LEYENDAS, CREENCIAS Y SUPERSTICIONES ARGENTINAS

Ya sea porque le es necesario creer en algo que vaya más allá de lo racional, o por convicciones religiosas, por fidelidad a la tradición oral o hasta por ignorancia, en todo el mundo existieron y existen personajes, leyendas y mitos para explicar lo inexplicable, para vincular la realidad con la fantasía o para encontrar soluciones a lo que al hombre le resulta imposible solucionar por medio más ortodoxos.

Es así entonces que desde sus orígenes, quienes habitaron el suelo de la hoy República Argentina, se aferraron a ellos y trascendiendo en el tiempo, llegaron a nuestros días, donde se “aggiornaron” e incrementaron, con dudosas constancias de su realidad y con la hoy mucho más dramática necesidad de “creer”, porque todos sabemos que “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”.

La leyenda del amancay
Era en el mes de la siega en la roja tierra misionera y el tridente del sol quemando la piedra de la choza en la que vivía Amacay, un joven indio cuyo padre había muerto, a punto de convertirse en héroe, en sangrienta refriega con tribu rival y cuya madre había desaparecido, presa de enfermedad misteriosa, durante la torridez de un verano.

Muchas de las buenas gentes que abandonaban la selva misionera, proponían a Amacay el acompañarlas, pero él jamás hacia caso de esos llamados, porque el paisaje se ha; bía adueñado de su cuerpo y su alma, como pasa con aquellos lugares de donde tomamos hasta el color de cuanto nos rodea.

Desde que el último de los hombres de su raza abandonara esas regiones, Amacay vivía holgadamente, dedicándose a vender una vez por mes, en los pueblos más cercanos a su casa de piedra, una extraña flor, especie de diosa vegetal, que debía arrancarse sólo de noche, cuando sus pétalos se abrían por breves instantes y que tomada así, se conservaría abierta para siempre-

Como un verdadero elixir, la flor esparcía su aroma penetrante y era fama que el sorber su delicada pócima, brindaba juventud, salud y felicidad perpetua, como lo prometían las hechicerías medioevales. Pero para atrapar la flor y sus apreciadas virtudes, era menester larga paciencia, como la de un enamorado enloquecido de pasión, para esperar su mágico nacimiento.

Amacay en su búsqueda de la flor, se iluminaba con una luciérnaga, ya que a ese lugar recóndito donde se hallaba, ni siquiera podía llegar la luz de las estrellas, adormecida como estaba entre la fronda.

Pasó el tiempo y Amacay, siempre, con una luciérnaga en su mano, velaba todas las noches junto a la planta, hasta que, de un certero golpe, cortaba la flor que comenzaba a ofrendar sus dones. Pasó más tiempo y las luciérnagas envejecieron. Algunas, muertas por el invierno, confundieron su cuerpo con las raíces y la tierra; otras, gastadas por la vida larga y repetida, apagaron su luz, aquietándose entre la corteza de los tallos.

Y una noche con la última luciérnaga viva en su mano, Amacay comprendió que esa sería también la luz final que ellas le ofrecían. Supo que desde entonces no vería más a la planta para poder arrancar su flor y vió como desfilaban delante suyo, los fantasmas del hambre, el frío y la sed, y echó a llorar, como si su rio interior desbordase para siempre.

Y fue entonces cuando pasó delante de él, guiando sus rebaños, un pastor ciego, que alumbraba sus pasos con la luz de una estrella que se encendía, dentro de sus propios ojos, al tañer una flauta encantada construida por él mismo. Cuando la dulcísima armonía brotaba de esa flauta, veía los colores y las formas; apareciendo delante de la cruel pantalla de su soledad, todo cuanto tenía delante, en su camino.

Así pudo ver que Amacay lloraba y apiadándose del niño indio, escuchó la historia de la última luciérnaga. Luego de ello, puso la flauta encantada en manos de Amacay y mientras la luz se borraba para él, le dijo: «Ten en cuenta. Amancay, que para que la estrella te ilumine y puedas ver el bosque y tu flor, deberás tañer continuamente a esta flauta.

Tañerla, mientras mantienes tus párpados cerrados, como a la hora del sueño, pero sin un instante de reposo. Porque si descansas, solamente lo que dura un suspiro, ya el encanto se habrá roto por toda la noche, y deberás esperar entonces un día más, para que la flauta vuelva a dar sus sones, y la estrella a encenderse dentro tuyo».

Dichas tales palabras, tomó rumbo incierto bosque adentro, mientras la manada de ovejas desaparecía, desorientada y desperdigada por el horizonte, puesto que sólo las unía el pastor ciego, cuando con su flauta las guiaba por el buen camino.

Desde entonces, Amacay veló las noches junto a la planta misteriosa, a la espera de la flor, siempre con sus ojos cerrados, tañendo en la caña unos sonidos quejumbrosos como los que resuenan dentro del venado herido, cuando la flecha le ha llegado al corazón. Pero la flauta ya no lanzaba los mismos sonidos de antes.

