CURANDEROS, MANOSANTAS Y OTROS CHARLATANES (SIGLO XIX)

Allá por el siglo XVIII, cuando comenzaron a oírse cuentos y relatos de increíbles curaciones de ya deshauciados enfermos que había sido llevados, como última alternativa,  a un viejo gaucho que sabía curar el “pasmo”, aparecieron en el Río de la Plata, los manosantas y curanderos.

Resultado de imagen para curanderos y manosantas

El agua fría, santo remedio. Y entre todos estos cuenteros, es digno de recordar el famoso “médico del agua fría” como fue conocido ANTONIO SOMOZA.

Con su terapéutica, inocente en sí y bienhechora a veces hasta cierto punto al principio, cuando solo usaba el agua fría en cantidad medida y prohibían el uso del alcohol,  pronto se volvió dañino,  debido al éxito obtenido en algunos casos, que con el entusiasmo que había cundido entre la gente, al ver que no mataba a todos sus clientes, le dieron fama y admiración.

Los que se salvaban por sus brebajes y maniobras, cantaban gloria; la protesta de los muertos metía poca bulla. Y la fe en el agua fría fué tal, que las copitas de agua acompañadas de palabras sagradas, rumeadas por estos “médicos”, se volvieron jarros, y las unciones inocuas se volvieron baños, y los muertos entonces, fueron tantos que su protesta empezó a dejarse oír.

El desvalido, en la soledad, alejado de todo recurso: el hombre imposibilitado por una herida, paralizado por la enfermedad, acudía a ellos, y el curandero, hombre o mujer, que, sin dárselo de inspirado o de sabio, se contenta con rodear al doliente de cuidados y de atenciones, le presta verdaderos servicios.

Le levanta la moral, le infunde esperanza; ayuda a la naturaleza con solo dejarla hacer. Desgraciadamente, muchas veces, estos personajes acababan por convencerse  a sí mismos de la eficacia de sus remedios y de lo santo de su misión  y verdaderamente creían que si con lavar una herida con agua fría, la podía mejorar, con mayor razón podrá salvar a un afiebrado, envolviéndolo en sábanas mojadas, y que si una copa de agua no le hizo mal a un herido, un buen jarro sanará a la fuerza a un rabioso.

Y como, en el desierto, se crían los bichos dañinos y que la obscuridad favorece la multiplicación de los microbios, en la Pampa despoblada y privada todavía de los faroles de la ciencia, cundieron y se multiplicaron durante un tiempo, los médicos y las curanderas del agua fría, de un modo devastador.

Pero a pesar del éxito obtenido con el agua fría, alguien empezó a experimentar nuevos “remedios” que pronto cautivaron  a sus “pacientes”. Largas colas se formaban frente a las puertas de aquellos ranchos de la campaña, donde en medio de la penumbra de un cuarto pobremente amoblado, con un crucifijo colgado en una pared y un profano altar donde se destacaba rodeada con velas, la imagen de “San són” o “San la muerte” y más tarde la del gauchito Gil o la difunta Correa, atendía el manosanta, “el dotor” como se lo llamaba,  o la curandera.

Remedios recomendados
Saliva de la curandera (si estaba en ayunas), servía para que friccionando con ella, una misteriosa “glándula”  sólo conocida por ella, en el brazo de un niño con dolor de garganta, milagrosamente hacía que el paciente quedara convencido que “estaba sano”.

Tres hábiles pellizcos aplicados por el curandero en el pellejo del espinazo a la altura de la boca del estómago, detectaba el “empacho”, que luego se curaba con un parche de aceite mezclado con  la flor de la ceniza.

o había nada mejor para la “culebrilla”, que frotar un sapo sobre ésta, para que absorba el veneno y quede curada, terapia rechazada por los “médicos”, porque ellos la curaban trazando con un palito, una línea con tinta china rodeando la afección, cuidando de encerrarla para evitar que se unieran ambas puntas (lo que era extremadamente peligroso), que era cuando debían recurrir a curas más radicales como lo era hacerle tomar al paciente un poco de agua,  mientras sostenía en sus manos tres ramitas de cualquier árbol o arbusto y el “doctor” recitaba en voz baja: «Yo iba por un caminito, me encontré con San Pablo, me preguntó que tenía, contesté que era culebrilla, ¿con qué se curaría? Respondió San Pablo: con agua de la fuente y ramas de… (aquí decía el nombre del enfermo)»

La operación debía realizarse tres veces por día, durante tres días seguidos y la culebrilla desaparecía. Y vaya uno a saber si alguien se curó de la culebrilla gracias a esta oración, o fue porque esa obligación de estar atento a todo ese ceremonial, distrajo su mente y le bajó el estrés o, lo que es más probable, que jamás se haya sabido que así se curara alguien.

