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LOS PIRINGUNDINES PORTEÑOS
El café concert nacido con l evolución francesa, se popularizó en la segunda mitad del siglo XIX. Uno de los más conocidos fue inmortalizado por Pierre Auguste Renoir en su obra «Baile en el Moulín de la Galette».
Eran lugares donde la gente iba exclusivamente a bailar y a divertirse; pero los creadores de los primeros cabarés querían algo más intelectual y más inconformista, locales que fueran adecuados para los cantautores o donde, por ejemplo, se pudiese bailar el cancán, baile creado a mediados del siglo XIX y que a muchas personas les parecía escandaloso, por lo que a todos les vino bien que existieran esos lugares, los “cabares” (o cabarets) para disfrutar su alegría desprejuiciada.
Los piringundines porteños
Como un reflejo de los cabarets parisinos, en el Río de la Plata, precisamente en Buenos Aires y Montevideo, a comienzos del siglo XIX, los “piringundines” comenzaron a reemplazar a los centros de reunión de las comunidades afrorioplatenses donde se bailaba el “candombe”, lugares conocidos como “tangos” y en algunos barrios porteños, como “canguelas”.
Si bien, los piringundines”, tuvieron una raíz africana y nacieron para suceder a esos ámbitos donde los violentos y rítmicos sonidos del candombe dominaban la escena, fue el lugar donde, luego de asimilar los ritmos de la “Habanera”, de algunos aires españoles y otros que le fueron afines, fue acercándose al dos por cuatro y así salió a la luz el Tango.
La palabra «piringundín», tan usada en otros tiempos, hoy apenas se oye por ahí. También se ignora su procedencia, pero se empleaba tanto en la capital como en el campo y allí no actuaban los “bastoneros”, personaje insustituíble en las “milongas” y los “bailongos”, porque su concurrencia era principalmente masculina y bailaban entre los mismos hombres, con gran jarana de los muchachos que, desde afuera, los titeaban.
La arrolladora irrupción en la noche porteña, del Tango, con su música cautivante y sensual, una potente voz que llamaba al baile, pronto impulsó la presencia de academias de tango, conocidas en un principio como “piringundines” y también como “milongas”.
Estos “piringundines” estaban abiertas al público y se caracterizaron por ser lugares donde se realizaban bailes a los que concurrían la gente de más bajos recursos, los llamados “orilleros” en épocas pasadas, frecuentados preferentemente por gente de avería, gustosa de copiosas libaciones y francachelas, que casi siempre terminaban en forma deplorable y violenta. Allí el tango era el amo y señor, reuniendo a personas de diferente condición para compartir socialmente el gusto por el baile del tango.
De los candombes se había pasado al ritmo de tango, y acercándose cada vez más el siglo XX, los “piringundines” florecieron atrayendo personajes de distinto pelaje. Allí incluso se podía beber y compartir con mujeres de luminosas y atractivas sonrisas. Aparecieron los “compadritos”, para unirse en voluptuosos bailes con negras, mulatas, pardas y chinas. La importancia de las mujeres y los piringundines fue fundamental en el nacimiento del tango.
De hecho, una de las academias más reconocidas fue la “Academia de la Parda Carmen Gómez”, creada en 1854. Existen barrios que fueron famosos por los piringundines o academias que en ellos surgieron, como Barracas, Palermo, San Telmo, Balvarena y el Barrio del Tambor. También La Boca, donde, cuenta una leyenda, que en las esquinas de Suárez y Necochea, nació el tango. Hoy, en todo el mundo, con características distintas a las originales, obviamente, existen academias de tango.
A partir del comienzo del siglo XX, los “piringundines”, comenzaron a ser salones más importantes y con mayores lujos y nuevamente, la moda europea impuso su influencia en estas tierras y los “piringundines” comenzaron a llamarse “cabarets”
Los cabarets eran salones grandes con una amplia pista de baile rodeada de mesas y una barra, muy bien iluminados con arañas de caireles lujosas, a diferencia de las «boites» que eran más chicas y oscuras.
El término “cabaré” (también, cabaret) es una oakabra de origen francés, cuyo significado original era “taberna”, pero que pasó a utilizarse internacionalmente para denominar salas de espectáculos, generalmente nocturnos, así como un género teatral propiamente dicho, que suele combinar teatro, música, danza y canciones, e incluso también la actuación de humoristas, ilusionistas, mimos y muchas otras artes escénicas.
