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PERSONAJES PINTORESCOS DE ANTAÑO (1743)
Fray Luis Beltrán, el fraile artillero; José Félix Esquivel Aldao, un fraile feroz y sanguinario; Oreile Antoine Tounens, el rey de la Patagonia (1825-1878); Cayetano Ganghi, “gaudillo posetivo” (1885); Shimu negro; Juan Bautista Bairoletto, una paradoja argentina; Francisco A. Candioti. el príncipe de los gauchos (23/08/1743); Domassan y Ernest, dos charlatanes de la época (1780); Simón, un mendigo muy especial (1809); Martina Chapanay, la chasqui de San Martín (1817); Pierre Benoit, un heredero del trono de Francia que vivió en Buenos Aires (1818); José Santos Coronel vendió el bastón de Gobernador por tabaco y caña (1830); José de los Santos Guayama (1830); Víctor Chirino, un patético revolucionario (1858); Un equilibrista en la plaza de mayo (24/05/1879); Candelario (1875); Giglio, el San Roque porteño (1892); Oradores callejeros (1912); Serge Abrahamovitch Voronoff (06/07/1927); Fernando Asuero, el rey de Trigémino (1930); Los caciques blancos; los caudillo
Recorriendo viejos libros y notas periodísticas de época, podemos encontrar que en nuestra Historia pasada, medró una serie de personajes, digamos pintorescos, quizás curiosos, que con sus actitudes, actividades y dotes «personales», ayudaron, sorprendieron, emocionaron y a veces, hasta engañaron o lastimaron a sus congéneres.
Fray Luis Beltrán, el fraile artillero
Fray Luis Beltrán (1784-1827), fue un sacerdote de la orden de los franciscanos que estudió química, matemática y mecánica, ciencias que llegó a dominar ampliamente, lo que le permitió ser “el armero de San Martín”. A fines de 1814, estando en Mendoza, el general san Martín lo puso a cargo del Parque de Artillería del Ejército de los Andes y fue el artífice que logró la fabricación de los cañones, municiones, herrajes y hasta uniformes para el ejército que se preparaba para libertar a Chile. Diseñó equipos especiales para transportar cañones a lomo de mula, aparejos de su invención para subir las laderas más escarpadas, puentes colgantes transportables por hombres y mulas y luego acompañó a San MARTÍN en su expedición a Chile, a través de los Andes.
José Félix Esquivel Aldao, un fraile feroz y sanguinario
Conocido como el “Cura Aldao” o “el fraile Aldao” (1785-1845), fue un sacerdote de la orden de los domínicos que prefirió la guerra a la oración y en 1816 se incorporó a las fuerzas que estando en Mendoza, se preparaban para cruzar los Andes en su gesta libertadora de Chile. Líder absoluto de los “federales” en esa provincia, llegó a ser general en el Ejército de los Andes y como tal se hizo famoso por su carácter violento y despiadado, inmisericorde con sus vencidos y vengativo.
Oreile Antoine Tounens, el rey de la Patagonia (1825-1878)
Fue un aventurero francés nacido en 1825 en Périgueux, en la Dordogne, que llegó a Coquimbo, Chile, en agosto de 1858, con la esperanza de emular las conquistas de Cortés y Pizarro trescientos años antes.
Protagonista de una historia alucinante que comienza en Francia y termina en nuestro lejano y mágico Sur, un territorio que hasta mediados del siglo XIX estaba habitado por tribus de indios que dominaban la región y se manejaban con total independencia de los gobiernos de Argentina y de su vecino Chile.
A los 22 años Oreille Antoine había presentado la tesis para doctorarse en leyes, cuando llegó a sus manos la traducción francesa de “La Araucana”, de Alonso de Ercilla y su vida dio un giro radical. Aquel ignoto territorio le hizo pensar en crear la sede de un gran reino, del cual sería su único monarca.
Alentado por los deseos de expansión del emperador Napoleón III, Tounens, abandonó sus estudios y partió de Marsella en el vapor «Avenir» hacia el lejano Sur del continente americano y arribó a Coquimbo (Chile) el 22 de agosto de 1858.
A pesar de su aspecto algo excéntrico y curioso, Tounens ganaba fácilmente la simpatía de la gente mediante el diálogo, que practicaba como uno de sus mayores placeres, mostrándose conocedor de una gran variedad de temas. Tal era su convicción sobre la quimera que deseaba emprender, que estudió la lengua mapuche en el Convento de los Recoletos de Valparaíso.
Después de pasar dos años, familiarizándose con los araucanos, su tierra y costumbres, partió hacía Valdivia. Montados en tres mulas cargueras, Tounens y los señores Lachaise y Desfontaines, más un guía indio, ingresaron por un angosto sendero hacia San José, haciéndose pasar por vendedores en busca de los caciques y tolderías.
Mediante largas y vehementes disertaciones, poniendo énfasis sobre el sometimiento que sufrían los indios por parte del gobierno español, logró interesar al mismísimo cacique Quillapán, enemigo acérrimo de las autoridades chilenas y quien, con los caciques Hentecol y Sayhueque dominaba un vasto territorio de la provincia de Valdivia, tras la Cordillera de los Andes.
Con ellos a su lado y rodeado de indios, Tounens, se sometió a un severo interrogatorio sobre sus intenciones de crear un reino que los librara de la opresión y de tal modo se posicionó que, sin. saber por qué designios, todos apoyaron su proyecto y acudían a él en procura de consejos y para elaborar planes. Pronto, aunque nunca se supo cómo lo hizo, pudo imponerse a las orgullosas tribus y convencer a los caciques de crear un reino, independiente de los españoles.
Ganada así la confianza y la amistad del jefe indio Quillapán, con su ayuda y sirviéndose de una antigua profecía que hablaba de un blanco que vendría a liberar a los araucanos, considerando “que la Araucania no dependía de ningún estado”, declaró la independencia del reino de Araucania y el 17 de noviembre de 1860, a orillas del río Cautín, leyó la primera proclama por la cual se autotituló “Orélie Antoine I, Rey de Araucania”, con el nombre de Aurelio1º.
Estableció una monarquía constitucional hereditaria y redactó una constitución, basada en el modelo francés que ofrecía garantías democráticas y aseguraba los derechos civiles y políticos y que fue publicada por los diarios chilenos.
