EL GAUCHO Y SUS OFICIOS

Habilitado por sus inigualadas habilidades como diestro jinete y hombre conocedor como pocos del lenguaje del campo y de las exigencias que impone la vida y el trabajo en ese escenario, el gaucho argentino supo tener diversos oficios que le permitieron pasar a la Historia siendo reconocido como un soporte insustituíble del desarrollo de la actividad agropecuaria argentina.

Desde aquellas  lejanas vaquerías que lo vieron cruzar los campos en tenaz persecusión del ganado montaraz,  que constituyendo inmensas manadas, poblaba nuestra patria en aquellos años del siglo XVII, hasta que aquerenciado en algunas de las estancias que comenzaban a surgir para la cría de ganado, pasaron muchos años y a través de ellos, el gaucho supo adaptarse a las necesidades de una actividad que reclamaba mucho vigor, astucia y austeridad.

Así nacieron los diversos rumbos que debieron tomar sus habilidades y comenzaron a existir los domadores, los rastreadores, los arrieros, los baquianos y tantos otros “oficios”, que le permitieron demostrar sus especiales aptitudes.

El domador
El domador, es un personaje que transforma una tarea que, según el Diccionario consiste en una serie de acciones tendientes a convertir un ejemplar equino indómito y arisco en un manso animal que permite que se lo monte y se lo guíe, en un acto de rústica belleza,  por el coraje y la determinación que exhiben durante una doma, ambos protagonistas.

Con sus piernas arqueadas, sus botas de potro y sus enormes espuelas, pegado al lomo del potro, el domador resiste, sin esfuerzo aparente, los feroces corcovos del animal que se niega a ser sometido, hasta que doblegada su resistencia por una voluntad y decisión más firmes que la suya, se rinde, baja la cabeza y comienza un trote que será el aire que llevará su vida, a partir de ese momento.

El domador necesita tener para ejercer su oficio, un conjunto de cualidades que, menos especializadas y aplicadas a otros objetos y desarrolladas en formas variadas, bastan para colocar a un hombre en los lugares más destacados de la sociedad:  Sin saberlo quizás, por una costumbre innata en él, da pruebas de  un gran valor, una serenidad y un vigor físico, que le permiten afrontar los peligros de la doma, con total indiferencia, con sangre fría, energía paciente y  agilidad

Habla poco en general, y en la alegre rueda, que alrededor del fogón, hace el personal de la estancia, es un compañero casi mudo. Demasiado afianza con hechos,  su indiscutible superioridad, para necesitar afirmarla con palabras. Su orgullo ligeramente protector con el gauchaje corriente, fácilmente se vuelve  desdén para con el labrador que no doma más que la tierra, víctima mansa que no corcovea.

Profesor de primeras letras para bestias analfabetas, el domador tiene que ser, a la vez, indulgente para con la terquedad de los novicios, e inexorable para con las mañas de los resabiados. Trata primero de hacer comprender a su montado lo que de él exige, pero al rebelde, se le tiene que imponer por la fuerza.

Sus formas no son por cierto de lo más finas y sus argumentos que, generalmente, rematan en rebencazos, no se pueden citar como modelos pedagógicos; pero es que se trata para él de dejar incólume su fama de jinete invencible, al que ningún caballo ha logrado desmontar ni ha vuelto al corral sin ser domado

El rastreador
El rastreador era el explorador o seguidor de huellas. Era uno de los más respetados y consultados, porque su habilidad para seguir las huellas de un animal perdido y distinguirlas entre mil; conocer si va despacio o ligero, lastimado o sano, suelto o tirado de un cabestro, cargado o liviano. Para para saber el rumbo de un evadido de la justicia, para hallar a un perdido en las inmensidades de la llanura, era garantía segura de encontrar lo buscado.

El rastreador es un personaje grave, circunspecto, de cuyas afirmaciones hacían fe los Tribunales. La conciencia del saber que posee, le otorga cierto aire de dignidad reservada y misteriosa. Todos lo tratan con consideración: el pobre porque denunciando sus pillerías, puede hacerle mal, el rico hacendado, porque puede necesitarlo.

Un robo que se descubre en medio de la noche, rápidamente lleva a la víctima y a la justicia al rancho del rastreador. Cubren una eventual pisada o alteración del terreno usado para la fuga para que el viento no la disipe y esperan confiados que el hombre realice su tarea.

