BARES NOTABLES DE BUENOS AIRES

Si hay un ámbito representativo del espíritu porteño, ése es, sin duda, el del “Café”, o antiguos Bares de la ciudad. Es uno de los rostros más característicos de Buenos Aires de ayer. Sitio de amigos y de discusión, de política y de fútbol, de tango, amores y desamores.

El Café, como lugar de reunión, que tuvo su apogeo en la década de 1930, permanece en el recuerdo de los nostálgicos y despierta la curiosidad de los más jóvenes. En ellos florecieron y se extinguieron los movimientos artísticos, los guapos se batieron a duelo por las “pebetas” y la generación de los ’70, gastó horas planeando la revolución en sus mesas.

Por allí ha pasado buena parte de la vida social de Buenos Aires y hoy en día, son el fiel reflejo de la ciudad y su gente. Porque todavía son el punto de reunión con amigos, el lugar donde se entra un minuto para hacer un alto, el sitio donde se hace tiempo, para desplegar el alma porteño.

Algunos han ido desapareciendo (La Armonía en la avenida de Mayo), El Cafetal (Florida y Diagonal Norte), La Paris (Marcelo T. de Alvear y Libertad), El Águila (Santa Fe y Callao) o el Café Domíngues (en Corrientes angosta). Aquellos que servían para rumiar melancolías, para negar la trampa del tiempo, para charlar con un amigo, ya no están, devorados por la falta de rentabilidad.

Algunos quedan en el centro y muchos en los barrios de la ciudad. Son sitios que han logrado resistir el paso del tiempo y aún hoy, continúan vigentes.

Unos adaptados a los tiempos modernos y otros apuntalados por una clientela firme que no los deja morir, entre ellos, La Giralda, en pleno centro de Buenos Aires, famoso por su chocolate con churros; el Café García en Villa Devoto o El Británico en San Telmo.

Son 3.250 los que figuran en los registros municipales y nombrarlos y por qué no, resaltar sus méritos como integradores de una sociedad cada vez más dispersa, es, tal vez, defenderlos de su destino incierto.

Por eso los mencionamos aquí, por ser además, una expresión de las costumbres de nuestro pasado, que respondían a sentidas necesidades de los vecinos y por la importancia que tuvieron algunos de ellos en la agitada vida de Buenos Aires desde los postreros años del siglo XVIII.

Como decía MARTÍNEZ ESTRADA: “los Cafés vinieron a dar residencia a la tertulia fuera del hogar y a reemplazar en cierto modo a la familia”. Y el Tortoni, uno de los más característicos de Avenida de Mayo, es eso y más que eso. Porque aludir al Tortoni, equivale a mencionar una especie de templo abierto a la feligresía culta”.

“A un bastión que, no obstante las ráfagas transformadoras permanece enhiesto, fiel a una generosa vocación de servicio. Siempre propicio como escenario de challas sustanciosas o acaso sobre bueyes perdidos, de escritores, autores teatrales, gente de tango, pintores y «tutti cuanti» se interesen por esas cosas del intelecto”.

Escritores, pintores, periodistas, políticos, jóvenes, no tan jóvenes, jugadores de ajedrez y de dominó, tomadores de capuchinos o de chocolate, gustadores del tango, seguidores del jazz, entusiastas de la pintura, todos ellos son solo una parte de los personajes, conocidos o ignotos, que pueblan y poblaron los salones del viejo Café Tortoni”.

“Fue en el pasado, un cenáculo reservado para hombres, acaso el mejor club que tuvieron los porteños de las primeras cuatro décadas del siglo. Lo paradójico es que, en tanto la ciudad incorporaba nuevas modas, otras formas de co­municación y de vida doméstica, el Tortoni lograba preservar esa cosa intimista y cordial que siempre atrae, como si a propósito hubiera quedado detenido en el tiempo”.

 Bares Notables
Son en total 72 los que a consideración de la Municipalidad de Buenos Aires, han alcanzado esa jerarquía, algunos por su valor arquitectónico o mobiliario, otros por ser representativos de una identidad barrial, como reconocimiento a su antigüedad y a su estrecha vinculación con la historia del barrio donde se hallan.

Patrimonio vivo y a la vez ritual cotidiano; punto de encuentro con amigos, o con uno mismo, los “Bares Notables” son hoy un emblema de la ciudad.

Algunos de ellos son el Café San Bernardo de Villa Crespo, el Bar del Club “Glorias Argentinas” ubicado en el barrio de Mataderos, el Bar La Coruña” en San Telmo y el “El Buzón” ubicado en el barrio de Pompeya, funciona en donde estaba el Colegio Luppi, donde Homero Manzi fue pupilo y quizás, mirando por sus ventanas que dan al sur, compuso el tango “Manoblanca”, cabal expresión del alma porteña.

Los primeros
Fueron los primeros en instalarse el Café “La Amistad”, uno de los primeros cafés instalados en el Buenos Aires virreinal. Abrió sus puertas en el año 1779 en el bajo de la Alameda, más o menos en la misma época que el «Café de los trucos», que dio nombre a la cuadra sur de la Plaza Mayor, donde funcionaba. Se supone que tomó ese nombre por ofrecer a su clientela mesas de truco, especie de billar que estuvo muy en boga en aquellos; el Café de “Santo Domingo” que estaba frente al Templo de este nombre en Defensa y Belgrano.

A éstos le siguieron luego el “Café de los Catalanes” inaugurado el 2 de enero de 1781. Según algunos historiadores, éste fue el primer café abierto en Buenos Aires. Lo fundó un italiano llamado MANUEL DELFINO y estaba situado en la esquina nordeste de la intersección de las calles Santísima Trinidad y Merced (hoy San Martín y general Perón, ex Cangallo), haciendo cruz con la casa del general San Martín (que ocupaba su hija Mercedes y su marido Escalada), donde estuvo la librería Peuser hasta hace pocos años.

En 1856, cuando Delfino falleció, el local pasó a ser propiedad de FRANCISCO MIGONI, quien modernizó sus instalaciones y le dio un gran impulso. Imponiendo una particular forma de servir el clásico café con leche a sus parroquianos, la mayoría de ellos trabajadores y gente de la clase media.

El reconfortante y generoso “café con leche de “los Catalanes, se servía en una gran tazón, lleno hasta el borde e iba acompañado por recién hechas tostadas con manteca y azúcar, costumbre que quizás sea la que impuso esa forma de comer el pan con manteca de nuestros niños, que hoy subsiste.

El Café de La Comedia (1790)
Propiedad del francés RAYMOND AIGNASSE, ubicado frente a la iglesia de la Merced, famoso porque allí se daba clase de cocina a los esclavos de familias ricas.

 El “Café de Marcos” (1801)
Llamado a veces “Mallco o Marco”, tomó su nombre del primitivo dueño: PEDRO JOSÉ MARCOS. Estaba ubicado en la esquina de Bolívar y Alsina. Es posible que comenzara a funcionar en la víspera del 4 de junio de 1801, de acuerdo a un aviso en el “Telégrafo Mercantilque decía textualmente: «Mañana jueves se abre con Superior permiso, una Casa Café en la Esquina frente al Colegio, con mesa de Villar, Confitería y Botillería».

«Tiene un hermoso Salón para tertulia, y Sótano para mantener fresca el agua en estación de Berano (sic). Para el 1º de Julio estará concluido un Coche de 4 asientos para alquilar y se reciben Huéspedes en diferentes Aposentos. A las 8 de la Noche hará la apertura un famoso concierto de obligados instrumentos».