Desde que Amacay la tomara en sus manos, solo recordaba al pastor que la creara con las suyas. Y, en su memoria, alzaba laúdes para el hombre que llevara sus rebaños a beber a orillas de los ríos y pacer los ricos pastos en la umbrosidad de la pradera.

Todas las noches sucedía igual prodigio: cada vez que Amacay llevaba la flauta a sus labios, la figura del pastor surgía dentro suyo. Y en el momento de arrancar la flor encantada, sentía que dos ojos lo penetraban, mientras un rostro cada vez más borroso dejaba en él un cansancio parecido a la tristeza y al olvido.

Hasta que pasó el mes de la siega y tornaron los abalorios. Fue entonces, cuando al comenzar a tañer una noche, y encenderse ante el paisaje el rostro del pastor, escuchó su voz una vez más. Y la misma le imploraba: «Cuando cortes la flor de esta noche, tráemela, Amacay cuando la tengas en tus manos, no abras los ojos.

Sigue tañendo la flauta, y verás el camino que te llevará hacia donde estoy. Pero la voz resonaba débil y lejana y cuando Amacay cortó la flor de esa noche, la llevó a vender al pueblo más próximo, olvidando el ruego del pastor. Al tañer la flauta luego, cuando la nieve en copos blanqueba el techo de su casa, sólo una nube gris apareció ante sus ojos entrecerrados. Y fue en vano el que una y otra vez quisiese tornar a ese prodigio, porque ya nunca más la estrella volvió a encenderse y Amacay ya nunca volvió a tener la flor.

Es fama —contada por los viejos que sobreviven a la siega y a la nieve— que Amacay esperó resignado el castigo y el perdón, tremolando los arpegios de la caña, sentado ante la puerta de su choza, los ojos cerrados siempre. Y que llegó la sonrisa. Y que, al lanzar al aire tristísimas alondras, la flauta no hacía más que recordar al buen pastor, muerto la misma noche en que llamara en vano a Amancay y a quien, sólo la flor encantada, hubiese podido salvar la vida.

La leyenda del pehuén
Como todos los pueblos antiguos, los mapuches se explicaron fenómenos naturales, sensaciones y hasta cuestiones vinculadas con la salud, por medio de leyendas. Nacidos y crecidos a la sombra del pehuén o araucaria araucana, el árbol sagrado, no osaban comer sus semillas. Sabían, además, que eran duras y las creían venenosas. Ellos se alimentaban con otras simientes de la tierra como bulbos de amankay, frutos de chakai y de ñire y con carne de mara, choike (ñandú), luán (guanaco) o huemul.

Pero hubo un tiempo en el que todo se heló en su territorio. La lluvia, la nieve y vientos terribles dejaron la región vacía de animales, que huyeron hacia zonas menos agresivas. Así, el pueblo mapuche supo por primera vez lo que era el hambre, antes aún de la llegada del hombre blanco, pero siempre mantenían la certeza de que Nguenechén, su dios, no habría de abandonarlos, y no permitiría que su pueblo desapareciera.

Fue así que un día desesperante, las mujeres se quedaron solas con los niños y los ancianos y los hombres salieron a buscar cualquier cosa que se pudiera comer. Regresaron tarde y una vez más con las manos vacías: la helada había terminado con todo. Pero las mujeres no se dieron por vencidas, no dejarían morir de hambre a sus hijos así nomás. De manera que volvieron a confiar en los varones y los enviaron de nuevo a buscar alimentos.

Nada encontraron los hombres de la tierra. Hasta que uno de ellos, el joven Ñehuéñ, después de haber caminado todos los senderos de todos los bosques y ya muy lejos de su gente, se topó con un anciano desconocido que lo miraba con curiosidad.

Se pusieron a conversar y el muchacho le contó las desventuras de su pueblo, cercado por el hambre y sin solución a la vista. El anciano le preguntó por qué no comían los frutos del pehuén, los piñones, que estaban diseminados por todo el bosque. “Es el árbol sagrado. No podemos”», dijo Nehuéñ. «¿Y tú crees que Nguenechén dejaría morir de hambre a su pueblo prohibiéndole comer los pehuenes?. Son semillas duras pero muy nutritivas. Habrán de hervirlas y tostarlas», aconsejó el hombre viejo y desapareció entre los árboles.

Nehuén regresó con los suyos y relató su historia a los ancianos de la comunidad, que deliberaron y llegaron a la conclusión de que ese consejo recibido por el joven no seguramente provenía del mismo Nguenechén, que se había expresado mediante las palabras del hombre del bosque.

Y así fue como esos mapuches que vivían al oriente de la cordillera comenzaron  a reconocerse como “pehuenches” (recolectores de pehuenes), y no sólo se alimentaron durante mucho tiempo con las semillas del árbol sagrado sino que aprendieron a utilizarlas para hacer pan, guisos y mudai (una bebida afrodisíaca).