Éste se acerca al rastro protegido y lo sigue, sin mirar sino de tanto en tanto el suelo, como si sus ojos vieran de relieve esa pisada o esa marca que para todos es imperceptible. Sigue el curso de las calles, atraviesa los huertos, entra en una casa y señalando a un hombre que allí se encuentra, dice fríamente: ¡Es éste el ladrón!. Raro es el delincuente que se resiste a esta acusación. Para él, para sus vecinos y para el Juez que lo ha de juzgar, lo declarado por el rastreador es palabra santa y clara evidencia de culpa.

El más famoso rastreador de nuestra Historia fue un tal CALÍBAR, nombrado y descrito por DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO en su obra  “Facundo” .

Ejerció el oficio durante más de cuarenta años y cientos fueron los casos que se resolvieron debido a su pericia, dejando sin respuesta un interrogante que aún es un misterio. Qué prodigio de la naturaleza permite que estos hombres cuenten con una vista, un olfato y quizás una intuición que los eleva por sobre todos los demás para descubrir una pista, un aroma, un sabor, un rastro allí, donde nadie ve nada (ver Calíbar, el rastreador).

El arriero
El arriero y su par “el tropero”, fueron los actores principales de la actividad comercial que rápidamente comenzó a desarrollarse en el Virreinato del Río de la Plata, como en todos las otras posesiones de España en América, luego de la llegada de CRISTÓBAL COLÓN.

Diseminados en un extenso territorio, permanentemente amenazados por la presencia de aborígenes hostiles,  separados por grandes distancias y unidos por precarios caminos, que muchas veces eran simple sendas trazadas en la espesura de un monte o en las alturas de una montaña, los primeros colonizadores españoles y luego sus sucesores, los pobladores  criollos, estaban prácticamente aislados.

Unir estos poblados,  mantenerlos conectados con Buenos Aires y su Puerto y satisfacer sus necesidades de víveres, elementos de labranza y de comunicación con poblados vecinos, fue el mayor desafío que debieron enfrentar las autoridades virreinales y luego, los gobiernos patrios.

Los arrieros conduciendo sus tropas de mulas y los troperos al frente de largas caravanas de carretas, hicieron posible el abastecimiento y el desarrollo de las villas, mercados, talleres, comercios, tiendas, pulperías, iglesias, escuelas, etc. que a lo largo ya lo ancho de este inmenso territorio, comenzaron a establecerse a partir del siglo XVI.

La gran habilidad requerida para manejar tantos animales, manteniendo la manada constantemente en una formación semicircular para prevenir su pérdida, cuidando que lleguen a destino en la mejores condiciones (ver Arrias de mulas); las innegables aptitudes físicas que le eran requeridas para poder soportar los rigores de esos largos y arduos viajes, cuya inclemencia, muchas veces les imponía viajar de noche y descansar de día y la escasez de suficientes “mulateros” que se arriesgaran a tamañas aventuras, hizo que estos personajes se hicieran imprescindibles para las autoridades, los estancieros, los comerciantes y aún los pobladores, que dependían de ellos para su subsistencia.

Como resultado de su intervención, fue posible que comenzaran a surgir incipientes polos de desarrollo, que instalados junto a establecimientos rurales, fortines y poblados de cierta importancia, dieron origen a cuatro centros de intensa actividad comercial, que definieron las rutas que tanto arrieros como troperos, debieron recorrer con sus recuas de mulas y sus caravanas de carretas:

Córdoba, como centro neurálgico de estos territorios, las provincias de Cuyo, como vínculo con la Capitanía de Chile, el norte y su conexión con el Alto Perú y el noroeste donde se hallaba el Tucumán y Santiago del Estero. Y a todas ellos llegaban, luego de múltiples sacrificios, dificultades y privaciones, llevando sus mercaderías y sacando sus producciones y manufacturas.

En 1780 por ejemplo, fueron mil cuatroscientas mulas las que se utilizaron para llevar trescientos cincuenta cajones con mercurio para ser utilizado en la minas de plata del Potosí.

El tropero
Tropero es el nombre que recibe en la Argentina aquel personaje que se dedica a conducir montado a caballo, grandes tropas (o conjuntos) de ganado especialmente vacuno y caballar, muchas veces en estado salvaje aún.

