LOS COMEDORES DE ANTAÑO

El comedor en los hogares de antaño, un ambiente ubicado generalmente, separando los patios de la casa, se mantuvo por muchos años, siendo simplemente una pieza completamente desprovista de todo adorno y de cuanto pudiera llamarse “confort”. Aunque había raras excepciones, aún las familias más pudientes, se preocupaban muy poco del arreglo y adorno de sus comedores, a la inversa de lo que sucedía con la “sala de recibo”, ambiente destinado a recibir visitas o para la realización de las famosas “tertulias”, que era amoblado y dotado con los mejores muebles y adornos.

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Era allí donde se debía notar la jerarquía y el nivel social de la familia que habitaba en esa casa y no había una sola forma de comer. Las clases altas comían muy diferente de las clases bajas y tampoco se comía igual en la época del virreinato que después de la revolución de mayo.

La pieza en la que se comía, era por la general espaciosa y lo parecía tanto más, por lo despoblada que se encontraba. En el centro había una, mesa generalmente de madera de pino, larga y angosta, pintada, lustrada o no; muchas veces, en lugar de sillas, había un par de bancos, también de pino, colocados a los costados de la mesa y una silla en cada extremo, asiento de preferencia para las cabezas de la familia y que se cedían siempre al huésped, cuando lo había.

En general, en el centro de esas largas mesas de los comedores de antaño, cubiertas con un mantel blanco de algodón (que algunos sostenían debía estar manchado de vino para que se conociese que era un mantel), se ponían uno o dos cántaros de plata, del que se servían el agua los comensales y un plato para cada uno, que era el mismo que se utilizaba para todas las comidas. El vino (carlón casi siempre), se ponía a la mesa en una botella negra y se tomaba en vaso. Fueron los ingleses los que en 1806 introdujeron el uso de copas para beber, lo mismo que cambiar de plato con cada comida y la costumbre del brindis (ver Vida social; brindis y participaciones).

En las casas menos acomodadas, pero no tan absolutamente pobres que no pudiesen tener más, sino porque simplemente esa era la costumbre, se servía el vino para todos en un solo vaso, o en dos cuanto más y ese vaso o vasos, se iban pasando de mano en mano entre los comensales para que bebieran.

En cuanto a los cubiertos, sólo entre los pudientes, había algunos tenedores que también pasaban de mano en mano, como los escasos vasos. No había bandeja para pan, ni salseras, ni aceiteras; ni ensaladeras, ni mostaceras, ni lujosas servilletas ni tanto otro utensilio que hoy se hace indispensable en nuestras mesas.

Había solo algunas cucharas y cuchillos para compartir entre varios en la mayoría de las casas (en la campaña, era habitual comer con la mano). Se usaba el cuchillo para cortar carnes, la cuchara para caldos o guisos y cuernos de vaca para beber.

El arqueólogo urbano DANIEL SCHÁVELSON ha hallado restos de la vajilla que se usaba en Buenos Aires durante aquellos años (imagen) y relata que en ellos se observa que a principios de siglo XVIII la vajilla era de mayólica gruesa de color marfil, hecha y decorada a mano y difícil de reponer. Para fines de siglo XVIII con la revolución industrial, comenzaron a llegar al Río de la Plata los platos de loza, más resistentes con tinte azulado y borde decorado. Pero no eran muy agradables y a partir de 1820 entraron los platos blancos, decorados con floreados, en las mesas de clase alta de la ciudad.

Los vasos y copas eran de vidrio grueso y, generalmente, de segunda categoría (inaceptables en las mesas de Europa). También encontraron unas vasijas, características del siglo XVIII, de cerámica cocida, color marrón que llamaban “escudillas”, traídas por las carretas desde Mendoza, que se usaban entre las piernas, no sobre la mesa, y se utilizaban como recipientes para la comida. Estos elementos eran usados por las clases más humildes o en los suburbios. No se comía con cuchillo y tenedor, solo con cucharas y bebían todos los comensales de un mismo vaso (ver Comidas en el siglo XIX).

En la mesa no se usaban campanillas para llamar al personal que servía. Se los llamaba por su nombre mientras se golpeaban las manos. Y hablando de campanillas, diremos que tampoco las había colgadas en las puertas de calle. Hacia las dos de la tarde, al toque de la “campanita de San Juan”, la puerta de calle permanecía cerrada, mientras que durante el resto de día y hasta bien entrada la noche, permanecían abiertas y los visitantes se anunciaban golpeando las manos acompañándose con el consabido ¡Ave María Purísima. Está don fulano?” (Texto compuesto con material extraído de “Buenos Aires, 70 años atrás” de José Antonio Wilde y de “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, de Manuel Bilbao.

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