El pehuén es desde entonces parte de ese pueblo. De su resina se obtiene una sustancia medicinal. Con su madera se construye el “rewe”, el tronco alrededor del cual se celebra el camaruco o nguillatún, la ceremonia religiosa más importante. El gigante y longevo árbol, que puede llegar a medir 40 metros de altura y vivir un promedio de 700 años es, junto con el volcán Lanín, uno de los símbolos del escudo provincial del Neuquén, pese a crecer solamente en la Pehuenia, un área limitada que va desde Copahue hasta el lago Huechulafquen.

En sus ramas pueden madurar unas 30 piñas por año y cada una de ellas da entre 200 y 300 piñones para alimentar a los hombres, con permiso de Nguenechén (Mercedes Salvat).

La leyenda de la flor del ceibo
La leyenda de la flor del ceibo cuenta que esta nació gracias a Anahí. Específicamente, cuando la muchacha fue condenada a morir en la hoguera, después de un combate entre su tribu y los guaraníes.

Anahí conocía todos los rincones de la selva nativa, todos sus árboles, todos los pájaros que la poblaban, todas las flores.Y cantaba feliz en ese paisaje, con una voz tan dulce que hasta los pájaros callaban para escucharla.

Pero un día resonó en la selva el ruido de las armas y hombres extraños se internaron en la espesura. La tribu de Anahí se defendió contra los invasores. Ella, junto a los suyos, luchó para impedir que aquellos extranjeros se adueñaran de su selva, de sus pájaros, de su río.

Anahí fue apresada por dos soldados enemigos. La llevaron al campamento y la ataron a un poste. Pero ella rompió sus ligaduras, y en la oscuridad de la noche, dio muerte al centinela. Buscó un escondite entre sus árboles, pero no pudo llegar muy lejos.

Sus enemigos la persiguieron y Anahí volvió a caer en sus manos. Culpable de haber matado a un soldado, la condenaron a morir en la hoguera. La indiecita fue atada a un árbol de anchas hojas y a sus pies colocaron leña, a la que dieron fuego.

Las llamas envolvieron el tronco del árbol y el frágil cuerpo de Anahí, que pareció también una roja llamarada. Ante el asombro de los allí estaban, Anahí comenzó a cantar. Era una invocación a su selva, a la que entregaba su corazón.

Cuando se apagaron las llamas que envolvían Anahí, los soldados que la habían sentenciado quedaron paralizados. El cuerpo de la indiecita se había transformado en un manojo de flores rojas como las llamas que la envolvieron, adornando el árbol que la había sostenido.

La leyenda de la joven Anahí y su muerte en la hoguera explica el nacimiento de la flor del ceibo. Se trata de una historia de origen guaraní que trata de explicar el nacimiento del ceibo, la bella flor que ilumina los bosques de la mesopotamia argentina. La flor de ceibo fue declarada Flor Nacional Argentina un 23 de diciembre de 1942.

La leyenda del crespín
El crespín es un ave de canto extraño que habita en el norte argentino, especialmente en los montes santiagueños. Un pájaro misterioso que tiene su propia leyenda.

La historia dice que había por esos pagos un matrimonio de campesinos que se dedicaban a labrar y cultivar la tierra. El hombre -llamado Crespín- era trabajador, paciente y resignado, pero la mujer era haragana y tenía pasión por el baile.

Un año de cosecha abundante, Crespín sesgaba su trigo bajo el sol de verano. Trabajaba muchas horas, y lo hacía todo él solo, pues su mujer estaba muy ocupada bailando.

Un día se enfermó y pidió a su mujer que fuera al pueblo a traerle medicamentos. Le dijo que volviera pronto pues necesitaba sanar lo antes posible para seguir la cosecha.

La mujer fue hacia el pueblo y vio fiesta en uno de los ranchos del camino. Se acercó y comenzó a cantar y bailar. De repente la vinieron a llamar, pues su marido había agravado y la necesitaba.

Pero ella dijo que la vida era corta para divertirse y larga para sufrir. Lo mismo respondió al segundo y tercer día. Cuando finalmente le avisaron que su marido había muerto, no le dio importancia y siguió bailando.

Varios días después, cuando la fiesta terminaba, volvió la mujer a su hogar y se encontró en la más terrible soledad. Lloró y lloró su pena, y por varios días y noches deambuló por los campos, llamando a su marido.

Enloquecida de dolor, le pidió a Dios que le diera alas para seguir su búsqueda, y Dios la convirtió en ave. Desde entonces, es el pájaro solitario que en épocas de cosecha llama a su compañero: cres pín, cres pín.

La leyenda de Nahuelito
Mirando imponente a la ciudad de Bariloche, la increíble belleza del lago Nahuel Huapi esconde algo en las profundidades de sus frías aguas. Dice una de las leyendas argentinas más famosas, que una horrenda criatura acuática vive en el lago.

Este misterioso animal recibe el nombre del lago y es parte de las creencias populares argentinas. Su mito se viene difundiendo desde los pueblos asentados en la región antes de la llegada de los conquistadores.