Diseñó una bandera verde, azul y blanca y un escudo. Creó un Consejo de Estado y envió copia de estos documentos al diario chileno “Mercurio” y a otros diarios de Santiago y Valparaíso, firmando “Antoine I, por la gracia de Dios, Rey de Araucania”.
Simultáneamente recibió adhesiones de varias tribus de la Patagonia y el 20 de noviembre de 1860 se puso en contacto con otros caciques de la Patagonia que aceptaron formar parte del reino y sumó a su reino, nada menos que la zona comprendida entre el sur del río Negro y el estrecho de Magallanes y el océano Atlántico hasta los Andes (toda la Patagonia), por lo que sus dominios llegaron a abarcar una extensión que iba desde el río Negro y el Bío Bío hasta el extremo meridional de Tierra del Fuego, un territorio equivalente a cinco veces la superficie de Francia.
A fines de 1860, logró que un acaudalado francés, medio delirante como él, emitiera monedas de un peso acuñadas con su escudo y la leyenda “Patagona au nom d’ Antoine Orélie, roi de Patagonie et Araucanie” y un músico alemán residente en Chile, Guillermo Frick, compuso el “Himno a Orélie Antoine 1”.
La bandera azul, blanca y verde del nuevo estado fue distribuida a cada tribu y jurada por sus integrantes. El 25 de diciembre de 1861 varios caciques juraron lealtad al nuevo rey y el 30 de diciembre lo hizo el cacique Namuncurá. Se dijo que “10.000 lanzas estaban a su disposición”.
El lugar que había elegido para su “reinado”, era un extenso territorio de un millón de kilómetros cuadrados que se extendía desde el río Colorado hasta Tierra del Fuego, en la Argentina, y desde el Bío-Bío hasta el Tolden, en Chile, un territorio equivalente a cinco veces la superficie de Francia donde vivían 150.000 indios araucanos agrupados en 40 tribus con sus respectivos caciques.
Habiendo transcurrido un año de su reinado, con el apoyo de Quillapán, quiso más e intentó, sin éxito, que su gobierno fuera reconocido por Napoleón III, por lo que nombró ministros y representantes y cuando las cosas ya se habían puesto serias y este descabellado “monarca” comenzó a preocupar a las autoridades chilenas, un mestizo de su confianza lo traicionó y fue acusado de alta traición.
Fue hecho prisionero y alojado en una cárcel en Los Ángeles (provincia de Bío Bío, Chile) hasta que el 5 de enero de 1862, fue expulsado de estos territorios por las autoridades constituidas en los recientemente formalizados estados de Argentina y Chile. Su reinado había durado apenas dos años.
Puesto en libertad, con la condición que se fuera de Chile, Tounen pasó a la Argentina y el 5 de enero de 1862, el coronel Cornelio Saavedra, nieto del prócer de mayo, capturó al aventurero en una emboscada. Después de estar nueve meses de prisión, en muy duras condiciones, enfermo y debilitado, el Gobierno de Chile pidió para él la pena de muerte pero después lo liberó considerando que estaba “fuera de sus cabales” y declaró que era un alienado, aunque los médicos que lo vieron no estaban de acuerdo con el diagnóstico. Cuando iba a ser trasladado a un centro asistencial para enfermos mentales, intercedió por él, el vizconde Cazotte y fue enviado a Francia.
De regreso en su país natal, en 1863, Tounens publicó sus memorias, creó la Real Orden de la Estrella del Sur y sin resignarse a perder sus dominios en América, despertó el interés por crear una Nueva Francia en Sudamérica, pero eso es otra historia.
Cayetano Ganghi, “gaudillo posetivo” (1885)
Cayetano Ganghi, era el principal agente electoral de Pellegrini (hoy se llamaría “puntero”) y amigo de Sáenz Peña. Se autonombraba un “Gaudillo posetivo” (Caudillo positivo) ya que a diferencia de los “doctorcitos” que eran pura “charla” y no conseguían muchos votos, él sin pronunciar una palabra hacía que miles de personas o mejor dicho, libretas de identidad, votaran por quien él decidiera.
A todos lados iba con su portafolios cargado de libretas, a lo que él llamaba su “mercadería”. Cayetano se sentía orgulloso de tutearse con todos los presidentes. Era el “hombre de las gauchadas”. Contaba con innumerables amistades que cultivaba como parte del negocio. Era famoso dentro de la colectividad italiana. Todos recurrían a él cuando tenían algún problema y Cayetano se los solucionaba al instante. “…tenía en su casa miles de libretas electorales dispuestas a venderse al mejor postor, sin importar banderías. Concejales, diputados y senadores salían de su bolsa mágica y tenían que negociar con él los apellidos más respetables de la oligarquía”.
Shimu negro
Fue un curioso personaje que tuvo una fugaz actuación en la política de la provincia de Santiago del Estero, allá por el año 1831, pero que representa una realidad de la política partidaria, que no puede enorgullecernos pero que lamentablemente se continuó en el tiempo.
El gobierno de Shimu negro, fue un gobierno que duró solamente dos días en la provincia de Santiago del Estero y el derecho a ejercerlo fue comprado con 50 pesos en 1831.
Entre el 15 y el 17 de abril de 1831, un personaje conocido como “Shimu Negro” ocupó el cargo de Gobernador de la provincia de Santiago del Estero. Quién era este personaje, porqué fue Gobernador y porqué duró tan poco su gobierno ??.
Son preguntas a las que León Benarós dio respuesta en el Número 4 de la Revista Todo es Historia, diciendo que Sisón Luna, más conocido como Shimu Negro, se autoproclamó Gobernador de la provincia, luego de la derrota y muerte del capitán Marcelo Castellano.
Don Benarós nos cuenta también que para que se conozca la clase de personaje que era el tal Gobernador, el señor Santiago de Palacio, un santiagueño respetable y de nobles dotes, tan patriota como de distinguida alcurnia, escandalizado y avergonzado al mismo tiempo de ver degradada la primera magistratura de su provincia en manos de aquel personaje de tan baja esfera, no por su color, sino por sus antecedentes y vida relajada, quiso librar a la provincia de aquella degradación.
Para el efecto, fue a verlo a Shimu Negro y éste, recordando que en oportunidades anteriores, había trabajado como boyero y picador de carretas de don Palacio, recibió gustoso a su antiguo patrón.
