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LA CARRETA, NAVÍO DE LAS PAMPAS
La carreta, era un carro grande y pesado de dos ruedas, remolcado por dos, cuatro y hasta seis bueyes, que servía para transportar la mayor parte de la carga pesada, a través del inmenso territorio del virreinato del Río de la Plata, hasta que se instalaron las vías del Ferrocarrril a fines del siglo XIX.
Un ruido largo, acompasado y estridente se oye en la oscuridad de la noche. La gente se despierta y murmura: “Es una carreta tucumana que va o viene” y se vuelve a dormir. De Buenos Aires a Jujuy era famoso este medio de transporte que aprovechaba la excelente madera de los bosques tucumanos para construir sólidas y resistentes carretas que, desde el siglo XVI, daban celebridad a esa provincia y constituyeron su principal industria.
Así como la pampa ha sido tantas veces comparada con el mar, las lentas y altas carretas, desplazándose por aquella inmensidad «a campo y cielo abierto», evocaban la imagen de los bajeles coloniales, en su deambular hacia destinos lejanos. Observando la uniformidad del terreno, las costumbres propias de los carreteros que les distinguía de sus semejantes, como el marino se distingue de los hombres de tierra, se entenderá porqué los viajeros de entonces comparaban ese viaje con una navegación por el océano.
Los Corrales de Miserere eran la posta casi obligada de las tropas de carretas que salían o llegaban de Buenos Aires y allí era posible presenciar los preparativos para esas largas excursiones o escuchar detalles de las aterradoras experiencias que los viajeros relataban con el corazón palpitándoles aún.
La carreta, originario vehículo peninsular, para “hacerse criolla”, debió adaptarse a las exigencias del medio y a la satisfacción de peculiares necesidades. Debió cambiar su forma, ancho y altura (según fuere llano o boscoso el camino a recorrer) debió cambiar sus estructuras, sus materiales y las diversas maneras de conducción, para adaptarse a las exigencias del medio por donde debía moverse, sobre los ariscos terrenos, casi nunca hechos camino, que tuvo que recorrer.
Las enormes distancias de Buenos Aires a Mendoza, a Córdoba o a Tucumán, exigieron prolongadas travesías que los tiempos revolucionarios hicieron más frecuentes y apremiantes, pues era menester enviar al interior, no sólo la carga acostumbrada, sino también armas y bagajes y transportar personas y aun familias enteras.
Por eso, el prolongado aislamiento en medio del desierto, los accidentes posibles y los peligros latentes (incendios, malones de indios, partidas irregulares de las montoneras, bandidos y asaltantes), crearon para los viajeros y conductores de las carretas, condiciones forzosas de vida, normas de conducta, modos de comportamiento, que fueron adquiridos con la experiencia y transmitidos de generación en generación.
De allí que ese pequeño mundo, librado a sí mismo mientras atravesaba inmensas llanuras, fuera el núcleo de un complejo folclórico que, en efecto, podría parangonarse con el milenario folclore de los navegantes. Un mundo exclusivo que comprendía desde la construcción del vehículo hasta la técnica de su manejo y todo lo vinculado con el conocimiento de los terrenos, caminos, rumbos y aguadas, sin que faltaran los toques de artesanía, un lenguaje enriquecido con términos, modismos y refranes de aplicación específica
Para los conductores, ayudantes y viajeros regían normas de convivencia, costumbres, disciplina y principios de autoridad propios y exclusivos de este microcosmos ambulante y muy distinto de los que esas mismas personas practicaban en su vida ciudadana, sin que faltaran las danzas improvisadas, las canciones y las guitarreadas y hasta las coplas con las que los “boyeros” templaban su alma a la vez que azuzaban los bueyes remisos con el punzante argumento de sus “picanas”.
Esperando con ansias, esos escasos momentos que la rutina de un peligroso viaje les permitía para matizarlo con el pulsar de una guitarra amorosamente acariciada a la luz de un fogón, armado para gozar de un momento de paz en la noche, o quizás para ahuyentar “fieras de dos y cuatro patas”.
Generalmente se viajaba en “tropas” o caravanas de catorce carretas, cada una, para salvar las distancias que separaban a los pueblos reuniendo elementos y aunándose para resistir el malón de los indios o las tropelías de los salteadores. En la falda andina, la distancia que media entre San Juan y Mendoza era llena de penurias, por terrenos fragosos y faltos de agua para apagar la sed.
Iban al cuidado de un capataz y de veinte a veinticinco peones. Unos venían de carreteros o picadores y otros, de ayudantes a caballo. Tiraban de cada carreta dos “yuntas” y aún más en los pasos difíciles. Cada tropa llevaba unos cien bueyes y si el viaje era largo, se los dejaba para tomar otros.