El “Café de la Victoria” (1804)
Fue el mejor y más aristocrático Café que tuvo Buenos Aires durante varios años. Estaba en la esquina de las calles Bolívar y Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), al lado de la casa de MANUEL A. AGUIRRE, finca que fue demolida al abrirse la Diagonal Sur.

El anónimo redactor del libro “Cinco Años en Buenos Aires, 1820-25”, que firma «Un inglés», dice que «el Café de la Victoria es espléndido y no tenemos en Londres nada parecido, aunque quizás sea inferior al “Mille Colonnes” y otros cafés de París. Como el café de Marcos, el de Los Catalanes (en Barí) y el de Martín, este café tiene un amplio patio cubierto con toldos en el verano y aljibes de agua potable».

«La mesa de billar está siempre concurrida y las mesas siempre rodeadas de gente. Las paredes el salón están cubiertas de vistoso papel francés con escenas de la India o Tahití y también episodios de la historia romana. Los mozos de café son extremadamente curiosos y hacen preguntas indiscretas».

«Uno me preguntó por qué los ingleses tenemos la cara tan rubicunda. Los precios son muy moderados: un vaso de licor o brandy o cualquier bebida, té, café y.pan importan medio real. Los mozos no esperan propina como en Inglaterra. Un «maítre » dirige el servicio en el establecimiento».

En 1807, el almirante GUILLERMO BROWN fue conducido en andas por el pueblo hasta este Café, luego de que desembarcara la Recoleta, después de la victoria que obtuviera en el combate naval de Juncal. Un testigo presencial dice que «el pueblo lo llevó hasta el aristocrático café de la Victoria donde estuvo una hora expuesto a la expectación pública».

La principal clientela de estos cafés, eran jóvenes atraídos por la necesidad de participar en las luchas, abrirse camino, emular en momentos de agitaciones profundas, como las de principio de siglo. En ellos, se encontraron y se vincularon personas con aspiraciones comunes, actuantes, en medio de difícil conjunción y fueron protagonistas en los sucesos trascendentales de la nueva nación en 1810.

Según el doctor VICENTE FIDEL LÓPEZ, los mayores miraban mal a estos cafés por el espíritu opositor a las instituciones metropolitanas que distinguía a sus asiduos concurrentes, amigos de las novedades puestas en boga por los filósofos franceses.

Esto no significaba que se abstuviesen de concurrir, pues también iban a jugar sus partidas de “tresillo o revesino” y hacer de “mariscales de café”, género que siempre abundaba.

Cuenta la leyenda que la historia de la Viela (sic) comenzó allá por 1850, cuando La Recoleta era un lugar lleno de quintas y caminos de tierra, y ésta era una pulpería donde gauchos y compadritos se confundían entre ginebras y naipes, porque en sus comienzos, allí se vendía desde azúcar hasta medicinas y no siempre fue un lugar para «gente bien».

Por aquellos años eran frecuentes las peleas de cuchillos, el bailongo popular y «las mujeres de la noche», que tomaban su café con leche al amanecer. Obtuvo su nombre actual en 1942, y desde ese entonces La Viela regularizó su ortografía y pasó a ser un símbolo del barrio de La Recoleta.

Refugio de varias generaciones y tribus urbanas, por su estaño pasaron «los tuercas» de los años ’40, «el mundo artístico» de los ’60, «hippies» y «chetos» de los ’70 y los «yuppies» de los ’80. Declarada “Sitio de Interés Cultural, en el año 2000, se sigue llenando de turistas y de todo aquel que gusta disfrutar de un cafecito en su vereda tan concurrida.

Ya más acá en el tiempo
Café Bar “El Tortoni” (11/11/1858)
Fue, desde su misma inauguración, un lugar de reunión de los hombres vinculado a la política, a lo cotidiano, a compartir problemas, a evitar la soledad y es el único de los cafés de la bohemia intelectual que sigue en pie.

Es el más antiguo y el más célebre de los cafés porteños y ya desde sus comienzos, formó parte inseparable del paisaje de la avenida de Mayo, la más española de Buenos Aires.

Su historia comenzó el 11 de noviembre de 1858, cuando un francés de apellido TOUAN lo fundó en la esquina de Rivadavia y Esmeralda y lo bautizó ”Tortoni”, en recuerdo de otro famoso café homónimo de París, que a fines del siglo XVIII, fue centro de reunión de artistas, intelectuales y políticos (1).

En 1880 el “Tortoni” se mudó a un nuevo domicilio en Rivadavia 825, a un edificio obra del arquitecto ALEJANDRO CHRISTENSEN, que era propiedad de la familia UNZUÉ DE CASARES y que quedó a nombre de un sobrino de esa familia. El sobrino era un jugador compulsivo que, arrinconado por las deudas, se vio obligado a rematar la propiedad.

La adquirió el Touring Club Argentino, con la intención de construir un hotel internacional, pero para entonces el “Tortoni” ya se había convertido en una verdadera reliquia y se decidió conservarlo.

El 26 de octubre de 1894, pocos meses después de la inauguración de la Avenida de Mayo, el café reabrió sus puertas sobre esta avenida, a la altura del 825, lugar donde aún está. Por entonces su dueño lo vendió a un amigo, otro francés llamado CELESTINO CURUCHET, que le dio al establecimiento el carácter especial que hoy lo distingue.

Era CURUCHET un personaje fuera de serie. Romántico y excelente empresario al mismo tiempo. Se paseaba entre las mesas luciendo un casquete árabe de seda negra, con borla de oro. Gracias a él, muchos escritores y poetas que apenas podían consumir una copa tuvieron un lugar para reunirse y darse a conocer.

Curuchet ofreció la bodega del Café para los encuentros de artistas y la presentación de sus obras y fue así que el 25 de mayo de 1926, por iniciativa del pintor BENITO QUINQUELA MARTÍN (que realizó allí la primera exposición de sus pinturas), la poetisa ALFONSINA STORNI y los escritores NICOLÁS OLIVARI y RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN, inauguraron en su bodega, la que fue la famosa  “Peña del Tortoni”.

En la década del 20, el “Tortoni” se afianzó como lugar de reunión preferido por escritores, músicos, artistas y políticos que le dieron una nueva vida a la cultura nacional. Algunos de esos nombres figuran entre los más importantes de la cultura nacional y muchos de ellos, compartieron sueños, ideas y fantasías en este Café, que es uno de los más fieles baluartes de la cultura porteña.

En el grupo fundador, sobraba el talento pero escaseaban los fondos y fueron ellos mismos, los que limpiaron el sótano, trasladaron libros muebles y adornos y lo pusieron en condiciones para el día de la inauguración.