Corta fue la entrevista, pues rápidamente llegaron a un acuerdo. Palacio, . haciéndole presente que estaba ocupando un puesto que no le correspondía, le ofreció 5.000 pesos, con tal que lo abandonara y se retirara a su vida ordinaria de boyero. Ante su sorpresa, Shimu Negro le contestó airadamente:
«Se equivoca mi patrón, si cree que por esa cantidad había yo de dejar el puesto que ocupo y le prevengo, continuó diciendo, que si usted no me da 50 pesos, sublevaré a toda la canalla». El señor Palacios, sorprendido de la supina ignorancia del “gobernador Luna”, contó 50 pesos y le dijo: Aquí tienes los 50 pesos que me pides.
Shimu los tomó rápidamente y mientras Palacios se retiraba, le prometió abandonar de inmediato la Casa de Gobierno, para cumplir el deseo de quien había sido su antiguo patrón, cuando le había servido como boyero y picador de carretas.
Acompañado de sus ayudantes los hermanos Pedro Alcántara Medina y Venancio Medina, que habían sido sus socios en la aventura, Shimu abandonó la Casa de Gobierno y se dirigió a la pulpería, donde permaneció con sus compinches bebiendo, hasta que no le quedó ni un real de lo cobrado por renunciar.
Juan Bautista Bairoletto, una paradoja argentina
Bairoletto fue un delincuente o un buen hombre?. Tal la disyuntiva que proponen quienes como él, son transformados en mito, porque la gente así lo decide, sin importarle si existen o no razones para hacerlo, porque como es sabido, los diablos, son ángeles que cayeron en desgracia. Por eso, los bandidos famosos de nuestra historia, conservan esa aura de grandeza invertida, que nos obliga a imaginar lo ejemplares que habrían sido sus vidas, si hubieran puesto su empeño en causas contrarias a las que dedicaron sus afanes.
Juan Bautista Bairoletto fue uno de esos bandidos legendarios de quien sus padres acaso podían haberse enorgullecido y fue un mito a quien el pueblo le adjudicó cierta ética del bien, hasta convertirlo en la versión vernácula de Robin Hood.
Nacido el 11 de noviembre de 1894 en Cañada de Gómez, provincia de Santa Fe, trasladado seis años después con su familia a La Pampa, donde su padre había arrendado una finca cerca de Castex y Monte Nievas.
Durante su niñez y parte de su juventud, se habituó a recorrer en gozosa libertad, una llanura que le tocaría ser más tarde, el escenario de sus enfrentamientos con la Ley.
El marco de su épica delictiva son los años veinte: esto equivale a decir, la época del auge del anarquismo en la Argentina y comenzó cuando, teniendo ya cerca de 20 años, un tal Elías Farach, un comisario de la policía local que más tarde cobraría fama precisamente por ser el hombre que se dice que lo mató, tuvo 1a idea de encariñarse con una mujer que se llamaba Dora.
Ejercía su oficio en un prostíbulo y se decía que Bairolett se consideraba su dueño. Farach retó a un duelo criollo a Bairoletto y éste lo mató de una puñalada, huyendo luego, por temor a represalias.
Esa fuga marca el comienzo de su carrera criminal. Quizás una mera excusa no premeditada, para no volver al habitual tedio de la estiba y el alambrado de campos a la que estaba destinado. Su primer delito, ahora planificado, fue el asalto a la estancia La criolla, el 6 de febrero de 1926 y después de eso su vida tomó el rumbo definitivo del delito.
Su existencia se volvió más difícil y hasta debió recurrir al travestismo en no pocas ocasiones. Así, se cuenta que para asistir al velorio de un pariente, lo hizo vestido con ropa de mujer, llevando un bebé en brazos y otro chico colgado de una mano, para burlar el cerco policial que se había tendido, sospechando su presencia en el lugar.
Tras una serie de atracos menores, vino el asalto al comercio de un tal Alemandi, que resultó muerto, cuando quiso enfrentarlo, y en 1929, a este crimen, le sucedió el del almacenero José Peidón y Bairoletto comenzó a ser conocido como “el pampeano”
Cuando La Pampa se convirtió para él en un destino de prisión segura, emigró a Río Negro y en 1930 participó en un intento de levantamiento de colonos, en asociación con Pedro Moroni y Juan Chiappa, reconocidos anarquistas. Sin embargo, pese a la personalidad carismática del bandolero, el movimiento fracasó.
Acorralado por la Policía, Bairoletto huyó al Chaco y allí comenzó a ser leyenda. Resulta que por allí medraba un personaje conocido como “el turco Alí”, una mezcla do prestamista y villano de historieta que se dedicaba a prestar dinero con intereses usurarios a colonos necesitados, que eran violentamente tratados si no cumplían con los pagos que les imponía.
Enterado de esto, Bairoletto lo asaltó, le robó el dinero y recuperó todos los pagarés que guardaba el turco Alí. Luego, ante el asombro de todos, les fue devolviendo estos documentos a quienes los habían firmado y en su delirio, la población vacilaba entre adorar a “San Bairoletto” y nombrarlo comisario.
Mortal al fin, al cabo del tiempo, sus ímpetus fueron mermando y los años comenzaron a pesarle. Se amancebó con Telma Cevallos y tuvo con ella dos hijitas. Se instaló entonces, decidido a vivir en paz cerca del río Atuel, en la provincia de Mendoza y allí terminará su historia.
Aunque alejado ya del delito, el pasado no lo había perdonado y un viejo socio de correrías conocido como “el ñato Gazcón”, quizás desconforme con algún “reparto”, delató su presencia a las autoridades y una partida rodeó su rancho, decidida su detención. Unos dicen que fue muerto en el tiroteo que se generó y otros aseguran que, viéndose acorralado, no desando perder esa libertad que había aprendido a amar durante su vida en La Pampa, se pegó un tiro.
Lo cierto es que, en una crónica del 15 de setiembre de 1941 la necrológica de La Nación narra que, “al amanecer del día anterior, una partida policial había rodeado el rancho cercano a San Pedro de Atuel, en el partido de General Alvear. Tras un tiroteo de media hora con «una banda de cuatreros» (más tarde se los designa como «maleantes»), el único muerto fue el dueño de casa.
Hacia el final, el ladrón, el delincuente, el hombre fuera de la Ley, adquiere su aureola: la noticia convierte al criminal en un hombre «de buenos sentimientos para con los humildes, a quienes hacía frecuentes dádivas provenientes de los robos a los hacendados». Toda muerte violenta convierte la vida en una metáfora trágica y paradójicamente, aunque violara la ley, o precisamente a causa de eso, Bairoletto accedió a la santidad menor de los justicieros populares, por lo que nunca faltan flores en su sepultura de Mendoza.
