EZCURRA DE ROSAS, ENCARNACIÓN (1795-1838)

Esposa y aliada política del gobernador Juan Manuel de Rosas. Fue una fervorosa colaboradora de la política de su marido, por quien sentía devoción y una de las mujeres que tuvo mayor trascendencia política en la historia argentina de su tiempo. Nació en Buenos Aires el 25 de marzo de 1795. Era hija de Teodora de Arguibel, francesa  y de Juan Ignacio de Ezcurra, español.

El 16 de marzo de 1813 contrajo matrimonio con Rosas y tuvo tres hijos, Juan Bautista y Manuelita (el otro niño falleció en la infancia). Transcurrió los primeros años de su matrimonio en las estancias de Rosas, ajena a las actividades de su marido. A partir de 1829, se instaló en Buenos Aires y empezó a manifestar el genio autoritario que la convertiría en un personaje temible.

Comenzó a participar activamente en política y a interesarse vivamente en los proyectos de su marido. Mientras éste se hallaba desarrollando su campaña en el sur contra los indígenas (en 1833), la correspondencia entre ambos fue permanente y sus cartas demuestran los pocos escrúpulos que tenían ante enemigos o aliados. Se escribían asiduamente y compartían con otros de sus partidarios amigos, los planes que acariciaba Rosas, soñando con volver al poder.

De temperamento resuelto se hizo cargo de tamaña responsabilidad y su casa se transformó en un cuartel general desde donde manejaba una bien aceitada red de espionaje que manipulaba la vida privada de sus adversarios, valiéndose del chisme, de la injuria y las amenazas. Para lograr sus propósitos realizó innumerables acciones, que le demandaron una agotadora tarea: Incitó a las demostraciones populares pidiendo el regreso de Rosas, ablandó con sus encantos la fiera oposición de los unitarios, agasajó a las cabezas de cada grupo o partido, desbarató la oposición de los “cismáticos”, grupo de federales que rechazaba el absolutismo rosista y apoyó a los “apostólicos”, que obedecían ciegamente al Gobernador  y en 1833, tuvo una intervención decisiva en la llamada «revolución de los restauradores», que  dio por tierra con el gobierno de Balcarce y preparó el camino para el retorno de Rosas al poder en 1835.

Cuando en 1835 Rosas reasumió el poder con amplios poderes, no había dudas de que gran parte del mérito se debía a su mujer, pero no dejó de cumplir empeñosamente con su apoyo al ahora Gobernador de Buenos Aires. Doña Encarnación actuó en esas difíciles circunstancias, haciéndose imprescindible no sólo para manejar asuntos de gobierno sino también comerciales.

Fue ella, quien organizó las actividades de propaganda política y los hoy muy usuales sistemas de espionaje. Gozaba de enorme popularidad entre el pueblo, al que protegía y halagaba, recibiéndolo en su casa, asistida por su hermana María Josefa y recibiendo todos los chismes e informaciones que circulaban por la ciudad. Tuvo participación activa —y algunos creen que fue la mayor responsable— en la organización de la Sociedad Popular Restauradora (conocida como la Mazorca), responsable de la ola de terror que se desató sobre la ciudad. Encarnación fue fiel y devota defensora de su esposo, más de lo que Rosas fue para con ella.

Falleció en Buenos Aires el 3 de octubre de 1838, tres años después de que Rosas reasumiera el poder, sobre la base del plebiscito que le confirió una absoluta autoridad y su sepelio dio lugar a grandes demostraciones de dolor por parte del pueblo que lloraba a la “Heroína de la Federación” y a espectaculares ceremonias religiosas ordenadas por su marido. Los funerales y el entierro fueron ceremonias que no tenían antecedentes, pautadas hasta el mínimo detalle mediante dos Decretos que establecieron la obligatoriedad del luto. Su imagen, casi sacralizada, fue reproducida en los lugares más insólitos, incluidos los platos y los sombreros.

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