EL TRANSPORTE PUBLICO DE PASAJEROS EN LA ARGENTINA. SUS ORÍGENES

Aunque desde los tiempos de la colonia, las carretas ya vinculaban a Buenos Aires con el resto del país, y al margen de algún ensayo que por su ineficacia tuvo corta duración, el transporte público terrestre regular de pasajeros, sólo se organizó en la República Argentina a mediados del siglo XIX, luego de la caída de JUAN MANUEL DE ROSAS.

En las primeras décadas del siglo XIX un viaje en galera desde de Buenos Aires a Las Flores, ubicada a 190 kilómetros de distancia, duraba entre seis y siete días. Los problemas que esto ocasionaba: a los viajeros, que debían sumar a las incomodidades de un fatigoso y largo viaje, los peligros que los acechaban en cualquier vuelta del camino, y a los comerciantes que veían demorados sus operaciones comerciales, sus envíos y el cobro de sus facturas, recién encontraron un atisbo de solución en 1852.

En junio de ese año, JOAQUÍN FILLOL inaugura un servicio de galeras entre la ciudad de Buenos Aires y los pueblos de Mercedes, Pergamino, Azul. Chascomús y Dolores y así se inicia el servicio de transporte público de pasajeros, donde por primera vez, gente desconocida entre sí, compartían un espacio para viajar. Un año más tarde el servicio ya llegaba a Rosario, adquiriendo con ello, un cierto carácter “interestatal”, ya que por entonces la provincia de Buenos Aires ya se había separado de la Confederación Argentina.

Con las “Galeras” coexistieron las “Sopandas”, un vehículo preferido por las clases adineradas, ya que ofrecía mucha más comodidad que las “galeras”. Eran tiradas por dos o cuatro caballos y se constituyeron en el medio de transporte más confortable de la época, para viajar por tierra. Similar a la “galera”, pero totalmente cerrada con puertas y ventanillas y un precario sistema de amortiguación con correas de cuero que reducía notablemente el impacto de las irregularidades del camino.

EL QUILMERO: HABÍA UNA VEZ… UN TRANVÍA. (COLABORACIÓN)

En 1853 comenzaron a circular las dos primeras líneas de carruajes de tracción animal que prestaban el servicio de transporte urbano. Eran propiedad de FRANCISCO HUÉ y unían con cierta regularidad Plaza de Mayo con la Boca, Barracas y la Recoleta y al año siguiente comienzan su actividad otras dos líneas, que partiendo también de Plaza de Mayo, llegaban hasta el Mercado de Constitución y la Plaza Once de Setiembre, respectivamente.

Hasta ese momento todas estas líneas utilizaban vehículos generalmente de 4 ruedas, tirados por cuatro caballos, algunos con “imperial” (doble piso), con capacidad para alrededor de 15 pasajeros. En poco tiempo proliferaron empresas similares, muchas de ellas con nombres tan pintorescos como “Sueño de la mañana”, “Ninfas del Plata”, “El lucero del sur”, “Brisas del desierto”, “El despertador”, “Júpiter furioso” y “el relámpago apurado”, aunque en muchos casos, el nombre se refería al punto de destino, como fue el caso de “La bella Ensenadera” (que llegaba a Ensenada), “La venus Lobera”, que llegaba a Lobos) y otras por el estilo.

Los ferrocarriles (1857)
Y así fue hasta que el 29 de agosto de 1857 apareció el ferrocarril. Ese día se inauguró el primer tramo del Ferrocarril del Oeste que cubría un trayecto de aproximadamente 10 kilómetros, entre su cabecera, la Estación del Parque (donde hoy se encuentra el teatro Colón) y la estación Floresta.

El 17 de setiembre de 1853, un grupo de caballeros de distintas ideas políticas entre los que se encontraban MANUEL JOSÉ DE GUERRICO, NORBERTO DE LA RIESTRA, JAIME LLAVALLOL, MARIANO MIRÓ, BERNARDO LARROUDÉ, ADOLFO VAN PRAET y DANIEL GOWLAND, se presentaron al entonces Gobernador de Buenos Aires, PASTOR OBLIGADO, solicitando “la concesión y el privilegio de construir un camino de primer orden, cuyas conducciones se efectuarían por locomotoras” y así nacieron los Ferrocarriles Argentinos.

El 9 de enero del año siguiente la Legislatura autorizó al Poder Ejecutivo a otorgar a la Sociedad “El Camino de Fierro en Buenos Aires al Oeste”, que era anónima y por acciones, “el privilegio para la construcción de un ferrocarril de 24.000 varas de extensión”.

Su primer directorio fue presidido por FELIPE LLAVALLOL, y lo integraron la mayoría de los nombrados anteriormente, más FRANCISCO P. MORENO y FRANCISCO BALBÍN. El dictamen legislativo llevaba las firmas del General BARTOLOMÉ MITRE, el doctor DALMACIO VÉLEZ SARFIELD, MARIANO BILLINGHURST Y FRANCISCO BALBÍN.

Pese a los numerosos contratiempos que luego se presentaron, en el año 1855 se iniciaron los trabajos de la vía férrea, habiéndose contratado en Gran Bretaña al ingeniero GUILLERMO BRAGGE para construirla, además de más de 160 obreros expertos. Por otra parte, “la aversión general hacia el monstruo de acero”, de la cual no se libraba tampoco la Inglaterra de la revolución industrial, hizo que las obras fueran varias veces destrozadas por los vecindarios del trayecto, que miraban al ferrocarril con hostilidad, lo que obligó a adoptar medidas especiales de vigilancia.

Sin embargo, los precursores siguieron en su empeño. DANIEL GOWLAND partió para Inglaterra – su tierra natal – con el fin de adquirir una de las locomotoras que habían servido para transportes de tropas en la guerra franco-británica dé 1854-1856 contra Rusia. En virtud de esta gestión, llegó a la Argentina la primera locomotora, denominada “La Porteña”, construida en Leeds, Inglaterra, por la casa “Manning Wardle and Company”, y que sirvió por muchos años, así como partes de unos de los vagones. La condujo en el viaje inaugural JUAN ALLAN, y ALFONSO CORAZZ fue su maquinista por largo tiempo.

El primer ferrocarril
El primer ferrocarril fue inaugurado el 29 de agosto de 1857 y habilitado al público al día siguiente. Estaba a cargo en principio, de una empresa privada, como hemos dicho, pero comprado luego por el gobierno de Buenos Aires 1º de enero de 1863.

La Porteña: un accidente de tren silenciado, el temor de los vecinos y la aventura de llegar a Floresta en media hora - Infobae

Se trataba del “Ferrocarril del Oeste de Buenos Aires” que al principio realizaba un viaje de tan sólo 10 kilómetros, uniendo la Estación del Parque (ubicada donde hoy se encuentra el Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires) y la “Estación La Floresta”, ubicada en San José de Flores, en aquella época, un pueblo suburbano.

La primera línea de trenes se inauguró el 30 de agosto de 1857 y partía desde la estación “Parque”’, en el centro porteño, donde hoy está el Teatro Colón, hasta Floresta. Para su construcción se utilizaron 24 mil varas. Hacia 1870 la línea llegó a Chivilcoy. .

Entre quienes estuvieron en las pruebas y luego participaron de la inauguración de la primer línea figuran DALMASIO VÉLEZ SARSFIELD, VALENTÍN ALSINA, BARTOLOMÉ MITRE y DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO.

La primera locomotora que se usó fue traída de Inglaterra y se la bautizó con el nombre de “La Porteña”. Esta máquina, que prestó servicios anteriormente en la guerra de Crimea alcanzaba una velocidad de 25 kilómetros por hora

En pocos años los llamados “caminos de hierro”, ya comunicaban varias provincias y diez años después, el 15 de noviembre de 1867, se inauguró el primer ferrocarril construido e instalado por el Estado, aprovechando parte de la traza del “Ferrocarril Central Argentino”. Fue el “Ferrocarril Andino”, creado para enlazar las tres provincias de la región de Cuyo (San Juan, San Luis y Mendoza)), con la ciudad de Rosario, en la provincia de Santa Fe y ambos eran de trocha ancha (1676 mm.), todo un adelanto para la época.

Con esta obra, el gobierno lograba al fin, la unión de todas las provincias entre sí e integraba al resto del país, regiones poco tentadoras para el capital privado y por eso, condenadas al subdesarrollo.

El escritor e historiador francés PAUL GROUSSAC vivió gran parte de su vida en nuestro país y debió realizar largos viajes. Uno de los que más recordó siempre fue el que emprendió a Tucumán en 1871, al ser requerido por NICOLÁS AVELLANEDA para que se desempeñara como docente de la universidad de esa provincia.

Ese año tomó un vapor a Rosario, luego fue en tren a Córdoba y en diligencia viajó diez días para llegar al jardín de la República. Durante la travesía escribió: “Las generaciones venideras encontrando a la República Argentina surcada de líneas férreas en todas direcciones, difícilmente se darán cuenta cabal de lo que fueron en otro tiempo esos viajes por las provincias interiores, que duraban dos o tres semanas, según fuera el punto de llegada: tanto como en la actualidad una travesía del atlántico».

El Ferrocarril Central Norte
El 31 de octubre de 1876, se efectuó la inauguración oficial del “Ferrocarril Central Norte”, con el objetivo de ampliar el recorrido del “Ferrocarril Central Argentino”, llevando los rieles desde la ciudad de Córdoba hasta San Miguel de Tucumán, siendo éste, el primer ferrocarril construido por el Estado y el primero de trocha métrica construido en el país.

Acotemos a este respecto, que si bien lo más lógico hubiese sido construir esta línea adicional en “trocha ancha”, que era la que usaba el “Ferrocarril Central Argentino” y todos los ferrocarriles del país, en ese momento, la urgencia y razones de economía, impusieron que se recurriera a la “trocha métrica”, decisión que habría de repercutir negativamente hasta nuestros días.

Hasta ese momento, los planes oficiales no consideraban la administración directa de las obras, responsabilidad que recién iba a asumir para con este ferrocarril en 1880, año en el que el Estado, comenzó a expandir sus líneas por todo el territorio nacional, preferentemente dirigidas a favorecer regiones despobladas, principalmente el noroeste, el chaco y la Patagonia, cumpliendo así una importante gestión de fomento e integración nacional.

