EL ARRIERO

El arriero y su par “el tropero”, fueron los actores principales de la actividad comercial que rápidamente comenzó a desarrollarse en el Virreinato del Río de la Plata, como en todos las otras posesiones de España en América, luego de la llegada de CRISTÓBAL COLÓN (ver Los oficios del gaucho).

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Diseminados en un extenso territorio, permanentemente amenazados por la presencia de aborígenes hostiles,  separados por grandes distancias y unidos por precarios caminos, que muchas veces eran simple sendas trazadas en la espesura de un monte o en las alturas de una montaña, los primeros colonizadores españoles y luego sus sucesores, los pobladores  criollos, estaban prácticamente aislados.

Unir estos poblados,  mantenerlos conectados con Buenos Aires y su Puerto y satisfacer sus necesidades de víveres, elementos de labranza y de comunicación con poblados vecinos, fue el mayor desafío que debieron enfrentar las autoridades virreinales y luego, los gobiernos patrios.

Al no existir todavía servicios regulares de diligencias, esos poblados dependían casi exclusivamente de los arrieros y los troperos, criollos de estirpe que con su esfuerzo colaboraron grandemente en el desarrollo de la nueva patria nacida el 25 de mayo de 1810.

La extensión de los territorios que cubrían con su servicio, con sus montañas, selvas y pampas inhóspitas, peligrosas y de difícil acceso, los hizo protagonistas de una proeza, pocas veces vista en la historia de los pueblos, parangonable quizás con las epopeyas de la China y el Egipto antiguo

Fue así entonces, que los arrieros conduciendo sus tropas de mulas y los troperos al frente de largas caravanas de carretas, hicieron posible el abastecimiento y el desarrollo de las villas, mercados, talleres, comercios, tiendas, pulperías, iglesias, escuelas, etc. que a lo largo ya lo ancho de este inmenso territorio, comenzaron a establecerse a partir del siglo XVI.

La gran habilidad requerida para manejar tantos animales, manteniendo la manada constantemente en una formación semicircular para prevenir su pérdida, cuidando que lleguen a destino en la mejores condiciones; las innegables aptitudes físicas que le eran requeridas al arriero  para poder soportar los rigores de esos largos y arduos viajes, cuya inclemencia, muchas veces les imponía viajar de noche y descansar de día y la escasez de suficientes “mulateros” que se arriesgaran a tamañas aventuras, hizo que estos personajes se hicieran imprescindibles para las autoridades, los estancieros, los comerciantes y aún los pobladores, que dependían de ellos para su subsistencia.

Como resultado de su intervención, fue posible que comenzaran a surgir incipientes polos de desarrollo, que instalados junto a establecimientos rurales, fortines y poblados de cierta importancia, dieron origen a cuatro centros de intensa actividad comercial, que definieron las rutas que tanto arrieros como troperos, debieron recorrer con sus recuas de mulas y sus caravanas de carretas:

Córdoba, como centro neurálgico de estos territorios, las provincias de Cuyo, como vínculo con la Capitanía de Chile, el norte y su conexión con el Alto Perú y el noroeste donde se hallaba el Tucumán y Santiago del Estero. Y a todas ellos llegaban, luego de múltiples sacrificios, dificultades y privaciones, llevando sus mercaderías y sacando sus producciones y manufacturas. En 1780 por ejemplo, fueron mil cuatrocientas mulas las que se utilizaron para llevar trescientos cincuenta cajones con mercurio para ser utilizado en la minas de plata del Potosí (ver Arrias de mulas).


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