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EL COMERCIO DE ESPAÑA CON SUS COLONIAS EN AMÉRICA (1503)
A partir del descubrimiento de América por CRISTÓBAL COLÓN en 1492 y durante todo el tiempo de la conquista y la colonización de estas tierras, la corona española buscó establecer sólidos vínculos comerciales con sus colonias y a tales efectos, en 1503, el rey de España, FERNANDO II DE ARAGÓN, estableció un férreo sistema monopólico para el intercambio comercial entre España y sus colonias en ultramar, en virtud del cual, éstas, sólo podían comerciar con empresas, productores y barcos españoles y cualquier transacción con las otras naciones europeas, estaba prohibida.,
Aunque argumentaba que esto tenía por objeto impedir la introducción del imperialismo mercantil inglés en sus colonias, la verdad era que la corona, así buscaba aumentar su riqueza gracias a los metales preciosos (oro y plata) que el Nuevo Mundo podía proporcionarle en forma exclusiva y mantener cautivo al mercado que se le había abierto, para poder venderle sus productos
A tales efectos, creó la Casa de la Contratación de Indias, una institución que se estableció en 1503 con la misión de fomentar la navegación y el intercambio comercial con los territorios españoles en ultramar y dispuso que la centralización del comercio indiano y el control oficial de esta actividad comercial a través del océano, del respeto a su condición monopólica y en general, de todos los asuntos comerciales con América, estuviera a cargo de la “Casa de Contratación” que funcionaba en Sevilla y contaba para ello, con la colaboración del gremio de mercaderes, principalmente con el de los mercaderes genoveses, a los que se les dio el privilegio exclusivo de comerciar con América.
Con el propósito de facilitar las operaciones de control del tráfico y el pago de impuestos, se estableció que el de Sevilla, nombrado “Puerto de Indias”, fuera el único puerto de salida desde España y los de Veracruz (Virreinato de Nueva España) y Callao (Virreinato de Perú) los de arribo en América.
Por su parte, en América quedaron organizados a través de los “Consulados de cargadores a Indias”. El puerto de Buenos Aires fue completamente marginado y sólo era visitado cada uno o dos años por navíos de registro. Pasaron incluso algunos lustros sin visitas de dichos navíos, situación que como se verá más adelante, catapultó la actividad de los contrabandistas, que encontraron aquí, un ávido mercado para ubicar sus cargas.
Un sistema de galeones mercantes y navíos de guerra fuertemente artillados para escoltarlos y protegerlos de los cada vez más frecuentes ataques de sus principales rivales europeos (Holanda, Inglaterra, Francia), comenzó entonces a surcar dos veces por año el Atlántico, en la llamada “carrera de Indias”, asegurando el monopolio español.
A partir de entonces, la monarquía, sus banqueros y mercaderes de Sevilla, en España y los españoles y criollos naturalizados “o españolizados”, residentes en América, tuvieran derecho a las licencias que la corona otorgaba para el comercio de sus productos.
Recordemos que en esos años, en Buenos Aires, hizo su aparición un grupo de “avispados” criollos, que se autodenominaron “registreros”, una selecta casta de personajes que se hicieron muy ricos, intermediando en el comercio de España con sus colonias en América y con los contrabandistas que comenzaron a llegar frecuentemente (ver Los registreros).
Esta elite, pudo controlar así el envío de los productos más provechosos y susceptibles de ser monopolizados, como lo eran el mercurio (de fundamental necesidad en la minería de la plata), la sal, la pimienta, los artículos suntuarios, el papel sellado, la pólvora, telas de algodón, aceites y muy pronto, el siniestro tráfico de esclavos africanos.
América quedó relegada como simple abastecedora de materias primas sin valor agregado y metales preciosos (oro y plata), mientras España mantenía el rol de exclusivo abastecedor a las Indias de sus productos manufacturados y otras mercancías, inhibiendo toda actividad industrial americana que pudiese competir con la de la metrópoli.
A la llegada de esas flotas se celebraban grandes ferias en Veracruz, Cartagena de Indias y Portobelo. «De allí, dice Guillermo Céspedes del Castillo en su obra “Textos y documentos de la América Hispánica”, las mercancías europeas en propiedad de los grandes mercaderes indianos, se trasladaban a los máximos centros distribuidores: desde Veracruz a México, donde se almacenan, distribuyen y revenden a todo el virreinato del norte; Cartagena de Indias abastece a toda Nueva Granada; desde Portobelo, el cargamento de los galeones atraviesa el istmo de Panamá y en esta ciudad vuelve a embarcarse en la Armada del Sur hasta el puerto del Callao, para almacenarse y distribuirse desde Lima al resto de Sudamérica».