Vaivenes de una década (1880/1890)
Ningún banquero, ningún capitalista extranjero podía dudar del futuro argentino cuando contemplaba lo que se estaba haciendo en materia de ferrocarriles. En 1880 existían casi 2.500 km de vías, la mitad de ellas propiedad del Estado. En 1890, los proyectos en marcha, señalaban la pronta habilitación de 9 500 km de vías, una cifra realmente fantástica y si bien esta extensión, hasta esos momentos, existía sólo en el papel, desde luego que era indicativa de la vocación expansiva de los ferrocarriles en el país.

Sin embargo, a lo largo de esos diez años (1880/1890), la filosofía estatal en materia de ferrocarriles había variado totalmente. Recordemos que en 1880 el Estado Nacional era dueño del “Ferrocarril Central Norte”, que unía Córdoba con Tucumán, de un ramal de Villa María a Río IV que aspiraba a llegar a Cuyo, y de un pequeño tramo en Entre Ríos. Y que además, la provincia de Buenos Aires poseía el Ferrocarril del Oeste, que vinculaba la nueva Capital Federal con Lujan y allí se dividía en dos rumbos, hacia Arrecifes (donde llegó en 1881) y hacia Nueve de Julio (1883).

El resto de las líneas ferroviarias pertenecía a seis compañías británicas, tres de las cuales gozaban de “ganancias garantidas”. La principal de ellas, era la del Ferrocarril del Sud, que llegaba a Tandil y Azul, seguida por la del Ferrocarril Central Argentino, que unía Rosario con Córdoba. Las dos terceras partes de las vías se concentraban en la pampa húmeda; el tercio restante recorría la zona norte del país.

Urgidos por la necesidad de integrar todas las regiones productivas y dar salida a los productos agropecuarios, los gobiernos anteriores a 1880, habían establecido en algunas leyes de concesión, la cláusula de “ganancias garantidas”, lo que significaba que la Nación aseguraba un mínimo del 7% sobre el capital invertido como renta para los accionistas.

En la década del ochenta el Estado Nacional siguió participando en la construcción de ferrocarriles, pero redujo esas “ganancias garantidas” a un 5 por ciento y abandonó la modalidad de regalar a la empresa constructora las tierras adyacentes al tendido. Ya se había logrado el interés de los capitales y por lo tanto, ya  no había necesidad de estimulados con privilegios; además, el propio Estado Nacional, hacía punta en la expansión ferroviaria.

Cuando el Presidente ROCA termina su presidencia en 1886, las vías férreas ya contaban con 6.000 km. de tendido, debiendo señalarse que parte de ese incremento, se debía a la realización del Ferrocarril Andino.

Originariamente se había planeado extender el ramal Villa María-Río IV a Mendoza y San Juan, con una eventual prolongación a Chile, pero en 1881, el concesionario, JUAN CLARK, renuncia y la construcción del Ferrocarril Andino pasa a ser responsabilidad del Consejo de Obras Públicas de la Nación.

En mayo de 1885 el tren llega a Mendoza y luego a San Juan, con una baratura de costos y un rendimiento que asombra. “La vía más barata y mejor construida de la República”, dice ROCA en uno de sus mensajes. Y lo es a tal punto, que esos 500 km tendidos en cinco años, en 1885 aportaron un millón de pesos a las Rentas Generales de la Nación. Algo similar ocurre con el Ferrocarril Central Norte, también propiedad de la Nación, que a partir de 1882 se transforma en una fuente de ingresos, autofinanciando dos de sus ramales y prolongándose hasta Salta.

Pero esta exitosa política estatal, habría de clausurarse con la gestión presidencial de JUÁREZ CELMAN. A los tres meses de asumir el poder, se vende el Ferrocarril Andino… al mismo JUAN CLARK que había renunciado, abandonando la obra en 1881. Además, se le garantizó una ganancia del 5% sobre los 12 millones de pesos oro que tuvo que pagar para adquirir la línea.

En diciembre de 1887 se enajenan los ramales del Central Norte y luego la red troncal, que fue comprada por una firma inglesa para transferirla días después al Córdoba Central Railway: también en este caso la Nación garantizó una ganancia del 5% a los compradores. Poco más tarde la provincia de Buenos Aires vende el muy rentable Ferrocarril del Oeste, salvo dos ramales, uno de ellos, conocido como “el chiche de los porteños”- fue adjudicado en abril de 1890 a un sindicato de compañías inglesas que ofreció unos 40 millones de pesos oro, ya partir de ese momento, los ferrocarriles de la provincia de Buenos Aires, se llaman «New Western Railway of Buenos Aires.

” ¿No se parece eso a la sombra de la bandera inglesa flameando sobre otro pedazo del territorio argentino con más derecho del que tiene para flamear sobre las Islas Malvinas?” -clamaba CARLOS D’AMICO en su libro “Buenos Aires, sus hombres y su política”, escrito en 1890.

Así, en menos de diez años, aquella política ferroviaria llevada adelante por el Estado con sentido nacional se había frustrado. Contrariamente a la tendencia inicial de la década, en 1890 la mayoría de los 9 500 km de vías férreas existentes pertenecía al capital inglés (los franceses recién entraron al negocio ferroviario en 1885).

«El Nacional” del 20 de julio de 1887 decía: “¿Qué no se ha dicho de los ferrocarriles?. Todo empréstito era poco para gastarlo en él. Ahora de la Casa Rosada sale esta proclama: el Gobierno «no» debe hacer ferrocarriles: se declara arrepentido de haberlos hecho…”. Y sigue diciendo el diario: “…. el gran secreto financiero consiste, pues, en este doble procedimiento: defender los ferrocarriles del Estado para tener empréstitos, y renegar de ellos luego de ser administrados por el gobierno, para venderlos ….. para tener dinero”.

Era cierto: acosado por una deuda creciente en oro, el gobierno de JUÁREZ CELMAN intentaba hacerse de recursos vendiendo los ferrocarriles del Estado, con el pretexto de que el Estado era un mal administrador… aunque las líneas enajenadas, tanto de la Nación como de la provincia de Buenos Aires, fueran un modelo de buena gestión comercial.

Quizá no habría que dejar de lado la presencia quizás, de un elemento de corrupción que en aquella época flotaba en el ambiente, ni la inexperiencia de gobernantes alucinados por las doctrinas económicas en boga. Pero, volviendo a lo que se subrayaba al comenzar, ninguno de estos aspectos interesaba al observador extranjero.

Sí le impresionaba, en cambio, el espectacular crecimiento de la red ferroviaria argentina, y su significación con respecto a la modernización y la capitalización del país, además de su importancia como infraestructura de un mejor y más barato transporte de la producción agropecuaria a la gran boca de expendio que era el puerto de Buenos Aires.

La “furia ferroviaria” no habría de detenerse, pero ya tenía otro sentido. A partir de 1890, los ferrocarriles que en el futuro construyera el Estado Nacional, se tenderían en zonas alejadas, escasamente pobladas, como una medida de fomento. Las grandes redes troncales, eran inglesas. No faltaron voces que advirtieran la insensatez de la política del Presidente JUÁREZ CELMAN, que vendía, en pleno éxito de explotación, lo que el país entero había construido con su esfuerzo y su ahorro. Síntesis de estas opiniones es el comentario aparecido en el diario

La primera Estación Central de Ferrocarriles
El 14 de febrero de 1897, en un predio ubicado entre el Paseo de Julio (hoy Av. Leandro N. Alem) y Piedad (hoy Bartolomé Mitre), se construyó la Estación Central de Ferrocarriles, que desapareció a raíz de un incendio que la destruyó completamente.

Los ferrocarriles estatales gozaron de una rápida difusión, sin embargo, hasta entonces todas las líneas de propiedad nacional se hallaban divididas en varias secciones y denominaciones, explotadas de manera inorgánica. Por lo tanto la conformación de una verdadera red oficial, se inició recién durante la gestión del presidente JOSÉ FIGUEROA ALCORTA (1906-1910), cuando su ministro de Obras Públicas, EZEQUIEL RAMOS MEJÍA, en 1908 logró que se sancionara la “Ley de Fomento de los Territorios Nacionales”, que autorizaba la construcción de las líneas chaqueñas y patagónicas y en 1909, la “Ley Orgánica de los Ferrocarriles del Estado”, por medio de la que se creó un organismo, que dependiendo del Ministerio de Obras Públicas de la Nación, administrará en forma centralizada el sistema ferroviario del país, que a partir de entonces, permite que todos los ferrocarriles nacionales funcionen bajo un solo control.

En 1909 la red ferroviaria del Estado ya tenía 3490 km de longitud, siendo la más extensa la red del «Ferrocarril Central Norte Argentino» de trocha angosta, que en 1905 tenía una longitud de 1385 km, y el «Ferrocarril Argentino del Norte» con 563 km de trocha angosta en el mismo año. En 1910 las longitudes eran en el Central Norte de 2135 km, y en el Argentino del Norte de 1355 km. En 1925 los Ferrocarriles del Estado eran la segunda empresa del país, con una longitud de 6617 km. La ley 5315 de 1907 promovida por el Ingeniero EMILIO MITRE, puso en marcha un dispositivo para que con las ganancias de los ferrocarriles se construyeran caminos de acceso a las estaciones.

Tarifas incongruentes
El problema de las tarifas ferroviarias, cuya gravitación sobre la economía del país era considerable, preocupaba en los últimos años del siglo XIX a los gobiernos de turno y el periodismo, se ocupaba del tema tal como lo hizo el diario “La Prensa” en su editorial del 13 de octubre de 1897, donde debajo de un agresivo título (“ La savia vital del país se va a las compañas ferroviarias de la República”), señalaba que

El examen comparativo de las tarifas hecho en las columnas de este diario, coloca a las compañías en el caso extremo e ineludible de la enmienda de sus magnas contradiccio­nes. Los parangones no son objetables por razón de la diversidad de zonas recorridas por las vías sobre que versan, porque los ferrocarriles “del Sud”, del “Oeste y Buenos Aires” y “Rosario”, están tendidos sobre la misma planicie bonaerense: uniforme, sin accidentes topográficos, igualmente ganadera y agrícola, a cuyas similitudes se agrega que las tres com­pañías pertenecen casi a los mismos accionistas, confiados aquí, al mismo personal directivo».