Reconocido como tal desde finales del siglo XVI, este oficio nace a partir de la presencia de la  gran cantidad de ganado que poblaba nuestros campos, y pronto se destacaron en él, nuestros gauchos, no solo por su destreza como jinete y su habilidad para mantener unidos a los animales que conducía, sino también por  el profundo conocimiento que debía tener sobre la ubicación de aguadas y buenas pasturas y características de los accidentes geográficos del territorio que debía recorrer, llevando su “tropa” de un destino a otro durante largas, agotadoras y peligrosas jornadas.

El baquiano
Es un gaucho cuyo oficio lo ha hecho un hombre grave y reservado. Que conoce palmo a palmo veinte mil leguas cuadradas de llanuras, bosques y montañas y  aunque de formación empírica, es el topógrafo más completo que en los albores de nuestra Historia se vio por estas tierras.

Es el único a quien sigue un general para lograr éxito en sus campañas, yendo siempre a su lado; modesto y reservado, aunque esté en todos los secretos de las operaciones. Conoce la distancia que hay de un lugar a otro, los días y horas necesarias para llegar a él y hasta donde hallar una senda extraviada o ignorada por donde puede llegar sopresivamente y en la mitad del tiempo.

Un baquiano encuentra quizás una sendita que hace cruz con el camino por donde marcha y el sabe a qué aguada remota conduce. Si encuentra mil de ellas, él las conoce a todas. Sabe de donde vienen y a donde van. Él sabe el vado oculto que tiene el río y esto en cientos de arroyos; él reconoce en las ciénagas extensas, el sendero por el que pueden ser atravesdas y esto, en cien ciénagas distintas.

En lo más oscuro de la noche, en medio de los bosques o en las llanuras sin límites, perdidos sus guiados, extraviados sin saber hacia donde marchar, da una vuelta a su alrededor, observa los árboles y si no los hay, desmonta y se inclina a tierra, examina matorrales y piedras y en seguida monta. Ya sabe donde está y hacia donde debe ir “Estamos en derecheras al casas , a tres leguas de aquí y en camino hacia el sur” sentencia y ya nadie está perdido.

Si la oscuridad le impide ver lo que busca, arranca pastos en varios lugares, huele la raíz y la tierra; las masca y después de repetir el rito en varios lugares, sabe de algún arroyo salado o lago dulce, que ´guíe sus pasos en la dirección buscada.

Cuando se le pide ir hacia un paraje distante, quizás a 50 leguas, se yergue sobre su caballo, reconoce el horizonte, examina el suelo, clava la vista en un punto lejano y se hecha a galopar con la rectitud de una flecha, hasta que cambia el rumbo por motivos que sólo él sabe y galopando día y noche, llega por fin a destino, llevando tras de sí al sorprendido viajero que solicitó sus servicios.

Ayudando a la “milicada”, anuncia la proximidad del enemigo y el rumbo del que se acerca, solamente observando el andar de los avestruces, de los gamos o guanacos que huyen. Mirando la tierra batida sabe si son 500, doscientos o mil los soldados que se aproximan y hasta los cóndores y los cuervos, con su revoloteo, le anuncian si hay alguien emboscado, un campamento reciente o muertos abandonados.

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El carretero (imagen)
Este era un oficio, en el que competían de igual a igual los aborígenes con los gauchos. Las aptitudes innatas de los primeros, con la increíble adaptación al medio que les impuso la vida a los segundos,eran los méritos que a ambos les permitían conducir durante largas jornadas, grandes y pesadas carretas, llevando gente o provisiones a través de la inmensidad de nuestros territorios, por dífíciles y peligrosos caminos. Fardos, cajones y barricas numerados con tinta, se cargaban en estos pesados armatostes capaces de transportar 150 arrobas y hasta 200 (una arroba equivalía aproximadamente a 10 kilos), si se cuentan los elementos indispensables para el camino, pues había que llevar las provisiones necesarias: leña, pan, galleta, huevos y el agua en vasijas de barro o en blandos sacos de cuero, que debían alcanzar hasta el próximo río o laguna (ver La carreta, navío de las pampas).