Francisco A. Candioti. el príncipe de los gauchos (23/08/1743)
Era un rico hacendado vecino de Santa Fe de la Veracruz, que recibió ese nombre por parte de un viajero inglés que lo trató, haciendo alusión quizás a su porte y a que pasaba la mayor parte de su vida a caballo, compartiendo las rudas tareas del campo con sus peones ver El príncipe de los gauchos).
Don Antonio Candioti nació el 23 de agosto de 1743 en la ciudad capital de la provincia de Santa Fe. Era un hombre de edad madura, de bellas facciones y pelo rubio casi blanco de claro. Su figura patriarcal, vestida con mucho lujo, pero a la usanza criolla, era célebre no sólo en Santa Fe sino también en el Alto Perú, adonde iba regularmente acompañando a sus tropas de mulas.
Pero no llevaba solamente mulas al norte; cargaba diversas mercaderías del litoral en carretas tiradas por bueyes y hacía cruzar a sus recuas por el río Paraná, prefiriendo trasladarse por el camino de los Porongos, sin invernar en Córdoba, “de esta manera se ahorra mucho dinero”, decía, mostrando así su aptitud para los números y los negocios.
En 1810, siendo Cabildante en su ciudad natal, al producirse la Revolución de Mayo, era tal la popularidad y el respeto que les inspiraba el Príncipe de los Gauchos, que el pueblo entero quiso que fuera su gobernador y la provincia se plegó de inmediato al movimiento emancipador. En esa ocasión, por circunstancias diversas, no pudo asumir el gobierno de su provincia natal, que le correspondió al coronel Manuel de Ruiz, elegido por la Junta de Gobierno Patrio. Sin embargo, en 1815 llegó a la gobernación de Santa Fe, asumiendo el cargo con el título de “Primer Gobernador Independiente de Santa Fe”, provincia que se había declarado independiente del Directorio de Buenos Aires.
Domassan y Ernest, dos charlatanes de la época (1780)
En el Buenos Aires colonial, podía faltar de todo, menos carne y “cosméticos”. Así parece ser si se observa la innumerable y variadísima oferta de cosméticos que saturan los diarios de la época. Pero hubo una que se destacó notoriamente sobre las demás. Era la que publicitaba la “línea del doctor Domassan”. Ofrecía “el agua de lis doble”, para el cutis de las señoras, el “agua preservativa” para el cuidado de la boca y el “agua para teñir el pelo privilegiada”, en las variedades negro, castaño y rubio, especial para caballeros, “a quienes no les endurecería las facciones”.
Había también “ungüentos salutíferos” para combatir la calvicie y “pomadas olorosas” para disciplinar los bigotes que competían con las ofertas de la medicina que también eran variadas. El que prefería a los alópatas, a los homeópatas o aún a los “mano santas”, los tenía bien a mano y si se prefería ser tratado por una corporación galénica, no tenía más que dirigirse a la “Empresa de Puestos Médicos”.
Si lo que necesitaba era que le hicieran una sangría, seguramente encontrará lo que busca si acude a un práctico que se calificaba a si mismo como “pedicuro o callista, flebótomo o sangrador”, en cuyos avisos publicitarios, no dejaba de anunciar que las sanguijuelas que aplicaba, eran importadas de Hamburgo, “célebres por su poder extractivo”.
El doctor Ralph Ernest sacaba dientes sin dolor, pues anestesiaba con gas, compitiendo en tales menesteres con una señora que publicaba en el diario La Nación, un aviso donde ofrecía “una cura radical del dolor de muelas, sin operación alguna”, y como siempre, gratis a los soldados y a los pobres”.
También la farmacopea era abundante, amplia, generosa e “infalible”. Ofrecía el bálsamo del doctor Greeves para los sabañones, el aceite de Berthé o el Quinium Labarraque como tónico reconstituyente, las perlas de éter del doctor Clertan para las jaquecas y neuralgias, los polvos de Rogé como laxante y las Píldoras de Vallet, que terminaban “con los colores pálidos”.
Antonio Somoza y el agua fría como santo remedio (1795)
Entre todos los cuenteros, manosantas y curanderos que recorrían los caminos del virreinato del Río de la Plata, es digno de recordar el famoso “médico del agua fría” como fue conocido Antonio Somoza. Con su terapéutica, inocente en sí y bienhechora a veces hasta cierto punto al principio, cuando solo usaba el agua fría en cantidad medida y prohibían el uso del alcohol, pronto se volvió dañino, debido al éxito obtenido en algunos casos, que con el entusiasmo que había cundido entre la gente, al ver que no mataba a todos sus clientes, le dieron fama y admiración.
Los que se salvaban por sus brebajes y maniobras, cantaban gloria; la protesta de los muertos metía poca bulla. Y la fe en el agua fría fue tal, que las copitas de agua acompañadas de palabras sagradas, rumeadas por estos “médicos”, se volvieron jarros, y las unciones inocuas se volvieron baños, y los muertos entonces, fueron tantos que su protesta empezó a dejarse oír.
Simón, un mendigo muy especial (1809)
Un inglés, estando de paso por Buenos Aires, comentó extrañado el elevado número de mendigos que había en la Plaza Victoria, en proporción a los habitantes de esa ciudad.
Consideraba que la abundancia de artículos de primera necesidad que estaban disponibles a buenos precios, como lo había comprobado, no hacía lógico tener que soportar este lamentable espectáculo. Lo que no comprendía este buen inglés, era la idiosincrasia del porteño de aquella época (seguramente antecesor del actual en mañas, costumbres y técnicas que le permitían vivir sin trabajar). En efecto, existían, en Buenos Aires, gran cantidad de mendigos callejeros, la mayoría muy viejos o muy jóvenes. Los había pobres de verdad (los menos) y otros para quienes la caridad era un medio de vida.
La experiencia nos mostraba que cuando menos exigente era el postulante, más necesitado estaba. En cambio, cuando insistían y molestaban era probable que fueran “mendigos profesionales”. Se colocaban a las puertas de las iglesias y donde había aglomeraciones. Ciegos, cojos algunos desfigurados por la viruela u otras pestes, cubiertos de harapos, solicitaban la caridad pública con el lamento «Por amor de Dios».
