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EL CABALLO EN EL RÍO DE LA PLATA (22/08/1536)
Contra la opinión de algunos historiadores que afirman que el caballo es originario de América, debemos recordar que es cierto que existe documentación que acredita la existencia en tierras del Continente Americano, de un animal semejante al caballo, de sesenta centímetros de alzada, con el vaso abierto en forma de pezuña, conocido con el nombre de “Hipidiom o Plichippus” que se extinguió después de la época del Plioceno (imagen).
Pero no era éste un ancestro comprobado del caballo (Equus ferus caballus), tal como hoy lo conocemos y cuya presencia en América, como elemento bélico, iba a ser fundamental en la historia, primero de la conquista y luego durante las luchas por la Independencia.
Los primeros yeguarizos europeos los trajo CRISTÓBAL COLÓN en su segundo viaje a América. Eran quince animales, entre caballos y yeguas, los que arribaron tras penosa travesía en las frágiles carabelas de la época y los desembarcó en “La Española”, tierras donde hoy se encuentra la República de Haití.
Más tarde, en 1519, HERNÁN CORTÉS empleó caballos cuando realizó la conquista de Méjico y allí quedaron muchos de los que usaron. La expedición que realizara FRANCISCO PIZARRO en tierras de América utilizó caballos. En Managua, ANTONIO DE MENDOZA dejó muchos de sus montados durante la expedición que realizara en 1533.
El caballo en el Río de la Plata
En 1536 el Adelantado PEDRO DE MENDOZA dejó en Buenos Aires, el Fuerte que fundara en nombre de la corona española, una tropilla de caballos, muchos de los cuales pudieron salvarse de la “degollina” a que fueron obligados los primitivos pobladores de esa ciudad, acuciados por el hambre (se dice que fueron cinco yeguas y siete caballos)
En 1537 JUAN DE AYOLAS los lleva al Paraguay. En 1538 llegaron al virreinato del Perú numerosos caballos enviados por la corona española. En 1541, es PEDRO DE VALDIVIA quien los trae a la gobernación de Chile y finalmente, en 1544 Diego de Rojas trae caballos al Tucumán.
Inicialmente les sirvieron a los conquistadores como medio de transporte y de combate y según consta en el Archivo de Indias, estos animales conocidos como “rocines”, eran muy rústicos, de poca alzada, ya que no superaban el metro y medio, siendo poseedores de una gran resistencia.
Existe una cédula de fecha 22 de agosto de 1534, firmada en Palencia, por la cual el secretario de Su Majestad concedía el permiso solicitado por D. PEDRO DE MENDOZA “para reunir y embarcar con caballos y yeguas que debían traerse a América” y fue así que MENDOZA, desembarcó en estas costas setenta y dos animales, entre caballos y yeguas, mezcla de caballos andaluces y berberiscos o africanos, traídos no se sabe si directamente de España o de las islas Canarias, pues a este respecto difieren los historiadores.
La real cédula detallaba «veinte lanzas jinetas a caballo, escogidas en el reino de Granada y cinco de ellas lleven dobladuras e las dobladuras sean yeguas».
Cuando luego de que los indígenas redujeran a escombros el Fuerte que fundara MENDOZA en 1536, los españoles se marcharon (16 de abril de 1541), dejando abandonada una cantidad no determinada de caballos y yeguas. Éstos se fugaron hacia esas inmensas llanuras bonaerenses y esos animales pronto se adaptaron a estas tierras y a estos pastos y sin dueño ni control, crecieron y se multiplicaron en gran número, extendiéndose por las inmensas praderas que se les ofrecían ubérrimas.
Pero no fueron los yeguarizos de MENDOZA los únicos que entraron a nuestro suelo por esos años. En 1542 las expediciones de DIEGO DE ROJAS y ALVAR NUÑEZ CABEZA DE VACA y en 1550 la de NUÑEZ DE PRADO, penetran en nuestro territorio trayendo consigo equinos.
Más tarde, ya en 1580, cuando JUAN DE GARAY llegó para fundar nuevamente Buenos Aires, grande fue su sorpresa cuando vio pastando en las llanuras próximas a las riberas del Plata, grandes manadas de ganado caballar. Se calcula que en 44 años, el número de cabezas había llegado a 89.000.
En este ganado según FÉLIX DE AZARA predominaban los pelos colorados, zainos y tostados, a los que se sumaban una gran variedad de pelos y manchas, entre ellos los gateados, lobunos, overos, rosillos, bayos o tobianos.
Eran características de estos yeguarizos, que superaban ligeramente en promedio el metro cuarenta de alzada, de cuello corto, ollares amplios, crines abundantes, ancas fuertes, lomo parejo y ancho, patas fuertes y cuartillas cortas, siendo el caballo pampeano, más robusto que el serrano, quizás por las mejores posibilidades que le daba la pampa, para correr y resistir grandes distancias.
