SOLDADOS EN BUENOS AIRES COLONIAL

La vida militar en la colonia comienza por 1595 con el cerco de palo a pique y el murallón armado con tierra del mismo foso que la rodeaba.

Cajas o tambores, pitos o cornetas, rojos o gualdas, estandartes o banderas, la milicia se llevaba en Buenos Aires hispánica, buena parte de su actividad y preocupaciones.

Durante el confrontativo siglo XVII, se lo proveyó de cañones, pensando en darle una estructura definitiva (quizás un Fuerte?). Amaneciendo ya el siglo XVIII, en 1720, se terminaron de construír las últimas murallas. Desde entonces y por casi 150 años, Buenos Aires  conservó inalterable su fachada castrense exterior: un cuadrilátero rodeado con un foso inundable, bastiones y garitas en sus cuatro ángulos.

La milicia de guarnición por estas tierras entonces, contaba en total con unos 500 caballos y 2000 hombres de infantería y la dotación asignada a la misma Buenos Aires, no pasaba de unos 150 hombres, divididos en 3 compañías. La oficialidad, escasa y la tropa, insegura, pues los enganchados desertaban a cada «triquitraque».

No mejoraron las cosas durante el siglo XVIII. La ciudad contaba sólo con los cuerpos de infantería y hacia años que, por carencia de fondos y malos medios de embarque, no llegaba una sola remesa de enganchados. Los hombres seguían desertando; no se avenían con la disciplina cuartelera y era muy «prusiano» el comportamiento de la oficialidad. Es por ello que debe tenerse por milagro que pudieran tener a raya al indio y el haber sujetado las ambiciones portuguesas con tan escuálidos recursos.

Con todo, la milicia siempre tuvo en Buenos Aires eso que hoy llamaríamos «buena prensa»; a sus pobladores le gustaban los vistosos desfiles que se realizaban con motivo de cualquier festividad civil o religiosa, se entusiasmaban ante la variada multiplicidad y colorido de los uniformes y agradecían su presencia, por la sensación de seguridad que les daban.

Estaban los infantes, caballeros o artilleros; granaderos o dragones, pardos o milicianos, blandengues de la frontera o milicias urbanas, mezclando en su conjunto abigarrado, el azul y el rojo, el blanco y el dorado; el sombrero chato, el alto, el picudo, el esquinado, el zapato, la bota o la polaina abotonada, uniformes todos ellos que eran copia de los que impuso Federico I el Rey Sargento, pero que no lo fueron a veces por estas tierras, ni muy parecidos a los originales ni muy «uniformes». Las distancias y las estrecheces económicas no lo permitían.

Algo hay de fantasía operística en la reconstrucción que hoy se hace de estos soldados y sus uniformes. Pero no importa; la historia debe concederse siempre un discreto margen de inventiva pictórica o literaria, porque saber que pelearon nos basta ¡Y vaya si pelearon! y encima ¡ganaron !.(reconstrucción de un viejo texto publicado con la firma de Arturo Berenguer Carísomo)

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