MENDIGOS EN BUENOS AIRES (1809)

Un inglés, estando de paso por Buenos Aires,  comentó extrañado el elevado número de mendigos que había en la Plaza Victoria, en proporción a los habitantes de esa ciudad. Consideraba que la abundancia de artículos de primera necesidad que estaban disponibles a buenos precios, como lo había comprobado, no hacía lógico tener que soportar este lamentable espectáculo.

Lo que no comprendía este buen inglés, era la idiosincrasia del porteño de aquella época (seguramente antecesor del actual en mañas,  costumbres y técnicas que le permitían vivir sin trabajar). En efecto, existían, en Buenos Aires, gran cantidad de mendigos callejeros, la mayoría muy viejos o muy jóvenes. Los había pobres de verdad (los menos) y otros para quienes la caridad era un medio de vida.

La experiencia nos mostraba que cuando menos exigente era el postulante, más necesitado estaba. En cambio, cuando insistían y molestaban era probable que fueran “mendigos profesionales”. Se colocaban a las puertas de las iglesias y donde había aglomeraciones.

Ciegos, cojos algunos desfigurados por la viruela u otras pestes, cubiertos de harapos, solicitaban la caridad pública con el lamento «Por amor de Dios». Era frecuente, también, ver a religiosos de órdenes mendicantes. Con una enorme bolsa colgada de sus hombros, iban de casa en casa pidiendo su ración cotidiana.

Pero los más llamativos, en especial para los extranjeros, eran los mendigos a caballo. Estos llevaban sus alforjas generalmente llenas, gracias al caritativo espíritu porteño; sin embargo, continuaban mendigando un real para comprar caña.

Uno de estos mendigos «de a caballo» era el viejo SIMÓN. Su método era esencialmente distinto al de los otros. Se acercaba con aire de seguridad y sonrisa picaresca. Un chiste sobre la edad y flacura de su caballo le permitía iniciar la charla. Acomodaba su poncho raído, sus velas y su costillar y descendía del caballo.
—Don Simón, ¿puede explicarnos  por qué los muchachos lo saludan al grito de ¡cancha! ¡cancha!?
—Bueno —responde—, lo que sucede es que yo era antes peón enlazador en los mataderos y le puedo asegurar que mi brazo no erraba tiro al toro más bravo. Un día de agosto de 1806 estaba yo en el Retiro cuando se produjo un ataque sorpresivo de los malditos herejes. ¡Caray! Me acordé, entonces, de mi habilidad con el lazo y me dije: Simón, a tu juego te llamaron. Se produjo una pausa, quizás de añoranza, y el viejo Simón continuó su relato.
— ¡Caramba con los herejes!.  Tomé, indignado, mi lazo y abriéndome paso entre las líneas enemigas al ¡grito de ¡cancha! ¡cancha! enlacé como animales a dos grandotes de esos ingleses.
—¡Es una verdadera hazaña!.

El viejo asiente ruborizado y orgulloso exclama: ¡El propio virrey Liniers me felicitó!.  Al interrogarlo sobre la razón de su estado actual, explicó que al año siguiente, a consecuencia de una rodada de su caballo «en que no pudo salir de pie», «se disgració» y quedó mutilado e inútil para el trabajo. El blanco caballo se aleja mientras algunos chiquillos lo siguen, gritando ¡Don Simón! ¡cancha! ¡cancha!.

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