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AGUA PARA BUENOS AIRES COLONIAL (1750)
Desde la época de la colonia y hasta la década de 1860, la provisión de agua potable de la ciudad de Buenos Aires era bastante problemática. Los aljibes que algunos “adinerados” construían en sus residencias, no garantizaban un mejor resultado, Las aguas barrosas y salobres y con frecuencia contaminada, que provenían de su primera a napa, no eran convenientes para su consumo.
Por otra parte, las cisternas escaseaban, no solo porque su construcción era costosa, sino porque no podían tener semejante comodidad más que las casas con azotea y éstas eran poco numerosas, porque la mayoría de las casas estaban cubiertas de tejas.
La mayor parte del agua que se consumía en Buenos Aires, era la que se extraía del Río de la Plata y si bien es cierto que esa agua no aprobaría hoy el más elemental análisis bromatológico, era la única accesible a la generalidad de los porteños, hasta que en 1869, durante la presidencia de DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO se inauguró el primer servicio de cloacas y agua corriente potable de la ciudad de Buenos Aires.
Hasta ese entonces, el servicio de provisión de agua, estaba a cargo de los “aguateros”, unos de los personajes más típicos de la ciudad, que más llamaban la atención de la gente forastera.
Buscaban cargar sus carros en el río de la Plata y para eso se adentraban para encontrar agua más limpia y la vendían, aunque no era demasiado saludable, recorriendo las calles de la ciudad.
El agua que así llegaba a los hogares, era turbia y llena de impurezas, por lo que debía ser dejada en reposo por al menos durante 24 horas en grandes tinajones de barro para que sedimentaran sus impurezas o se utilizaban filtros de barro cocido (algunos agregaban algo de alumbre para clarificarla) antes de beberla o usarla para la cocina.
CALIXTO BUSTAMANTE CARLOS INCA, alias Concolorcorvo, en “El Lazarillo de Ciegos Caminantes”, cuenta que durante un viaje que realizara en 1773, observó que en Buenos Aires se utilizaba agua que se extraía del río de la Plata y que la misma, “si bien era turbia, dejándola reposar en grandes tinajones se clarificaba y era excelente”. Pero, a continuación, criticaba a los negros aguadores que tomaban el líquido que a la bajada del río queda entre las peñas, en donde se lava toda la ropa de la ciudad, y allí, sucia y llena de jabón e inmundicias, la recogen los negros por evitarse la molestia de internarse a la corriente del río”.
Según WOODBINE PARISH, “las clases más bajas, estaban obligadas a depender de los aguadores ambulantes que, a ciertas horas del día, se ven holgazanamente recorrer las calles con grandes pipas que llenan en el río, sostenidas sobre las monstruosas ruedas de las carretas del país y tiradas por una yunta de bueyes; artefacto pesado y costoso difícil de manejar que hace que el agua cueste mucho aún estando a un tiro de piedra del río más caudaloso del mundo. No obstante, ante la carencia de aljibes, la única solución era aceptar los servicios de “aguateros”.
Nos cuenta JUAN PARISH ROBERTSON en su libro “Buenos Aires y las Provincias”: “Difícilmente se creerá que el agua es un artículo caro a cincuenta varas del Plata. Pero así sucede. La que se saca de la mayor parte de los pozos es salobre y mala y no hay cisternas o fuentes públicas.
“Los más pudientes hacen construir “aljibes” en el piso de los patios, en los que se recoge el agua de lluvia de las azoteas planas de las casas, por medio de cañerías y en general se obtiene de este modo lo bastante para el consumo ordinario de la familia”.
“Generalmente necesitaba que esté asentada por 24 horas para que precipiten todos los sedimentos cenagosos y se aclare para poder tomarla. Otro método que se emplea, consiste en filtrarla en grandes tinajas de barro cocido. Para mi propio uso, generalmente ponía un pedazo de alumbre en las tinajas de agua para purificarla”.
En la campaña, mal que mal, disponían de otros recursos para proveerse de agua, tanto para consumo humano como para dar de beber a los animales. Aguadas, tajamares, jagüeles, aljibes eran algunos de ellos y a pesar de su gran proliferación a lo largo y a lo ancho de nuestro territorio, hubo épocas de dramáticas sequías que trajeron grandes problemas a la gente en el campo (ver Agua para el Gaucho y su ganado).
JOSÉ ANTONIO WILDE en su obra “Buenos Aires, 70 años atrás” dice de los aguateros: “El agua para el consumo de la población, se tomaba, como hoy, del Río de la Plata; pero de muy diferente modo, no como aguas corrientes. El de los pozos de balde, cuya profundidad varía entre 18 y 23 varas, es, por lo general, salobre e inútil para casi todos los usos domésticos.