De acuerdo con algunos avistamientos reportados, se describe a “Nahuelito”, como un animal prehistórico, de cuello largo y aletas. Su piel se asemeja a un cuero de gran espesor y está plagado de lo que parecen ser escamas.

Los testigos que lo vieron afirman que la bestia mitológica mide entre 5 y 7 metros de largo. Además, dicen que cuando se eleva por sobre el agua alcanza los 2 metros.

Cuentan además los lugareños que “Nahuelito” es un animal carnívoro y se alimenta de animales del mismo lago. Aunque también puede atacar a los animales de la orilla. Esta afirmación se basa en varias huellas de gran espesor encontradas a la vera del lago, las cuales tienen la forma de la pisada de un pato gigante.

Otra característica sobre esta criatura salvaje, es que acecha embarcaciones cuando no tiene alimento. Lo terrorífico del mito es que “Nahuelito”, devora a sus tripulantes en el fondo del lago.

La leyenda de la yerba mate
Yarí-í era una joven guaraní que vivía en la selva misionera. Era hermosa y cuidaba con mucho amor a su padre anciano y casi ciego. Él no había querido seguir el camino de su pueblo nómade, porque no tenía fuerzas para el largo viaje.

Por eso les pidió a sus hermanos que llevaran a su hija con ellos. Pero la joven se negó a dejarlo y prometió aprender a cazar para conseguir el alimento para ambos.

Al poco tiempo Yarí-í cazaba, pescaba y recogía frutos como los hombres guaraníes. Su padre rogaba a su dios Tupá, para que la colmara de bendiciones.

Entonces, un día apareció en la puerta de la casa un caminante. Este resultó ser el mismísimo Tupá. La joven, sin saber su identidad, fue muy hospitalaria con él. Le brindó comida y techo donde descansar.

A la mañana siguiente, antes de seguir su viaje, el hombre le dijo: “Fuiste muy generosa conmigo y cuidas de tu padre con amor, por ello te haré un regalo especial. Haré brotar una planta nueva que llevará tu nombre: se llamará Caá-Yarí”. Entonces Tupá hizo nacer la yerba mate.

La leyenda de la Salamanca
Una de las principales leyendas argentinas es la de la Salamanca. Se trata de un lugar diabólico, donde el «supay» enseña sus artes, las brujas hacen sus reuniones y donde van los que se inician en la práctica del maleficio.

A la Salamanca va también, el famoso cantor, guitarrero o bailarín del pago, la vieja bruja que prepara los «gualichos», la curandera, entre otros. Generalmente, la Salamanca es un lugar oculto, de difícil acceso, cuya entrada conduce a una cueva amplia y oscura.

Pero para entrar se necesita gran valor. El hombre o mujer neófito debe introducirse a la Salamanca desnudo, acompañado de un iniciado. A la entrada de la caverna hay un Cristo cabeza abajo al que hay que pegar y escupir.

Durante la reunión, se hace música con bombo, violín, arpa y guitarra. También se queman bombas de estruendo y se celebran bacanales, orgías y aquelarres que duran toda la noche.

La tradición popular dice que la música de la Salamanca solo deja de sonar cuando alguien se arrima a la cueva. También se cuenta que los animales que pasan por cerca de ella se espantan y huyen despavoridos.

La leyenda de la luz mala
La luz mala tiene un lugar especial en el folclore nacional y es uno de los mitos y leyendas argentinas más difundidos en ambientes rurales. Se trata de la aparición nocturna de una luz brillante que flota a poca altura del suelo.

Esta luz puede permanecer inmóvil, moverse o, según algunos relatos, perseguir a gran velocidad al asustado observador. Otras veces aparece a una distancia cercana al horizonte.

Normalmente se identifica a la luz mala como un “alma en pena”. Es decir, el espíritu de un difunto que no recibió sepultura cristiana.

Ante un encuentro, la creencia popular recomienda una oración y luego morder la vaina del cuchillo. En caso de que la luz mala no desaparezca, y como último recurso, se la debe enfrentar con un arma blanca, ya que las armas de fuego no resultan efectivas.

En el noroeste argentino también se le da el nombre de luz mala a la aparición del farol de Mandinga. Esta fosforescencia suele verse en cerros y quebradas, en especial durante los meses más secos, después de ponerse el sol.

Se cree además que el farol de Mandinga aparece en lugares en donde hay enterrados tesoros de oro y plata. La tradición dice que la luz es el espíritu del antiguo dueño tratando de alejar del lugar a los extraños.

La luz mala es una de las leyendas argentinas más difundidas. En el Noroeste también se la conoce como el farol de mandinga.

La leyenda también cuenta que el 24 de agosto -día de San Bartolomé- estas luces son más brillantes por influencia de Satanás. Se trata del único día del año en que el diablo se libera de la vigilancia de los ángeles, y aprovecha para atraer las almas.