Era frecuente, también, ver a religiosos de órdenes mendicantes. Con una enorme bolsa colgada de sus hombros, iban de casa en casa pidiendo su ración cotidiana. Pero los más llamativos, en especial para los extranjeros, eran los mendigos a caballo. Estos llevaban sus alforjas generalmente llenas, gracias al caritativo espíritu porteño; sin embargo, continuaban mendigando un real para comprar caña.
Uno de estos mendigos «de a caballo» era el viejo “Simón”. Su método era esencialmente distinto al de los otros. Se acercaba con aire de seguridad y sonrisa picaresca. Un chiste sobre la edad y flacura de su caballo le permitía iniciar la charla. Acomodaba su poncho raído, sus velas y su costillar y descendía del caballo.
—Don Simón, ¿puede explicarnos por qué los muchachos lo saludan al grito de ¡cancha! ¡cancha!?
—Bueno —responde—, lo que sucede es que yo era antes peón enlazador en los mataderos y le puedo asegurar que mi brazo no erraba tiro al toro más bravo. Un día de agosto de 1806 estaba yo en el Retiro cuando se produjo un ataque sorpresivo de los malditos herejes. ¡Caray! Me acordé, entonces, de mi habilidad con el lazo y me dije: Simón, a tu juego te llamaron. Se produjo una pausa, quizás de añoranza, y el viejo Simón continuó su relato.
— ¡Caramba con los herejes!. Tomé, indignado, mi lazo y abriéndome paso entre las líneas enemigas al ¡grito de ¡cancha! ¡cancha! enlacé como animales a dos grandotes de esos ingleses.—¡Es una verdadera hazaña!.
El viejo asiente ruborizado y orgulloso exclama: ¡El propio virrey Liniers me felicitó!. Al interrogarlo sobre la razón de su estado actual, explicó que al año siguiente, a consecuencia de una rodada de su caballo «en que no pudo salir de pie», «se disgració» y quedó mutilado e inútil para el trabajo. El blanco caballo se aleja mientras algunos chiquillos lo siguen, gritando ¡Don Simón! ¡cancha! ¡cancha!.
Martina Chapanay, la chasqui de San Martín (1817)
Fue una valerosa mujer mestiza, nacida en San Juan, que entremezclando leyendas y verdades, pasó a la historia como protagonista de una vida tumultuosa y violenta, que rozando muchas veces las fronteras del bandolerismo, la llevó a compartir hombro a hombro con los hombres de su época, los rigores de sus luchas por la Independencia primero, con las montoneras luego y que hasta llegó a ser “la chasqui de San Martín. Fue ladrona de caminos, bandolera, Robín Hood con cara de mujer, cuchillera sin sosiego y heroína de la Patria.
En 1817, ofreció sus servicios al general San Martín, y éste la nombró “chasqui” del Ejército de los Andes. Se mezcló luego con evadidos de la ley, y hasta convivió y compartió con algunos de ellos sus andanzas y fechorías. Al elegir la vida de montonera comenzó a utilizar la vestimenta de los gauchos (chiripá, poncho, vincha y botas de potro), y así es como hoy se la representa.
Cuenta la leyenda (jamás certificada), que se amancebó luego con el bandido Cruz Cuero, jefe de una banda que asoló la región por años y que hasta se atrevieron a atacar la Iglesia de la Virgen de Loreto, en Santiago del Estero, pero esta relación terminó en tragedia. Martina se enamoró de un joven extranjero que habían secuestrado para pedir rescate y Cruz golpeó a Martina y mató al joven de un balazo, pero Martina mató a Cruz con una lanza y quedó como jefa de la banda.
Después de muchas andanzas, Martina regresó a su pueblo natal y éste ya no existía. Terminó refugiándose en Mogna donde todavía se encontraba el poblado indio y allí la encontró la muerte (ver Martina Chapanay)
Indios y compadritos (1874)
Gustan llamarse a sí mismos “la indiada” y al encenderse las luces de Buenos Aires acuden en tropel a “El Alcázar” o a “El Dorado” para aplaudir todo tipo de can-cán, ya se trate de robustas vedettes o de unos pobres gansos a los que se ubica sobre unas planchas de metal caliente, para que se muevan enloquecidos como si fuesen bailarinas.
Llenos de afeites y cosméticos son la claque bien, los sofisticados de siempre, dispuestos a terminar la noche con batallas y líos descomunales que nadie pagará y que algunos socialistas utópicos denominan “decadencia burguesa”.
El reverso de la medalla está constituido por una subcultura que puebla ciertos barrios de la ciudad, donde la policía no se anima a entrar ni a detener a nadie por temor a las represalias. Sus líderes concurren al “Almacén de la milonga”, un burdel oscuro, donde el gaucho Pajarito, el pardo Flores, el tigre Rodríguez o el negro Villarino (amigos del vino, del acordeón y de la guitarra), mastican broncas por mujeres y política. Son triples híbridos de gaucho, gringo y negro; algunos de cuadradas espaldas. Su diversión favorita es pelear con la policía y mostrar su hombría campesina en el vestir y en el manejo del cuchillo. Se los suele llamar “pesados” o “compadritos”.
Están muy lejos de los tumultos de los jóvenes dorados de “El Alcázar” y llevan una existencia al día, insegura y pronta a eclipsarse si las cartas vienen mal o quedan entre ceja y ceja de un caudillo influyente. La síntesis de su filosofía de la vida es la “camorra, una forma de ahuyentar a los débiles y de pegar primero si el contrincante es fuerte. Olor a vino rancio en el “Almacén de la milonga”-, aroma de tabaco inglés en “El Dorado”: dos matices del insomnio de Buenos Aires.
Pierre Benoit, un heredero del trono de Francia que vivió en Buenos Aires
Parece ser que entre 1818 y 1852, en Buenos Aires, vivió el enigmático Delfín de Francia, Luis XVII, quien oculto tras el nombre de Pierre Benoit fue celoso custodio de un secreto que llegó a convertirse para él en una inagotable fuente de amarguras, hasta el día de su misterioso final. La que supuestamente sería la verdadera identidad de Pierre Benoit, es sostenida por los descendientes de quien en vida debió ser Luis XVII, dedicados hace ya más de medio siglo a transformar las tradiciones orales familiares en investigaciones sistematizadas y profundas en procura de develar este misterio.