El primer programa fue extenso y apto para todos los gustos: JUAN DE DIOS FILIBERTO ejecutó tangos en el piano, GERMÁN DE ELIZALDE tocó también en el piano, obras de Debussy y Grieg y LUIS BERNÁRDEZ y GONZÁLEZ TUÑÓN, protagonizaron una verdadera competencia, recitando sus versos. La peña organizó concursos literarios y a través del tiempo, se presentaron en el lugar, excepcionales artistas nacionales y extranjeros

La Peña del “Tortoni” inauguró así una moda que pronto tuvo imitadores en otros locales abiertos a los hombres y mujeres que hicieron historia en la cultura y a un público ansioso de estimularlos. Allí estuvieron y compartieron sus valores, CARLOS CAÑÁS, ANA MARÍA MONCALVO, ELADIA BLÁZQUEZ, HÉCTOR NEGRO, ALBERTO MOSQUERA MONTAÑA, BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO, ALFREDO PALACIOS, BENITO QUINQUELA MARTÍN, FLORENCIO PARRAVICINI, ALFONSINA STORNI, ENRIQUE MUIÑO, HÉCTOR PEDRO BLOMBERG, RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN, CONRADO NALÉ ROXLO, ROBERTO ARLT, CARLOS MASTRONARDI, CÉSAR TIEMPO, ARTURO JAURETCHE, JORGE LUIS BORGES, JULIO DE CARO, CARLOS GARDEL, BLACKIE, JULIÁN CENTEYA, ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO, JUAN JOSÉ DE SOIZA REILLY, JUAN DE DIOS FILIBERTO, NICOLÁS OLIVARI y HORACIO REGA MOLINA, CARLOS DE LA PÚA, ULISES PETIT DE MURAT, EDMUNDO GUIBOURG, SANTIAGO GÓMEZ COU, SEBASTIAN PIANA, GERMÁN DE ELIZALDE, RICARDO VIÑAS y TOMÁS ALLENDE IRAGONI y muchos otros de igual calibre, entre los que se encontraron, ilustres visitantes extranjeros, tales como LUIGI PIRANDELLO, FILIPO TOMASO, PIERO MARINETTI, ARTURO RUBINSTEIN, ALEJANDRO BRAILOVSKY, JOSEFINA BAKER, GÓMEZ DE LA SERNA, MARTINEZ SIERRA, el genial pianista ARTURO RUBINSTEIN, la soprano LILY PONS y el incomparable CARLOS GARDEL.

Todos ellos brillantes representantes de la cultura, que muchas veces se vieron sorprendidos por la presencia de ilustres ciudadanos, como el Presidente MARCELO T. DE ALVEAR, quien con su esposa, llegaban caminando y ocupaban un lugar etre el público, como dos ciudadanos cualquiera. Para ser socio de la peña, era necesario pagar una cuota mensual, pero no siempre se exigió este aporte, en consideración a que el talento muy pocas veces era compañero del desahogo económico.

Sus “habitués” fueron y son otros; diversos de esos prototipos porteños, los protagonistas de aquellos viejos cafés, los templetes nocturnos que marcaron también una identidad del Buenos Aires de antaño. Personajes que mataban el tiempo y las horas, sentados ante una mesa, dando vueltas por sus recuerdos, de la misma manera circular y rítmica, como la que mezclaban su café en el pocillo.

El Tortoni señorial y familiar a la vez, remoto y tan cercano, era el detalle de Buenos Aires que asemejaba esta ciudad tan europea y tan propia a otras que también enarbolaron sus cafés: aquel Pombo, de Madrid; el Deux Magot o el Feore, de París; el Aragno ó el Greco, de Roma, que reunía nombres como los de Baudelaire, Goethe, D’Anunzio, Schopenauer y Anatole France.

Este viejo Tortoni que se negó a morir y se convirtió en una verdadera reliquia porteña y como tal venerada por sus habitantes, probablemente no haya esas discepolianas mesas que nunca preguntan nada a quien las ocupa.

Ubicado hoy en Avenida de Mayo al 800, sigue siendo centro de reunión de gente famosa que frecuenta su sótano, donde funciona una peña de literatos y pintores que tuvo apasionada vida en el Buenos Aires de los años 30. Gente como ORTEGA Y GASSET, LUIGI PIRANDELLO, JUAN DE DIOS FILIBERTO, QUINQUELA MARTÍN o EL FILÓSOFO FRANCISCO ROMERO.

Hoy, la peña no existe. Después de intensa actividad desarrollada durante diecisiete años, la Peña Artística del Tortoni cerró sus puertas. El sótano es utilizado algunas veces para recitales de tango, pero entre las mesas de arriba, que los espejos multiplican, parecen flotar aún aquellos versos que escribió alguna tarde, allí mismo, BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO: y que hoy lucen grabados en una placa que luce en su frente:  «Desde un bar, arco iris te saludo, ahito de café y melancolía».

Nada ha cambiado hoy de aquel viejo “Tortoni”. Se ha preservado de la fórmica y del neón con la prolijidad que merece respeto y todavía forma parte de la historia doméstica de Buenos Aires y sus muros parecen encontrar alguna de las voces que allí resonaron en la intimidad, para decir aquellas cosas que solo se dicen y se piensan frente a una mesa de café.

El “Tortoni” de hoy sigue siendo aquel viejo café, reducto de solitarios y de soñadores. El lugar donde se va a pensar, a conversar con amigos o a leer algún diario, pero ya no es solo eso. Es además un refugio del arte consagrado y un mecenas de innovadores y aspirantes a la gloria.

Hoy, en el sótano del Café (en donde lo que fue su bodega), se realiza todo tipo de actividades culturales: Hay recítales de tango, exposiciones de pintura, presentación de libros y conferencias, sesiones de jazz, lectura de poesías y hasta actuaciones de grupos musicales de avanzada, que parecen no tener lugar en la fría e indiferente gran ciudad.

Pero no sólo fue y es un ámbito propicio para los consagrados. También allí hallan su espacio muchos jóvenes con inquietudes estéticas, y hasta personas que, sin tener ninguno de esos méritos, concurren simplemente porque allí se sienten a gusto, en un ambiente cálido de afecto, pero respetuoso también de cada singularidad.

Cantado y evocado por los poetas, inmortalizado con un tango (“Viejo Tortoni” de Héctor Negro y Eladia Blázquez), iluminado con versos de BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO, el Café Tortoni hoy, forma parte del paisaje de la ciudad y de su patrimonio turístico.

Como decía MARTÍNEZ ESTRADA: “…. los Cafés vinieron a dar residencia a la tertulia fuera del hogar y a reemplazar en cierto modo a la familia”. Y el Tortoni, uno de los más característicos de Avenida de Mayo, es eso y más que eso. Porque aludir al Tortoni, equivale a mencionar una especie de templo abierto a la feligresía culta”.

“A un bastión que, no obstante las ráfagas transformadoras permanece enhiesto, fiel a una generosa vocación de servicio. Siempre propicio como escenario de challas sustanciosas o acaso sobre bueyes perdidos, de escritores, autores teatrales, gente de tango, pintores y «tutti cuanti» se interesen por esas cosas del intelecto”.

“Escritores, pintores, periodistas, políticos, jóvenes, no tan jóvenes, jugadores de ajedrez y de dominó, tomadores de capuchinos o de chocolate, gustadores del tango, seguidores del jazz, entusiastas de la pintura, todos ellos son solo una parte de los personajes, conocidos o ignotos, que pueblan y poblaron los salones del viejo Café Tortoni”.

“Fue en el pasado, un cenáculo reservado para hombres, acaso el mejor club que tuvieron los porteños de las primeras cuatro décadas del siglo. Lo paradójico es que, en tanto la ciudad incorporaba nuevas modas, otras formas de co­municación y de vida doméstica, el Tortoni lograba preservar esa cosa intimista y cordial que siempre atrae, como si a propósito hubiera quedado detenido en el tiempo”.

Café literario “La Helvética” (1860)
Se inauguró en 1860 y funcionaba en la esquina de Corrientes y San Martín en la ciudad de Buenos Aires. Un edificio de dos plantas que cerró definitivamente en 1975. Durante 115 años, por su proximidad con el diario “La Nación”, fue un lugar de encuentro de periodistas, diplomáticos, políticos y funcionarios.