Por lo general nadie cava donde sale la luz, debido al miedo que la superstición les produce. Los pocos valientes que revisan bajo la luz suelen encontrar objetos metálicos o alfarería indígena.

Se dice que, al ser destapada, esta alfarería antigua despide un gas a veces mortal para el hombre. Por lo tanto, los lugareños recomiendan tomar mucho aire antes de abrir el objeto encontrado. O aconsejan abrirlo cubriendo nariz y boca con un pullo (manta gruesa de lana) o con un poncho.

La leyenda Esteco, la ciudad desaparecida
Seguramente inspirada en el episodio de la Biblia que refiere la historia de Lot, la mujer que se convirtió en una estatua de sal, por darse de vuelta para mirar la destrucción de Sodoma y Gomorra, condenadas por su corrupción, esta leyenda cuenta que la ciudad de Esteco era una de las más ricas y prósperas del norte argentino, en la provincia de Salta. “Sus construcciones estaban bañadas de oro y sus habitantes gozaban de buena fortuna, que lucían orgullosos”. Sus habitantes tenían tanta riqueza que se convirtieron en soberbios y mezquinos. Vivían para el placer y la vanidad, despreciando a los pobres y maltratando a los esclavos.

Un día llegó a la ciudad un viejo misionero que quería redimir a la población y comenzó a pedir limosna. Tenía un aspecto lastimero, con heridas en sus manos y ropas rasgadas. A pesar de que el hombre pedía un poco de alimento y abrigo, nadie lo ayudó.

El hombre llegó a las afueras de la ciudad donde vivía una mujer muy pobre con su hijo. Ella se conmovió y decidió matar su única gallina para darle un alimento y, además, le dio una cama para descansar. El misionero volvió a la ciudad y comenzó a predicar la importancia de la caridad y la humildad, pero solo consiguió burlas.

Esa misma noche volvió a la casa de la mujer y se le reveló como un profeta. Anticipó que, si la ciudad no cambiaba, sería destruida por un castigo divino: un terremoto. Le dijo que partiera esa misma noche con su hijo. Ella podría salvarse por el gesto bondadoso que tuvo con el misionero.

Antes de irse, el misionero advirtió a la mujer que caminara hacia adelante sin voltear atrás. Si no lograba dominarse, también sería alcanzada por un castigo. La mujer obedeció y salió con su hijo esa madrugada.

A la noche un trueno estremecedor anunció la catástrofe. La tierra se abrió y el fuego surgía en todas partes, mientras casas y habitantes se hundían en aquel abismo. Curiosa por los gritos, la mujer se giró para observar cómo caía la gran ciudad. En ese momento fue convertida en piedra, mientras sostenía a su hijo. Dice la leyenda que todos los años, la mujer baja a la ciudad de Salta.

La leyenda del Ahorcado de Chacarita
Una Otra de las leyendas argentinas dice que alrededor del cementerio de Chacarita, todas las noches de jueves deambula un espíritu. Es un hombre ahorcado en una de las ramas más altas de un árbol de la calle Jorge Newbery, a pocos metros del camposanto.

En el siglo XIX la fiebre amarilla azotó la capital y se creó con urgencia el cementerio de la Chacarita y el tranvía fúnebre. Por ese tiempo, un joven se suicidó colgándose de un árbol cerca del cementerio donde se encontraba su amada, víctima de la epidemia.

Son muchos los testigos que afirman haber visto con claridad una figura cadavérica, semitransparente y en un estado avanzado de putrefacción. Dicen los testigos que tiene los ojos abiertos y la mirada perdida.

La leyenda del gaucho Olegario Álvarez
Conocido como «Gaucho Lega», nació en Saladas en 1871. Preso y condenado por asesinato, logra evadirse de la Penitenciaria de la capital correntina en 1904. A partir de allí, integró una gavilla de matreros famosos en la región, junto al mentado Aparicio Altamirano (otro «santo»).

Convertido en gaucho matrero desde su temprana juventud, Olegario Álvarez cosechó amores y odios. Murió en su ley, abatido por una partida de la policía el 23 e mayo de 1810. La escritora Silvia Miguens narra la vida de este hombre que transitó un camino de rebeldía, signado por la violencia, y se hizo leyenda al amparo de la mitología correntina

La leyenda de numen telar, el hachero santiagueño
El monte se vuelve un solo eco al unísono y los hombres se ensañan descargando su fuerza en los troncos. Los golpes del hacha sobre la madera resuenan con fuerza y caen los trozos de leña partidos.

Dicen que los trabajadores, a veces se detienen porque escuchan ruidos y sienten que alguien está espiándolos. “Numen Telar” es el nombre más temido de la zona y por el que todos, al oírlo, hacen silencio. Quienes lo han visto dicen que es un hombre grande, fuerte y malhumorado, con siniestra expresión en su mirada.

Cuentan que le han escuchado en las madrugadas cuando enloquece de soledad y grita su angustia con llantos que resuenan toda la noche. Los días de luna llena puede vérsele vagando por los montes, comiendo animales muertos con sus manos. “Numen telar” es el espíritu atormentado de un leñador que escapó por un crimen que cometió con su hacha, en venganza por el rapto de su mujer, y se escondió en los montes huyendo de la Justicia.