Así, entre Salta y Buenos Aires, la primera remuda llegaba a Tucumán, la segunda a la frontera de Buenos Aires y la tercera hasta esta ciudad. A razón de unas seis leguas diarias, un viaje entre esos dos puntos, promediaba diez o doce meses. Ochenta a noventa días para la ida, otro tanto para la vuelta y el resto consumido en paradas y de moras imprevistas presentadas por el camino.
Desde Córdoba para el Norte, la población estaba mejor repartida: se encontraban de trecho en trecho algunos grupos de casas origen de los pueblos actuales, estancias y ranchos. Pero en Buenos Aires y Córdoba, y sobre todo Mendoza, se caminaba días enteros sin hallar ninguna vivienda.
Fardos, cajones y barricas numerados con tinta, se cargaban en estos pesados armatostes capaces de transportar 150 arrobas y hasta 200 (una arroba equivalía aproximadamente a 10 kilos), si se cuentan los elementos indispensables para el camino, pues había que llevar las provisiones necesarias: leña, pan, galleta, huevos y el agua en vasijas de barro o en blandos sacos de cuero, que debían alcanzar hasta el próximo río o laguna.
Descripción de la carreta
Las carretas que describen CONCOLORCORVO en su obra “Lazarillo de ciegos caminantes de Buenos Aires a Lima” y el padre GERVASONI en sus cartas (ambos del siglo XVIII), no llevaban un solo clavo, ni tornillo ni piezas metálicas. La armazón era íntegramente de madera, así como las ruedas, de 2 a 3 metros de diámetro, retobadas a veces con cuero.
Sobre el eje descansaba el lecho o cajón, de una vara y media de ancho. A los costados, seis estacas clavadas sostienen un arco de madera flexible que servía de techo. Los lados se cubren de junco tejido, más fuerte que la totora empleada por los mendocinos. Cueros de toro cosidos cuelgan del techo para proteger al viajero del sol y de la lluvia.
Un yugo de dos y media vara de largo sirve para uncir a los bueyes —cuatro o seis, de acuerdo a las necesidades del trayecto— que son estimulados para marchar mediante una larga “picana” de caña dura, llamada «pértigo», a cuyo extremo iba el yugo para uncir los bueyes “pertigueros”. Era de madera dura y de tronco de naranjo el eje, chirriante siempre. a pesar del presunto ensebado que se le aplicaba.
De la parte superior del techo de la carreta, prolongando hacia al frente, lo que sería la cumbrera de esta especie de rancho rodante, sobresalía un palo, el “llamador”, del que pendía la “trabilla”, sostenedora de la picana. Una larga caña dura de aproximadamente 5 metros, adornada con plumas, destinada a los bueyes delanteros, pues los cuarteros del medio, cuando tiraban tres yuntas, sentían sobra su lomo el puntazo de la “cantramilla” y los pertigueros el acicate de la picana de mano manejada por el carretero”.
Tucumán tenía entonces la primacía en el comercio de maderas; proveía de tablas y postes a Salta, Santa Fe y a Buenos Aires, provincias que no tenían casi más que duraznos.
Desde Tucumán también se enviaba quebracho (quiebra hacha), hasta los ingenios de Potosí, donde, por las dificultades del transporte, cada eje se pagaba entre 1.200 y 2.000 pesos.
Tenía esta provincia además, una bien montada industria para la fabricación de sólidas carretas, pero no era sólo allí de donde salían estas “naves de las pampas” como se las ha llamado. En Mendoza también construían estos vehículos pero eran más anchas que las que se fabricaban en Tucumán porque como sus caminos se extendían en los terrenos llanos de la pampa, no tenían las dificultades de las tucumanas que debían avanzar por caminos a veces muy quebrados y atravesar espesos bosques que lo estrechaban.
Las carretas eran enteramente de madera (cuando allá por el 1850 en Tucumán comenzó a utilizarse el hierro para ciertas partes de estas carretas, no se encontraban obreros competentes). Tenían “tres varas” de largo y vara y media de ancho y las ruedas altísimas, para que pudiesen pasar en seco los pasajeros y sus equipajes que iban en la caja, cuando tenían que vadear algún curso de agua.
Viene a ser, escribía un viajero, “como un cuarto portátil; con buena bóveda, con puerta y ventana y capacidad para poner un catre, quedando lugar para otras muchas providencias, de modo que en ella se hace el viaje con muchísima comodidad. Se puede leer, escribir y muchas hasta tienen un balcón en la popa, donde pueden pararse dos, cada uno en su silla; sin embargo de que el movimiento es molesto porque toda esta máquina descansa sobre el eje”.