El diario preguntaba cómo se podía explicar satisfactoriamente que un accionista del “Oeste y Buenos Aires” y Rosario necesitara, como renta, “cobrar en el Sud, a razón de tarifas más altas en un 30, 50 y aún 125% más caras que las de los dos anteriores”. Esa contradicción insalvable pudo apreciarse mejor,  cuando el “Ferrocarril del Sud” aprobó sus nuevas tarifas y el diario las dio a publicidad en forma comparativa, con el título de Flete en moneda legal por cada vagón de hacienda de cuatro ejes: Por cada 100 km. de recorrido, en el “Sud” se paga $51,56 ; en el “Oeste”, se paga $39,27; en el “Central Argentino” se paga $24; en el “Rosario” se paga $30,72 y en el “Pacífico” se paga $34,75, siendo notablemente mayores las diferencias cuando se aumentan las distancias.

Servicio de tranvías a caballo(1863)
En 1863, aparecerán los viejos tranvías a caballo (10 de julio de 1863) y el 14 de julio de 1863, el Ferrocarril del Norte instaló; con el fin de acercar los pasajeros desde su terminal al centro de la ciudad; una línea de tranvías a caballo entre Retiro (estación) y Plaza de Mayo (centro), siendo ésta la primera línea de tranvías de Buenos Aires y de la Argentina y treinta y cuatro años más tarde, en 1897, aparecerán los tranvías eléctricos .

A pesar de la oposición que aún manifestaban algunos porteños, ante el éxito de la primera experiencia de este novedoso medio de transporte, el gobierno decidió extender este servicio y el Congreso Nacional autorizó oficialmente la circulación de los tranvías con tracción animal por las calles de la ciudad de Buenos Aires y el 10 de julio de 1863, comenzaron a circular los primeros “verdaderos tranvías tirados por caballos” (o por mulas) por estas calles, entre Retiro y Plaza de Mayo, como complemente de un ferrocarril.

La historia del tranvía había comenzado así, varios años antes de la inauguración oficial de la primera línea de “verdaderos tranvías eléctricos” que tuvo lugar el 11 de abril de 1897.

El inicio del proyecto «Tranvías para la ciudad de Buenos Aires», se produce con la concesión que la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires le otorga a Eduardo A. Hopkins el 27 de junio de 1857 para la instalación de un Ferrocarril que enlazara Buenos Aires con San Fernando. El contrato se firmó el 3 de agosto de 1857, entre el entonces gobernador Valentín Alsina, y el empresario.

En su artículo 1°, se especificaba que se debía construir un Ferrocarril (tranvía) de tracción a sangre (caballos) desde la Aduana Nueva (que estaba detrás de la casa Rosada), que recorriera el costado oeste de la Usina de Gas (Aproximadamente donde hoy se emplaza la Torre de los Ingleses), y desde allí por locomotoras hasta el canal de San Fernando, por el bajo del Río de La Plata.

A partir de entonces, se inician los estudios, determinación de traza, y planos, pero finalmente es declarado caduco por la imposibilidad de reunir los fondos correspondientes. El 28 de junio de 1859 se renueva el proyecto, mejorando su oferta, incluyendo una garantía del Estado de una ganancia del 7% sobre el capital invertido. Las obras avanzan poco a poco hasta que en 1860 llegan a Belgrano, sobre esta base se forma en Londres la «The Buenos Aires & San Fernando Railway Company Limited», cuyos estatutos son aprobados por el Estado de Buenos Aires el 26 de mayo de ese año.

Entre el 29 y 30 de agosto, la tormenta Santa Rosa, provocó una creciente que arrasó con parte del terraplén, lo que llevó a la quiebra del constructor, pero el empresario Hopkins siguió a cargo de la misma hasta que caducó la concesión. Dadas las sumas invertidas, y los trabajos realizados, se otorga una nueva concesión, esta vez en favor José Rodney Crosky. Los términos del contrato fueron similares al anterior, y aceptados el 25 de febrero de 1862.

El 17 de octubre de 1862 se aceptó realizar una transferencia de la concesión, a otra empresa con base en Londres, la «Ferrocarril del Norte de Buenos Aires», pero fue recién en 1863, cuando en realidad comienza la historia de “los tranvías en Buenos Aires”.

Por 1863, la Gran Aldea tenía alrededor de 180.000 habitantes distribuidos, o más bien, amontonados, en una escasa cantidad de calles y muchos terrenos aledaños. Ya habían llegado al país miles de inmigrantes y muchos de ellos compartían los promiscuos conventillos, donde las familias se hacinaban en condiciones infrahumanas.

La mayor parte de las fuentes de trabajo se encontraba en el centro de la ciudad y ningún obrero o empleado podía permitirse el lujo de pagar un transporte diario si vivía en los suburbios. Los medios de transporte populares eran los escasos carros tirados por caballos, y sólo las familias pudientes contaban con sus propios carruajes, del tipo llamado “landó”.

Las primitivas líneas de ferrocarriles no mejoraron demasiado la situación porque sus estaciones terminales quedaban lejos del centro y los pasajes no estaban al alcance de los pobres, aunque el14 de julio de 1863, el Ferrocarril del Norte instaló; con el fin de acercar los pasajeros desde su terminal al centro de la ciudad; una línea de tranvías entre Retiro (estación) y Plaza de Mayo (centro), siendo ésta la primera línea de tranvías de Buenos Aires y de la Argentina.

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Imitando la experiencia del Ferrocarril del Norte, en 1865 algunas empresas de ferrocarriles habilitaron servicios de transporte experimentales para acercar a los pasajeros a las estaciones. Se trataba de carros tirados por mulas, que circulaban sobre rieles y que pronto, se convirtieron en el transporte favorito de los porteños, aunque también tenía enemigos que lo consideraban muy peligroso. A fines de 1865, ya corría un servicio regular del Ferrocarril del Sud que llevaba pasajeros en estos vehículos, desde la estación Constitución hasta la esquina de Lima y Moreno

Había hecho su aparición, el primer servicio público de transporte de pasajeros que recorrieron las calles de la ciudad de Buenos Aires, en reemplazo de los carros, que tirados por caballos, eran utilizados por la empresa que explotaba el Ferrocarril del Sud, para acercar pasajeros desde su cabecera hasta la estación ubicada en Lima y Moreno.

En 1867, ante las protestas del vecindario, preocupado por esta presencia que “atentaba contra su seguridad”, el Poder Ejecutivo ordenó que “los tranvías circulen con un pregonero a caballo, unos veinte pasos adelante para que anuncie por medio del toque de una corneta el inminente paso”. Se trataba de una medida de seguridad y al mismo tiempo, una forma de aplacar a los dueños de carruajes y propiedades y comercios en el centro, que con el lema: “los tranvías son peligrosos, muchos morirán bajo sus ruedas” tratan de agitar la opinión pública.

Pero a pesar de las protestas de los vecinos, hubo un tiempo, durante el cual, la geografía urbana de Buenos Aires contenía casi 900 kilómetros de vías que la atravesaban y que, al igual que las venas de los seres humanos, eran indispensables para el desarrollo de su vida cotidiana. La verdad es que nuestra ciudad creció y progresó a la vera de los rieles tranviarios y que muchos fueron los barrios que se formaron gracias a sus servicios.

Pero el creciente progreso de la ciudad exigía, en cierto modo, ignorar estas protestas que ya se habían producido en otras ocasiones al imponerse otras innovaciones. De manera que la instalación de líneas tranviarias siguió su curso. Se fueron habilitando otros recorridos y la ciudad comenzó a extenderse en forma insospechada a lo largo de las vías del «tranway”.

El 24 de agosto de 1868, una Ley dictada por la Legislatura de ciudad de Buenos Aires, dispuso la instalación de más vías para ampliar el recorrido de los tranvías que ya circulaban por la ciudad y llamar a concurso a empresas interesadas en la instalación de este servicio público.

El 29 de diciembre de 1868 los hermanos JULIO Y FEDERICO LACROZE obtuvieron para el “Tranway Central”, la primera concesión para instalar una línea de tranvías a caballo en Buenos Aires, siendo seguidos al poco tiempo por los empresarios MARIANO BILLINGHURST y los hermanos MÉNDEZ.

Al principio el tendido de vías presentó algunos problemas porque los opositores llegaron a intimidar a balazos a los obreros de las cuadrillas, pero finalmente los trabajos pudieron terminarse y a pesar de todos los inconvenientes que se le presentaron, los servicios se inauguraron a fines de 1869 y los rieles recorrían el Paseo de Julio, desde la Casa Rosada hasta la estación Retiro.

El primero de esos vehículos se inauguró en la Estación Central de Paseo de Julio e iba desde la Casa Rosada hasta la Estación Retiro, no teniendo más objeto que conducir pasajeros y la correspondencia de uno a otro punto. Después de otorgado el permiso, para establecer los servicios, había pasado más de un año antes que se pusieran en marcha. La circulación generalizada de estos vehículos, llamados popularmente “tranways”, fue un cambio significativo para la población y su presencia, con su clásico “mayoral”, causó primero pánico y luego, poco a poco, fue entrando en la preferencia de los porteños que comenzaron a usarlo con gran placer.

El 19 de febrero de 1869, los hermanos Lacroze inauguraron la Estación cabecera de su línea de tranvías que estaba ubicada en la Piedad y Cangallo. Ese año, ya había varias líneas operando este servicio y se inauguró la línea de Constitución a la Plaza de la Victoria y de allí a la Recoleta.

El 13 de febrero de 1870, se realizó el viaje inaugural de la línea que iba desde Plaza de la victoria hasta el Mercado del Plata y ese mismo año, las vías del “Lacroze” llegaron a la Plaza Once, donde paraban las carretas que llegaban del interior. En agosto de 1871 la empresa “Tranway Argentino” inauguró la línea a Flores, en noviembre de 1873 a Belgrano y en los años siguientes ampliaron el recorrido y fundaron el “Tranway rural”, que llegaba a ciertas zonas de la provincia.

Los coches de la empresa “Tranway Argentino” eran de distinto tamaño, pero todos estaban pintados de verde y algunos tenían dos pisos y se los denominaba “imperial”.

Estos primeros tranvías, a los que mucha gente consideraba peligrosos, sirvieron para incorporar nuevos espacios a la ciudad. Como la línea iba hasta la Chacarita, los Lacroze firmaron un acuerdo con la Municipalidad para ofrecer un servicio de entierros en tranvía que tenía diferentes precios según la clase de coche y era gratis para las personas de menores recursos.