Cuenta la historia que a principios del siglo XVIII, existió en los bosques del Chaco Santiagueño, un hachero que tenía una esposa muy bonita, de ojos azul violeta y pelo negro como la noche, llamada Soledad y cuando los hombres miraban su hermoso cuerpo, no podían dejar de cortejarla.

Un día, la mujer estaba bañándose en el río Salado y nadie sabe qué sucedió, pero se dice que las aguas se la tragaron y Soledad nunca más apareció. Su esposo, el hachero la buscó por todas partes, pero no la encontró y jamás se lo volvió a ver físicamente. Desde entonces, se cuenta que buscó venganza y la busca en cualquier ser humano que le moleste con su presencia. Sólo se comunica con la naturaleza y protege plantas y animales.

Le llaman Numen Telar porque su voz se asemeja al ruido de un hachazo. Con ella atrae a hacheros y mieleros de caña, haciendo que sus cuerpos se pierdan para siempre en el monte y los perros que lo persiguen jamás regresan. El espíritu de Numen Telar por represalia también se lleva al monte a las jovencitas más bellas a su rancho. hecho de adobe y excrementos.

Muchos brujos dicen conocer el secreto de Numen Telar para hacerse invisible. Aseguran que se luego de matar un gallo negro, lo entierra bajo la luna llena y al tercer día, lo desentierra, saca el hueso del muslo, lo limpia y se lo pone atravesado a la boca. De esta forma el espíritu del hombre que perdió a su mujer, puede hacerse invisible para acercarse a las mujeres de otros hacheros sin ser visto por nadie.

“Sí los golpes del hacha se oyen cerca hay que escapar apresuradamente siempre hacia atrás, de frente; si no, éste nos alcanzará y nos llevará a lugares infernales”, recomiendan los lugareños, mientras  en Santiago del Estero, aseguran que aún continúan sus correrías, pues muchas veces las mujeres desaparecen en los montes y otras se vuelven locas.

El misterio permanece vivo y por eso todos los hacheros santiagueños, son celosos guardianes de sus esposas  (Extraído de un relato de Lucila Gallino, publicado en el Diario Clarín de Buenos Aires).

La leyenda del lobizón
Creencia que le asignaba al séptimo hijo de cualquier matrimonio la facultad de transformarse en un “lobizón”: criatura con forma y actitudes de perro negro, con ojos fosforescentes, devorador de criaturas sin bautizar, preferentemente.

Según la mitología guaraní, el lobisón -o lobizón- es el séptimo y último hijo de Tau y Kerana. Sobre él cayó una maldición que pesaba sobre sus padres. En las noches de luna llena se transforma en un animal, mezcla de perro muy grande y de hombre.

En la transformación, el maldecido comienza sintiéndose un poco mal. Luego, presintiendo lo que vendrá, busca un lugar apartado, como las partes frondosas del monte. Allí se tira al suelo y rueda tres veces de izquierda a derecha, diciendo un credo al revés.

El hombre-lobisón se levanta con la forma de un perro inmenso, de color oscuro, ojos rojos como dos brasas encendidas y patas muy grandes. Aunque otras veces, también tienen forma de pezuñas y despide un olor fétido. Luego se levanta para vagar hasta que caiga el día.

Se alimenta de las heces de gallinas, cadáveres desenterrados de tumbas y, a veces, come algún bebé recién nacido que no haya sido bautizado. El lobizón es reconocido porque son hombres flacos y enfermizos, y cae enfermo del estómago los días después de su transformación.

La leyenda de Isidoro, el guanaco
A fines del siglo pasado, hacia 1870, el médico y escritor PABLO MANTEGAZZA comprobó en Salta un curioso caso de regresión biológica, que documenta así: «Un pobre muchacho de ocho años, llamado Isidoro, huérfano y nacido en los valles de Salta, conducía todos los días al pastoreo un rebaño de ovejas y se quedaba por los cerros hasta la tarde, hora en que regresaba a la casa de sus patrones.

Un día la majada volvió sin su pastor, y a pesar de todas las diligencias que se hicieron, no se tuvo más noticia de su paradero. Veinte años después, unos pastores aseguraban que habían visto al diablo corriendo por los cerros, en medio de una tropa de guanacos.

Esta noticia, repetida por varias personas dignas de fe, indujo a uno de los más arrojados vallistas, sin miedo al diablo, a ponerse en acecho en el lugar donde los guanacos acostumbraban pacer, y con las boleadoras, se apoderó de un extraordinario bípedo, completamente desnudo, cubierto de pelos y con los cabellos sueltos.

Ni ruegos ni amenazas bastaron para que hablase, y sólo sabía pronunciar el nombre de Isidoro. Aborrecía la carne y la sociedad de los hombres y vivía sólo de leche, hierbas y frutas. Después de una breve y forzada permanencia entre sus antiguos paisanos, huyó por segunda vez, y por segunda vez fue aprehendido.