A veces las cubiertas de algunas de estas carretas, no eran lo suficientemente buenas; por entre la paja y los cueros que la formaban se abrían muchos agujeros por donde entraban a sus anchas el viento y el agua.
Algunos de estos rústicos elementos daban pie, sin embargo, para adornarlos con obras de artesanía, ya piezas de madera tallada en la trabilla, ya un manojo de plumas en la picana, ya calados y trenzados primorosos en las medias lunas con que se coronaban los arcos superior, frontal y trasero de las carretas.
La tropa
En viajes largos, lo común era organizar tropas de medio centenar de carretas, que representaban una verdadera escuadra escoltada por los peones y arrieros de los animales de muda y de aquellos otros destinados al sacrificio para la alimentación de la peonada y de los pasajeros durante tantos días.
El jefe indiscutido era el capataz de la tropa, cuya experiencia, autoridad y valor solían ser los sésamos de todas las dificultades imprevistas, así como la valla de cualquier actitud levantisca o insubordinada. Y bien necesaria era esa disciplina.
Había que decidir sobre los lugares y momentos convenientes para hacer alto, formar un círculo o cuadro con las carretas para preservar, en el centro de ese improvisado reducto, a las personas (especialmente a las mujeres y a los niños), la carga y as armas y provisiones, a fin de defenderlas, en mejores condiciones, de cualquier contingencia, nada rara por desgracia, ora se tratara de indios merodeadores, ora de pandillas de gauchos matreros.
Según el clima, esos altos se producían al atardecer y a la mañana bien temprano, a fin de aprovechar la fresca para la marcha. Era el momento propicio para las expansiones de la música, el canto y aun el baile improvisado a la sombra de las carretas, como más de un pintor lo ha registrado.
Los fletes se convenían de antemano con los comerciantes. Las carretas llevaban carga y pasajeros y por suerte, a pesar de los sustos que se pasaban, eran raros los casos de accidentes. Un peón, sentado sobre la petaca donde guardaba su ropa; conducía el vehículo y sólo se bajaba cuando se descomponía algo o era preciso vadear un río.
Los que viajaban a caballo, acompañaban la marcha de las carretas y se encargaban de buscar provisiones, detectar peligros v aún divertirse haciendo correrías con los viajeros menos apoltronados, que preferían hacer ejercicio, antes que soportar el monótono zangoloteo de las carretas.
Recorrían un promedio de unas siete leguas por jornada, salvo que hubiera que atravesar muchos cursos de agua, aunque resultaba muy emocionante esa contingencia: los bueyes eran muy animosos y presentaban su poderoso pecho sin ningún reparo a las caudalosas corrientes que a veces se presentaban, luego de un copiosa lluvia, mientras los peones los alentaban, llamándolos por su nombre a cada uno.
Únicamente se asustaban cuando el agua les cubría las orejas. Aunque atravesaran multitud de ríos y arroyos, las carretas no descargaban para aligerar su peso y rara vez los animales perdían pie, poniendo en peligro la estabilidad de la carteta. . De ahí su superioridad sobre las muías para esta clase de trayectos.
La muía es asustadiza y, por otra parte, la carga que lleva a lomo se deteriora cuando se atraviesan los montes de espinillos, tan comunes en el norte argentino.
Un viejo tropero relataba así una jornada de estas travesías: “Se marcha desde el amanecer hasta las diez de la mañana, hora en que es preciso descansar porque a los bueyes los fatiga el sol. Los peones aprovechan la siesta para asar carne y engrasar las mazas de las ruedas, tarea que realizan con rapidez».
«A las cuatro de la tarde se prosigue el camino, que se interrumpe recién al anochecer. Se come algo y si la noche es clara, la tropa avanza hasta que amanece. Además de la escalerita para subir, que es propiedad de la carreta, a los pasajeros les conviene tener un taburete de tijera con asiento de lona (porque ésta se seca fácilmente) y una mesita de campaña donde escribir y comer».
«También es adecuado llevar una carpa que permita a los criados cocinar amparados del viento o de la lluvia. Atención a las velas nocturnas: ¡pueden incendiar el armatoste!. A la hora de la siesta es oportuno improvisar un toldo de carreta a carreta para refrescarse. Es bien sabido que el bicherío acompaña a una tropa de carretas durante todo el trayecto. Anida en los bordes de junco y se torna especialmente molesto en Tucumán, cuyo clima tórrido los favorece. Más allá de Jujuy resulta imposible viajar en carreta. Las quebradas obligan a utilizar los servicios de las mulas y ya no es lo mismo” (ver Las carretas).
muy buena istoria