EL RECADO, LA CAMA DEL CRIOLLO

La montura (o recado), usada  por  nuestra  gente de  campo, aunque  muy pesada  para el caballo, e incómoda para ensillar, especialmente en un día de viento, ofrecía, sin embargo, gran comodidad al jinete, , particularmente cuando hacía las veces de cama. Así es que, cuando alguien se aventuraba a salir en silla de la ciudad, aun cuando fuese a corta distancia, los paisanos, al verle, exclamaban en tono de mofa: «¡qué güeña cama lleva ese mozo!» (ver El recado del gaucho argentino).

Durante largo tiempo, muchos hombres de campo no conocían otra cama que su recado. Los viajeros, aun cuando fuesen “hombres de pueblo”,  habituados a la vida regalada, cuando salían de viaje,  iban ya dispuestos a dormir también sobre su recado, porque en aquellos años no se conocían las estancias llenas de comodidades, corno se encuentran hoy, dispuestas a dar albergue a quien lo haya sorprendido la noche en su largo viaje y los ranchos que se encontraban en el camino, no tenían camas disponibles para ellos.

El recurso era entonces, que,  o bien dentro del rancho que lo hubiera acogido, bajo el alero, una ramada o al pie de un frondoso árbol, el gaucho tendía su cama  colocando las piezas que componían su apero,  más o menos sn el orden siguiente: Primero la carona (hecha con un cuero de vaca), que lo protegía de la humedad del suelo; , luego las bajeras, después la carona de suela (a no ser que fuese verano, que era cuando la ponía encima; luego las jergas, el cojinillo y sobrepuesto. Y para cabecera,  el lomillo o recado, relleno con la chaqueta o chaquetón y demás ropa de la que se despojaba al acostarse. El resultado era una magnífica cama, especialmente después de una jornada a caballo de 25 ó 30 leguas. Los más delicados, cuando andaban de viaje, solían llevar para poner entre las caronas, un par de sábanas; pero esto sucedía rarísima vez, porque temían exponerse a la rechifla, particularmente los jóvenes.

Bien acomodado allí, muchas veces bajo las estrellas, sabía que al amanecer su rumbo ya estaba marcado. Dormía siempre tendido en la misma dirección en la que avanzaba, con el rebenque puesto paralelamente a su lado (A). Así, cuando la pampa carecía de límites, la «ciencia gaucha» le permitía orientarse en la marcha sin extraviarse nunca. Y si lo que buscaba era el norte, le bastaba con observar los pastos que pisaba, porque sabía que las hierbas marchitadas por el sol, siempre se inclinan hacia el naciente (B) (ver El gaucho rioplatense).

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