Se le enseñó a hablar y a ser hombre, y confesó que habiéndose perdido en los bosques, se había familiarizado con los guanacos, los que acostumbrados a verlo en sus desiertos, se volvieron sus buenos amigos; chupaba la leche de las hembras y pacía con ellas.

En los últimos años de su vejez «Isidoro el Guanaco» (como se le llamaba en Salta), era muy tímido, veloz en la carrera como el caballo, y en todos sus movimientos representaba al animal que durante muchos años había sido su compañero”.

La leyenda de la piedra movediza de Tandil
En 1912 cayó de su inestable apoyo, la famosa Piedra movediza de Tandil y de ella, quedarán solamente las leyendas que el imaginario popular ha tejido para explicar el fenómeno de su equilibrio.

Una de ellas habla de un tigre fabuloso que se alimentaba del Sol. Para detenerlo, un indio le arrojó una flecha que no alcanzó a matarlo. Su cuerpo herido quedó debajo de la piedra, que se movía a causa de su furia impotente.

Otra leyenda cuenta que la zona era dominio del cruel cacique Tandil. Contra su violencia se alzó su propia esposa, la india Mini Tandil. Enterado de la conspiración, mandó que la ataran a la roca y que fuera apedreada hasta morir. En la agonía, MINI lo maldijo:

«Mi muerte conmoverá la montaña y tus ojos verán mi corazón latiendo en esta piedra». Tigre o mujer, la roca, en un inexplicable milagro de estabilidad, se movía rítmicamente a la simple presión de la mano. Hasta que de pronto, aquella tarde inolvidable, cayó de su sitio y quedó como una roca cualquiera en el fondo de una cuneta y el pedestal, sin cabeza.

La leyenda de la estación embrujada
Abierta en diciembre de 1913, la línea A es la red de subterráneo más antigua de Argentina y de todo Iberoamérica. Cuenta la leyenda urbana que esa línea alberga seres fantasmagóricos.

Una noche de julio de 2011 un estudiante volvía a casa y se quedó solo en el subte, entre las estaciones Pasco y Alberti. En ese momento pudo ver, según dice, a «aquellos seres fantasmales que no pudieron descansar en paz».

Durante la construcción de esa parte de la línea A, dos italianos perdieron la vida al ser aplastados por una viga. La constructora ocultó el accidente y abandonó un pequeño tramo «por cuestiones operativas», aunque sin dar más explicaciones.

En 1951, las semiestaciones Pasco sur y Alberti norte fueron clausuradas, permaneciendo activas solo las dos semiestaciones opuestas. Ese ramal se encuentra ahora abandonado y tapiado, y permanece su estado original por dentro.

Desde unas rejas de ventilación se pueden observar los azulejos de las antiguas estaciones, todavía intactos y unas imperiales escaleras en la penumbra. Quién sabe si los fantasmas aún deambulan por allí.

LEYENDAS DEL LITORAL ARGENTINO
Las características geográficas del Litoral Argentino, hicieron que durante muchos años, sus pobladores vivieran en esas tierras, encerrados y ajenos al mundo que los rodeaba, separados de todos por los ríos Paraná y Uruguay y recibiendo una tenaz penetración de usos, mitos, cuentos, leyendas y supersticiones de las tribus aborígenes de esos territorios y por muchos años se hizo sentir esta influencia cultural entre la gente de campo y en algunos lugares muy alejados del contacto con los grandes poblados.

Así se afianzaron muchas creencias populares, donde la superstición entrelazada con la liturgia cristiana, dieron lugar a historias mágicas, que estaban siempre presentes en la vida cotidiana, especialmente en el ámbito rural. Algunas causaban terror entre lamentos y alaridos que atormentaban las noches de tormenta, otras hablaban de resucitados, de luces que perseguían a los viajeros, de degollados que vuelven buscando venganza, etc., etc.:

Tradición que encierra distintas raíces con audacia gaucha que sería largo de enumerar, ignorándose su origen. El hombre de creencia abundante, gran observador, dotado de memoria, trasmite los hechos con riquísima imaginación y van aquí algunos ejemplos de lo dicho:

La leyenda del carau
Es quizás la leyenda más popular del folclore correntino: tiene música y canto y está inspirada en un drama familiar. Cuentan que un hijo muy apegado a su madre, un día que ésta enfermó, le pidió que fuera al  pueblo a comprar un remedio.  Como al muchacho le gustaba el “chamamé” ( música característica de esa provincia argentina), al llegar al pueblo pasó por una “bailanta” y ahí nomás se entusiasma y entró a bailarse unos chamamés.