En 1890 Buenos Aires ya tenía 450.000 habitantes. De ellos, 140.000 eran italianos 40.000 españoles, 20.000 franceses, 4.200 ingleses, 4.000 alemanes, 600 norteamericanos y 210.000 argentinos. La ciudad llegó a contar con 14 estaciones con barracas para contener hasta 295 coches y 2950 caballos y el servicio de tranvías efectuaba 824 viajes diarios, completando 2.646 millas de recorrido y vendiendo 33.026 pasajes por día.

Los tranvías eléctricos (1897)
El 25 de octubre de 1892 se ensayó un precario servicio de tranvías en La Plata, y en 1893, se dispone la instalación de una línea de tranvías eléctricos “a troley” entre Plaza de Mayo y Liniers, modalidad que a principios de ese mismo año se había ensayado con éxito en la ciudad de La Plata y como no podía ser de otro modo, en una ciudad que crecía y se modernizaba a un ritmo vertiginoso, el 11 de abril de 1897, se realizó el primer ensayo con este “moderno medio de locomoción”.

El ensayo volcó en las calles de la ciudad, que perdía vertiginosamente su tradicional aspecto aldeano, a todo el vecindario. Una muchedumbre de hombres, mujeres y niños de todas las clases entre curiosa y asustada, pero más asustada que curiosa, siguió la marcha de aquel «endiablado vehículo que devoraba las distancias con una espantosa velocidad».

La prueba se realizó partiendo el «demoníaco armatoste» desde la punta de riel de la calle Ministro Inglés (después Canning y hoy Scalabrini OrtIz), hasta los portones de Palermo y poco después, el 22 del mismo mes, a favor del éxito del ensayo, se inauguró la primera línea permanente que unía Plaza de Mayo y Retiro con el parque Tres de Febrero, recorriendo el Paseo de Julio (hoy avenida Leandro N. Alem), Centroamérica (Pueyrredón en la actualidad), y Santa Fe, hasta la avenida Sarmiento.

La esquina de Las Heras y la entonces llamada Canning (hoy Scalabrini Ortiz), fue así el punto de partida de un viaje hacia la modernidad. Desde allí salió este primer tranvía eléctrico que circuló por la ciudad. Sólo subió un grupo de invitados especiales, que recorrieron poco más de 10 cuadras hasta Plaza Italia, a 30 kilómetros por hora. Los porteños lo vivieron como una aventura. Hasta ese día sólo circulaban tranvías tirados por caballos. Con ventanas abiertas y asientos a ambos lados, tenía capacidad para 36 pasajeros sentados. Esta primera máquina pertenecía a la Compañía Tranvías Eléctricos de Buenos Aires.

El 4 de diciembre de ese año se sumó otro recorrido, mucho más extenso: se iniciaba en la avenida Entre Ríos y llegaba hasta Flores. La iniciativa tuvo una enorme repercusión entre los inversionistas, hasta el punto de que en 1908 existían 12 empresas que prestaban este servicio.

Un año después todas ellas se fusionaron para crear la «Compañía General de Tranways», cuyo principal accionista era la Anglo Argentina, que más tarde, tuvo a su cargo la creación del subte, una suerte de tranvía bajo tierra. Ese mismo año otra compañía, La Capital, lanzó su tranvía con un recorrido que llegaba hasta Flores y enseguida, se extendió a Parque Patricios. En 1905 los tranvías hacían sus viajes hasta Quilmes.

El tranvía, para ese tiempo, ya había invadido el “desierto” que significaban las afueras de Buenos Aires y bien pronto, la ciudad vio convertidos sus aledaños en barrios densamente poblados. Cuando el diario “La Razón” apareció en 1905, el último caballo del último tranvía a tracción a sangre que había sido reemplazado por el eléctrico, ingresaba su osamenta cansada, en un corralón de Nueva Pompeya.

Los tranvías eléctricos fueron una verdadera revolución en el transporte urbano, con las chispas y los chirridos de sus ruedas y cables. Y eran el medio de transporte más usado por todos los habitantes de Buenos Aires y sus aledaños.

Durante el período 1915 – 1939 el servicio era ofrecido por 4 diferentes compañías privadas, cada una con sus líneas. A partir de 1939, la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires concentró todos los recorridos, suprimiendo, unificando y transformando líneas, cambiando números, etc. y en 1945, el tranvía ya había logrado imponerse y transformado la vida urbana. Buenos Aires ya tenía 1.000.000 de habitantes y una de las redes tranviarias más grandes del mundo con cerca un centenar de líneas habilitadas y cerca de 900 kilómetros de vías instaladas, con 3.294 coches que marchaban las 24 horas y en los que transportaban 600.000 pasajeros por mes. El personal afectado al servicio tranviario se componía de 14.060 personas y las entradas de las empresas que los administraban, ascendían a 58.620.300 pesos anuales.

Sin embargo, a pesar del progreso que significaba la instalación de este medio moderno de movilidad en la urbe, que se convertía aceleradamente en una metrópoli, por la intensa corriente inmigratoria que absorbía, la aparición del tranvía eléctrico no fue aceptada con pasividad.

Recobrados de la sorpresa que la novedad les produjo, los vecinos comenzaron a protestar con energía. El hecho era contemplado como una revolución demasiado atrevida, que ponía en peligro la vida de los habitantes y atentaba contra la seguridad de la edificación. Comisiones de vecinos, creadas con el único objeto de oponerse a la definitiva instalación de los tranvías, visitaron al intendente.

Declararon que temían que el trepidar de los pesados vehículos les derrumbara las casas. Aseguraban que a su paso se producían temblores en el pavimento. La verdad es que los primeros “tranguai” —como se les llamaba entonces— provocaron tantas víctimas que los accidentes alarmaron seriamente a la población y a las autoridades. Pero ellos deben aceptarse como una consecuencia lógica de la falta de experiencia en el manejo de los coches y de la imprudencia del público.

Para acallar las protestas se adoptó el miriñaque, un enrejado de hierro que se colocó en el frente de los tranvías para que fuera posible ir levantando o apartando eventuales obstáculos, animales o aún personas que apareciesen en su camino. No obstante este agregado precautorio, la población no se dio por satisfecha. Habría, según ellos, otro peligro que las autoridades no tomaban en cuenta. La red de cables eléctricos constituía, a juicio de la población, “una permanente y seria amenaza que nadie se ocupaba de interferir”.

Pero los años pasan y no solo para las personas. Las modas, nuevas necesidades, nuevos inventos, tecnologías y urgencias van imponiéndose y nada puede seguir siendo como era. Los tranvías fueron siendo desplazados poco a poco por otros medios de transporte.

A partir de 1948, la aparición del trolebús determinó que se dieran de baja varias líneas de tranvías, que fueron reemplazadas por el nuevo vehículo. La década del 60 encontró a la ciudad con 1.800 tranvías en circulación y para 1962, cuando se suprimimió oficialmente el servicio tranviario, las líneas que quedaban en circulación eran bien pocas (no más de 40). Pero su magia se terminó en 1963, cuando ya no quedaban ni repuestos para reparar los que se averiaban, simplemente desaparecieron de las calles de Buenos Aires, aunque subsistieron algunos años en otras ciudades del interior (Bahía Blanca, Córdoba, Rosario, Mendoza y Entre Ríos).

Pero hoy cabe una pregunta. Fue una decisión inteligente dejar que desaparecieran?. A la vista de lo que sucede en otros países, no parece que haya sido así. En muchas partes del mundo, el sistema tranviario goza de excelente salud. Renovado y con todas las posibilidades que la tecnología pone a su disposición, en la actualidad corre en 330 ciudades del mundo (San Francisco, Milán, Ginebra, Melbourne, Barcelona, y Viena entre ellas) y se prevé su reimplantación en varias decenas de núcleos urbanos como solución a serios problemas energétícos y de contaminación ambiental, para volver a brindar una confortable y humanizada manera de viajar.

EL TRANVÍA EN BUENOS AIRES (14/07/1863) – El arcón de la historia Argentina

Cómo eran esos primeros tranvías y el servicio que prestaban?.
Estos primeros tranvías eran abiertos y se los denominaba “jardineras”. Se desplazaban a 30 kilómetros por hora y para evitar peligros, estaban obligados a hacer marchar delante del coche, un jinete a caballo que en las bocacalles tocaba una corneta. Un periodista de la época escribió: “…. Se trata de un endiablado vehículo que devora las distancias a una espantosa velocidad”

El boleto, que se compraba a un “guarda” que iba vestido con su inmaculado uniforme y gorra, cubría el recorrido completo, costaba 10 centavos, pero también si se viajaba entre las 5 y las 7 de la mañana, se podía comprar “el boleto obrero”, que costaba 5 centavos. Diez si era de ida y vuelta, pero con la obligación de regresar después de las 16 horas.

Al conductor se lo llamaba “motorman” y para conducir el vehículo iba parado en una cabina abierta por los costados ubicada en la parte delantera, donde disponía de una palanca con la que manejaba la velocidad, girándola en el sentido de las agujas del reloj, para aumentarla o disminuirla, un botón en el piso, que apretaba para que sonara una señal sonora de advertencia a los peatones y vehículos que se le cruzaban y una palanca que accionaba el “salvavidas”, una estructura metálica que se hallaba instalada en el frente del tranvía, que se bajaba hasta el nivel de las vías, en caso de que alguien, accidentalmente hubiera caído en ellas.

Los pasajeros iban sentados en cómodos asientos esterillados y cuando deseaban bajarse, para solicitar la detención del coche, debían tirar de un cordel que caía suspendido del techo, accionando así una campanilla, que indicaba la parada al “motorman”.

Junto con el vehículo, hicieron su aparición algunas maniobras poco claras del personal que lo atendía y algunos pasajeros “vivos”, lo que obligó a las empresas a crear el cargo de “inspector” y a exigir al pasajero, la presentación del boleto cuando éste se lo pidiera. Se trataba así de evitar el escamoteo de boletos que los guardas llamaban «degüello” y con el cual obtenían un pequeño sobresueldo. Por entonces, comenzó también el expendio de boletos de combinación para dos líneas, sistema que facilitaba el traslado económico de los habitantes de la ciudad hasta los lugares más lejanos.

Los tranvías son un peligro.
En 1868, el Poder Ejecutivo ordena que los tranvías circulen con un pregonero a caballo, unos veinte pasos adelante, para que anuncie el inminente paso de un tranvía». Se trata de una medida de seguridad y al mismo tiempo, una forma de aplacar los ánimos de los dueños de carruajes, propiedades y comercios en el centro, que con el lema: «Los tranvías son peligrosos, muchos morirán bajo sus ruedas», tratan de agitar la opinión pública.

