LA LEYENDA DEL AMANCAY

Era en el mes de la siega en la roja tierra misionera y el tridente del sol quemando la piedra de la choza en la que vivía Amacay, un joven indio cuyo padre había muerto, a punto de convertirse en héroe, en sangrienta refriega con tribu rival y cuya madre había desaparecido, presa de enfermedad misteriosa, durante la torridez de un verano.

Muchas de las buenas gentes que abandonaban la selva misionera, proponían a Amacay el acompañarlas, pero él jamás hacia caso de esos llamadosn, porque el paisaje se ha; bía adueñado de su cuerpo y su alma, como pasa con aquellos lugares de donde tomamos hasta ei color de cuanto nos rodea.

Desde que el último de los hombres de su raza abandonara esas regiones, Amacay vivía holgadamente, dedicándose a vender una vez por mes, en los pueblos más cercanos a su casa de piedra, una extraña flor, especie de diosa vegetal, que debía arrancarse sólo de noche, cuando sus pétalos se abrían por breves instantes y que tomada así, se conservaría abierta para siempre-

Como un verdadero elixir, la flor esparcía su aroma penetrante y era fama que el sorber su delicada pócima, brindaba juventud, salud y felicidad perpetua, como lo prometían las hechicerías medioevales. Pero para atrapar la flor y sus apeciadas virtudes, era menester larga paciencia, como la de un enamorado enloquecido de pasión, para esperar su mágico nacimiento.

Amacay en su búsqueda de la flor, se iluminaba  con una luciérnaga, ya que a ese lugar recóndito donde se hallaba, ni siquiera podía llegar la luz de las estrellas, adormecida como estaba entre la fronda.

Pasó el tiempo y Amacay, siempre, con una luciérnaga en su mano, velaba todas las noches junto a la planta, hasta que, de un certero golpe, cortaba la flor qu« comenzaba a ofrendar sus dones. Pasó más tiempo y las luciérnagas envejecieron. Algunas, muertas por el invierno, confundieron su cuerpo con las raíces y la tierra; otras, gastadas por la vida larga y repetida, apagaron su luz, aquietándose entre la corteza de los tallos.

Y una noche con la última luciérnaga viva en su mano, Amacay comprendió que esa sería también la luz final que ellas le ofrecían. Supo que desde entonces no vería más a la planta para poder arrancar su flor y vió como desfilaban delante suyo, los fantasmas del hambre, el frío y la sed, y echó a llorar, como si su rio interior desbordase para siempre.

Y fue entonces cuando pasó delante de él, guiando sus rebaños, un pastor ciego, que alumbraba sus pasos con la luz de una estrella que se encendía, dentro de sus propios ojos, al tañer una flauta encantada construida por él mismo. Cuando la dulcísima armonía brotaba de esa flauta, veía los colores y las formas; apareciendo delante de la cruel pantalla de su soledad, todo cuanto tenía delante, en su camino.

Así pudo ver que Amacay lloraba y apiadándose del niño indio, escuchó la historia de la última luciérnaga. Luego de ello, puso la flauta encantada en manos de Amacay y mientras la luz se borraba para él, le dijo: «Ten en cuenta. Amancay, que para que la estrella te ilumine y puedas ver el bosque y tu flor, deberás tañer continuamente a esta flauta. Tañerla, mientras mantienes tus párpados cerrados, como a la hora del sueño, pero sin un instante de reposo.

Porque si descansas, solamente lo que dura un suspiro, ya el encanto se habrá roto por toda la noche, y deberás esperar entonces un día más, para que la flauta vuelva a dar sus sones, y la estrella a encenderse dentro tuyo».

Dichas tales palabras, tomó rumbo incierto bosque adentro, mientras la manada de ovejas desaparecía, desorientada y desperdigada por el horizonte, puesto que sólo las unía el pastor ciego, cuando con su flauta las guiaba por el buen camino.

Desde entonces, Amacay veló las noches junto a la planta misteriosa, a la espera de la flor, siempre con sus ojos cerrados, tañendo en la caña unos sonidos quejumbrosos como los que resuenan dentro del venado herido, cuando la flecha le ha llegado al corazón. Pero la flauta ya no lanzaba los mismos sonidos de antes.

Desde que Amacay la tomara en sus manos, solo recordaba al pastor que la creara con las suyas. Y, en su memoria, alzaba laúdes para el hombre que llevara sus rebaños a beber a orillas de los ríos y pacer los ricos pastos en la umbrosidad de la pradera.

Todas las noches sucedía igual  prodigio: cada v ez que Amacay llevaba la flauta a sus labios, la figura del pastor surgía dentro suyo. Y en el momento de arrancar la flor encantada, sentía que dos ojos lo penetraban, mientras un rostro cada vez más borroso dejaba en él un cansancio parecido a la tristeza y al olvido.

Hasta que pasó el mes de la siega y tornaron los abalorios. Fue entonces, cuando al comenzar a tañer una noche, y encenderse ante el paisaje el rostro del pastor, escuchó su voz una vez más. Y la misma le imploraba: «Cuando cortes la flor de esta noche, tráemela, Amacay cuando la tengas en tus manos, no abras los ojos. Sigue tañendo la flauta, y verás el camino que te llevará hacia donde estoy.

Pero la voz resonaba débil y lejana y cuando Amacay cortó la flor de esa noche, la llevó a vender al pueblo más próximo, olvidando el ruego del pastor. Al tañer la flauta luego, cuando la nieve en copos blanqueba el techo de su casa, sólo una nube gris apareció ante sus ojos entrecerrados. Y fue en vano el que una y otra vez quisiese tornar a ese prodigio, porque ya nunca más la estrella volvió a encenderse y Amacay ya nunca volvió a tener la flor.

Es fama —contada por los viejos que sobreviven a la siega y a la nieve— que Amacay esperó resignado el castigo y el perdón, tremolando los arpegios de la caña, sentado ante la puerta de su choza, los ojos cerrados siempre. Y que llegó la sonrisa. Y que, al lanzar al aire tristísimas alondras, la flauta no hacía más que recordar al buen pastor, muerto la misma noche en que llamara en vano a Amancay y a quien, sólo la flor encantada, hubiese podido salvar la vida.

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