Quien más hizo al respecto fue el doctor Federico Zapiola, descendiente directo de Benoit, autor de un libro que tanto esclarece como llena de interrogantes al lector, “Luis XVII, ¿murió en Buenos Aires?”. Su segunda edición debía tener un tono más polémico, pues el autor pensaba suprimir los signos de interrogación del título para proclamar sin ambages lo que se sugería en la primera entrega.
Pero Federico Zapiola murió en 1963 sin revisar la obra. Treinta años más tarde, sus sobrinos Lucrecia Zapiola de Saravia, que acaba de terminar su ensayo novelado “Soy Luis XVII, debo llamarme Pierre Benoit” y José Matías Zapiola decidieron reeditar el trabajo original, enriquecido con un apéndice de su autoría y nuevos testimonios (ver Un heredero al trono de Francia vivió en Buenos Aires)
José Santos Coronel vendió el bastón de Gobernador por tabaco y caña (1830)
Y parece ser que la provincia de Santiago del Estero, por aquellos años, estuvo a merced de personajes surgidos del desorden y la violencia desatada por la lucha que protagonizaron unitarios y federales, alzando banderas que muchas veces ocultaban sus verdaderas intenciones hegemónicas.
Surgieron así aventureros de la calaña del ya nombrado Shimu, que pudieron medrar entonces en ese mundo violento, como es el caso de otro sujeto, que aprovechando el triunfo obtenido por las armas, pretendió apoderarse de un atributo que no le correspondía.
Durante el alzamiento federal encabezado por Estanislao López en 1831, luego de que Ibarra fuera sucedido provisoriamente por Deheza en el gobierno de la provincia de Santiago del Estero, y ante la retirada de éste, por Francisco Gama quien fue derrotado a su vez por las fuerzas de López, el 17 de abril de 1831, los federales entraron a la desierta ciudad de Santiago del Estero.
Sus jefes debieron adoptar enérgicas medidas para evitar los desbordes de la tropa.: se prohibió la venta y el consumo de bebidas alcohólicas, se castigó el robo y el saqueo, se prohibió la reventa de caballos, ropa o armas pertenecientes al ejército, pero uno de esos capitanes federales, llamado José Santos Coronel había logrado apoderarse del bastón de mando del Gobernador y fue nuevamente nuestro inefable señor Palacio, quien, viéndose obligado a intervenir, le ofreció comprárselo por la suma que estimara suficiente.
Llegados a un acuerdo, Santos Coronel aceptó recibir 300 mazos de tabaco de Tucumán, 3 barriles de caña para sus “muchachos” y 13 pesos fuertes para él. Palacio le entregó no sólo lo que pedía Coronel, sino que le dio además una bolsa de yerba y otra de azúcar, para que obsequiase a su gente en su nombre.
Asombrado por el pago recibido, Santos Coronel prorrumpió en vivas a Palacio, cuya largueza no se cansaba de elogiar, pero reprochado por sus amigos, que lo criticaban por haberse desposeído de tal bastón, por tan poco precio, habiendo podido sacar por él mucho más, contestó: «¿Qué entendía yo del valor de ese bastón? ¿Ni qué había yo de hacer con semejante instrumento que no sabia ni manejar?»
José de los Santos Guayama (1830)
“El hombre que murió nueve veces», fue un célebre personaje que la Historia Argentina ha registrado como “un montonero al servicio de los caudillos andinos, que supo también participar en acciones fuera de la ley que lo pusieron en la mira de la Justicia”.
Pero también fue un héroe histórico de las llanuras del este de la cordillera de los Andes. Asociado a las insurrecciones montoneras que azotaron el país y la región de Cuyo en la segunda mitad del siglo XIX, su figura está asociada a narrativas de autonomía local, poder territorial y movilización campesina e indígena, reivindicando la existencia y valores de poblaciones e identidades indígenas, ignoradas por la historiografía argentina.
Nació en San Juan, en el seno de una familia Huarpe, alrededor de 1830 y pronto se lanzó a los caminos de la confrontación. Sus primeras correrías como «bandolero» son de 1860, año que lideró la “rebelión lagunera”», cuando Las Lagunas de Guanacache comenzaron a secarse por las tomas de agua río arriba, programadas para beneficio de terratenientes mendocinos y su presencia convirtió aquella zona en «impenetrable» para la autoridad policial por 30 o 40 años.
A partir de entonces, las Lagunas de Guanacache, ubicadas entre las provincias de San Juan, Mendoza y San Luis, fueron el centro de sus operaciones y donde la saga de Guayama, persistió con mayor fuerza hasta la actualidad.
En 1865, después de una fallida negociación por un indulto y la incorporación de autoridades en diversos departamentos rurales, comenzó un período de insurrecciones, asaltos y permanente persecución de Guayama y de otros que como él, se habían rebelado contra las autoridades. Fue derrotado en los combates de Chipisicó (04/05/1867) y en Garabato (27/02/1869).
Y la situación se agudizó entre 1869 y 1872 y junto con Aurelio Zalazar y Sebastián Elizondo entre otros líderes, tomaron la ciudad de La Rioja y sus acciones se desarrollaron después en todo Cuyo atacando haciendas, caravanas y arrías, y tomando pueblos y puestos fronterizos que comerciaban con Chile. Con un cuerpo variable de guerrillas reclutadas principalmente entre llanistas riojanos y laguneros (muchos de ellos antiguos montoneros, pero también desertores, peones, troperos y obreros viales) y con una red de importantes contactos políticos, mantuvo hasta su muerte en 1879 el relativo control territorial de Guanacache y de buena parte de la campaña cuyana.
Sus fuerzas, conocidas como “Los laguneros de Guanacache”, fueron uno de los principales contingentes de las movilizaciones federales o insurrecciones montoneras lideradas por Facundo Quiroga, el Chacho Peñaloza, Felipe Varela y Santos Guayama entre las décadas de 1820 y 1870, entre las provincias de Mendoza, San Juan y San Luis.
