LA VIDA EN MONTEVIDEO (1809)

Montevideo es, a mi manera de ver, una colonia nueva, totalmente renovada y mejorada en muchos aspectos. Tal lo que expresara un viajero francés en sus «Memorias», publicadas en  Francia, en 1809.

«Hace veinticinco años (continúa diciendo), no se veían más que algunas casas. Sin embargo es hoy el único sitio apto para atracar los navíos que remontan el río de la Plata».

En la actualidad es una pequeña ciudad que se embellece todos los días. Sus calles son tiradas a cordel y bastante anchas, como para que tres carrozas puedan pasar de frente.

Las casas no tienen más que un piso bajo la armazón del techo, con excepción de una sola, situada en la Plaza principal y que pertenece a un ingeniero que la ha mandado construir para su residencia: consta de una planta baja y una especie de bohardilla con una parte sobresaliente en la cual, descansa un balcón colocado en medio de la fachada.

Cada casa burguesa se compone, por lo general, de una sala que sirve de entrada, con algunos cuartos-dormitorios y de una cocina, único sitio éste, donde hay una chimenea y donde se hace fuego. La casa del Gobernador de la ciudad, consta de una sala de entrada, que es una pieza en forma de cuadrilongo, que no recibe la luz, más que por una sola ventana, bastante pequeña, con una vidriera, mitad papel, mitad vidrio, estando la parte baja de la misma, cerrada por obra de carpintería.

Esta primera sala es de unos quince pies de ancho por dieciocho de largo y de ésta, se pasa a la sala de recibo, que es casi cuadrada, teniendo más fondo que ancho. Al fondo de la misma, frente a la única ventana que la alumbra,  se ve una especie de estrado, de seis pies de ancho, cubierto de pieles de tigre y en cuyo centro hay un sillón para la señora gobernadora y a cada lado, seis taburetes tapizados, lo mismo que el sillón, de terciopelo carmesí.

Toda la decoración consiste en tres malos y pequeños cuadros y algunos grandes planos, mitad pintados, mitad coloreados, todavía más malos en cuanto a la pintura. Los asientos para los hombres ocupan los otros dos lados de la sala, formados por sillas de madera con un respaldo muy elevado, semejantes a los de la época de Enrique IV, teniendo dos columnas torneadas que sostienen un cuadro que  adorna el centro, tapizado en cuero estampado con bajo relieves, lo mismo que el asiento.

La puerta de comunicación de esta sala al cuarto que le sigue, donde duerme el gobernador y su esposa, está cerrada por una cortina de tapicería. Los otros dos ángulos, están ocupados, el uno por una mesa de madera donde siempre hay una bandeja para tomar el mate y el otro para un armario con dos o tres estantes, adornados con algunas tazas y platos de porcelana.

La señora de la casa es la única que toma asiento en el estrado, cuando no hay más que hombres  en su compañía, a menos que ella invite especialmente a alguno, para que se siente junto a ella. Generalmente, estas salas, no tienen  piso adecuado ni cielorraso, por lo que desde el interior, se ven los soportes que sostienen el tejado

Los españoles acaudalados o de rango que viven en Montevideo, son muy ociosos; no se ocupan más que de conversar en ruedas, tomar mate, fumar un cigarro. Los comerciantes y algunos artistas, en muy escaso número, son las únicas personas ocupadas. No hay aquí ninguna tienda a la vista, ni tampoco letreros que las anuncien  Sin embargo, suele encontrarse alguna que otra en el ángulo formado por el encuentro de dos calles y todas venden de todo: bastimentos, vino, aguardiente, géneros, ropa blanca, tabacos, quincallería y todo lo que se puede necesitar.

La indumentaria
«… Los hombres visten más o menos  como los portugueses de la isla Santa Catalina, pero llevan, bastante  comúnmente, sombrero  blanco de alas retorcidas y de un tamaño desmesurado. El gobernador y los militares están vestidos a la francesa, pero no se rizan ni se empolvan el cabello, lo mismo que las mujeres.

En Montevideo, las mujeres son bastante  bien, por la cara y su porte, pero no sabría decir  hasta cuánto su color fuese el de la rosa o del lirio, pues su tez es muy oscura y muy a menudo le faltan dientes o no son éstos precisamente blancos. Su traje consiste, exteriormente, de un “corset” blanco o de color, sin ajuste y que sigue las proporciones del talle, que baja hasta más de cuatro dedos sobre la falda.

Ésta es de un género más o menos rico, según las facultades o fantasías  de la que lo lleva y está bordado con un galón  o con una franja de plata, de oro o de seda, algunas veces, en doble hilera, pero sin fleco (falbalá). En el peinado, en general, no llevan ni tules ni puntillas. Una sola cinta pasada alrededor de la cabeza, mantiene sus cabellos reunidos en alto, los cuales, pasando por detrás de la cabeza, caen en forma de trenzas sobre la espalda y a veces hasta las  rodillas. Ellas fundan evidentemente, su belleza, en el largo de su cabellera.

Cuando salen a la calle, se cubren la cabeza con una pieza de género fino blanco y de lana, adornada con un galón de oro, de plata o de seda, que llaman “iquella” o mantilla y con la que se cubren los hombros y los brazos, descendiendo hasta la cintura, cruzándose las dos puntas sobre el pecho y pasándolas sobre los brazos, como las damas francesas lo hacen con sus “manteletas”.