Y fueron estas manadas de tan grande volumen, (“ganado reyuno” las llamaba el rey de España, pues no tenían dueño), las que pronto se transformaron en un bien apetecible “sin dueño”, tanto por parte de los españoles como de los indígenas pampas y araucanos, ya que a todos les eran necesarios para guerrear y en muchos casos para alimentarse y así fueron cazados por cualquiera que los quisiese, hasta que el 16 de octubre de 1589, el Cabildo reconoció los derechos sucesorios que tenían sobre esos caballos, los herederos de los conquistadores, dando comienzo a una persecución implacable de los “cimarrones”, a los rodeos y a la marcación.
Cuando los indígenas vieron por primera vez a los conquistadores montados sobre sus caballos, creyeron que se trataba de un solo ser, que en muchos casos tomaron por dioses, pero aunque en un principio de la conquista, les estaba prohibido montarlos, con el tiempo, especialmente los araucanos se identificaron con él, llegando a ser maestros en el manejo de los caballos, aprendiendo también a usarlos en el combate, logrando equilibrar en algo la enorme ventaja que el caballo le había otorgado al conquistador, que luchando montado, podía atacar y retirarse con mucha velocidad.
Pero no sólo los indígenas pronto se identificaron con el caballo y supieron adiestrarlo y manejarlo pues más tarde, también los “cristianos”, especialmente el gaucho, mezcla de blanco con sangre india, supieron hacerlo y adaptarlo a su vida y a sus faenas. Pero hubo una diferencia entre todos ellos: el indio educó el caballo para la pelea y lo hizo arisco, en cambio el criollo, que con el tiempo lo transformó en su compañero y lo empleó como instrumento de trabajo, hizo de él un animal manso y esforzado en el trabajo.
Fue tanta su identificación con el caballo, que hasta los indígenas llegaron a creer que era oriundo de “su tierra” y a este respecto nos cuenta LUCIO VÍCTOR MANSILLA en «Una excursión a los indios ranqueles» , donde narra la discusión que tuvo lugar en las tolderías de MARIANO ROSAS, en torno al origen del caballo.
Relata allí, que los indios sostenían que el caballo les pertenecía por ser oriundo del lugar. Mansilla les preguntó corno denominaban diversos animales de la pampa, como el tigre, el puma, etc. Y de inmediato les dieron los nombres araucanos y al preguntarles como denominaban a sus yeguarizos, le respondieron «cawallu», demostrando así que les era un animal desconocido hasta la llegada del “blanco” y que adoptaron (en su jerga), el nombre que le daban los “cristianos”. “Ven, les respondió Mansilla, no tienen otro nombre para darle, que el que le dan los blancos” (ver Los caballos, protagonistas de la Historia Argentina)
Los “caballos patrios”
Entre 1825 y 1835, los usos y costumbres, las normas, los robos y la misma “campaña”, fueron cambiando la figura del caballo perteneciente al Estado y ya no era tan fácil reconocerlo. JUAN MANUEL DE ROSAS, en sus “Instrucciones a los Mayordomos de Estancias”, allá por el año 1825, ya utilizaba la denominación “caballo patrio”, diciendo:
«Si algunos cayesen a las estancias, y se ve que indudablemente son patrios, en este caso se echarán a la cría, y en ella estarán sin tocarse, hasta que se presente algún soldado o algún oficial pidiendo auxilio; en cuyo caso se le dará de los patrios, sin decirle que es patrio el caballo que se le da”.
En la obra «Cinco años en Buenos Aires, 1820 -1825», escrita por un inglés, su autor nos relata: «Hubo tiempos en que los robos de caballos, riendas y monturas eran muy frecuentes, en las calles, pero la vigilancia de la policía ha dado fin a estas irregularidades, apoyados por la vigencia de una ley que establecía que todo caballo debía tener una marca de fuego que indicara su procedencia».
El 23 de mayo de 1829, el gobernador MARTÍN RODRÍGUEZ, estableció por decreto, que el caballo era “un artículo de guerra” y poco más tarde, el 27 de enero de 1830, JUAN MANUEL DE ROSAS decreta que «Los caballos del Estado que han sido señalados con la oreja cortada, serán marcados con la letra P, en el término de cuatro meses contados desde la fecha».
Y a continuación expresaba: «…. vencido el plazo, la sola señal de la oreja cortada no dará derecho al Estado para apoderarse de los caballos, y se considerarán de la propiedad del hacendado cuya marca llevaren». Posteriormente, el 26 de febrero de 1831 establece penas para aquellos que alteren las marcas de los caballos del Estado.
La denominación “Caballo Patrio” nace oficialmente el 23 de marzo de 1831 con un Decreto de Rosas donde dice: «Todos los caballos del Estado, tengan o no la oreja cortada, como sean de cualquiera de las marcas de la Provincia, serán llamados en adelante caballos patrios».
Debemos imaginarnos como los caballos en plena campaña podían terminar en otra provincia o en alguna toldería, para luego ser vendidos y seguramente remarcados.