Es verdad que así no se mataba a nadie, ni con otros mil remedios iguales que constituían el formulario habitual de esos curanderos o  “médicos” de nuestra campaña..

Un collar de piola, medido sobre el pescuezo del perro de la casa y puesto en el cuello del niño enfermo de tos convulsa, fácil es que no lo cure, pero tampoco le puede hacer mucho mal. Ceniza del pelo del mismo animal rabioso que ha hecho el daño, puesta en la mordedura, es remedio casi tan seguro como la vacuna de Pasteur, y contra el dolor de muelas, se recomienda el uso de escarbadientes hechos con huesos de sapo.

El pasmo
El sumum de su ciencia la demostraban cuando debían atender a alguien con “pasmo”. Era ésta una enfermedad de la que sí moría mucha gente en el campo. En las heridas, en las llagas, podía entrar  el pasmo, en el menor descuido; pasmo de frío en invierno, pasmo de sol en verano. Un atracón de fruta no le daba  a uno indigestión sino pasmo; pasmo da la insolación; pasmo da mucha agua fría después de un trabajo fuerte, y esto de romperse una pierna,  casi no sería nada, si no fuera la amenaza que le entre pasmo.

Y que es “el pasmo”?. Etimológicamente pasmo deriva del latín“, que vendría a ser “convulsión”. En medicina moderna define a un fuerte resfriado con abundantes mucosidades y dolores musculares. También se refiere al tétanos, enfermedad producida por un bacilo que ataca el sistema nervioso y finalmente se relaciona con la presencia de rigidez y convulsión muscular involuntaria.

Para nuestra gente de la campaña “pasmo” era eso y además todo edema o hinchazón que se presentaba en el cuerpo de una persona.

Es evidente que la sintomatología de los males que la medicina moderna vincula con “el pasmo”, llevó al criollo a llamar así a esta enfermedad  y por eso,  las curas que practicaba incluían  Las “friegas o frotaciones (“fletaciones” se decía), los beberajes de extraña composición, los “yuyos”, que en muchos casos servían realmente para curar, las “ventosas” y las cataplasmas, remedios que eran,  según estos “curanderos”, una segura garantía para “atajar el pasmo”.

Los curanderos eran  más escasos que las curanderas, pero mucho más temibles. No se arredraban por el peligro de matar a un prójimo y aplicaban sin ningún tipo de prevención y sin recelo alguno, sus técnicas curativas.

Abundaban también en aquellos perdidos pueblitos, donde hasta se les otorgaban licencia para ejercer su arte. “Andaban de levita, pontificaban, emitían recetas de complicado cumplimiento y hasta extendían certificados de defunción que invariablemente todos los casos donde su “ciencia” había fallado, las muertes se habían producido por “afección cardíaca del corazón”.

Pero a cosas más atroces se atrevían estos curanderos, por estar autorizados y hasta requeridos para ello, por la autoridad policial. Hacían autopsias y era entonces que se los veía aprovechando la ocasión para asombrar al público con su destreza; despedazando, al rayo del sol, en medio de una nube de moscas, en presencia de todo el que quisiera mirar, el cadáver de algún pobre suicida, destrozándole las entrañas, aprendices carniceros, para probar lo que ya se sabía, que el hombre ha muerto de un tiro de revólver en la cabeza (“Tipos y paisajes criollos”, de Godofredo Daireaux)

La bruja Bruna (1844).
Existió en esta población (el autor se refiere a la ciudad de Flores, en la República Oriental del Uruguay), una mujer que se dedicaba a explotar a la gente ignorante, haciéndoles creer que curaba a los enfermos con simples brebajes  y bendiciones. Hoy mismo, a pesar de los adelantos de que disfrutamos, oímos hablar con frecuencia de esas «maravillosas curas».