Las ganancias de los mercaderes en las tradicionales ferias que se realizaban en los puertos de destino de la flota eran inmensas, superando incluso el 400%. Luego, en los centros mineros y en los lugares más apartados los precios aumentaban aún más, permitiendo utilidades de hasta un 1.000% sobre el valor de origen de los productos llegados de Europa.
Paralelamente a la «carrera de Indias» en América se conformaron una serie de circuitos de tráfico intercolonial que revelan la existencia de una compleja red comercial todavía poco abordada por los estudiosos de estos temas. Los más importantes espacios económicos se constituyeron en el Caribe, en el Pacífico, en el Atlántico sur y en torno al eje Lima-Potosí-Buenos Aires. Considerando las dificultades que imponían el medio geográfico y la falta de una adecuada red de caminos, no nos debe extrañar que en tres de los circuitos mencionados se recurriera a la vía marítima para los intercambios comerciales
Las principales transacciones se realizaban en el ámbito de las grandes ciudades, escenario de importantes ferias. Predominaban en ellas el trueque y las monedas sustitutas, como granos de cacao, pastillas de azúcar u hojas de coca. La gente transportaba las mercaderías a lomo de mula o en sus espaldas rumbo a los sitios ocupados para las actividades mercantiles. Muchas veces antiguos centros ceremoniales precolombinos se convertían en lugar de mercado semanal, atrayendo a los pequeños productores indígenas e integrándolos, de esa manera, a la economía colonial.
El tráfico interno permitió abastecer a las colonias, de alimentos que se producían en las distintas regiones de América y que no podían ser traídos desde Europa. Además, las relaciones económicas intercoloniales determinaron la especialización agropecuaria de gran parte del territorio americano. Así, las economías de muchos países latinoamericanos hoy en día revelan la permanencia de estas centenarias estructuras coloniales.
Pero, llegado el siglo XVIII, comienza a evidenciarse la pérdida de la hegemonía española en Europa y en los mares, la flota de la corona, ya no podía contener a los corsarios y piratas que atacaban sus convoyes.
Y como, ni la escasa producción y muy rudimentaria artesanía colonial, ni la lenta y atrasada economía española, ahora afectada por los riesgos de una travesía vulnerable, estaban capacitadas para abastecer suficientemente a estas colonias, el sistema de comercio monopólico adoptado, inexorablemente, trajo a estas costas, una inusitada actividad de los contrabandistas.
Los porteños de aquella época, que no podían obtener los productos básicos para su subsistencia, ni contaban con los medios o las técnicas para producirlos por sí mismos, recurrieron a esa innoble actividad que a poco de iniciada, se hizo una práctica común en el puerto de Buenos Aires.
erivación indeseada de la política económica impuesta por España, estableciendo ese sistema monopólico para su intercambio comercial con sus colonias ultramarinas, el contrabando fue una actividad tácitamente aprobada, o al menos tolerada por los gobiernos de turno y en Buenos Aires, apoyada fervientemente por los registreros, defensores a capa y espada por otra parte, del monopolio impuesto por España, ya que ellos eran los principales beneficiados por este sistema que les permitía incrementar sus fortunas sin ningún riesgo. “Contrabando y monopolio se complementaban”, como ha dicho Rodolfo Puiggrós en su obra “Historia económica del Río de la Plata, Ed. Futuro, Buenos Aires, 1945.
España comprendió entonces, que eran necesarias urgentes reformas para no perder sus mercados coloniales. La primera medida del reformismo borbónico en el plano comercial, consistió en la implantación de la derrota libre y de los llamados navíos de registro, a partir de 1740. Desde entonces, los comerciantes, luego de solicitar la autorización correspondiente, podían hacerse a la mar por su propia iniciativa, reemplazando de tal forma a las tradicionales flotas. Gracias a ello se suprimieron innumerables trámites burocráticos y se agilizó el envío de barcos mercantes que aumentaron el volumen de los intercambios comerciales entre América y la metrópoli.