Se distinguen de otros locales de espectáculos3, entre otras cosas, porque tienen un bar, cuando son pequeños, o un bar y un restaurante, cuando son grandes. A diferencia de lo que sucede en el teatro, los asistentes pueden beber y conversar entre sí, durante las actuaciones. El público de los cabarés aplaude, con frecuencia, espectáculos atrevidos, tanto políticos como sexuales. Fue en los “cabarets”, donde aparecieron los primeros travestis en un escenario de la modernidad y también donde se presentaron las primeras pantomimas de homosexuales.
Los “cabarets” en Buenos Aires
Hubo en Buenos Aires, no más de cinco o seis locales nocturnos que el nombre de “cabarets” les cuadraba a la perfección: ambientes lujosos, excelente servicio de bar y restaurante, espectáculos de gran jerarquía y calidad de público. Algunos desaparecieron por completo, otros intentaron una “revival” con mayor o menor fortuna, pero todos, han dejado un recuerdo imperecedero en la memoria de quienes supieron frecuentar sus salones.
El Chantecler (1924-1960)
Su historia forma parte del tiempo aquel en que Corrientes era “la calle que nunca duerme”. Y aunque no estaba sobre esa avenida, el lugar era parte de ese circuito –desde la avenida Callao hasta Leandro N. Alem– donde transcurría toda la movida de la noche porteña entre las décadas de 1920 y el final de la de 1950. Traducido al castellano, el nombre del sitio (“Canta Claro”) no suena muy atractivo. Pero en francés, y en aquel Buenos Aires, decir Chantecler era sinónimo de tango, lujos y placeres para artistas, políticos, turistas y dandys. Es decir: la clase alta de una sociedad muy distinta de la actual.
Lo inauguraron en diciembre de 1924 en Paraná 440, a unos metros de Corrientes, con la actuación del sexteto de Julio De Caro. Su dueño era Charles Seguin, un francés que, además de ese espacio, tenía los teatros Casino y Tabaris, entre otros negocios. Para instalarlo, el hombre no había mezquinado presupuesto: tres pistas de baile, un gran escenario, palcos con cortinados de pana roja como en los teatros, teléfono privado para hacer los pedidos a la barra y, en el fondo del local, hasta una exótica pileta de natación climatizada donde jóvenes y esbeltas muchachas realizaban juegos acuáticos. Todo se complementaba con espectáculos de varieté y shows con artistas que solían llegar desde los famosos y cercanos teatros Maipo y El Nacional.
En la entrada del edificio existía una dársena para que los autos pudieran dejar a los concurrentes directamente sobre la puerta. Solía recibirlos un muchacho de raza negra que después se iba a convertir en el presentador de las orquestas que actuaban allí. Se llamaba Ángel Sánchez Carreño. Algunos decían que había llegado desde Cuba, pero los historiadores descubrieron que había nacido en el Gran Buenos Aires en marzo de 1880. También cantante de boleros, Sánchez Carreño fue más conocido por su seudónimo: “El príncipe cubano”. Y a él se le atribuye haber bautizado al violinista y director Juan D’Arienzo (luego emblema bailable del Chantecler) como “El rey del compás”.
Por supuesto que la bebida símbolo del lugar era el champán. Y aunque allí actuaron grandes maestros como Carlos Di Sarli, Joaquín Do Reyes, Héctor Varela, Atilio Stampone, Leopoldo Federico y Eduardo Del Piano, su máxima estrella siempre fue una madame. Giovanna Ritana (Jeannette) era la bella y joven mujer de Amadeo Garesio, un hombre nacido en Córcega, pero que había llegado a Buenos Aires con una compañía de trapecistas. Dicen que Garesio y Ritana regenteaban varios prostíbulos porteños. Y que, a la muerte de Charles Seguin, quien no tenía descendencia, habían heredado el Chantecler. Cuentan que madame Ritana solía florearse por los salones acompañada del brillo de sus alhajas y luciendo en la mano una copa de burbujeante champán
El Marabú (1935-1989)
El Marabú, inaugurado en 1935 con la orquesta de Aníbal Troilo, es un templo de este género, que tuvo sus propios altibajos, provocados por los cambios que se produjeron en el país a lo largo de estos incierto últimos años del segloXX, y que ha vuelto a la vida para placer de los “tangueros”.
Según el historiador Gabriel Luna, el cabaret Marabú nació en un subsuelo de un palacio italiano de la calle Maipú 359, el mismo año que nació el Obelisco: 1935. Y si el Obelisco, como dijo el poeta, era «un trozo de tiza en el pizarrón de la noche», el Marabú fue el pizarrón. Allí se aprendía y se vivía el tango, los amores, el glamour, y también los desengaños. El nombre Marabú tiene un rasgo erótico: define a un ave africana y por extensión a sus plumas, muy usadas entonces para hacer la lencería de las vedettes y esas boas de colores asociadas con las mujeres del charleston y las muñecas bravas del tango. Actuaban las orquestas de Aníbal Troilo con Piazzolla y la orquesta de Carlos Di Sarli. Había un portero con faldón y gorra, entraban coperas risueñas con estrictos vestidos de satén y un cartel en la puerta decía: «Todo el mundo al Marabú».