El caso, a que voy a referirme es muy conocido. Se trata de doña Bruna Medina, conocida generalmente por la «Bruja Bruna», cuya reputación  como curandera y bruja, se extendía por casi todo el Departamento de Treinta y Tres (República Oriental del Uruguay). Allá por el año 1880, un vecino de la Cuarta Sección de este Departamento, requirió los servicios de la curandera, para que asistiera a su esposa que se encontraba enferma.

Doña Bruna, que no se hacía de rogar, marchó rumbo a esa Sección, para atender a la enferma, que aseguraba  curar con su ciencia y con su audacia. Tan pronto llega, empieza a «tratar» a la señora, aconsejando a los demás miembros de la familia, que tomen los mismos remedios, que da a la dueña de casa, pues según ella, todos se encuentran enfermos de un mal hereditario que padecerían andando el tiempo.

Resultado de imagen para curanderos y manosantas

Esos remedios consisten en unos polvos color crema que había adquirido de los indios collas, y en unos cuantos yuyos que contenían sustancias tóxicas, que muy pronto comienzan a surtir sus efectos en el organismo y en el cerebro de esa gente ignorante, que termina por enloquecer.

Algunos vecinos del lugar, conmovidos por ese cuadro de desgracia, se ofrecen para cuidar a los enfermos, pero terminan corriendo la misma suerte que éstos, es decir enloqueciendo también ellos y a pesar de que todos ellos han perdido el uso de la razón, obedecen a las órdenes que les da la curandera, que los conduce por la noche a orillas de una laguna, obligándolos a realizar todo cuanto a ella se le ocurre. Horrorizado de estos hechos, el vecindario dio cuenta de los mismos a la policía del lugar, la que de inmediato tomó intervención, dirigiéndose al domicilio que se le había indicado y en caso de que no hallara a nadie en las casas, resuelto a recorrer el campo.

Y cuál no sería su sorpresa al encontrar al caer la tarde, a Bruna Medina al lado de una laguna rodeada de los enfermos a los que obligaba a hacer toda clase de disparates, como ser caminar de rodillas, andar en cuatro pies y otras tantas locuras por el estilo. Detenidos los enfermos, son llevados ese mismo día al pueblo para ser examinados por el médico de Policía y dado que la Comisaría quedaba distante del lugar, esa noche, la curandera quedó en la cocina de la casa de los enfermos, vigilada por un policía y algunos vecinos.

Asegura el informe policial, que la curandera, con el pro-pósito de atemorizar a sus guardianes, esperaba junto a las llamas del fogón que va atizando, a que llegue la medianoche para escaparse. Salta entonces la condenada sobre el fuego y empieza a gritar fuertemente con desgarrador acento, que había llegado el diablo. Pretende escapar y los guardias tratan de sujetarla, pero ella corre hacia la salida de la cocina, defendiéndose con tizones.

El guardia civil que estaba desarmado, se ha encontrado con que no tiene sus armas. Es entonces que, agarrando unas ramas de “chircas” le pega por la cabeza hasta aturdirla.

En una obra que más tarde ha llegado a mi poder, de la que es autor el coetáneo Pedro Leandro Ipuche, nos cuenta que “cierta vez los hombres de Treinta y Tres (Departamento de la ROU), como un Tribunal Español del Santo Oficio, resolvió quemar con petróleo, en la plaza central a la bruja Bruna Medina, que no se llevó a cabo, debido a la eficaz intervención del Actuario, que salvó de las llamas a aquella ciega condenada”, pues la vieja curandera había perdido la vista. Cómo fue aquello?.

No se ha podido comprobar. Pero hay quienes aseguran que intencionalmente colocaron en el agua de su palangana, un líquido fuerte, que al lavarse la cara, le quemó los ojos. Poco tiempo después, apareció envuelta en llamas la casa de la curandera, salvándose ella milagrosamente. Otro día, la tiraron al río, pero ella se salvó de las aguas.

Los ignorantes querían vengarse de la ciega. Sin hablar con nadie y ya muy vieja, con su ceguera a cuestas y apoyada en un bastón, como un fantasma, recorría las calles del pueblo y a su paso, todos se apartaban (Extraído de la obra “El solar Olimareño” de Luciano Obaldía Goyeneche, gentilmente acercada por su ahijado, el escribano Washington González Mederos).

Fernando Asuero, el rey de trigémino (1930)
Llega a Buenos Aires el «doctor»español FERNANDO ASUERO, un vasco famoso que se decía capaz de curar diversas dolencias excitando el nervio trigémino con un estilete que introducía por la nariz. Desde el año anterior está en Montevideo, donde siguen “las maravillosas curaciones”  que este profesional practica en sus pacientes: paralíticos que andan, un ciego que ya ve y várices desaparecidas.