Cuidado con los tranvías
«Una fatalidad. Sí señor. Una fatalidad. Como pájaros negros. Dentro de poco no se podrá ver el cielo. En cualquier momento pueden aflojarse y caer sobre nosotros. Sobre ustedes. Sobre cualquier persona que pase por debajo de esos cables cargados de electricidad. ¿Qué ocurrirá cuando haya una tormenta?. ¿Y han visto como crujen?¿Y la velocidad que llevan?. Pueden agrietarse las casas. No hablamos por hablar porque ya hubo accidentes !!. Tales los comentarios que circulan entre los vecinos de Buenos Aires, cuando en abril de 1897, comienzan a circular los primeros tranvías eléctricos.

El tranvía y la temperatura
El 26 de octubre de 1904, una Ordenanza Municipal, prohibe que las empresas hagan circular jardineras después del 20 de abril, permitiendo, sin embargo, en la misma ordenanza, que en los días templados se alternen los coches cerrados con las jardineras y a este respecto se pudo leer en un diario de esa época: “La elasticidad de esta última parte de la ordenanza es aprovechada por las empresas para hacer lo que se le ocurre, y así hemos visto circular jardineras en estas noches que nada tienen de templadas, exponiendo a los pasajeros a sufrir las molestias de una temperatura baja y propicia a los catarros y pulmonías. La acción de los inspectores municipales se impone en este caso”.

Tranvías para servicios fúnebres
A partir del 9 de enero de 1888, la empresa de los Lacroze dio comienzo al servicio fúnebre en tranvía, servicio que prestaba la empresa “Tranvía Rural”, cuando dejaba de circular para estos menesteres, el que prestaba el Ferrocarril del Oeste.

Constaba de tres categorías que podían utilizarse ya sea haciendo uso de la estación fúnebre, donde eran depositados los cadáveres previamente, o contratando con la compañía un servicio especial hasta las vecindades de la casa velatoria.

Se disponía de vehículos especialmente destinados al efecto, distinguiéndose según las categorías. El de primera era un tranvía diseñado especialmente en EE.UU., todo barnizado en negro, llevando en su interior el catre para el cajón y asientos para los allegados más íntimos. En los casos de tercera también se prestaba el servicio gratuitamente a aquellos declarados pobres de solemnidad y a los muertos en hospitales y en comisarías.

En estos casos, los cajones eran llevados en zorras comunes y sus deudos en coches fuera de servicio. Este sistema fúnebre fue necesario dada la distancia que había por ese entonces entre la ciudad y el cementerio, al punto que, ni siquiera estaba en su propio municipio, por cuanto que desde Medrano afuera era provincia, quedando por lo tanto en el partido de Belgrano.

El tranvía de Vapor
Un capítulo aparte merece la mención de una línea muy especial y poco conocida que, sin embargo, dejó su huella imborrable en la trama vial porteña. Se trata del “Tranvía del Oeste”, único tranvía de vapor de nuestra ciudad, que comenzó a circular sobre los umbrales del siglo, entre La Floresta y los Nuevos Mataderos de Liniers y dejó de circular hacia 1914.

Se originó mediante una concesión obtenida por Víctor Nicoletti el 5 de octubre de 1898, cuyo fin fundamental era el transporte de carnes hasta Lacarra y Rivadavia, para allí combinar con el Anglo Argentino la distribución del producto.

Una de las características de este tranvía fue que no tuvo autorización Municipal para circular por calle alguna, por lo que debió hacerlo por terrenos de su propiedad, exigencia que se cambió en noviembre de aquel mismo año por la obligación del concesionario de escriturar los terrenos, en los que instalaría sus vías, a nombre de la Municipalidad, para que se convirtieran luego en vías públicas.

Y por fin ha llegado el éxito que consagra a los “tranways”. En 1914, según estadísticas oficiales, los trenes subterráneos de la línea A han transportado en un año la cantidad de 28 millones de pasajeros. En el mismo período, las líneas de tranvías a nivel trasladaron 400 millones !!!.

La ciudad de los tranvías.
Buenos Aires ha merecido varios motes, alguno de los cuales bien puede lucir como símbolo de su nobleza: «La París de América», «La Reina del Plata’; y otros tantos. Y en verdad, no podemos menos que justificar lo exacto de cada uno de ellos. Sin embargo, para los europeos que nos visitaban a comienzos del siglo XX, tenía uno que, aunque desconocido para nosotros, no era menos cierto: «Buenos Aires, la Cité des Tranways». Sí: Buenos Aires, la Ciudad de los Tranvías.

Basta tomar cualquier gran guía de turismo de 1910, 1920 o 1930 para advertir la notable impresión que causaba en los viajeros nuestro servicio tranviario. Uno de ellos, Clemenceau, presidente de Francia, narra en sus memorias que nunca había visto un sistema tranviario tan abundante como el de nuestra ciudad: «No hay calle que no tenga su propia línea. Daría la impresión de que los porteños usaran el tranvía hasta para ir al baño… «. Y no se equivocaba.

Buenos Aires era única, hablando de tranvías. Es que se había hecho, se había desarrollado inmensamente con ellos; al punto que su fabulosa transformación y su crecimiento, puede decirse que corrieron paralelos y dependiendo uno de otro, generando beneficios de indudable importancia, entre los cuales no podemos olvidar la proyección de la imagen nacional hacia el resto del mundo: podríamos decir que no había visitante destacado que no fuera llevado a conocer Buenos Aires en tranvía.

Para ello se utilizaban los “Palace cars” de las antiguas compañías. Eran coches de sumo lujo, con butacas independientes, entre los que se destacaba el llamado coche blanco del Anglo Argentino, que tenía a modo de plataforma amplísimos balcones panorámicos con una recamada baranda de hierro forjado, pintada de blanco (de ahí su nombre). No hubo presidente, rey, príncipe o personaje importante que visitara nuestra ciudad, que no haya viajado en él para conocerla.

SANTIAGO CALZADILLA (1806-1896) publicó en 1891 su delicioso libro“Beldades de mi tiempo”, en donde recuerda los tranvías de esos años: “Palermo no existía aún, no había parques ni calles pavimentadas y el “tener coche a la puerta” era la aspiración de la aristocracia, como signo de fortuna y positivo bienestar. Sin embargo, hoy todo el mundo goza de este lujo, merced a la invención yanqui de los tranvías, a tal punto que los más pobres, la gente de trabajo a jornal, la peonada, las cocineras y “tutti quanti”, por razones de economía y comodidad, se han apoderado de estos vehículos”.

“En efecto, comodidad, celeridad, seguridad y baratura, todo está contenido en este sistema de locomoción que, al extenderse la población tan extraordinariamente, ha reducido las distancias de tal modo que, en el día, se puede estar en la plaza de la Victoria, en Barracas al Sur, Flores y Belgrano, en la Boca y en la Dársena Sur y eso hasta las doce de la noche… ¡Coche a la puerta! ¿Quién no lo tiene ahora? Señoras conozco que dejan su coche a la puerta y toman el tranvía: es el modo de asegurarse contra los innumerables percances del tráfico y de los empedrados municipales.

En el tranvía vemos en la más íntima apostura y codeándose a una gran dama al lado de una fregona con su canasta y chismes, un peón al lado de un general, la planchadora y el gerente de banco, un sportsman o el presidente de la Sociedad Rural… ¡Oh, triunfo de la democracia!”.

PEDRO AGOTE en su libro “A 30 años del primer tranway”, recuerda que cuando era diputado provincial y formaba parte de la Comisión de Hacienda, hacia 1868, muchos vecinos pedían que se instalaran en la ciudad los tranvías.

“Los caminos de acceso a la ciudad, la Boca, Barracas, Flores, Belgrano y otros lugares inmediatos, eran punto menos que intransitables en invierno, por los desperfectos que causaban las carretas a consecuencia del barro ocasionado por las lluvias. Además de las molestias consiguientes al pésimo estado de los caminos por los saltos y tumbos de los carruajes, era costoso por el precio del transporte”.

«Todo cambio trascendente siempre es resistido en un comienzo. Y el caso de los tranvías no fue la excepción. Mucha gente creía que la instalación de este transporte traería problemas. Los medios periodísticos también hacían campaña en contra. “El Nacional”, por ejemplo, uno de los diarios de más circulación de aquella época, prometió a sus lectores dejar una columna en blanco, para anotar los siniestros que ocasionase el andar de los tranvías».

«Pero a pesar de estas resistencias, el primer tranvía tirado por caballos inició su recorrido por la calle Cuyo. Un guía a caballo, con una trompeta, precedía al vehículo que se detenía en cada esquina y la hacía resonar para anunciar su paso. Este primer viaje fue un éxito y rápidamente se hicieron ramales hacia La Boca, Barracas, Flores y Belgrano. Hacia fin de siglo comenzaron los ensayos de tranvías eléctricos hacia Palermo y Flores».

Los Ómnibus (1902)
En julio de 1902, los señores AGUSTÍN LLAMBÍ y GOTHOLD FRANKEL obtuvieron una concesión para explotar cuatro líneas con dos ómnibus por lo menos cada una, con tracción mecánica y así empezó este nuevo servicio de trasporte público de pasajeros en la ciudad de Buenos Aires.

Superados diversos inconvenientes, la mayoría de ellos burocráticos, finalmente el 30 de noviembre de 1903 se realizaron los primeros ensayos en la avenida de Mayo con el primer vehículo de tracción mecánica que circuló por las calles de Buenos Aires y a fines de enero de 1904, ya estaban circulando regularmente, uno (quizás dos) coches por la avenida de Mayo, uniendo la Plaza de Mayo y la calle Entre Ríos.

Era abierto (como los tranvías jardinera) y estaba accionado por la corriente eléctrica que generaba un pequeño motor a nafta incorporado en el mismo vehículo, y que no podía funcionar por más de tres horas seguidas, haciendo que fuera obligatorio suspender el servicio hasta que el motor se enfriara.

El 20 de agosto de 1915 se inauguró la Línea “A” de la empresa “Auto Ómnibus Metropolitano” (imagen a la izquierda) de SANDALIO SALAS, prestando un servicio que iba desde las Plazas Constitución y de Mayo hasta la Estación Retiro en la ciudad de Buenos Aires. Empleaba unos pocos coches “Ford T” que estaban pintados de azul y blanco; tenían entrada por la culata y dos bancos longitudinales con capacidad de 6 pasajeros cada uno, sentados dando la espalda a las ventanillas y este fue el primer servicio realmente efectivo de transporte colectivo de público que se prestó en la República Argentina.