Llegó a ser lugarteniente del Chacho Peñaloza y hasta teniente coronel en las filas de Felipe Varela, acompañando los intentos evolucionarios de estos dos caudillos federales y luego, siendo él mismo reconocido caudillo de su propia tropa y como era común en los bandoleros populares, «robaba y repartía», protegiendo a los más pobres, por lo que los criollos empezaron a mitificarlo y pronto a considerarlo un santo, atribuirle apariciones e innumerables milagros. Aún hoy, en los desiertos cuyanos, sobrevive su imagen y en El Rosario y la Asunción, durante las fiestas, los promesantes afirman que una figura de San Roque muy milagrosa “en realidad es Santos Guayama”
Su muerte, como su vida, está envuelta por las brumas de la fantasía popular y son tantas las historias que se han tejido alrededor del fin de su existencia, que se hace difícil aceptar que finalmente, a principios de 1879, fue hecho prisionero en San Juan, en alguno de esos entreveros que lo veían corajeando y luego fue fusilado y enterrado en lugar ignoto y mediante ceremonia secreta, para no agrandar la dimensión del “mito Santos Guyama”.
Víctor Chirino, un patético revolucionario (1858)
En la madrugada del 28 de octubre de 1858 en el pueblo bonaerense de Monte, al grito de ¡Viva la religión! ¡Muera el gobierno!, un grupo de 30/40 paisanos armados, encabezado por un carnicero de nombre Víctor Chirino, asaltó la Comisaría y tomó preso al Juez de Paz.
Pero poco les duró la gloria. En menos de una hora, vecinos del pago, encabezados por el estanciero Luis Barreda lograron dominarlos y retenerlos hasta que llegaron efectivos de la Guardia Nacional, que procedieron a tomarlos presos, mientras «el jefe revolucionario» se escurría sigilosamente. Según se comentó luego “huyó campo afuera, “en pelo”, pues hasta el recado ha dejado tirado en su fuga”.
Y así, terminó su «epopeya libertadora», sin pena ni gloria, pero habiendo logrado el triste honor, de que a partir de entonces, todo acto revolucionario descabellado, ridículo e ignominiosamente fallido, se lo conozca, evocando su nombre, como «una chirinada».
Un equilibrista en la plaza de mayo (24/05/1879)
Es la noche del 24 de mayo de 1879. Algunos trasnochadores comentan la instalación de dos gruesos postes, «de más que regular altura», uno en cada extremo de la “Plaza de Mayo”. Al día siguiente una cuerda une los extremos de ambos postes, conformando un riel mortal cortando el vacío!.
Se ha hecho alguna publicidad diciendo que el señor Blondín, equilibrista de fama mundial, se adherirá a los festejos del 25 de Mayo cruzando la plaza de punta a punta, a varios metros del suelo, sin red de protección alguna. Su única ayuda, un balancín y su extraordinario coraje y sentido del equilibrio.
Candelario (1875)
Hizo su aparición en los tiempos del “Tribuno”, de Héctor Varela, que se complacía en reunir a su alrededor una corte de personajes del estilo de “Candelario”, que siempre lo recordaba y decía “Don Héctor fue el que me lanzó en la poesía y me dio la popularidad”.
Nadie lo conocía de otra manera que como “Candelario”, a secas y sin embargo, seguro que tenía nombre y apellido más, el pobre vividor que recorría restaurantes y calles más populosas, ya ganándose la vida con “dicharachos” y conversaciones emprendidas sin previa presentación o concluidas de sopetón como un “apabullazo”. Qué tal “Candelario” le preguntaron un día. Mal, respondió. Las cosas van mal en este país. Antes, un loco vivía con dos pavadas, pero ahora, “la gente se ríe, pero no larga la mosca”
Usaba galera de felpa tipo ”pavita” y pobladas patillas o“chuletas” y amplios bigotes, al modo de un lord inglés del pasado. Como bastón, un simple palo para amenazar a los que lo molestaban. El abierto levitón que llevaba, mostraba una considerable barriga. Calzaba importantes zapatones y el cuello, obeso, remata por debajo, en una corbata de lazo, de flojo y grueso moño. Todo él daba una sensación de cómica gravedad, robusta y bien alimentada.
Vendedor de periódicos y de billetes de lotería, si encontraba quien le fiara algunos números, cuyo importe entraba, seguramente en la infaltable “cuenta de ganancias y pérdidas”. Repartidor de hojas sueltas, hombre-aviso, comentador callejero. De todo era “Candelario” y nadie tenía su habilidad para hacer la propaganda de algún artículo.
Giglio, el San Roque porteño (1892)
Fue un mito perdido del viejo Buenos Aires. Era un personaje que podría ser catalogado como un “loco lindo”, de los tantos que daban al Buenos Aires de antaño, un toque de feria universal, de lo divertido y lo curioso. Otro de esos desopilantes vividores, excéntricos y pintorescos seres que fueron desapareciendo corridos por otras urgencias, costumbres y exigencias que transformaron a las “aldeas” de antaño, en las grandes urbes del mundo.
Se decía que su verdadero apellido era Gralera; que “era un rico comerciante, al que un revés de la fortuna volvió loco” y que creyendo ser el santo, comenzó a deambular por las calles de Buenos Aires ocupándose de los animales que encontraba a su paso.
Alejado de los vaivenes de la política y del comercio marcha “Giglio”. Se declaró “protector de los perros” y cuando veía uno herido, enfermo, o abandonado, lo curaba, lo atendía y lo llevaba a formar parte de un verdadero rebaño de canes que lo seguían por las zonas más céntricas de la ciudad de Buenos Aires y cerrando el desfile, siempre apurado, con una sonrisa de oreja a oreja, saludando a todo el mundo, exista o no, va Giglio: el loco saludador de la calle Florida.
La criada de razón
La criada de razón era un personaje típico de la servidumbre porteña allá en los comienzos del siglo XIX. La estrecha y cordial relación que existía entre el servicio doméstico, en su gran mayoría negros esclavos, y sus patrones, era motivo de asombro para los extranjeros, en especial ingleses, quienes, en sus informes, en reiteradas oportunidades hacían mención del buen trato y el afecto dispensado por las familias pudientes, a su servidumbre y el cariño, no falto de respeto, que éstos le expresaban a su “amos”.
Un conocido mercader británico al hablar sobre las costumbres de los porteños que lo sorprendían decía que “… en el acompañamiento de una porteña, cuentan por mucho sus sirvientas, vistosamente ataviadas y provistas de abanicos, siempre dispuestas a filtrear con los galanes negros».
Pero, dentro del numeroso servicio que los negros esclavos prestaban en las casas, se destacaba la figura de la «criada de razón». Su función específica era dar y recibir recados. Era educada con el mayor esmero por la señora y las niñas de la casa y se la elegía por su viveza e inteligencia, a fin de que representara bien a la familia, en sus comisiones y encargos.