En Buenos Aires, donde llega recomendado por PRIMO DE RIVERA, lo recibe el presidente Yrigoyen y pronto comienza a reazliar  sesiones de lo que él llama “asueroterapia”. Para ROBERTO ARLT, “Asuero es el tema del día en toda casa donde hay un estropeado, lisiado o enfermo de cualquier cosa”.

Se hospedaba  en un Hotel de la Avenida de Mayo al 900 y en la calle, una multitud de gente humilde con sus enfermos a cuestas, esperaba que los curara o les quitara el dolor, lo que provocaba infinitas discusiones entre “asueristas” y “antiasueristas”, porque el “mago Asuero” solo atendía a quienes estuvieran en condiciones de pagar el alto costo de sus consultas y sus aplicaciones de la “asueroterapia”.

Por él, el trigémino, ese nervio que recorre la cabeza y sensibiliza casi toda la cara produciendo intensos e incapacitantes dolores, se puso de moda y hasta en el Teatro se hizo presente,  cuando el genial FLORENCIO  PARRAVICCINI estrenó una obra que llamó “nena … tocáme el trigémino”.

Pero la mentira tiene patas cortas. Un mes después de su llegada, algunos de sus enfermos, que estaban curados, se agravan o mueren. ¿Culpa del donostiarra?. El 10 de junio de 1930, el Departamento de Higiene pide su procesamiento y  la prensa lo fustiga sin piedad, cuando se descubre que no es médico, sino un simple charlatán

El caso Asuero adquiere dimensiones insospechadas y abre la puerta a una feroz polémica que se entabla entre el gobierno y la oposición que no está dispuesta a perder la oportunidad que este nefasto personaje le deja de regalo. Acusan a Yrigoyen de haber sido cómplice de esta estafa y de haber permitido que este falso médico ejerciera sus artes impunemente.

Acorralado por los hechos y por la preocupación de que la opinión pública lo condene, YRIGOYEN  se reúne con Asuero en la Casa de Gobierno a las 15.30 del 14 de junio y hablan por espacio de 50 minutos. Desde  allí el falso médico se dirige al Juzgado donde se había radicado la denuncia y una hora después sale con rumbo desconocido. Vivió oculto durante 15 días, hasta que finalmente se fue del país en un barco que partió hacia España el 29 de junio de ee mismo año.

Charlatanes para todos los gustos
Los cosméticos eran variadísimos, pero la “línea del doctor Domassan”, era una de las más publicitadas. Ofrecía “el agua de lis doble”, para el cutis de las señoras, el “agua preservativa” para el cuidado de la boca y el “agua para teñir el pelo privilegiada”, en las variedades negro, castaño y rubio, especial para caballeros, “a quienes no les endurecería las facciones”.

Había también “ungüentos salutíferos” para combatir la calvicie y “pomadas olorosas” para disciplinar los bigotes. Las ofertas de la medicina también eran variadas. El que prefería a los alópatas, a los homeópatas o aún a los “mano santas”, los tenía bien a mano y si se prefería ser tratado por una corporación galénica, no tenía más que dirigirse a la “Empresa de Puestos Médicos”.

Si lo que necesitaba era que le hicieran una sangría, seguramente encontrará lo que busca si acude a un práctico que se calificaba a si mismo como “pedícuro o callista, flebótomo o sangrador”, en cuyos avisos publicitarios, no dejaba de anunciar que las sanguijuelas que aplicaba, eran importadas de Hamburgo, “célebres por su poder extractivo”.

El doctor Ernest sacaba dientes sin dolor, pues anestesiaba con gas, compitiendo en tales menesteres con una señora que publicaba en el diario La Nación, un aviso donde ofrecía “una cura radical del dolor de muelas, sin operación alguna”, y como siempre, gratis a los soldados y a los pobres”. También la farmacopea era abundante, amplia, generosa e “infalible”.

Ofrecía el bálsamo del doctor Greeves para los sabañones, el aceite de Berthé o el Quinium Labarraque como tónico reconstituyente, las perlas de éter del doctor Clertan para las jaquecas y neuralgias, los polvos de Rogé como laxante y las Píldoras de Vallet, que terminaban “con los colores pálidos”.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *