LAS FIESTAS DE NAVIDAD EN EL PASADO ARGENTINO

Cuando Buenos Aires todavía era una aldea, ya se festejaba la Navidad, un festejo que fue traído por los españoles y que pronto se arraigó entre los criollos.

La costumbre la habían traído los primeros colonizadores que llegaron con JUAN DE GARAY. Por entonces solamente se hacía intercambio de buenos deseos y algún que otro regalito, que justo a las doce de la noche, eran entregados a la luz de las velas.

La fiesta comenzaba con el adorno de las casas, que ya desde su portal lucían diferentes. Las damas volcaban su habilidad e ingenio para que cada una de ellas luciera sus mejores galas.

Llegada la tarde del 24, los preparativos tomaban mayor fuerza. Ninguna mujer que se jactara de ser elegante, dejaba de seleccionar cuidadosamente su vestido para lucir esa noche. Los hombres y los niños no se quedaban atrás. Lucían su mejor levita y su mejor galera y alguno, hasta se atrevía a ponerle una plumita en ella, mientras los niños con sus jubones y camisas con volados, parecían muñecos de almanaque.

Era tradición recorrer las calles, visitando amigos y parientes para saludarlos y de paso admirar el pesebre que habían hecho, algunos de ellos, verdaderas obras de ingenio, cuando no de arte.

Los había pequeños, humildes, y los había verdaderamente importantes. Con figuras de yeso, de notable factura, ambientadas con toda precisión en un escenario hecho con madera y pasto verdaderos.

La primera imagen del Niño Jesús que se veneró en Buenos Aires fue instalada en la antigUa «Casa de Ejercicios» en 1780 y luego, muchas fueron las que acaudalados vecinos trajeron desde España, de Italia y hasta del Alto Perú, para colocar en sus pesebres y en los Templos de la ciudad.

A las doce de la noche asistía toda la familia a Misa de Gallo, la gran mayoría de ellas, acompañadas por sus criados que llevaban sillas y alfombras, pues los templos aún no tenían por costumbre tener los bancos ni reclinatorios que tienen en la actualidad.

Cuentan las crónicas que también llevaban un farol para alumbrar el camino y ramos de flores para depositar ante los altares. Los niños asistían, primero en silencio, impuesto por la solemnidad del lugar, los cánticos y el incienso que se desparramaba por todo el templo.

Luego, ya más habituados, no dejaban de correr, escondiéndose en cuanto lugar oscuro descubrieran, y buscándose entre ellos para hacerse monerías, hasta que por fin, terminaba la misa y podían salir a la calle, donde continuaban con sus juegos mientras los padres, se saludaban, besaban la mano del sacerdote y recibían la bendición.

De vuelta en sus hogares, luego de haber recorrido las calles, ahora alteradas por los cantos navideños, serenatas y los saludos de vereda a vereda con los que se deseaban «una feliz Navidad» , todas las familias se disponían a disfrutar del acto más importante de estas fiestas: la cena de Navidad.

Pavos, pollos y carnes al horno, papas y batatas en abundancia y los infaltables arroz con leche y mazamorra para los postres, eran las delicias que se disfrutaban, antes del tradicional brindis y de la distribución de los regalos, que estaban, no al pie del “arbolito” como hoy, sino junto al pesebre.

Porque el árbol de Navidad nos fue impuesto, recién a principios del siglo XX y en aquellos tiempos no existía. Como tampoco existían las guirnaldas eléctricas ni los bailes «post-Navidad», que hoy convocan a nuestra juventud.

Lo que si existía eran las procesiones y los bailes que se organizaban en los barrios negros, especialmente en San Pedro Telmo (hoy barrio de San Telmo) donde, a partir de las primeras horas del 25 se desencadenaba una más que bulliciosa fiesta donde no faltaban los tambores, que batidos con toda furia, retumbaban hasta el amanecer (ver Recuerdos, usos y costumbres en el Buenos Aires de antaño).

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