El Royal Pigall (1913-1924)
Funcionaba en Corrientes 825. Fue un gran salón, donde habitualmente actuaba la orquesta de Francisco Canaro. Funcionaba entre las 19 y 21 horas para todo el público. Pero luego de esa hora estaba reservado para hombres y mujeres solas. Juan Pacho Maglio compuso el tango que lleva el nombre de ese cabaret y fue grabado por Carlos Gardel hacia 1921. El Roya Pigall cerró sus puertas en 1924.
El Armenonville (1912-1925)
Estaba ubicado en Libertador y Tagle. Fue allí donde el dúo Gardel-Razzano hizo una de sus primeras actuaciones. También brillaron a su turno las orquestas de Vicente Greco y Roberto Firpo. Se inauguró en 1912 y fue demolido en 1925. Fue tal vez el cabaret más lujoso que tuvo Buenos Aires. Era un gran chalet de estilo inglés, rodeado de jardines, donde el perfume de las flores invadía el lugar. Aparte del baile y ser lugar de encuentros, era un lugar de comidas y café. La comida era francesa y por supuesto era frecuentado por vecinos muy caracterizados de la ciudad entre ellos Marcelo Torcuato de Alvear. Hay una historia pocas veces contada que incluye a Carlos Gardel.
Fue una noche de diciembre de 1915, cuando Gardel festejaba con unos amigos sus 25 años, en este lugar. Al parecer por un problema de polleras, Gardel fue baleado por un tal Guevara, arquitecto de origen mendocino, y el morocho cantor fue atendido en un hospital, pero nunca lograron extraerle la bala. Gardel se recuperó y pudo continuar con su carrera.
El Ta Ba Ris (1924-1962)
Allí donde se encuentra hoy, aunque con otra fisonomía, ya que con el posterior ensanche de la calle Corrientes el edificio debió ser prácticamente reconstruido, en 1924 el Ta-Ba-Ris llenó el vacío que poco antes había dejado un teatro de tercera categoría, el Royal, cuyas representaciones de vodevil aglutinaban a un público barullero que para el espectador ocasional constituía el verdadero espectáculo.
La instauración del cabaret produjo un cambio radical y sorpresivo: Corrientes 829 dejó de ser punto de reunión de trasnochadores escandalosos hasta poco antes habitúes del teatro. La patota quedó en la calle, manifestando un resentimiento que paulatinamente se transformó en respeto y admiración. Un orgulloso hermetismo rodeó al Ta-Ba-Ris, convertido ahora en centro sólo apto para las élites, pero igualmente fiel a su esencia porteña. Fanáticos «desalojados» se rindieron a esta evidencia cuando figuras como las de Gardel y Razzano, por ejemplo, se contaron entre sus más asiduos clientes.
Todo el mundo acabó reconociendo que el cabaret era antes que nada un baluarte del tango, cuya música se interpretó y bailó —aun cuando sin el concurso de los «compadritos»— en cada una de sus noches, hasta en la última, y sobre todo en épocas en que todavía era resistido por los snobs y los elegantes.
Prueban el prestigio adquirido por el cabaret los juicios laudatorios consignados por la prensa mundial en 1959, con motivo de su 35º aniversario. En un periódico francés, «Le Quotidien», el cronista recomendaba: «Si vous allez á Buenos Aires, n’oubliez pas de faire un tour au Ta-Ba-Ris». Su nota concluía así: «Muchas cosas han cambiado en Buenos Aires en los últimos 35 años; entre ellos los regímenes políticos y su tradicional calle Corrientes, en la que los cadillacs han reemplazado a los tranvías de tracción a sangre. El Ta-Ba-Ris ya no está sobre una calle estrecha sino sobre una amplia avenida, y esto le ha caído como anillo al dedo. El Ta-Ba-Ris es, fuera de toda duda, un night-club para público exigente. Hay muy pocos en el mundo y entre ellos éste no haría mal papel».’