En sus comienzos era frecuentado por Bartolomé Mitre, Carlos Tejedor, Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Rubén Darío y otros personajes de igual fuste. En los últimos años, eran sus contertulios Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Láinez y Ernesto Sábato, quienes como aquellos, fueron protagonistas de muchas veces acalorados debates intelectuales y discusiones sobre arte, política y cultura que eran acompañados y moderados por cerveza suelta y maníes, servidos con vajilla inglesa y francesa.

Bar «El Federal» (1864)
Ubicado en Carlos Calvo 599, es el café más emblemático de San Telmo. Abrió sus puertas como «pulpería» en 1864 y supo ser también prostíbulo y almacén con despacho de bebidas.

Escenario para clásicos del cine argentino, reducto de músicos, artistas y escritores notables, museo de antigüedades con reliquias de bodegón, publicidades centenarias, postales del pasado, fue declarado Café Notable por el Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y Sitio de Interés Cultura

Soberano de la mítica esquina de Perú y Carlos Calvo desde cuando ambas calles eran de tierra, compañero de vicios y pasiones, cómplice de encuentros históricos. Con 150 años cumplidos de historia, su arquitectura todavía esconde secretos que terminan transformándose en mitos y leyendas.

Los vecinos y parroquianos, autorizadas voces en el asunto- las repiten con orgullo, garantizando su larga vida. Hablar de la esquina de Perú y Carlos Calvo, es hablar de la historia porteña, de la transformación de San Telmo, de la evolución de sus almacenes, de las costumbres de sus habitués.

El local, todavía de pie y coleando desde 1864, inició sus días como pulpería, cuando el trazado rural del Barrio, incluía un paisaje con un río más próximo, calles de tierra y palenques para atar allí los caballos.

Supo ser también almacén de ultramarinos y  en su planta alta alojó un prostíbulo clandestino. Más tarde se convirtió en almacén con despacho de bebidas y ya, en el nuevo siglo, fue escenario para clásicos del cine argentino, como Cafetín de Buenos Aires.

Desde entonces, el ritual del café, la reunión con parroquianos en el bar y la charla sin apuro, atravesarían todas las versiones y formatos del Federal.

Bien entrado el siglo XX, en la década del 70′, su identidad cobraría la forma definitiva como «Bar El Federal», reducto mágico para disfrutar de típicos platos porteños con reminiscencias ítalo-españolas (pastas caseras, tablas y picadas, tortillas y escabeches, sandwiches especiales), cerveza de elaboración artesanal, sidra tirada y buenos vinos. toda una experiencia gastronómica ilustrada por una notable colección de antigüedades, avisos publicitarios de épocas pasadas y fotografías históricas.

Todo el lugar es una pieza arquitectónica de gran calidad. Con su barra de madera con arco en alzada y vitreaux y su piso de mosaicos calcáreos originales. La antigua máquina registradora, el reloj detenido a las ocho, las chapas enlozadas y los avisos publicitarios del siglo pasado forman parte de su colección de piezas únicas. (María Florencia Sánchez).

Si fuera necesario definirlo con sólo un puñado de palabras, sería justo decir que «El Federal», es un rincón de culto de las costumbres argentinas, un grato lugar para descubrir el patrimonio cultural porteño y para reencontrarse con el Buenos Aires de hace un siglo y medio, aún vigente cada vez que se abre de par en par la puerta de su doble hoja .

Bar “El Imperial” (1880)
Ubicado en Defensa y Humberto Io. Como diría Raúl González Tuñón: «Un bar con cierto clima de los cuentos de Oscar Henry o Bret Harte». Todavía luce su mostrador cubierto con estaño, una vitrola, una antigua máquina de hacer café que aún funciona,  sólidos cajones de madera donde se guardaban la yerba, el café, el azúcar y sus mesas de madera, ante las que alguna vez se sentaron JORGE LUIS BORGES, RAQUEL FORNER, ALFREDO BIGATTI, ROBERT DE NIRO, ERIC CLAPTON Y ROBERT DUVALL. Tristón, fraternal y apacible como pocos, salvo los domingos de hoy, en que el rumor de la “Feria de la Plaza Dorrego” lo sacude y alarma.

Café “Los 36 billares” (1884)
Fue inaugurado en 1884 y estaba instalado en un local ubicado en la calle Corrientes. Contaba con 36 mesas de billar y su aparición causó tal sensación, que pronto este juego se puso de moda, hasta el punto que, para 1890, ya había en Buenos Aires un centenar de locales con mesas de billar.

El 8 de julio de 1894, cuando despuntaba esa época espléndida y pujante en la que Buenos Aires, comenzaba a perfilarse como la ciudad más europea de América, según se data en los archivos históricos de la época, se produjo la apertura de la Avenida de Mayo, con un acto donde hubo una procesión de 500 antorchas, que iluminaron la ciudad de Buenos Aires, preanunciando que, a pesar de la oposición de algunos porteños, reacios a las transformaciones urbanas que comenzaba a sufrir la ciudad, esa zona, inexorablemente se iría poblando con más y modernos edificios, algunos emblemáticos (la mayoría de los cuales, siguen hoy en pie), e iría adquiriendo un “aire castizo y español”, que la identificaría para siempre.

Y hasta allí fue el Bar “Los 36 billares”, casi en la misma época de la apertura de la avenida de Mayo. Ubicado desde esa, su segunda fundación, en el número 1256 de dicha arteria, entre las calles Salta y Santiago del Estero, ocupa la planta baja y el subsuelo de un edificio que fue construido en 1914 para la “Compañía de Seguros La Franco Argentina”.

Los arquitectos COLMEGNA Y TIPHAINE fueron los autores de la obra que respondía al exquisito gusto de fines del siglo con una fuerte influencia de la colectividad hispana.

En un amplio salón, se complementan armoniosamente las mesas de billar con el café y los grandes ventanales a la calle. La fachada, combina tonos ladrillo y arena con unos toldos rayados de la misma gama cromática, que sombrean las vidrieras. Cuatro faroles de estilo, iluminan la vereda y el cartel que exhibe su nombre, muestra orgulloso el número 36 centrado entre dos tacos que definían la especialidad de la casa.

Las grandes arañas de bronce que iluminan hoy el salón principal también son originales y salvo algunas tulipas, están en perfecto estado luego de la restauración a las que se las sometió cuando se trasladó a la avenida de Mayo.

La barra, que antaño era de mármol de Carrara, en un principio fue reemplazada por una de granito, pero respetuosos del prestigio adquirido a través de los años, sus dueños la cambiaron por otra tan elegante como que la que tuvo en sus tiempos de gloria.

Hoy, las 36 mesas de billar funcionan en el subsuelo, dejando la planta baja para uso exclusivo del Café y de los juegos de mesa que allí practican los numerosos “habitués” de este reducto porteño, que a partir de su inauguración, fue un punto de encuentro para los adictos al “copetín” y a las partidas de billar, dados, generala, dominó y ajedrez, entre otros juegos de moda en esos años.

Además del poeta español FEDERICO GARCÍA LORCA, que pasó una larga temporada, alojado en una habitación del Hotel Castelar y se hizo habitué del lugar, muchos famosos y muchos no famosos, practican desde entonces, hacer sus “carambolas” en las mesas de “Los 36 billares”-

Un reducto porteño que tuvo entre sus paredes a lo más representativo de las artes, las letras y por qué no, también de la farándula y de los míticos cultores de nuestra música ciudadana, entre ellos, MIGUEL ANGEL BAVIO ESQUIÚ, jefe de la sección deportes del diario El Mundo en la década del cuarenta y creador en la revista “Rico Tipo”, el escritor ABELARDO ARIAS, el mismo que en su novela «La vara de fuego”, recrea una historia ambientada en los años treinta, en el “Hotel Lutecia” (hoy Hotel Chile), un edificio de la misma cuadras a la altura de 1293, esquina Santiago del Estero.

Confitería “La Violetas” (1884)
Ubicada desde sus inicios en la esquina de Medrano y Rivadavia, de la ciudad de Buenos Aires, pertenece al selecto grupo de «Bares Notables», como “La Ideal” y el “Tortoni”, locales que tienen como principal característica, que al ser los más tradicionales y representativos de la ciudad, gozan del apoyo de los programas oficiales del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Fue inaugurada el 21 de setiembre de 1884 y posteriormente remodelada en la década de 1920.

La planificación y las tareas de remodelación se realizaron en base a bocetos en acuarelas y tinta china, confeccionados por un escenógrafo argentino cuyo nombre, lamentablemente no ha trascendido, pero que se sabe, tenía su taller en la calle Piedras N° 1019, de Buenos Aires.

Las obras de restauración llevaron seis meses y durante ese tiempo numerosos obreros trabajaron bajo la atenta mirada de muchos de aquellos que habían integrado la planta de personal de la confitería original, La “boiserie”, el cielo raso estucado y las suntuosas arañas de caireles de cristal, fueron tratados para que quedaran tal como se veían en 1884, el año de su inauguración, volviendo a lucir sus vidrieras, puertas de vidrios curvos y pisos de mármol italiano.

El local tiene 80 metros cuadrados de vitrales y se les realizó una limpieza profunda a los que quedaban sanos, debiendo ser completados los faltantes con otros nuevos que, aunque se dijo que habían sido traídos desde Francia, la realidad es que sólo los materiales que eran necesarios, fueron traídos desde allí, ya que la confección de los mismos, corrió por cuenta exclusiva de ANTONIO ESTRUCH, artista argentino que ya tenía experiencia, pues ya los había hecho antes para el Café Tortoni (1).

Las arañas fueron otras de las reliquias fundacionales que merecieron una atención especial: se las sometió a un proceso de pulido, laqueado y se repusieron los “caireles” faltantes con otros nuevos con la misma calidad del cristal de los originales. El piso, en cambio, debió ser hecho de nuevo, porque el deterioro era terminal.

Siguiendo el dibujo antiguo, para lo cual se contaba con fotografías que permitieron recrear el tamaño, la forma y el color elegidos por los diseñadores de época, se logró una reproducción exacta de aquellos que vieron antaño, recorrer su pulida superficie, a damas y caballeros de la alta sociedad porteña.

Lugar entrañable del barrio de Almagro. Entre sus flores de estuco, sus mármoles italianos y sus caireles de cristal, pudieron oírse las típicas orquestas de señoritas, se filmaron escenas de «La Maffia» y «¿Qué es otoño?», y se casaron cuatro generaciones, desmintiendo aquella sentencia de mal augurio, o de que «las chicas que frecuentan Las Violetas no se casan».

Centro de reuniones y de actividades culturales, la Confitería “Las Violetas” fue, como lo es nuevamente hoy, un símbolo de la ciudad de Buenos Aires. Heredera de un señorío que identificó como “la París de América” allá por los fines del siglo XIX. El suntuoso y no menos cálido y acogedor ambiente que ponía a disposición de sus clientes, la proverbial amabilidad y destreza de su personal y la exquisita pastelería que producía «Las Violetas», trascendió los límites del barrio.

Sus maestros pasteleros tenían como regla no utilizar ningún tipo de conservante y mantuvieron a lo largo del tiempo las mismas recetas, por lo que los platos dulces de la confitería cobraron gran prestigio y mucha gente concurría “al té de las cinco” o se trasladaba bien temprano, para comprar sus crocantes medialunas, su inigualado pan dulce con las mejores frutas abrillantadas y sus inolvidables milhojas con «fondánt» a punto (1) El hijo y el nieto, también llamados «Antonio», siguieron trabajando en el mismo rubro, y desde 1987 ocupan un local de Solís 263).

Café “La Puerto Rico” (08/11/1887)
El 8 de noviembre de 1887, el aire de Catedral al Sur, en el barrio de Monserrat, se perfumó con el aroma del café recién molido. Don GUMERSINDO CABEDO abrió “La Puerto Rico” en un local de la calle Perú entre Alsina y Moreno; lo llamó así debido a que vivió algún tiempo en Puerto Rico, tierra de buen tabaco y apreciado café.

En 1925 se trasladó al local actual, en Alsina 420, donde JOSÉ INGENIEROS, PAUL GROUSSAC, ARTURO CAPDEVILLA, JOSÉ MARIA MONNER SANS y RAFAEL OBLIGADO frecuentaron sus mesas. (…) La fachada combina el granito negro de los muros con amplias vidrieras, la carpintería de madera y su puerta de dos hojas con vidrios esmerilados con una taza de café y su nombre.

En la vidriera aparece el muñeco característico del local, un negrito con ropa blanca y sombrero anaranjado. (…) El salón, de generosas dimensiones, tiene alrededor de 70 mesas redondas y rectangulares con tapa de mosaico granítico que lleva incrustada, en estaño, el nombre del café.

La base es de madera. En las paredes la “boiserie” alcanza una altura de 2 metros, que intercala espejos de media luna, donde se reflejan las siete columnas existentes. El piso de mosaico granítico decorado tiene alusiones a su nombre, y estilizadas figuras de negritos y de barcos de vela triangular. (…)

Los mozos, varios con muchos años en la casa, visten pantalón negro, camisa blanca, chaleco y moño a cuadritos rojos y negros. Una foto de los intérpretes españoles ÁNGELA MOLINA y MANUEL BANDERAS, nos recuerda que algunos pasajes de la película de Jaime Chávarri “Las cosas del querer” se filmaron en este café. FRANCISCO LACAL MONTENEGRO, habitué de toda la vida, es el autor del tango “Café de La Puerto Rico” que dice entre sus versos: “…estampa del ayer / porteño y señorial / que allá por el ochenta y pico / viviste el florecer / del alma nacional….».

Café de los Angelitos (1892)
Dicen los que saben, que en 1890, en la esquina de las actuales avenida Rivadavia y Rincón en el Barrio de Balvanera de la ciudad de Buenos Aires, comenzó a funcionar un Café (quizás conocido como “Bar Rivadavia”), que fue inaugurado por un italiano cuyo nombre era BAUTISTO FAZIO.

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Por ese entonces las calles de Buenos Aires, por esos barrios, aún eran de tierra y se andaba a caballo, carreta o en diligencia y el Café, era frecuentado por los carreros que venían trayendo sus mercaderías desde las quintas y por muchos de los malvivientes que habitaban aquella zona, tan lejana en esos días del centro porteño.

Parece ser que un día, un vigilante que hacía ronda entró sorpresivamente para hacer una investigación, ocasionando una revuelta y una rápida retirada de muchos de sus habitués, que sobresaltados ante lo que presumían una redada, se dieron a la fuga.

Cuando el agente informó a sus superiores, requerido que le fue el nombre del lugar, éste respondió que no lo tenía, pero que era lugar de reunión de gente de mal vivir y pesos pesados del hampa, por lo que no había podido llevar a cabo su investigación.

Resuelto el Comisario a resolver la cuestión, reunió a su gente y diciéndoles: «Vamos a ver muchachos, si nadie se sale de la vaina en el café de los angelitos», se dirigió al lugar en cuestión.

Alguien recogió esas palabras y a partir de entonces (se dice que fue el 14 de octubre de 1892), ese viejo Café, pasó a llamarse “Café de los Angelitos”. Mucho después, en 1944, quizás inspirado por esa historia, CÁTULO CASTILLO escribió un tango y le puso el mismo nombre («Café de los Angelitos” cuyas primeras estrofas dicen: “Café de los angelitos/bar de Cabino y Casón/yo te alegré con mis gritos/en los tiempos de Carlitos/por Rivadavia y Rincón»).

Cuando en sus comienzos, y allí brillaban GABINO EZEIZA, HIGINIO CAZÓN y JOSÉ BETINOTTI, con sus payadas, era un galpón con piso de tierra, con billares y algunas mesas de madera, pero por las noches, este café tomaba otro color y pronto se transformó en lugar de encuentros de lo más destacado de la bohemia porteña: payadores, autores, artistas, compositores y políticos, en especial socialistas de la vecina “Casa del Pueblo”, que fuera inaugurada en 1927.

En sus tiempos de gloria, era común encontrar allí a CARLOS GARDEL (que vivía en Rincón 137), FLORENCIO PARRAVICINI, ALFREDO PALACIOS, JUAN B. JUSTO, CÁTULO CASTILLO, OSVALDO PUGLIESE y JOSÉ INGENIEROS y hasta entusiastas participantes de las Peñas que se organizaban los fines de semana.

Todo cambiaba, el Café de Los Angelitos se vestía de fiesta porque el tango se hacía eco en la boca de los que allí concurrían. Gardel siempre daba el primer paso, lo seguía su inseparable amigo TITO LUCIARDO (no faltaba jamás), tampoco LEGUISAMO, ENRIQUE MUIÑO y JOSÉ RAZZANO.

Nada de aquello quedó en el olvido. Luego de repetidos reveses económicos, durante los cuales fue varias veces cerrado y reabierto, en 2006 fue rescatado de las ruinas y reconstruido en 2007. Hoy, sus paredes siguen siendo del primitivo color crema, con columnas de marrón muy oscuro.

Las mesas cuadradas, de madera cubiertas con un mantel blanco y otro marrón en diagonal. El correr del tiempo no permitió que se olviden las fiestas que alegraron su mítico salón, ni aquellas noches de tango. Las fotografías que cuelgan de sus paredes inmortalizan aquellas épocas y los rostros sonrientes de aquellos que le dieron fama, son testigos de los años de gloria que tuvo el Café.

“Confitería del Águila” (1894)
Ubicada en la esquina de las avenidas Callao y Santa Fe de la ciudad de Buenos Aires, se inauguró en 1894 y fue durante muchos años, lugar de reunión de aristocráticas damas que concurrían “a tomar el té” y a intercambiarse comentarios, novedades y “chismes” del mundo de la alta sociedad porteña. De sobria y elegante arquitectura, mesas deliciosamente servidas, su tenue iluminación y su clima sereno invitaban al contacto personal y a la confidencia.

Confitería “La Ideal” (1912)
En la ciudad de Buenos Aires, a la vuelta del Obelisco, desde 1912, se encuentra la Confitería “Ideal”. “La Ideal” para los porteños, está considerada como la representante más importante de la «belle époque». A diferencia del Tortoni, la concurrencia de la Ideal era más aristocrática que bohemia. Entre los que frecuentaron el edificio de Suipacha 380 estaban HIPÓLITO YRIGOYEN, ALFONSINA STORNI y VICTORINO DE LA PLAZA.

Fue fundada por MANUEL ROSENDO FERNÁNDEZ, un inmigrante español proveniente de Pontevedra y debe su nombre a un lema de la época: que resultó del agrado de don Fernández: «Ideal es el más intenso anhelo de la vida, el conjunto de las más bellas esperanzas, forjado en la mente que lleva el sello particular de quien lo sustenta».

Por aquellos años fulgorosos del Centenario, no se escatimaba en gastos: butacas tapizadas (importadas de Checoslovaquia), boiserie de roble, vitraux y cristalería italiana, conformaban un estilo exclusivo para albergar más que cómodamente a 500 personas.

La planta alta del local, donde más tarde comenzó a funcionar un salón de tango, se utilizó durante mucho tiempo como salón de fiestas. Allí se realizaban los casamientos, despedidas y cumpleaños más importantes de la sociedad argentina.

Los encargados de la animación de esas fiestas eran músicos como «Los 7 de oro», Roy Granata, «Los Mariscales» o el pianista Osvaldo Norton, un número clásico de la casa que estuvo muchos años. En la planta baja funcionaba (y todavía funciona) la confitería propiamente dicha, donde son sagrados el té con masas y también el champagne y los copetines.

Café “San Bernardo” (1912)
Un ícono del barrio de Villa Crespo, abrió sus puertas en 1912 y durante muchos años fue un espacio reservado sólo parta hombres, que escuchaban tangos, mientras la “vitrolera”, única mujer a la que era permitido estar allí, pasaba discos de pasta en un altillo oculto a la vista de los parroquianos.

En 1920 se rompió esa regla (aunque no tanto). Paquita Bernardo, la célebre tonadillera, vestida de varón, debutó tocando el bandoneón y pasó a ser la primera bandoneonista argentina. Pero las cosas fueron cambiando.

En 1930, ya con más de 20 mesas de billar, era una de las salas más grandes de la Capital y lugar donde se realizaban reñidos torneos con la participación de los grandes maestros del “taco y la tiza” y en un piso superior, funcionaba el “Club Social San Bernardo”, donde se jugaba a las cartas y al clásico dominó.

Mágico espacio de nuestra ciudad que convocó a glorias como Carlos Gardel, Celedonio Flores, Genaro Espósito, Alberto Vaccarezza y hasta Benito Quinquela Martín que llegaba desde la Boca. Personajes como Leopoldo Marechal y actores como Max Berliner fueron sus “habitués” y todos ellos, junto a ignotos vecinos que le dieron vida, quizás estuvieron presentes, en el recuerdo o en los corazones, cuando en ese entrañable recinto, en 1935, asumió el primer Presidente de la República de Villa Crespo, sueño loco e irreverente de un grupo de vecinos que mostraba así su sentido de pertenencia a un lugar que amaban y honraban.

Confitería “El Molino” (1917)
En 1850 CONSTANTINO ROSSI asociado con el prestigioso pastelero italiano CAYETANO BRENNA eran los dueños de la llamada “Confitería del Centro”, ubicada en la esquina de las calles Federación y Garantías (actuales Rivadavia y Rodríguez Peña).

En 1866, a partir de la instalación cercana del “Molino Lorea”, el primer molino harinero que se instaló en Buenos Aires, comenzó a llamarse “Antigua Confitería del Molino”. En 1905, estando a cargo de las obras el arquitecto FRANCISCO GIANOTTI, que fuera además el autor del proyecto, comenzó la construcción de la que sería la nueva sede de su empresa en la esquina de las avenidas Rivadavia y Callao, frente mismo al Congreso de la Nación y cuando el 9 de julio de 1916, la inauguran, ya lo hacen con su nuevo nombre de Confitería el Molino

A partir de entonces, acompañó la vida intelectual, política y social de nuestro país. LISANDRO DE LA TORRE, LEOPOLDO LUGONES, CARLOS GARDEL, OLIVERIO GIRONDO, ROBERTO ARTLT y las jóvenes NINÍ MARSHALL, LIBERTAD LAMARQUE y EVA PERÓN discurrieron por sus elegantes salones disfrutando exquisitos manjares y por más de 130 años, el local fue testigo de hechos trascendentales de la historia argentina y el lugar elegido por los políticos de todas las épocas. MARCELO TORCUATO DE ALVEAR, AGUSTÍN P. JUSTO y JUAN DOMINGO PERÓN, fueron, por nombrar sólo a algunos, de los habitués más asiduos.

En sus salones con reminiscencias de palacio francés, aún suenan las voces y risas de sus “habitués”, encopetadas señoras que iban a tomar “el té con masitas” y adustos caballeros que se reunían allí para criticar a los gobiernos de turno, imaginar revueltas y porque no, hacerse eco de alguna de las comidillas que le ponían pimienta al Buenos Aires de entonces.

El brillante proyecto del arquitecto FRANCISCO GIANOTT, con su esbelta cúpula y aguja de 65 metros de altura, su espectacular marquesina de metal, sus refinados “vitreaux” italianos y su transgresor “antiacademico art noveau”, la consagraron como una verdadera joya de la arquitectura mundial y hasta la UNESCO ha coincidido con ello.

Pero en su historia no solo hay frivolidades, cuando se recuerda una historia trágica ligada a la caída de Hipólito Yrigoyen: Cuando el 6 de setiembre de 1930 —fecha de la sublevación militar de Uriburu— los cadetes del Colegio Militar fueron baleados desde las ventanas del Congreso y desde uno de los pisos de la confitería y una multitud penetró en ella y la devastó.

Reabrió sus puertas un año después, el 12 de octubre de 1931. Bella y con rasgos definidamente “art-nouveau”, habilita un poema de Oliverio Girondo que pudo —y quiso— festejarla diciendo: «Las chicas de Flores tienen los ojos dulces / como las almendras azucaradas de la confitería del Molino».

Confitería “Richmond” (17/11/1917)
Fue la sede del llamado “Grupo Florida”, movimiento literario que en franca oposición con el “Grupo de Boedo” (cuya sede era el Café “Homero Manzi”), fue uno de los más influyentes protagonistas de la historia de nuestra cultura.

La Confitería ocupaba un edificio de estilo inglés, ubicado en la céntrica esquina de Florida y Lavalle y allí se reunían JORGE LUIS BORGES, BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO, LEOPOLDO MARECHAL entre otros referentes de nuestras letras, para desarrollar sus ideas, exponer sus proyectos y discurrir acerca del destino del ser humano como criatura pensante. Fue también punto de encuentro de políticos y en 1924, vio nacer al periódico “Martín Fierro”.

Conservando sus formas, instalaciones y calidez de siempre, hoy, todos los días, a las cinco de la tarde, se sirve el tradicional “Té de las 5”, acompañado con ricas masas, que parecen evocar tiempos idos de esplendor y buen gusto, mientras en su subsuelo, el pool, el billar, el ajedrez y las damas, reúnen a aficionados que allí encuentran un grato espacio para encontrarse con amigos. 

Café y restorán “El Americano” (1918)
Funcionaba en la calle Cangallo y Pasaje Carabelas, próximo al Mercado del Plata y en sus avisos hacía saber que su propietario “invitaba a la gente de buen humor a visitarlo para convencerse de la excelencia, prolijidad y baratura con que en él se sirve”.

Comunicaba además que “en el mismo hay gabinetes particulares a la disposición de los “amateurs” (habrá querido decir amantes?). Frecuentado por los feriantes que tenían sus puestos en el vecino Mercado, se ufanaba de que ese era el Café preferido de CARLOS GARDEL

Bar “La Tacita” (1919)
Estaba ubicado en la esquina de las calles Inclán y Boedo y comenzó a funcionar en 1919, cuando un señor turco de nacimiento, puso allí una vinería para vender vino suelto a los parroquianos que se acercaban al lugar para “tomarse una copa” acompañada por una rica “picada”.

Con piso de madera, mostrador cubierto con estaño y los clásicos toneles con “espita” a la vista, el negocio marchaba viento en popa, hasta que al gobierno, en 1928, se le ocurrió que durante los “días de partido”, no se podía expender vino en diez cuadras a la redonda de los estadios de fútbol.

Su cercanía con el estadio del Club San Lorenzo, hacía pasible de gruesas multas a nuestro querido turco y cómo se las ingenió para eludir los rigores del Edicto policial que amenazaba con terminar con su negocio ?.

Pues comenzó a expender el vino, servido en tacitas y a partir de entonces no era raro, ver a sudorosos hinchas, pañuelo con cuatro nudos cubriendo sus cabezas, o a malevos y cuchilleros vecinos, con “funyi” y pantalón de fantasía, tomando tranquilamente su vinito, como si estuvieran tomando el té con sus amigos.

Bar “La Academia» (1920 )
En Callao al 300, con sus características mesas de billar, dados y ajedrez, que invitan pasar al fondo, mientras al frente se acomodan periodistas, filósofos de barrio, poetas y otras criaturas de la bohemia.

Es uno que ha debido adecuarse a los tiempos modernos y es quizás el único, en el que no recorren sus mesas levantando pedido, adustos hombres de prosapia gallega, sino que lo hacen simpáticas y hermosas camareras, no por eso, menos diligentes.

Pero no siempre fue así, pues, como se sabe, el boliche era un lugar exclusivo para hombres y en todo caso, si concurrían mujeres nadie intentaba llamarlas “señoras”. Pero los tiempos cambiaron y por ese reducto han pasado bohemios de ambos sexos, escritores, periodistas y grandes artistas que gustan tomarse un “cafecito”, mientras los maestros y no tan maestros, despliegan sus habilidades sobre una mesa verde de billar.

Porque en “La Academia, era común encontrarse con bailarines, como Pablo Lento o el Pibe del Abasto (ambas leyendas tangueras) o con los hermanos Navarra, genios del “taco y la tiza”, que desplegaron su maestría en las épocas en que los que podían pagarse esos lujos, se dejaban ganar por quienes necesitaban hacerse de unas monedas para poder sobrevivir.

 Petit Café (1927)
Estaba en la avenida Santa Fe 1820, entre Callao y Río Bamba en la ciudad de Buenos Aires. Se dice que fue fundado por un catalán que había sido empleado en la Confitería El Águila, que reconstruyó y remodeló el antiguo Bar Tokio que antes había ocupado ese lugar.

En un principio era lugar de reunión de familias de clase media que ya comenzaban a caracterizar a ese Barrio, el Barrio Norte, como un reducto de familias acomodadas, con recursos y costumbres burguesas.

Pero alrededor de 1943, comenzó a ser frecuentado por numerosos “niños bien”, jóvenes cuyo nivel social, la vestimenta que les era común: (“blazer” compuesto con saco azul con tres botones y dos tajos en el bajo de la espalda y pantalón gris oscuro), su lenguaje, utilizando palabras de origen extranjero y sus maneras europeizadas, hizo que se los identificara a todos como “petiteros”, pasando a ser así el símbolo de un estamento de nuestra sociedad y de una postura política de derecha.

Su trascendencia como referentes de la clase media alta (los “oligarcas” como se los llamaba), intelectualizada y claramente opositora del gobierno que se instalara a partir de 1943, pronto le dio una fama que fue incentivada por dibujantes (como Divito), músicos (como D’Arienzo que le dedicó un Tango) y artistas populares (como Pablo Palitos que los satirizaba cantando “dos tajitos, tres botones, petiteros maricones” en sus presentaciones teatrales).

Decididamente declarado reducto “antiperonista” o “gorila” como se decía en aquella época, su permanente y desgastante oposición a todo lo que venía del gobierno, hizo que pagara un alto precio.

En la noche del 15 de abril de 1953, fue incendiado por militantes peronistas, que en una jornada de locura, también incendiaron el “Jockey Club”, la “Casa del Pueblo” (sede del partido Radical), otras sedes partidarias de la oposición y la Curia Metropolitana y saquearon la ciudad.

Recuperado de los estragos sufridos, el Petit Café continuó funcionando, pero ahora, sus parroquianos de antes, “los petiteros”, se mimetizaron con otros que fueron llegando, no tan comprometidos políticamente, por lo que los fuegos de la pasión política comenzaron a apagarse y el lugar comenzó a funcionar como una Café más, sin tanta exposición, hasta que se cerró en 1973, dejando para la Historia, sólo el recuerdo de los “petiteros” como una curiosidad de la curiosa fauna porteña.

 

Bar “El Aeroplano” (1927)
En 1927 abrió sus puertas un humilde Café de barrio, que con el tiempo, llevará el nombre de uno de los más exquisitos y auténticos tangueros del Buenos Aires que se fue. Fue en la esquina de las avenidas San Juan y Boedo, pleno barrio de Boedo y no quedó registrado con qué nombre inició sus actividades.

Lo que si se sabe es que ya desde 1914, había en esa esquina un “boliche” que no pasó a la historia por sus méritos. Luego se llamó “El aeroplano” y cuando lo compraron unos japoneses, lo bautizaron “Nippon”, hasta que en 1948, llamándose ahora “Canadian” comenzaron a pasar por sus mesas, los más renombrados músicos que hicieron del Tango, la expresión artística más representativa de la ciudad de Buenos Aires.

Y fue HOMERO MANZI, uno de sus más queridos habitués”, quien escribiera allí algunos de sus más exitosos tangos (“Sur”, especialmente), quien, sin quererlo, hizo que la gente comenzara a nombrar a aquella esquina, como la “Esquina Homero Manzi” y al Bar que allí había “Bar esquina Homero Manzi”, nombre que respetando el clamor popular, le fue adjudicado por la Municipalidad de Buenos Aires, cuando en 1981, lo declaró “Bar Notable de la Ciudad”.

El local fue testigo de discusiones políticas de los “yrigoyenistas”; fue sede del grupo literario “Boedo”, vio surgir a músicos como TUEGOLS y MARMÓN y contó con parroquianos del nivel de ROBERTO ARLT, que se reunía allí con empresarios a los que intentaba interesar en su proyecto de “medias de mujer que no se corren”, emprendimiento comercial que esperaba financiera sus bohemias como escritor

Bar “La Cosechera (1928)
En la esquina de las calles Brasil y Defensa de la ciudad de Buenos Aires, desde el Siglo XVIII existía una Pulpería que según afirman arqueólogos urbanos se llamaba “Quilapán”, ofreciendo los típicos servicios de estos antiguos establecimientos que, no solo eran lugar de expendio de bebidas alcohólicas, sino que también servían como lugar de reunión de los paisanos que ocupaban sus mesas para beber o jugar a las cartas.

No existen referencias que aseguren el porqué, pero lo que contaron en cierta oportunidad, algunos de sus contemporáneos, es que a partir de 1928, dejó de funcionar como pulpería y comenzó a llamarse Bar “La Cosechera” hasta que en 1959, tres españoles, gallegos ellos, José Miñones, José Trillo y Manuel Pose, alquilaron el local y lo rebautizaron como El Británico, en honor a los ex combatientes ingleses de la Primera Guerra Mundial que solían reunirse allí.

Café La Humedad (1930)
Buenos Aires es un conglomerado de almas andariegas y sedentarias que saben rendir culto a dos diosas: la amistad y la noche. La amistad, porque nos ayuda a mantener la fe que tantas veces se quebranta y la noche, porque, como saben todos los porteños trasnochadores, durante ella, se escribe la historia de una ciudad y su gente. Para ellos se han construido muchos lugares de encuentro, donde quedaron sus huellas y uno de ellos quedaba en la esquina de Gaona y Boyacá.

Allí, quizás en 1930, abrió sus puertas un local que se llamaba El Progreso. Muchas veces cambió de nombre y también se lo conoció como La Tuerca. Era una casa vieja, un antiguo bodegón con paredes con pintura descascarada y donde las manchas de humedad dibujaban las historias de los borrachos que eran su fuente de inspiración. Era tanta la humedad que dominaba el lugar, que según se decía, en el sótano, en vez de ratas, había pejerreyes.

Era un lugar de billar y reunión. De Dominó con trampa, como cuenta el Tango que escribiera CACHO CASTAÑA, pero nadie dejaba de ir a tomarse un trago o a jugar su partida, casi sin prestarle atención a la música que salía de una vieja «victrola», que según «Pancho», su propietario y único mozo, consideraba su esposa, cuando decía «vamos a hacer gritar a mi mujer», cuando ponía un viejo disco de vinilo y le daba cuerda al artefacto.

En 1978 cerró sus puertas, pero el 11 de mayo de 1983 las reabrió. Las manchas de humedad que le dieron nombre y fama desaparecieron, ocultas por los ladrillitos que cubrieron sus paredes. El piso ya no es de tierra. Es de cerámica marrón y ya no es un triste bodegón. Es una moderna pizzería, pero sigue llamándose «Café La Humedad».

Bar “Británico (1959)
Instalado desde siempre en la esquina de Brasil y Defensa, una esquina típica del barrio de San Telmo de la ciudad de Buenos Aires. Desde sus amplios ventanales se ve el Parque Lezama, que está frente a su entrada principal. Balcones que parecen selvas, chicos jugando a la pelota y vecinas habladoras que barren las veredas, son el entorno de este Bar, que desde que se fundó jamás cerró sus puertas.

Fue fundado no se sabe cuándo ni por quien, pero si se sabe que comenzó siendo una pulpería llamada “La Cosechera”, y que pronto fue copado por miembros de la colectividad inglesa, especialmente los empleados del Ferrocarril del Sud, una empresa británica que operaba el tren que partía de la cercana Plaza Constitución.

Esa concurrencia y el ambiente que allí imperaba, hizo que rápidamente el lugar fuera conocido como el “bar de los ingleses” hasta que alguien se le ocurrió institucionalizar el nombre y a partir de 1959, comenzó a llamarse “Bar Británico”, hasta que en 1982, durante la guerra de las Malvinas, el Bar se llamó simplemente “El tánico”, porque se borró de los vidrios, la sílaba «Bri», para no herir la sensibilidad de los porteños, crispados en contra de todo lo que tuviera “olor inglés”, aunque luego, el tiempo que todo lo borra, permitió que ese antiguo reducto, ahora copado por los porteños, siga llamándose Bar Británico y sea considerado “Bar Notable” por la Municipalidad de Buenos Aires.

Abierto día y noche, durante los siete días de la semana, como lo estuvo desde su comienzo, supo ser refugio de bohemios, artistas y escritores, mezclándose con taxistas, estudiantes y cantantes de tango, sin excluir a uno que otro personaje célebre, como es el caso de ERNESTO SÁBATO.

Un admirado habitué del lugar o buscadores del pasado, como lo fueron los productores de las películas «Tacos altos» y «¿Dónde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar”, que encontraron en su viejo mostrador, sus campanas de vidrio, sus añejas bebidas y sus reservados, el material que buscaban para darle a sus obras, un nostálgico y reminiscente sabor.

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