Como era costumbre anunciar con anticipación las visitas, desde las diez de la mañana en adelante, era la «criada de razón» la que recibía estos anuncios, que luego transmití a “su ama” o directamente, si había recibido alguna instrucción al respecto, con mucha diplomacia, informaba que su ama estaba con dolor de cabeza y no podía recibirla o que con mucho gusto sería recibida a tal hora. Es decir era una especie de Secretaria de la dueña de casa.
Oradores callejeros (1912)
Todos los llaman “Trabul”. Saco corto, chambergo echado hacia atrás. Sus discursos eran un boomerang constante: tan pronto ataca al gobierno como a la oposición. No necesita estrado ni tribuna. En cuanto ve un grupo se acerca y comienza sus diatribas que duran lo que la paciencia del auditorio. Pero eso a él no lo preocupa. Sigue su camino por las calles de Buenos Aires y sólo se detiene cuando en alguna esquina, encuentra que dos o más personas se han detenido para conversar o mirar una vidriera y es entonces, cuando comienza de nuevo con su perorata.
Su peor enemigo es ese otro famoso tribuno: Candelario. Pero éste no es sólo famoso por sus peroratas políticas, sino que lo es porque alterna la política con una increíble voracidad gastronómica. Viste levita, galera de felpa, y como bastón un palo para amenazar a los que lo molestan. Generalmente cena y almuerza gratis: «no pocos le pagan la comida con tal de verle ingerir la enorme cantidad de alimentos que su estómago admite».
Serge Abrahamovitch Voronoff (06/07/1927)
Llega a Buenos Aires un personaje que ha asombrado al mundo con su teoría de los injertos como medio de obtener el rejuvenecimiento en la especie humana. Se trata de Serge Abrahamovitch Voronoff,un cirujano francés, nacido en Rusia, famoso ya en todo el mundo, por la aplicación de una técnica por él creada, mediante la cual, asegura que el trasplante de testículos de mono, en el hombre, lo rejuvenecerá y es agasajado por diversas instituciones científicas, que le facilitan los medios para hacer sus experimentos.
Cuando estuvo en Buenos Aires, prudentemente, se propuso hacer solamente operaciones con carneros, argumentando que “la Argentina es un país muy rico en su industria ganadera y aprovecharía muy bien el uso del injerto glandular en las diversas especies animales”. No duda, sin embargo, de que a través de los injertos, se llegará a hacer con el hombre lo mismo que con los animales: selección y perfeccionamiento de especies. “De momento, el injerto permite rejuvenecer las fuerzas intelectuales y físicas de los seres vivos” pontifica.
Fernando Asuero, el rey de Trigémino (1930)
Llega a Buenos Aires el doctor español Fernando Asuero un vasco famoso que se decía capaz de curar diversas dolencias excitando el nervio trigémino con un estilete que introducía por la nariz. Desde el año anterior está en Montevideo, donde siguen “las maravillosas curaciones” que este profesional practica en sus pacientes: paralíticos que andan, un ciego que ya ve y várices desaparecidas.
En Buenos Aires, donde llega recomendado por Primo de Rivera, lo recibe el presidente Yrigoyen y pronto comienza a realizar sesiones de lo que él llama “asueroterapia”.. Un mes después de su llegada, algunos de sus enfermos, que estaban curados, se agravan o mueren. ¿Culpa del donostierra?.
El 10 de junio de 1930, el Departamento de Higiene pide su procesamiento y la prensa lo fustiga sin piedad, cuando se descubre que no es médico, sino un simple charlatán.
Los caciques blancos
Hubo en nuestra Historia pasada, como aún hoy los hay, personajes de triste recuerdo, que jugando a dos puntas, trataron de sacar ventaja, sin que les importen las consecuencias que su traidores manejos, pudieran acarrear a sus confiados congéneres.
Tal el caso de turbios personajes como «Arbolito». «Pancho el Ñato», o los famosos “Pincheia”, individuos nacidos en el mundo cristiano y criollo, que mantuvieron una estrecha y siniestra relación con la gente de los toldos. Verdaderos “caciques blancos” que participaban activamente en la organización de los malones que se llevaban contra los poblados y estancias instalados en la frontera con el “indio”.
Fugitivos de la justicia, desertores del Ejército o renegados que no se adaptaban a los dictados de una sociedad que les exigía decencia y trabajo, buscaron refugio en las tolderías, se adaptaron a sus costumbres y quizás dotados de ciertas condiciones que les resultaban admirables a los indígenas, se transformaron en líderes de esas comunidades, a las que adentraban en los secretos del hombre blanco y les mostraban sus debilidades, para que supieran cómo vencerlos.
Los hubo de toda calaña y origen y hasta algunos de aquellos que oficiaban de honestos pulperos, inscribieron su nombre en esta cofradía de traidores a sus pares. Manteniendo contactos interesadamente amistosos con los indígenas, oficiaban de infames entregadores.
Quizás para gozar de cierta protección para sus bienes, quizás para incrementarlos o quizás simplemente, para darle curso a su condición de descastados, estos sujetos aprovechaban los conocimientos a los que su condición de “honestos pulperos” les permitía acceder, para informar a sus “amigos”, donde había hacienda para robar, que establecimiento quedaba desguarnecido o por donde pasaría una caravana de carretas, llevando colonos desprevenidos.
El alcohol, alguna que otra “chuchería” y eso sí, un auténtico coraje para ganarse el respeto de los guerreros, les abría el camino para ganarse la confianza de éstos, y aceptaran su liderazgo. La mayoría de las veces oficiaban de simples “entregadores”, solicitando al cacique amigo que sus «muchachos», las bravas lanzas pampas o ranqueles, respetasen su pulpería a cambio de información preciosa para algún malón próximo, especificando que el momento era oportuno, pues “las vacas de Zavaleta estaban muy gordas” o “el campo de Zelarayán está muy poblado de buena yeguada”. etc.
Pocas eran, aunque también las hubo, las oportunidades en que dejando de lado todo prejuicio, encabezaban la partida de guerreros en el ataque y el saqueo, mostrando allí, la máxima expresión de salvajismo y crueldad, superando aún a sus dirigidos y dejando para el recuerdo, esta historia que ensombrece la condición humana (texto armado con la base extraída de una nota de León Benarós).
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