Cuando están en su casa, generalmente no llevan este velo, pero en la calle y sobre todo en la iglesia, se arreglan de modo que no se les vea más que un ojo y la naríz, haciendo que sea imposible reconocerlas.

En cuanto al vestir de la gente del pueblo, los mulatos y los negros llevan en vez de capa, una pieza de género rayado en bandas de diferentes colores, abierta solamente al medio para pasar la aveza. Este abrigo al que llaman “poncho” o “chony”, cae sobre los hombros y cubre hasta los puños, descendiendo por detrás y adelante hasta más debajo de las rodillas, teniendo además, un fleco a su  alrededor.

Cuando montan a caballo, todos lo llevan porque lo encuentran más cómodo que el sobretodo y la levita. El gobernador me mostró uno de estos “ponchos”, bordado en oro y plata, que le había costado trescientos y tantos pesos. Los mejores vienen del norte del país, pero también se hacen en Chile y estos cuestan hasta dos mil pesos.

El baile en Montevideo
En sus casas, las mujeres tienen las mismas libertades que en Francia. Hacen sociedad de muy buen grado y no se hacen de rogar para cantar, bailar, tocar el arpa, la guitarra, el mandolino o el piano. Son mucho más complacientes que nuestras francesas.

Cuando no bailan se mantienen sentadas en sus taburetes colocados sobre un estrado en el fondo de la sala de recibo. Los hombres no pueden sentarse allí, más que cuando se les invita, siendo esto,  muestra de una gran familiaridad. Bailan minués, contradanzas, paspiés, gavotas, pavanas, cuadrillas y hasta se animan con el fandango.

La manera de bailar de las damas, tiene algo de la indolencia en la cual ellas pasan sus días, aunque sean, naturalmente, muy animadas. En la mayor parte de los bailes, llevan los brazos caídos o cruzados bajo la “mantilla” a la cual también llaman “rebozo”. Bailando el “zapateo”, uno de s bailes más en uso, levantan sus brazos en alto, golpeando las manos como se hace algunas veces en Francia, cuando se baila el “rigodón”.

El “zapateo” se baila sin cambiar mucho de lugar, golpeando alternadamente la punta del pie y el talón. Apenas parecen moverse, diríase más bien que deslizan suavemente el pie sin marchar con cadencia. Hay sin embargo, un baile muy entusiasta y “lascivo” que se baila hasta en Montevideo, se llama “calenda” y a los negros, lo mismo que a los mulatos, cuyo temperamento es fogoso, les gusta con furor.

Este baile ha sido llevado a América por los negros del reino de Adra, en la costa de Guinea y los españoles lo bailan como ellos, en todos sus establecimientos de América, sin el menor escrúpulo.

Vida y costumbres.
La manera de vivir de los habitantes de estas tierras, es muy simple. La costumbre hace que hombres y mujeres se levanten muy temprano. Es común ver a hombres en las puertas de sus casas, fumando y sin hacer nada, salvo que se les plazca ir a lo de algún vecino para seguir fumando y hablando de cosas sin interés.

Otros, en cambio, montan a caballo, pero no para hacer algún paseo por los alrededores, sino simplemente, para dar una vuelta por las calles de la ciudad. Si el deseo los lleva, descienden del caballo, se juntan con algunos amigos, hablan dos horas, sin decirse nada, fuman, toman mate y vuelven a montar a caballo de regreso a su casa. En general, es raro encontrar gente paseando a pie: en las calles se ven tanto transeúntes como caballos.

Durante las horas de la mañana, las mujeres pemanecen sentadas en taburetes en sus salas, teniendo bajo los pies una estera y arriba, una cubierta de tela o de pieles de tigre. Allí tocan la guitarra o algún otro instrumento, cantan y toman mate, mientras los esclavos preparan la comida.

A las doce y media o una, se sirve el almuerzo, que consiste en carne de vaca preparada de diferentes maneras, pero siempre con mucha pimienta y azafrán.  Algunas veces se sirve guiso de cordero, también pescado y aves, aunque es muy raro. La caza abunda en el país, pero esta gente no es cazadora, como los franceses. Consumen poca fruta y el postre es siempre dulces y confituras, especialmente “mazamorra” y “natillas”.

Después del almuerzo, amos y esclavos hacen lo que ellos llaman “la siesta”, es decir, se desvisten, se acuestan y duermen, dos o tres horas y aún los obreros, que viven del trabajo de sus manos, no dejan pasar estas horas de reposo, echándose un sueñito.

Esta buena parte del día, perdida así, es causa de que se trabaje poco, siendo por ello, excesivamente cara la mano de obra. También debe provenir esta inercia, a que aquí abunda el dinero y por eso no debe sorprender la indolencia de estas gentes.

La carne, por ejemplo, no les cuesta otro trabajo que matar alguna de las tantas reses que pueblan estas tierra, desollarla y cortar los trozos de carne que han de consumir en uno o dos días como máximo, dejando el resto para alimento de perros y alimañas. Los cueros vacunos les sirven para hacer sacos para todas las necesidades y para cubrir el suelo y paredes de sus habitaciones.

Son muy pocas las casas con jardín que hay en Montevideo y las pocas que hay no lo tienen cultivado. Yo no he visto más que uno arreglado y esto se debía a que su propietario, era inglés. Las legumbres, son raras porque nadie en la ciudad se ocupa de sembrar, dependiendo exclusivamente de las que proveen los quinteros” que las traen desde los alrededores. Lo que más se cultiva es el azafrán, o “carthamo”, usado especialmente en sopas y salsas.

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