Por lo general, los carreteros eran hombres con muy pocas necesidades: dormían siempre vestidos o echados en tierra sobre un cuero, al sereno, o sentados en el pescante de sus carretas y su alimento era la carne de algún animal que se carneaba para sustento de toda la tropa, acompañaba por el infaltable mate.

Para los conductores, ayudantes y viajeros regían normas de convivencia, costumbres, disciplina y principios de autoridad propios y exclusivos de este microcosmos ambulante y muy distinto de los que esas mismas personas practicaban en su vida ciudadana, sin que faltaran las danzas improvisadas, las canciones y las guitarreadas y hasta las coplas con las que los “boyeros” templaban su alma a la vez que azuzaban los bueyes remisos con el punzante argumento de sus “picanas”.

Esperando con ansias, esos escasos momentos que la rutina de un peligroso viaje les permitía para matizarlo con el pulsar de una guitarra amorosamente acariciada a la luz de un fogón, armado para gozar de un momento de paz en la noche, o quizás para ahuyentar “fieras de dos y cuatro patas”.

Cuando la “tropa” estaba compuesta por varias carretas, iban al cuidado de un capataz y de veinte a veinticinco peones. Unos venían de carreteros o picadores y otros, de ayudantes a caballo. Tiraban de cada carreta dos “yuntas” y aún más en los pasos difíciles.

Cada tropa llevaba unos cien bueyes y si el viaje era largo, se los dejaba para tomar otros. Así, entre Salta y Buenos Aires, la primera remuda llegaba a Tucumán, la segunda a la frontera de Buenos Aires y la tercera hasta esta ciudad. A razón de unas seis leguas diarias, un viaje entre esos dos puntos, promediaba diez o doce meses. Ochenta a noventa días para la ida, otro tanto para la vuelta y el resto consumido en paradas y de moras imprevistas presentadas por el camino.

El esquilador
La esquila o sea el corte de la lana que se les hace a las ovejas una vez por año, es una de las tareas que por su importancia, puede ponerse a la par de la “yerra” y la “señalada”. En los comienzos de nuestra Historia, la esquila se realizaba a mano por las llamadas “comparsas”, grupo de hombres expertos en la tarea, que debían ser contratados con anterioridad por los dueños de los establecimientos ganaderos.

Las “comparsas” estaban integradas por treinta o cuarenta esquiladores que manejaban las tijeras, dos o tres “agarradores”, encargados de apresar a los animales e inmovilizarlos y un “médico” (generalmente un anciano o un niño a quien se le daba ese nombre, porque si alguna oveja era lastimada, él era el encargado de desinfectar la herida, pasándole con un isopo el remedio que llevaba preparado en un tacho.

La esquila, se realizaba en un gran galpón o simplemente al aire libre, cercanos al corral donde se habían juntado las ovejas. Los “esquiladores” se formaban en hileras y los “agarradores” les traían los animales con las patitas ya “maneadas” (atadas las cuatro juntas).

Con rápidos cortes de tijera, se las despojaba del grueso manto de lana y de inmediato las desataban dejándolas sueltas para que huyeran espantadas, mientras quien la había esquilado exclamaba “vellón y lata”, anunciando así que había esquilado otra oveja. Entregaba al capataz (que circulaba permanentemente entre ellos) el vellón (toda la lana que había sacado de ese animal) y recibía en cambio una chapita que le servía  luego para cobrar lo acordado por su trabajo.

Al terminar la jornada, las cuentas eran muy fáciles de hacer: tantas latas correspondían a tantas ovejas esquiladas. Las “comparsas” cobraban según la cantidad de animales que hubieran esquilado y al finalizar su tarea, ellos mismos repartían lo que le correspondía a cada uno de sus integrantes. Los esquiladores ganaban muy buen dinero, pero era común que al finalizar una esquila, alguno de esos gauchos quedara sin un centavo.

Es bien sabido el gusto que el hombre de campo tiene por el juego y como en los momentos de descanso y hasta las jornadas ociosas impuestas por el mal tiempo, la “taba” y la “baraja” se encargaban de hacer que las “latas” obtenidas tras duro trabajo, cambiaran muchas veces de mano hasta quedar finalmente en manos del jugador más afortunado.

 (Los encomillados son textos adaptados de la obra “En el país argentino” de Godofredo Daireaux).

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