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A partir de entonces, serán ya muchas las empresas que inician sus actividades prestando servicios urbanos, interurbanos e interprovinciales, incorporando nuevas y modernas unidades mejor dotadas mecánicamente, con mayor capacidad y mejores comodidades, consolidando un servicio que, a partir del 24 de setiembre de 1928, comenzó a ser reemplazado por “los colectivos”, cuando un grupo de taxistas con poco trabajo, decidió comenzar a llevar más de un pasajero en sus viajes, actividad que por lo exitosa, impuso la fabricación de un nuevo vehículo con mayor capacidad para satisfacer la demanda.

Los subterráneos (1913)
Se dice que por iniciativa del ingeniero JAVIER PEDRIALLI, Buenos Aires se convirtió en la primera ciudad de Iberoamérica en estar dotada de “trenes subterráneos”, que era como se los denominara en los pliegos de la concesión que otorgó la construcción y explotación de este servicio a la “Compañía de Tranways Anglo-Argentina” (CTAA).

Nacía así en la República Argentina un nuevo un servicio de transporte público que en el resto del mundo se llama “Metro” y que los argentinos, fieles a su costumbre de hacer las cosas más fáciles, llaman “Subte”.

Los tranvías y los ómnibus, únicos medios de transporte público de pasajeros que circulaban en la ciudad de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, ya no conformaban suficientemente las necesidades de una población en constante aumento y se hizo perentorio buscar otras alternativas para descongestionar el tránsito y para brindar un servicio de transporte más veloz.

Se estudió profundamente el problema y luego de muchas discusiones, se llegó a la conclusión que la medida más acertada para solucionarlo, pasaba por la construcción de túneles subterráneos, para que se desplazaran por ellos los trenes, que ya eran de uso corriente en muchas ciudades del viejo mundo.

Corría el año 1886 y el tal Pedrialli, presentó al Congreso de la Nación, el primer pedido de concesión para la instalación de un «tranvía subterráneo» entre la Estación Central del Ferrocarril (que se hallaba junto al ala norte de la Casa de Gobierno) y la Plaza Once.

En 1889 fue un tal Ricardo Norton quien solicitó la concesión “a perpetuidad” para instalar dos ferrocarriles subterráneos: uno desde la Estación Central hasta Plaza Lorea y desde allí hasta Plaza Once. El otro uniría Plaza Constitución con la intersección de Lima y la avenida de Mayo. Ambos ferrocarriles tendrían doble vía y luz eléctrica.

En ese mismo, año un tal Barrabino propuso al Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires, construir un tranvía de superficie, que circulase algunos tramos bajo tierra, pero el Ministerio del Interior le negó a la Intendencia la facultad de concesionar construcciones en el subsuelo de la Ciudad, motivo por el cual, los proyectos posteriores, fueron presentados directamente ante dicho ministerio.

Cuando en 1894, se decidió emplazar el edificio del Congreso en su lugar actual, la idea del subterráneo volvió a hacerse presente, buscando acortar el tiempo de viaje entre la Casa Rosada y el Congreso. Con el mismo fin también se pensó en construir un “tranway aéreo eléctrico” que fuera por la Avenida de Mayo y en 1896, Miguel Cané, siendo Intendente de Buenos Aires (1892-1893), también expresó la necesidad de construir un subterráneo similar al de Londres.

Pero todos estos proyectos y buenas intenciones, fueron perdiendo fuerza y caducando al no lograrse los capitales que eran necesarios para ponerlos en marcha, debido fundamentalmente (según Miguel Cané), a «la tibieza de los ingleses para dar los fondos necesarios a la obra«.

El transporte, para una población que ya sobrepasaba el millón y medio de habitantes, era servido hasta esa época (1909), por trenes, tranvías, ómnibus y los impactantes Ford T, que comenzaron a circular por las calles porteñas en 1906 y que cinco años después ya conformaban un parque de 10.000 unidades.

Asi fue que se hizo imprescindible, luego de tantos proyectos y propuestas frustrados, que el gobierno nacional decidió construir un “tren subterráneo” que debía unir Plaza Mayo con Plaza Once, un recorrido que según los estudios realizados, concentraba la mayor cantidad de pasajeros y depositó en la Municipalidad de Buenos Aires, la responsabilidad de llamar a licitación para su construcción.

Estamos ya en el año 1909 y el Concejo Deliberante de Buenos Aires aprobó el contrato firmado por el intendente Ricardo Güiraldes con la “Compañía de Tranways Anglo-Argentina” (CTAA), que había presentado un plan muy ambicioso, prometiendo dotar a Buenos Aires de una red tan útil como necesaria, capaz de transformar la fisonomía de la ciudad, tal como, pasando los años sucedió.

Contemplaba la construcción de un sistema de «trenes subterráneos» compuesto por las Líneas la., 2a y 3ª, las que después, pasarán a llamarse “A”, “B” y “C” y basaba su Plan, en cuatro objetivos: a). Unir Plaza de Mayo y Plaza 11 de Setiembre. b). Prolongar luego la línea hasta Plaza Primera Junta, en Caballito. c). Construír otro tramo entre Retiro y Plaza Constitución y d). Completar el plan, construyendo la línea que uniría Plaza de Mayo con Palermo.

Lo cierto es que lo primero que se hizo, fue solamente el primer tramo de los que aquí se enumeran. El contrato, finalmente firmado, habilitaba al adjudicatario para que construyera y explotara por 80 años, tres líneas de subterráneos: Plaza de Mayo/Plaza Once (actual Línea “A”), Constitución/Retiro (actual Línea “C”) y Plaza de Mayo/Palermo (parte de la actual Línea “D”).

Se inicia la construcción de la línea «A» (1911)
De las tres, líneas autorizadas a la CTAA, en 1909, sólo comienza a tomar forma la primera de ellas y los trabajos comenzaron en 1911. Buenos Aires vuelve a conmoverse. Miles de obreros contratados por esa empresa remueven las entrañas de Avenida de Mayo para instalar el tren bajo tierra, que se comprometiera a construir. La impresionante zanja por donde debía correr el tren costó un terrible esfuerzo y se hizo desde la superficie para abajo, al revés de cómo se procede ahora, demandando el esfuerzo de cientos de obreros que trabajaron en durísimas condiciones.

Desde un principio se planeó la realización de 100 kilómetros de vías subterráneas que debían atravesar la ciudad y todo había sido pensado a lo grande: Las estaciones distaban unos 400 metros entre cada una de ellas; la línea iba a ser la más espaciosa de todos los subtes del mundo y el túnel de 4 kilómetros, el mejor ventilado. Paredes de un metro de espesor lo protegían de la humedad de la superficie.

Las excavaciones que comenzaron a practicarse con toda celeridad, se iniciaron simultáneamente en tres puntos distintos: en Plaza de Mayo, en Congreso y en la Plaza 11 de Setiembre y se hicieron en toda su extensión, mediante zanjas abiertas, empleándose para ello enormes máquinas excavadoras que se conocían como “dragas a cuchara”, capaces de cavar cada una de ellas, no menos de 5 toneladas de tierra, que se retiraba del lugar en vagones especialmente construidos, que la llevaban hacia distintos puntos de la ciudad para rellenar terrenos bajos.

En los trabajos -que se hacían a cielo abierto- participaron 1500 obreros, se excavaron 440.000 metros cúbicos de tierra, que después fueron utilizados para rellenar las zonas bajas que circundaban el cementerio de Flores y la avenida Vélez Sarsfield. Se usaron 31 millones de ladrillos, 108.000 volquetes de 170 kg de cemento cada uno, 13.000 toneladas de tirantes de hierro y 90.000 metros cuadrados de capa aisladora.

Luego de excavar los túneles y de instalar las vías, introdujeron en esas enormes profundidades, los vagones que venían desde Bélgica. Cada uno pesaba 30 toneladas, medía unos 16 metros de largo y tenían una capacidad de 40 pasajeros sentados y otros tantos de pie y a los porteños les parecía mentira contemplar esas enormes orugas de 96 metros de largo, compuestas por 6 vagones, que podía transportar 17.000 pasajeros por hora y que corriendo a una velocidad de 45 kilómetros por hora, les facilitaba un viaje mucho más rápido que en los vehículos a nivel.

Entre los detalles finales de la construcción, cabe mencionar una curiosidad: el uso de distintos colores de azulejos para cada estación, se debió a la necesidad de facilitar su identificación del mejor modo posible a los analfabetos, que era el 35% de la población en esa época.

Cuando comenzó el servicio, se pusieron 50 coches en circulación adquiridos en Bélgica y por los que se había pagado $ 50.000 de aquella época por cada uno. Cada uno pesaba 30 toneladas, tenía 16 metros de largo y entre otros muchos detalles, tenían puertas corredizas y estaban dotados de profusa iluminación.

Estaban dotados de un “sistema de unidades múltiples”, que era como se llamaba a una moderna técnica constructiva que consistía en dotar con un motor independiente a cada coche, para darles mayor seguridad en el frenado y en el arranque, al evitar que la inercia de los acoplados (utilizados en los coches comunes hasta ese entonces), generara accidentes y si bien contaban con motores independientes, podían conectarse entre sí, como si formaran una sola unidad.

Inauguración del primer tramo
Las obras iniciadas por la CTAA en el año 1911 dieron término el 1º de diciembre de 1913, cuando se procedió a la inauguración del primer tramo y será éste, el duodécimo subterráneo que se instalaba en el mundo y el primero en América Latina, por lo que indudablemente, esta fue la mayor expresión del progreso urbano registrada en ese año.

En esa primera línea, “la línea A”, los trenes corrieron desde Plaza de Mayo a Plaza Once (o Plaza Miserere), por la Avenida de Mayo y Rivadavia, con miras a su futura prolongación hasta Caballito. De más está decir que la inauguración del subterráneo constituyó un verdadero acontecimiento.

El 2 de diciembre de 1913 fue el primer día en que el servicio adquirió carácter público y los porteños iban a viajar por primera vez en subte. La ansiedad por probar el revolucionario transporte hizo que más de mil personas se juntaran en la estación de Once para comprar sus boletos y entonces se produjeron algunos choques y debió intervenir la Policía. Finalmente, al terminar el día 170.000 pasajeros habían realizado su primer viaje en “subte”.