Otra prueba la constituiría un simple vistazo al carnet de visitantes ilustres, en el que constan firmas de personalidades de méritos por demás heterogéneos. Frecuentaron el salón casi todos los presidentes americanos llegados al país y figuras de la nobleza, tales como el príncipe Bernardo de Holanda, el duque de Windsor (quien a cada momento probaba su aptitud de inglés galante y buen bailarín de tango), el polígamo marahajá de Kapurtala con su séquito de esposas, Alí Khan y el abstemio conde Ciano; literatos de la talla de Luiggi Pirandello, Albert Camus y Jacinto Benavente; músicos y cantantes líricos como Witold Malcuzinsky, Leopoldo Stocovsqy, Alejandro Brailowsky, Lily Pons, Tito Schipa (que cantó una noche en la puerta para una mujer que pedía limosna) y Jorge Negrete; deportistas de categoría internacional como George Carpentier, ídolo de las mujeres (las que formaron fila para poder besarlo), Jack Johnson, Luiggi Villoresi y Archie Moore y, por supuesto, artistas de cine y teatro cuya enumeración sería interminable. Valgan como ejemplo pocos nombres: Louis Jouvet, Ruggero Ruggieri, Orson Welles (incomparable bebedor de whisky), Vittorio de Sica, Errol Flynn, María Félix y Walt Disney (quien todas las noches dibujaba sus muñecos en obsequio de las bailarinas).
Pero como elemento probatorio de la jerarquía alcanzada por el Ta-Ba-Ris, quizá resulte más importante todavía consignar brevemente algunas de las figuras que han actuado en su escenario. Lo inauguró el ballet de Víctor Roberty; al año siguiente, 1925, lo ocupó el conjunto circense más famoso del mundo: la Troupe Sandrini, cuyo éxito reeditó allí mismo dos años después; en 1929 actuaron la famosa Concepción Serra, el trío Brot y el couplé Moro; en 1930, el ballet acrobático Golnykoff; en 1935, el conjunto del cabaret Tabarin, de París; en 1937, la española Celia Gámez, el ballet Arno, la mexicana Mapy Cortez y la aún muy activa vedette María Antinea; en 1937, Lucienne Boyer, primera figura de la canción francesa, y los múltiples Tip-Tap-Toe; en 1939, Josephine Baker, la venus de ébano, cuyas presentaciones despertaron un entusiasmo todavía no superado, pero acaso igualado por la Mistinguett, que actuó allí, a fines de esa misma temporada, al frente de su propio conjunto.
La lista se continúa con nombres que suenan más familiares al público de hoy: el ballet de Alfredo Alaría, radicado ahora en los Estados Unidos; el conjunto de los Lecuona Cuban Boys; la orquesta de Ary Baroso; las estrellas del Follies Bergere, de París; el ballet de Marina y Alberto; El Chúcaro y su espectáculo de estilizado folklorismo; la vedette Alicia Márquez; el trío Los Panchos; el cantante italiano Teddy Reno, etcétera.
Las menciones que se han hecho permiten asegurar que una de las características del Ta-Ba-Ris ha sido la de saber preservar su originario matiz cosmopolita y esto, creemos, ha sido factor primordial para que su fama trascendiera las fronteras nacionales. No había más que visitarlo una noche cualquiera y rondar por las mesas para darse cuenta de que gran parte de su clientela estaba constituida por extranjeros, por turistas, diplomáticos y financistas, que en su fugaz estada por Buenos Aires querían saber «qué era eso» del Ta-Ba-Ris (tanto como cualquier turista argentino en París, querría saber «qué es eso» del Moulin Rouge).
Para quienes no tuvieron oportunidad de conocerlo diremos que el Ta-Ba-Ris era un cabaret que muy relativamente justificaba tal denominación. Más bien pasaba por un restaurant en el que además de disfrutar de buena comida (el precio del cubierto era de 300 pesos), el parroquiano podía bailar y asistir a un ostentoso espectáculo de varieté, el cual se ofrecía en lo que se ha dado en llamar «función trasnoche». La sala había sido ganada por las familias, que empezaron a frecuentarla luego de una campaña periodística emprendida por el escritor Josué Quesada, en 1928, tendiente a lograr la europeización de la mujer argentina.
El todavía «pecaminoso» título de cabaret se explicaba sólo descendiendo al anexo “Paradis”, bar americano del subsuelo en el que diez empleadas de la casa, vistiendo suntuosos trajes de fiesta, trataban de mitigar la melancolía de caballeros solitarios al precio de un anís aguado. Fue necesario contratar muchachas políglotas, que hablaran por lo menos cuatro idiomas, porque también esos caballeros eran casi todos extranjeros.
Fuentes. “Los cabarets del Buenos Aires de antaño”. Artículo publicado en El Diario de Cuyo, con la firma de periodista Orlando Navarro; “El libro del Tango”. Horacio Ferrer, Ed. Ossorio-Vargas, Buenos Aires, 1970; Wikupedia.