RECUERDOS DE FOGÓN (1878)

“Gusta un mate patrón?”. “Bueno, don Pedro, tomaré uno.” Y el patrón  de la estancia, un extranjero de unos cuarenta y cinco años, de risueña cara colorada y de pelo rubio, se sentó, sin cumplimiento, y como todos lo hacían en la punta del banco, para saborear un cimarrón y conversar un rato con su capataz.

Pedro Ponce; un puestero, Francisco Muñiz, que estaba de visita, y el viejo Soria, un gaucho casi octogenario, “conchabado” como peón, para poder darle, sin herir su amor propio, el techo y la comida y algunos pesos para la caña, en la que se conservaba, como un encurtido en vinagre.

Era lindo tipo, el viejo Soria, con su poderosa estatura, apenas encorvada por la edad, su larga y tupida cabellera blanca, y sus modales de fiera vieja, que desdeña de gruñir  porque ya no puede morder, pero que nunca ha aprendido a lamer la mano.

Había sido soldado de Rosas; había llevado el gorro colorado de magna, que, como chorro de sangre, se desparramaba sobre el hombro. Había presenciado, por lo menos en parte, los, los misterios de Santos Lugares; y la imaginación de los muchachos, hijos del estanciero, se encendía, al conversar con él, de aquellos tiempos, en que aseguraba Soria que no había cuatreros en los campos del sur.

 “¡Desgraciado, decía, del que entonces hubiera carneado un animal!” . Y como, si el sólo recuerdo de ellos hubiera sido terrible,  bien se guardaba de agregar que a los mismos que tanto cuidaba de la propiedad ajena, poca plata les costaban los rodeos enteros con los que poblaban su campos, y si bien prohibían carnear vacas, degollaban gente por lujo.

Salido ileso de Caseros, Soria había vuelto a sus pagos  de la costa del Gualichú; hecho perdiz, entre los juncales y las cortaderas; había  dejado pasar las tormentas de Cepeda y de Pavón, sin ganas de meterse en nuevas trifulcas, y disparando de las comisiones arreadoras de gente para la frontera.

Conversaba complaciente del tiempo viejo. ¡Qué de cosas les contaba a los muchachos, del tiempo del tirano!. Hablando de él sin nombrarlo, como hablan de su Dios, misteriosos, los sacerdotes de ciertas religiones cruentas.

Recuerdos de ejército de entonces, atrocidades cruzadas por rasgos de burlona generosidad; historias de cuartel y de campo raso, gauchos atrevidas , proezas disparatadas, avances y pánico brotaban de sus labios; y los niños escuchaban…. , bebían sus palabras, ávidos de más detalles, siempre.

Pero, por mucho que se las hubiesen preguntado, había dos cosas sobre las cuales nunca pudieron  conseguir del viejo, más que un refunfuño de disgustos, perdido entre los espesos bigotes quemados por el cigarro, y un relámpago  de rabia en los ojos empañados,  escondidos en los pliegues de la cara, abotagada por el alcohol: nunca pudieron saber a cuántos cristianos había degollado, cuando soldado de Rosas, ni cuántos azotes había recibido.

Puede ser que él ni hubiera tocado el violín a nadie, ni que hubiera recibido palos, pero les parecía imposible que no fuera así, ya que, según la leyenda de aquel tiempo, degollar y ser apaleado, eran dos de las principales atribuciones  del ciudadano argentino, bajo las armas.

“Pues en mi tiempo, señor, dijo Muñiz, cortando así los recuerdos de Soria, “así como por el setenta, y un poco antes   no nos trataban tampoco muy bien a los de la guardia nacional, pero siquiera, no tuve que pelear con argentinos , y cuando tuvimos que matar indios en la frontera, fue siempre en combate leal, y con riesgo del cuero.

A mí me tocó algo de la grande, dijo  Ponce, con la guerra del Paraguay ; ¡suerte !  que fue recién al final, cuando ya había menos tiempo para morir; pero, con todo , era medio fuerte la cosa…¡Lindo país! el Paraguay , pero por demás caluroso, en aquel año 69”.

Godofredo Daireux, el otro vecino, se jactó de haberse siempre podido escurrir del servicio, gracias a una tía a quien el comandante militar del Partido, quería mucho. Y así seguían conversando, acordándose todos, de los sufrimientos  y penurias pasadas.

También de los caprichosos arreos del 74 y del 80, de hombres, sin más armas que la caña tradicional, con la media tijera de esquilar en la punta y de mancarrones a millares, que iban a morir, por todas partes….  Inútiles ya.

Iba uno entonces, pensaba, sin saber siquiera por quién. No contra quién; ahí estaba la comisión y había que seguir, no más, ya que le aseguraban, y que se lo podían probar a machete, que era usted  “un guardia nacional” y que siendo guardia nacional, había que marchar. Y se marchaba nomás; encontrándose muchas veces, revolucionario, sin saberlo.

Después, a los años de estar   tranquilo el país, había surgido por el lado de las cordilleras, el fantasma chileno, y los jóvenes, los hijos ahora, habían tenido los ejercicios del domingo –sin armas, porque no alcanzaban para todos-; chapaleando durante cuatro horas por semana, a pie, en el polvo o en el barro del camino real, maniobrando, como bandada de gansos el gauchaje por el modo de caminar, y mandados por un ex vigilante destituído por borracho, que hacía de oficial.

Con todo, los viejos asentían en que la guardia nacional era bastante diferente de la de sus tiempos. Primero, que estaba a pie casi toda, en vez de andar montada y con caballo de tiro, como antes; a más,  que al rato de ser reunidos,  se les daba a los milicos uniforme, kepí, manta y todo, y unos fusiles, que hasta los mismos remingtons eran juguetes al lado de ellos.—- “sin contar los cañones”, terció el patrón, y les explicó los efectos de la artillería moderna, lo que los dejó pasmados.

Pocos momentos después , pudieron darse cuenta de que otra diferencia debía haber, mayor aún, entre los arreos indebidos y al tun-tun, de antaño, y el llamamiento a las armas, legal y respetado, de una verdadera guardia nacional organizada.

Llegó el hijo mayor del patrón, de vuelta del pueblo vecino, saltó del caballo fatigado y tirando al aire el sombrero, desde el palenque, gritó: “¡Viva la patria!  ¡Se retiró Portela!”.     Todos se levantaron y lo rodearon, ávidos de noticias, y el muchacho, con juvenil excitación, les contó que iba a estallar la guerra con Chile, que se había llamado a las clases del 78 (ver Voces, usos y costumbres del campo argentino).

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