“Tanta Convocatoria instaló una incipiente publicidad en los vagones. El 15 de ese mes se agregó una sobre el recital en el famoso cabaret Armenonville, a cargo de un dúo que iba a dar mucho que hablar: Gardel- Razzano”, dirá luego el periodista Willy G. Bouillón, en un artículo publicado en el diario La Nación.

La obra, un verdadero orgullo para los argentinos, era el primer subterráneo de América y solo unas pocas ciudades en el mundo contaban con ese medio de transporte. Sólo doce de ellas tuvieron un servicio de subterráneos antes que Buenos Aires. Fueron Londres (1863), Atenas (1869), Estambul (1875), Budapest (1896), Glasgow (1897), Viena (1898), Paris (1900), Boston (1901), Berlín (1902), Nueva York (1904), Filadelfia (1907) y Hamburgo (1912).

En 1912, la compañía “Lacroze Hermanos” obtiene una concesión para construir otra línea de subterráneos y el 1º de abril de 1914, la CTAA amplió el recorrido de la Línea “A” hasta la estación Río de Janeiro y poco más tarde, a partir del 1º de julio de ese año, ya llegaba hasta la actual Estación “Caballito”. Diez años después, en 1923, ya transportaba el 10% de pasajeros de todo el sistema de subtes y tranvías con sólo el 1% de las vías.

La Línea “B” del subterráneo
Una nueva línea comenzó a construirse en 1928 a lo largo de la avenida Corrientes. Era el “Ferrocarril Terminal Central de Buenos Aires”, al que nadie conocerá por ese nombre, sino por el de “Subterráneo Lacroze”. Efectivamente los Lacroze materializaron por fin un proyecto de 1914, uniendo su terminal ferroviaria de Chacarita con el Correo Central.

El nombre oficial de la línea respondía a la realidad, ya que se trataba a la vez, de un servicio urbano de Metro y de la prolongación subterránea del Ferrocarril Central de Buenos Aires, que como sabemos también era propiedad de la familia Lacroze.

Formaba parte del proyecto la construcción de una estación terminal central a la altura de Carlos Pellegrini, para facilitar el acceso directo al centro en forma sub­terránea de todos sus pasajeros del interior y los provenientes de Asunción del Paraguay. Por cuestiones de privilegio (el nacional contra el municipal) esto no llegó a concretarse, pero aún hoy es dable observar la entrada y salida para el frustrado desvío, sobre la vía descendente antes y después de Carlos Pellegrini.

Como dato interesante, digamos que la totalidad de la obra se llevó a cabo en sólo un año y medio, que fue el primero en utilizar los molinetes y el que instaló las primeras escaleras mecánicas de la Argentina. Este “subterráneo” conocido como “el Lacroze” (actual Línea “B”), que une Chacarita con Leandro N. Alem, se inauguró el 17 de octubre de 1930 y será el gran protagonista de un gran cambio en el transporte capitalino.

Durante toda la década del 30, el subsuelo porteño se vería horadado por una nueva compañía que pensaba dotarlo de una completa red de tranvías subterráneos. Se trataba de la Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas, más conocida por su sigla C.H.A.D.O.P.Y.F.

Durante todos estos años construyó y puso en circulación tres líneas de subte con equipamiento eléctrico, usinas y coches de la firma Siemens-Schuckert: Primero la línea Constitución-Retiro, luego la Plaza Mayo-Palermo (que debería continuar hasta Belgrano) y finalmente la Constitución-Boedo (cuyo destino final era el Parque Chacabuco).

Desgraciadamente, los acontecimientos que desembocaron en la creación de la Corporación de Transportes, y la guerra civil española, dieron por tierra con ella, privando a Buenos Aires de nuevas líneas que recién se concretarán muchos años después, desarrollándose al fin, este medio de transporte urbano más cómodo, eficiente, rápido y seguro, que fue superando día a día sus metas, hasta cubrir prácticamente todos los barrios de la ciudad, por lo que hoy constituye, una de las más extensas y eficientes redes subterráneas del mundo.

El trolebús (1948)
El 16 de octubre de 1913 se instaló la primera línea de trolebuses en la ciudad de Mendoza, como parte de un plan elaborado por la empresa “South American Railles Traction Company”, fundada en Londres en 1912, destinado a instalar decenas de líneas en el continente americano. Solo construyó esta línea que funcionó con una sola unidad, que recorría una extensión de tres kilómetros y dejó de funcionar en 1915.

Pasaron 33 años y en 1948, en Buenos Aires se habilitó la primera línea de “trolebuses”. Se denominaba “A” y unía Plaza Italia y Puente Saavedra, recorrido que luego se prolongó hasta Vicente López.

En 1952, ya circulaban cuatro Líneas de trolebuses con un total de 130, que a partir de una disposición de la Administración General de Transportes, de enero de ese año, pasaron a llamarse “301”, “302”, “303” y “304”.

En setiembre de 1952 llegaron al país 120 unidades Mercedes Benz de 11 metros de largo y 38 asientos. En 1954 se inauguró la línea “310” que cubría un recorrido que iba desde Eduardo Madero y Avenida Córdoba hasta la calle Vedia y avenida Del Tejar (hoy avenida Ricardo Balbín) y entre 1954 y 1956, se habilitó un servicio de “trolebuses” en las ciudades de La Plata, Mar del Plata, Tucumán y Bahía Blanca.

En 1962 el servicio eléctrico de transporte en la ciudad comenzó a decaer poco a poco, suprimiéndose líneas hasta llegar al año 1966, cuando el trolebús desapareció definitivamente de las calles porteñas, luego de 18 años de servicios.

En 1980 el trolebús” (esta vez de fabricación soviética), apareció en Rosario y en 1984 en Mendoza, pero en el 2009 fueron retirados de circulación en todo el territorio argentino, luego de 25 años de servicio.

El Colectivo (1928)
En los primeros años del siglo XX, la crisis económica comenzaba a afectar a los porteños. Corría el año 1928 y aunque el país seguía su marcha, el mundo se aproximaba a una crisis que ya se hacía sentir también en nuestro país.

Las dificultades económicas empezaron a hacerse sentir entre el grueso de la población y en lo que sería el prolegómeno de la crisis de los ’30. Hipólito Yrigoyen ganaba las elecciones con el doble de votos que su rival Melo; Argentina perdía dos de sus figuras: el político Juan B. Justo y el escritor Roberto J. Payró.

En el mundo, eran tiempos de asombro. En Londres se podía ver la primera imagen en televisión, Einstein presentaba su teoría del campo unificado y Malcom Campbell conmovía al mundo conduciendo un automóvil a 333 kilómetros por hora. El trabajo escaseaba, y el dinero también.

Desde 1915 en Buenos Aires habían vuelto a aparecer los ómnibus, algunos carrozados con imperial, pero la mayoría construidos a semejanza de pequeños tranvías que agrupados en compañías independientes, competían entre ellos y trataban de quitar pasaje a los tranvías. No obstante, no podían hacer empalidecer aquel “monstruo”.

Tranvías, ómnibus y subtes eran los medios de transporte más populares en la ciudad, pero también había numerosos taxis particulares y todos sufrían la falta de clientes. Los “taxistas” (choferes de taxis, apócope de taxímetro, aparato para mensurar recorridos), permanecían así durante horas en las paradas, mientras los conductores esperaban alguno de los escasos pasajeros.

A principios de setiembre de 1928, un grupo de estos preocupados “taxistas”, víctimas de la escasez de trabajo y cansados de tanta “malaria”, se hallaban reunidos en un cafetín de Carrasco y Rivadavia, entre Floresta y Villa Luro, donde acudían a pasar el mal rato, buscando una salida de la crisis.

De pronto, a uno de ellos, llamado José García Gálvez, español naturalizado argentino y ex chofer de Jorge Newbery se le ocurrió una idea salvadora para solucionar el problema que les causaba la escasez de pasajeros y así nació “el servicio de transportes colectivos». García Gálvez propuso hacer viajes colectivos en su coche. Y ahí no más se paró en una esquina de la plaza Flores y comenzó a gritar: “Por diez centavos hasta Lacarra”.

El colectivo, el invento argentino que se expandió en el mundo: quién lo ideó y cuál fue la primera línea | El Destape

Fue el nacimiento oficial del “colectivo”, uno de los inventos argentinos más difundidos luego en el mundo entero. Algunos “tacheros” entonces se plegaron a esta idea y decidieron usar sus autos para transportar entre 6 y 7 pasajeros, siguiendo un recorrido fijo y el 24 de setiembre de 1928, comenzaron a circular los primeros «taxis colectivos» por la ciudad de Buenos Aires.

Rápidamente se sumaron a esta iniciativa Rogelio Fernández, quien años después correría en Turismo de Carretera, junto a Fangio y los hermanos Gálvez; Pedro Etchegaray; Manuel Pazos, Felipe Quintana; Antonio González y Lorenzo Porte y todos pusieron en práctica algo que consideraban novedoso e ingenioso.

La mañana del estreno del sistema, los autos convertidos en colectivos, partieron de la esquina de Carrasco y Rivadavia. El viaje se hacía siguiendo la avenida Rivadavia hasta la plaza Primera Junta, que era el punto terminal de la línea del Subterráneos A y costaba diez centavos, que se pagaban al conductor en el momento de bajar.

Pronto aparecieron los clientes, atraídos por esta oferta que incluía un viaje hasta Caballito por 20 centavos, o a Flores por sólo 10. Para hacer el negocio más productivo, ampliaron la capacidad de sus coches, agregándoles “transportines” (pequeños asientos plegables que se podían poner en el espacio, en aquel tiempo bien amplio, que había delante del asiento trasero), por lo que podían llevar cuatro pasajeros atrás y uno junto al conductor.

Se dice que a las 9 de la mañana de ese día partió hacia Primera Junta, el primer “taxi” transformado en “colectivo”, que registra nuestra historia y el éxito fue tan grande (viajar en taxi por 20 centavos, daba status a cualquiera), que la idea se difundió y surgieron líneas como hongos. Al nuevo vehículo se lo llamó “colectivo” (por tratarse de autos ocupados colectivamente), ya que no eran otra cosa que los coches taxímetros a los que se les colocaba en los costados, grandes carteles que indicaban el recorrido y el precio del viaje.

En un comienzo, la rivalidad entre taxistas y los tranvías parecía que era una “guerra a muerte” en Buenos Aires, producto tal vez del tránsito intenso de la gran ciudad y del stress cotidiano, pero la historia nos revela, como veremos, que sin embargo, este enfrentamiento no siempre existió.