En 1765 se puso fin a la política de puerto único con centro en Sevilla y se autorizó el despacho de navíos hacia América desde nueve puertos españoles. Idéntico beneficio recibieron cinco islas del Caribe (Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Margarita y Trinidad).
Y si bien en términos generales el comercio aumentó, las colonias se vieron sumidas en una descapitalización visible en una balanza de pagos negativa que arruinó a muchos comerciantes americanos. Por otra parte, el proceso de la emancipación de las colonias impidió que las reformas cumplieran los propósitos que la monarquía había tenido al promulgarlas.
Pronto, la necesidad de enviar a América manufacturas previamente importadas de otros países europeos productores, mediante casas comerciales extranjeras instaladas en los puertos principales a cambio de las materias primas americanas y plata, dio lugar a la situación permanente deficitaria de balanza comercial del Imperio Español y sucesivas quiebras de la monarquía hispánica.
Por eso, ante las dificultades que presentaba el comercio con las “indias occidentales”, enormemente afectado por la intensa actividad de los contrabandistas, el 12 de octubre de 1778 por decreto real, se aprueba el Reglamento de Libre Comercio, mediante el cual, se terminó con el monopolio del puerto de Cádiz y se dispuso el libre comercio entre nuevos puertos de América y los de España, pero se mantuvo la prohibición de negociar con puertos no españoles sin permiso real y se siguió negando a las colonias la posibilidad de comerciar entre ellas, productos que pudieran competir con las mercancías elaboradas en España o procedentes de España, previamente importadas de otros países europeos.
Se abrieron entonces al comercio libre, los puertos de Perú, Chile y el Río de la Plata y otros 13 puertos en España como Almería, Tortosa, Palma de Mallorca y Santa Cruz de Tenerife en Canarias. Cádiz siguió concentrando los 2/3 del comercio con América y si bien, en términos generales, el comercio aumentó, las colonias se vieron sumidas en una balanza de pagos negativa, por lo que la presión que se ejerció, principalmente desde Buenos Aires, obligó a ceder en su posición hasta ese entonces intransigente de la corona española.
Fin del monopolio comercial (1790)
El 28 de febrero de 1789 el rey CARLOS V dispuso que el Reglamento de Libre Comercio de 1778, se hacía extensivo a los virreinatos de Nueva España y de Nueva Granada (excluídos en aquella oportunidad) y en 1790 suprime la Casa de Contratación de Indias”, de Cádiz, medida que establece el fin definitivo del monopolio en las relaciones comerciales de España con sus colonias en América.
Fuentes consultadas. . “Buenos Aires. Desde su fundación hasta nuestros días. Siglos XVIII y XIX”. Manuel Bilbao, Ed. Imprenta Alsina, Buenos Aires 1902; “Crónica Argentina”. Ed. Codex, Buenos Aires, 1979; “El fin del antiguo régimen. El reinado de Carlos IV”. Enrique Giménez López, Madrid, 1996; “Los comerciantes porteños durante el monopolio español”. Historia y Biografías; “Comercio y mercados en América Latina Colonial”. Pedro Pérez Herrero, Ed. Mapfre, Madrid, 1992; “Los Oligarcas”. Juan J. Sebreli, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1971; “Breve Historia de los argentinos”. Félix Luna, Ed. Planeta, Buenos Aires, 1994; “Una historia desconocida sobre los navíos de registro arribados a Buenos Aires en el siglo XVII”. Raúl Molina en Revista Historia, No.16, Ed. Sellares, Buenos Aires, 1959; “Actas y Asientos del extinguido Cabildo y Ayuntamiento de Buenos Aires”. Manuel Ricardo Trelles, Ed. Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1885; “Buenos Aires, historia de cuatro siglos”, José Luis Romero y Luis Alberto Romero, Editorial Abril, Buenos Aires, 1983; Varias páginas de Internet que abordan el tema; “Buenos Aires, cuatro siglos”. Ricardo Luis Molinari, Ed. TEA, Buenos Aires, 1983; “Buenos Aires, desde setenta años atrás”. José Antonio Wilde, Ed. Imprenta y Librería de Mayo, Buenos Aires, 1881; “La Historia en mis documentos”. Graciela Meroni, Ed. Huemul, Buenos Aires, 1969; “Historia Argentina”. José María Rosa, Editorial Oriente S.A., Buenos Aires, 1981.
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