigilante” atento recorriendo la cuadra, era costumbre en aquellos tiempos, que llegada la tarde, se sacaran las sillas a la vereda y allí sentados, se disfrutara viendo el paso de los transeúntes o comentando con vecinos los acontecimientos del barrio, mientras se tomaban unos sabrosos mates.
Las Variedades. A algún gobierno, sensible a las necesidades de muchos artistas poco exitosos, pero también necesitados de los aplausos y por qué no, también de comer, se le ocurrió una brillante idea y a partir de su puesta en práctica, en el medio de una función cinematográfica, entre película y película o después del Noticiero y antes de la película, se levantaba el telón y aparecía un cantor o una cancionista solista o algún “conjunto vocal”, que exponía sus dotes, ante la condescendiente atención de algunos espectadores, que respetuosos de esas presencias, no se habían retirado de la Sala para estirar las piernas o fumarse “un pucho” en el foyer.
Las ventosas. Llegado el invierno y con él, los resfríos, las gripes y las congestiones pulmonares, hacían su aparición las “ventosas”. Eran pequeños vasitos “panzones” de vidrio cuyo interior se calentaba pasando un isopo de algodón mojado con alcohol encendido y que rápidamente se aplicaba sobre la espalda del enfermo, haciendo que por el vacío así formado se adhiriera fuertemente a la piel, logrando (por lo menos así se creía), extraer los malos humores”.
Los abanicos. Ya casi se ven estos prácticos adminículos que usaban las mujeres para refrescarse,
Los aros servilleteros. Eran unos aros de metal o de hueso, que hasta a veces llevaban grabados nombres o iniciales y que por razones de higiene, servían para ceñir con ellos las servilletas que se usaban para comer, con el objeto de que cada comensal usara siempre la misma.
Los vahos de eucalipto. O de simple agua caliente, que servían para descongestionar las vías respiratorias, para tratar un resfrío o una tos persistente. Se utilizaba una olla que se llenaba con agua hirviendo y humeante. Puesto “el sujeto” ante esa olla y cubierto totalmente con una frazada, estaba obligado a aspirar ese humo caliente que se desprendía de la olla, convencido que así se podía curar.
Los buzones rojos para recibir la correspondencia. Estaban en muchas esquinas de muchas ciudades argentinas. Eran tubos cilíndricos de hierro fundido, pintados de rojo, con una especie de sombrerete pintado de negro y con una abertura horizontal por donde se introducían las cartas que deseábamos enviar.
Los calzoncillos largos para hombre. Prenda de género grueso y muy abrigada que cubría todo el cuerpo del hombre desde el cuello hasta los tobillos y que tenía, donde corresponde, una solapa abrochada con botones, que podía abrirse en caso de una necesidad fisiológica.
Las cataplasmas. Recomendadas. para combatir los resfríos, catarros, tos y otros males, era un ungüento hecho con misteriosas hierbas que se ponían calientes dentro de una bolsa o tela plegada y se aplicaba sobre el pecho del enfermo aquejado por algunos de esos males.
Los fomentos. Una vieja camiseta de frisa cortada en paños cuadrados servía para curar la tos, el resfrío y la congestión nasal. Por lo menos así lo creían nuestras madres que ante el menor atisbo de algún síntoma que indicara la presencia de alguno de estos males, rápidamente calentaban con la plancha eléctrica estos paños y nos lo ponían sobre el pecho, en medio de nuestras protestas porque “quema mucho”, decíamos.
Los impertinentes. Especie de anteojo consistente en dos cristales montados en un armazón de carey y unidos entre si por una chapita abisagrada que permitía plegarlos para guardarlos. Tenían un cordón de seda que prendido en la ropa, aseguraba su pronta disposición cuando quien los llevaba, deseaba observar mejor algo y los montaba sobre su naríz.
Los ómnibus. Esos inmensos vehículos a motor que alrededor de la década de 1930 comenzaron a reemplazar a los tranvías para el transporte de pasajeros.
Los porrones de agua caliente. Para calentar la cama de los friolentos durante los inviernos.
Los posa-cubiertos. Pequeños soportes de metal o de madera que se usaban para apoyar sobre ellos los cubiertos utilizados durante una comida, con el objeto de no manchar con ellos el mantel.
Los tinteros escolares. La llegada de las estilográficas y más tarde de las birome” como llamamos a los actuales “bolígrafos”, hizo que desaparecieran las “plumitas” y las “lapiceras con plumita” que usábamos en nuestra niñez para escribir, y con ellas, desapareció el tintero de porcelana que conteniendo tinta para mojar en él la lapicera, infaltablemente estaba en los pupitres escolares.
Los tranvías.
La vuelta del perro. Pocas veces vista en Buenos Aires, quizás por su condición de gran urbe y por lo tanto obligados sus habitantes a una vida más agitada, la “vuelta del perro” era una costumbre muy arraigada en las ciudades y pueblos del interior. Era un paseo casi obligado y muy esperado, especialmente los fines de semana, donde no había muchas formas de entretenimiento y se llamaba así, a una ronda que los vecinos efectuaban alrededor de la Plaza del pueblo (hombres en una dirección y mujeres en la contraria), para ir conversando entre ellos y dirigirse algún piropo o mirada sugestiva, cuando se cruzaban con alguien “especial”.
Los zapatos con polaina. Los zapatos para hombre, tenían la capellada cubierta por un cuero de badana o de género que cubría el empeine hasta más arriba del tobillo provisto de varios botones que debían abrocharse una vez bien calzado el zapato. Eran el súmun de la elegancia y quizás sean las imágenes de esta moda, las que mejor nos han quedado grabadas, sean las que nos muestran a los compadritos y los “niños bien” de la época del Centenario, llevándolos.