“Se señalaba por la autoridad el punto de donde los aguateros debían sacar su provisión del río; pero esta disposición era burlada muy frecuentemente, sacando de donde más les convenía, aun cuando estuviese revuelta y fangosa”.
“El agua, rara vez se encontraba en estado de beberse cuando recién llegada del río; en verano, expuesta a los rayos de un sol ardiente, no solo en el río, sino en su tránsito por la ciudad, se caldeaba de tal modo, que no se tomaba porque, según la expresión de aquellos días, «estaba como caldo». La carreta aguatera era tirada por dos bueyes”.
“El aguatero, que por supuesto usaba el mismo traje que el carretillero, el carnicero, carnerero, etc., es decir, poncho, chiripá, calzoncillo ancho con fleco, tirador y demás pertrechos, era hijo del país, y ocupaba su puesto sobre el pértigo, provisto de una picana (una caña con un clavo agudo en un extremo), y una macana, trozo de madera dura, con que hacía retroceder o parar a los bueyes, pegándoles en las astas. Como es de suponer, con los pantanos y el mal estado, en general, de las calles, estos pobres animales tenían que sufrir mucho”.
Los carros aguateros
Los “aguateros” usaban unos carros tirados por bueyes, que se internaban en el río donde cargaban sus toneles de madera con agua, para luego venderla en la ciudad, a razón de medio real los 60 litros. Montados entre los dos bueyes que tiraba del carro, iban provistos de una campana para anunciar su llegada y trabajaban afanosamente durante todo el día, menos en el verano, en cuya estación solo se les veía por la mañana y al atardecer.
Los carros, tenían tres largos tirantes de los cuales el del centro sobresalía bastante de los otros y estaba unido por medio de clavijas de madera a otros dos, que los cruzaban en sentido perpendicular. Este armazón, que constituía el plano del carro, descansaba sobre un eje grueso y robusto, a cuyos dos extremos estaban sujetas las ruedas ocho y a veces nueve pies de altura, para permitir que los carros pudieran adentrarse en lo hondo del agua, para poder recogerla lo más limpia que fuera posible.
Sobre esta especie de plataforma se colocaba un gran pipón o tonel en cuya parte posterior y cerca del borde inferior estaba colocada una gran canilla (una larga manga de cuero que partía del punto que más tarde ocupó la canilla, y que, para evitar que el agua se derramase, iba sujeta en un clavo en la parte superior del pipón). Un pedazo de cuero que iba colgando de la parte trasera del carro, servía para que, colocándolo en el suelo, evitaba que se ensuciara el balde mientras éste se llenaba por medio de la manguera, adherida en la parte posterior del tonel.
El pipón o gran tonel, iba sujeto al plan del vehículo por cuatro grandes estacas en los extremos; unía las dos estacas delanteras una cuerda sosteniendo una campana, cuyo sonido anunciaba el paso del aguador. En el extremo del más largo de los tirantes del armazón, y atado fuertemente con correas, había una especie de yugo al que se uncían los dos bueyes que tiraban de la carreta: entre los dos animales se sentaba el aguatero y por medio de la picana, o bien golpeándoles las astas con una macana, avivaba el paso de los pobres animales, sujetos a una fatiga abrumadora y cuyos sufrimientos hacían más dolorosos, la barbarie de sus rudos conductores.
En la construcción de estas famosas carretas, no se utilizaba nada de hierro: eran, todas ellas, de maderas duras del Paraguay, y el agua se vendía por canecas, que eran una especie de baldes también de madera con una gran asa de cuero, que tenían una capacidad de 15 litros aproximadamente.
“La carreta aguatera era toscamente construida, aunque algo parecida a la que hoy se emplea tirada por un caballo; tenía en vez de varas, pértigo y yugo. A cada lado de la pipa, en su parte media, iba colocado un estacón de naranjo u otra madera fuerte, ceñidos ambos entre sí, y en su extremo superior por una soga, de la que pendía una campanilla o cencerro, que anunciaba la aproximación del aguatero”.
“No se hacía entonces uso del bitoque o canilla; en su lugar había una larga manga de suela, y alguna vez de lona, cuya extremidad inferior iba sujeta en alto por un clavo; de allí se desenganchaba cada vez que había que despachar agua, introduciendo dicha extremidad en la caneca, que colocaban en el suelo sobre un redondel de suela o cuero, que servía para impedir que el fondo se enlodara. Por mucho tiempo, daban cuatro de estas canecas por tres centavos».