Bastante gráfico, en este punto, es el “Plan de Fronteras” elevado en 1816 por el coronel PEDRO A. GARCÍA: «No será exceso asegurar, que en lo que ocupa la línea de frontera, exceden los robos anuales de 40.000 cabezas de ganado vacuno, y acaso igual o mayor número de caballos, yeguas y mulas; sin que basten a contenerlos las reconvenciones del gobierno, y sus reiteradas ofertas de buena amistad; porque siendo sus campos tan dilatados, como sus poblaciones en pequeñas tribus, eluden fácilmente el cargo».
Esto causó mucha preocupación en las autoridades, en primer lugar, porque desde 1831 no era necesario que el caballo patrio tenga la oreja cortada, cosa fácil de identificar, sino que tuviera la marca correspondiente; esta marca era posiblemente remarcada, o borrada como se decía. Entre 1833 y 1834 Rosas realizó la Campaña al Desierto con algo más de 5000 caballos, en su mayoría patrios, rescatando de las tolderías a 707 cautivos.
Con el tiempo, allá por 1870, el caballo patrio sufrió algunas críticas. Recordemos que EDUARDO GUTIÉRREZ en su libro “Juan Moreira” decía :»… caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco, parecía un caballo patrio» o en similar sintonía a LUCIO V. MANSILLA, quien en “Una excursión a los indios Ranqueles», dice:” ….empecemos porque le falta una oreja, lo que, desfigurándole, le da el mismo antipático aspecto que ten-dría cualquier conocido sin narices.
Está siempre flaco, y si no está flaco, tiene una matadura en la cruz o en el lomo; es manco o bichoco; es rengo o lunanco; es rabón o tiene una porra enorme en la cola; está mal tusado, y si tiene la crin larga hay en ella un abrojal; cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni tranco ni sobrepaso» (copia de un artículo de Emiliano Tagle).
Vocabulario.
El caballo ha dado lugar en nuestro país a un rico vocabulario popular, que según GUILLERMO ALFREDO TERRERO, abarca alrededor de quinientas voces y que incluyen desde «Abajarse» (cuando se desciende de la cabalgadura); pasando por «A media rienda» (cuando se corre a media velocidad); o «A media juria» (es decir correr a la mitad de sus máximas posibilidades); «Aparearse» (o colocarse a la par); «Bagual» (animal chúcaro o salvaje); «Bellaco» (arisco y corcoveador); «Cabresteador» (manso para llevar de tiro); «Chapino» (que tiene largos los vasos o pezuñas);
«En todita la juria», (a toda velocidad); «Estrellero» (los que tienen la manía de levantar sorpresivamente la cabeza); «Hocicada» (tener una caída o entregarse); «Mostrenco» (sin dueño conocido); «Orejano» (el que no tiene marca o señal); «Retomar» (caballo que excita a las yeguas sin servirlas);
«Sotreta» (que tiene las manos flojas, hinchadas y a veces golpeadas); «Varear» (correr para preparar un caballo) parejero y tantos otros. Uno de los símbolos de la presencia argentina en las Islas Malvinas, es que aún hoy, en los campos del archipiélago, se siguen usando muchas de estas voces, que empleaban los gauchos de LUÍS VERNET cuándo éste fue su primer Comandante Político y Militar (ver Vocabulario criollo abreviado).
Un tributo al caballo, el «mostrenco de las Américas»
«Desde los tiempos del Cid, hasta nuestros días, el jinete ha sido una dominante y romántica figura. Desmontado, el caballero medieval, con su pesada armadura, era presa fácil para el más humilde lacayo a pie; pero montado, inspiraba su respeto, temor y homenaje. Casi invariablemente a caballo, ha sido perpetuada en bronce, la gloria de reyes, emperadores y generales.
El temor y asombro inspirados por los caballos de los conquistadores permitieron a un puñado de atrevidos españoles conquistar todo un continente y más tarde, fue el gaucho del Río de la Plata, el guaso de Chile, el llanero de Venezuela, el vaquero de Méjico y el «cowboy» de los Estados Unidos quienes, cabalgando sobre los descendientes de esos primeros caballos hispánicos, ensancharon las fronteras e hicieron posible el gran desarrollo agrario e industrial que siguió la huella de sus cascos» (dixit Edward Larocque Tinker).
Fuentes. «Caciques y Capitanejos en la Historia Argentina, Guillermo Alfredo Terrera, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1986; “Estampas del pasado”. Busaniche J. L. Solar, Ed. Hachette, Buenos Aires, 1971; “Buenos Aires, historia de cuatro siglos”, José Luis Romero y Luis Alberto Romero, Editorial Abril, Buenos Aires, 1983; “Buenos Aires, cuatro siglos”. Ricardo Luis Molinari, Ed. TEA, Buenos Aires, 1983; “Mármol y bronce”. José M. Aubin, Ed. Ángel Estrada y Cía., Buenos Aires, 1911; El caballo criollo en la tradición argentina”. Guillermo Alfredo Terrera, Ed. Plus Ultra, Buenos Aires, 1970; «Hemeroteca» personal; «Cinco años en Buenos Aires, 1820 -1825″. George Thomas Love, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2014.
Muy buena la historia del noble caballo.
Los dos animales más nobles son el perro y el caballo.
El animal que más sufrió en la historia argentina, principalmente en el siglo XIX.