Al principio, la fijación de los recorridos no era para nada difícil para los “colectivos”, ya que se limitaban a circular paralelos a los tranviarios, hasta llevando su mismo número y utilizando sus rieles para hacer correr por sobre ellos las cubiertas de sus coches a fin de suavizar el andar en calles empedradas. Pero en épocas de poco trabajo, muchas veces iban delante de los tranvías, obstaculizando su marcha y quitándoles los pasajeros, haciendo una gran y si se quiere, desleal competencia.

Cuando el tiempo era bueno, llevaban la capota replegada y entonces, el viaje se convertía en un verdadero paseo por la ciudad, aunque curiosamente, los primeros pasajeros empezaron a compartir estos viajes en coche, eran solamente hombres.

Más despacio, por supuesto, circulaban por Buenos Aires tranvías, ómnibus y subtes, que eran los medios de transporte más populares en la ciudad, aunque también había numerosos “taxis” particulares que recorrían sus calles. Los que tenían la suerte de hacerlo, porque no había muchos pasajeros dispuestos a viajar en ellos, por lo que el trabajo escaseaba y el dinero también.

La iniciativa fue exitosa y aquella primera línea alcanzó tanta aceptación, que pronto tuvo que extender su recorrido hasta Plaza de Mayo y fijó una parada sobre la vereda de la Casa de Gobierno. Hubo luego una segunda línea que llegaba Plaza de Mayo y comenzó a rivalizar con la primera, incluso llegando a la violencia. Pero la sangre no llegó al río y ambas líneas terminaron fusionándose para prestar juntas este nuevo servicio que recorría las calles de Buenos Aires.

Pronto comienzan entonces a surgir las primeras empresas de colectivos y rápidamente aparecieron competidores a aquella primera empresa a la que sus fundadores llamaron Línea Uno”, nombre y primogenitura que le fue reconocida por la Municipalidad de Buenos Aires.

Este nuevo medio de transporte, también tuvo que enfrentar una firme oposición de las empresas de tranvías, que los acusaban de competencia desleal, pero a pesar de este inconveniente y de otros que se tuvieron que enfrentar para imponer la idea, poco a poco, este novedoso medio de transporte, fue popularizándose.

El público los veía con simpatía y se convierten en el medio de transporte más rápido y ágil de la ciudad. Mientras tanto, la crisis mundial, la nueva jornada de ocho horas, y las nuevas tasas, ponían a las empresas tranviarias en la necesidad de un aumento de tarifas.

El Concejo Deliberante se lo negó, tomando amplio partido por los colectiveros y los ómnibus, sobre todo capitaneado por la bancada socialista que, irónicamente y tal vez sin darse cuenta, estaba abriendo las puertas al capital norteamericano, que con la Ford y la Chevrolet en los coches, con Firestone y Goodyear en las cubiertas y Esso, Texaco y Shell en los combustibles, daban comienzo a una nueva época que marcó el fin de los tranvías y el afianzamiento de los colectivos y los taxis, como medios de trasporte urbano en la ciudad de Buenos Aires.

Capitales privados argentinos se vuelcan hacia esta nueva actividad y empieza la competencia por la obtención de líneas y recorridos y los más audaces llevan la idea hasta el Uruguay, Paraguay y Brasil, llegando finalmente hasta varios países de América e incluso de Europa.

Micro Ómnibus 45

En 1932, el exitoso sistema no da abasto para satisfacer las demandas de un público cada vez más numeroso y entonces comienzan a usarse chasis de camión para carrozar unos vehículos que ofrecían la posibilidad de transportar hasta 10 pasajeros por viaje y ya en 1935, nacen los verdaderos «colectivos», unos vehículos construidos especialmente para el transporte de pasajeros.

Podían transportar 15 pasajeros sentados en cómodos asientos de cuero y hasta dos parados y comienzan a usarse las máquinas para expender boletos: Tenían 2 pisos con 5 bocas cada uno, con boletos de distinto valor. Los boletos estaban divididos en secciones y a cada una le correspondía un número (los llamados «capicúa» eran celosamente atesorados). el chofer cortaba el boleto por el número que indicaba la sección en la que el pasajero bajaba.

En 1940 los vehículos que se llamaban «colectivos», toman su fisonomía tradicional. Sus formas se vuelven más redondeadas y elegantes fileteados adornan sus carrocerías, dándoles una indiscutible identidad porteña. .

Sus recorridos no se exponen ahora con un simple cartel de madera, sino que figuran con elegantes letras al frente, sobre el parabrisas, mientras que sobre el «capot», y a veces también sobre ambos guardabarros delanteros, sofisticados ornamentos de bronce cromado, lucían airosos como marcando el camino.

De pronto, en plena Segunda Guerra Mundial, aparece un grave inconveniente para el colectivo: faltan cubiertas. Pero eso tiene arreglo: se modifican sus ruedas y comienzan a deslizarse por las vías de su más tenaz competidor: el tranvía.

En 1942, durante el gobierno de RAMÓN CASTILLO, se creó la Corporación de Transporte de Buenos Aires y los coches fueron incautados por una ley que fue llamada “ley de monopolio”. La decisión provocó grandes problemas a los pasajeros y transportistas y duró hasta 1943, cuando el presidente de facto, PEDRO RAMÍREZ suspendió las expropiaciones, permitiendo que circularan solamente 6 líneas.

“El colectivo” es casi una institución y sin él, el transporte urbano sería un caos. Sus líneas sirven en todos los barrios y llegan hasta alejados pueblos suburbanos, solucionando eficaz y económicamente, el problema del transporte a millones de usuarios de todos los niveles sociales.

Luces multicolores en el tablero. Felpa cubriendo el volante y en las palancas de cambio. Una imagen de la Virgencita de Luján, de Carlos Gardel o de Fangio y el zapatito o el chupete del nene”, son las mascotas que cuidan la autenticidad de este otro invento argentino que como el bastón para ciegos, el dulce de leche o la birome, sirven para que el mundo se beneficie con la creatividad de los argentinos.

Los adornos. Muchos eran (y aún lo son, los adornos con los que pretendían personalizar sus coches los choferes: No faltaban los adornos de bronce cromado que se colocaban en la trompa del vehículo y en los guardabarros. Colgados del espejo retrovisor, sobre el volante, escarpines, la foto de Gardel, imágenes religiosas, algún que otro San Cayetano, cintas con los colores patrios o de su país nativo, en el caso de choferes españoles e italianos, eran algunos de estos adornos que daban un cobijo hogareños a los esforzados “colectiveros”, protagonistas de una estresante tarea que los obligaba a estar atento al tránsito, mientras expedían boletos, daban cambio, atendían los pedidos de descenso de sus pasajeros y respondían a inoportunas consultas sobre tal o cual calle o cuál era la próxima parada.

La numeración de las líneas. En 1933 se modificó la numeración que habían adoptado las empresas de colectivos para identificar sus líneas. Hasta ese momento, los colectivos llevaban el número que caprichosamente elegían sus propietarios, pero a partir de ese año, la Municipalidad de Buenos Aires comenzó a otorgarle a cada línea un número oficial, que se adjudicó por sorteo.

El fileteado. En la década de 1940 el “fileteado” comienza a adornar camiones y colectivos, dándoles una indiscutible identidad porteña.

EL COLECTIVO PORTEÑO (24/09/1928) – El arcón de la historia Argentina

El cobro por boletos. En los comienzos de su historia como medio de transporte más popular de los porteños, el pasajero que había utilizado este servicio, pagaba el importe establecido para su viaje, con moneda corriente, pero el 1º de noviembre de 1943 se implementó el sistema del cobro por medio de boletos. Lo inauguró la línea 25 y para ello se utilizaba una llamada “máquina de boletos”. Era de metal cromado y tenía dos pisos, con cinco bocas cada uno para expender boletos de distinto valor.

Como el recorrido de los colectivos estaba dividido en Secciones, a cada una de ellas, le correspondía un número y el chofer cortaba el boleto por el número que indicaba la Sección en la que el pasajero declaraba que iba a bajar. Los números palíndromos (conocidos como “capicúa”) eran atesorados como si tuvieran un gran valor, porque presagiaban fortuna a quien le tocaba.

Desde aquel lejano 28 de setiembre de 1928, los colectivos han recorrido un largo camino hasta convertirse, al mismo tiempo, en la solución y el tormento de sus millones de usuarios.

Fuentes. «Rieles de lucha». Armando Vidal, Ed. La Fraternidad, Buenos Aires, 1987; Historia del ferrocarril en Argentina. La política ferroviaria entre 1857 y 2015″; «Los ferrocarriles deben ser argentinos». Raúl Scalabrini Ortiz, Ed. Arturo Peña Lillo Buenos Aires, 1965.; «Historia de los Ferrocarriles Argentinos». Raúl Scalabrini Ortíz, Buenos Aires 1840; «Historia del ferrocarril en Argentina». Mario Justo López, Jorge E. Waddell y Juan Pablo Martínez, Ed. Lenguaje Claro, Buenos Aires; «Los ferrocarriles en la Argentina». Juan Alberto Rocatagliata, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 2013; “El auto colectivo”. Fascículo Nº 1 de “El auto colectivo”, publicación de la Cámara Empresaria del Transporte de Pasajeros; «Hemeroteca» particular y “Los tranvías de la ciudad de Buenos Aires”. Un trabajo del arquitecto Aquilino González Podestá y material aportado por el señor EDUARDO KEVORKIAN, quien mediante sus conocimientos y su envidiable memoria, nos ha hecho llegar muchos y excelentes datos acerca de nuestros queridos y nunca olvidados «Tranvías».

La Biblioteca de la Asociación “Amigos del Tranvía” (Biblioteca Popular Federico Lacroze), con entrada libre y gratuita, se halla en la calle Thompson 502 (Thompson esquina Valle) del Barrio de Caballito. Cuenta con abundantísima información acerca de este tema y además allí se puede consultar el «Archivo Frías”, llamado así en honor del Sr. Héctor Frías, ex funcionario de SBASE que rescató este invalorable material. Es el archivo de tráfico completo de la Empresa Transportes de Buenos Aires, consistente en una carpeta legajo de cada una de las líneas de Tranvías, Ómnibus, Trolebuses y Microomnibus que circularon por la ciudad de Buenos Aires, con toda la información cronológica de las mismas. La historia misma del transporte de la Capital.

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