Estando en lo mejor del jolgorio, le avisan que su madre murió y dicen que exclamó “omanó jahagüe ndesí” (en idioma guaraní “hay tiempo para llorar”. Llegó el amanecer y cuando la fiesta terminó, se dirigió a su casa. Llegó justo cuando sus vecinos estaban enterrando a su madre fallecida y despacito caminando con su pena, se internó por los bañados llorando y exclamando “mi madre ya se murió”. Y poco a poco, fue convirtiéndose en un ave de plumaje gris, patas y pico lar­go, cuyo canto monocorde repite y repite como un lamento onomatopéyico, “hay tiempo para llorar”.

La leyenda del pombero
Se llama «pombero» al caluroso viento que viene desde el norte, que sopla al caer la tarde y que trae nubes de mosquitos, obligando a usar mosquitero. Según la leyenda para ser su amigo y evitar ser llevado hasta el infierno por él, había que dejarle comida ya que “le gustaba el locro y mascar tabaco”, presentes que se tenían que dejar de noche y que si habían sido de su agrado, lo avisaba con un característico silbido que demostraba su amistad, y se podía seguir vivo, tras su paso.

La creencia popular lo veía como un personaje petizo, morrudo, con el pelo largo, un ojo tapado y sombrero grande. El silbido estridente que perturbaba la tranquilidad, lo identificaba como un ser demoníaco.

La leyenda del yasí yateré
Voz guaraní que significa “luna menguante”. Se la consideraba guardiana de la floresta y se le atribuían diversas representaciones: podía ser un pájaro oscuro, pequeño, con plumaje similar al de las gallinas, que causa miedo a quienes “siestean” en las tórridas tardes del litoral, emitiendo un agudo y penetrante silbido. Para otros, al contrario, es la encarnación del amor y la belleza. Para el cosechero o leñador, es un genio maléfico, no así, para las muchachas del campo, que con su silbido les anuncia un sugestivo amor.

La leyenda de la “mulánima»
En los fogones que alumbraban la noche en el norte argentino, repetidamente, alguien traía al ruedo la historia de la “mulánima”, y un ominoso silencio se ao que les deparaba sus riesgosas tareas diarias, sucumbían ante el recuerdo de esta vieja historia originada quizás en algún ámbito religioso del pasado.

Dice la leyenda que allá lejos y hace tiempo, existió una mujer cuyas bajas pasiones trascendieron más allá de los límites de la moral, y llegó a tener relaciones con algunos familiares e incluso con el cura de su pueblo y sin mostrar jamás el más mínimo pudor o arrepentimiento.

Su comportamiento, insoportable a los ojos de Dios, finalmente fue castigado, transformando a esta pérfida y disoluta mujer, en una mula cargada con pesadas cadenas, símbolo de sus pecados, pero conservando sus ojos de mujer.

En su nuevo estado, fue condenada a recorrer los cuatro puntos cardinales como un simple animal, para escarnio de su descontrolado comportamiento y prevención para aquellos infelices que decidieran seguir su camino de pecado.

La mulánima, se dice, recorre los aledaños de pueblos y ciudades durante los días lluviosos y de tormenta, mientras profiere lastimosos sonidos que pueden asustar al más valiente, y tras detenerse brevemente en la puerta de la iglesia da media vuelta y continúa con su interminable peregrinaje.

La “mulánima” es una criatura violenta, que tratará de atacar a cualquier incauto que se acerque demasiado. “Cruzar la mirada con la mulánima es muy peligroso”, aseguraba con voz grave, un viejo gaucho salteño, agregando ante los asombrados y asustados ojos de sus interlocutores: “Se corre el riesgo de quedar bajo su hechizo y vernos obligados a seguir sus pasos el resto de nuestra vida, completamente enamorados”.

Esta leyenda, evidentemente imaginada por algún “curita moralizador de campaña”, trata de avisar sobre los peligros de los “excesos de alcoba”, siendo especialmente importante el hecho de que pese a haber cometido el mismo pecado, sólo la mujer es castigada, pero esto se debe a su falta de arrepentimiento ante estos hechos, algo que la mayoría de versiones parecen destacar. Si bien puede parecer injusta o incluso machista, esta leyenda hace alusión más al hecho de no arrepentirse que al castigo del pecado en sí.

La leyenda de la Porá
Mujer flaca, alta, vestida toda de negro cuyas apariciones, causaban temor entre los pobladores. Dicen que hacía su aparición durante las horas de la siesta, lo que justificaba esta costumbre de dormir un par de horas, luego del almuerzo, pronunciando “Chaque la pora” como talismán cabalístico para no se apareciera.

La leyenda de la pitagüá.
El pájaro que hoy llamamos “bicho feo”, en idioma guaraní es el “pitogüe” y cuenta la leyenda que una madre mala, gritona, tenía a mal traer a su familia. Un día todos ellos, cansados, la abandonaron y al verse sola, continuó gritando, ahora maldiciendo su desamparo e insultando a los pocos que todavía se le acercaban.

Comenzó a vivir de la caridad de los vecinos, hasta que también éstos, cansados de su forma de ser, dejaron de ayudarla. Abandonada por todos, enloqueció y entró a vagar por el monte, hambrienta, maltrecha, gritando “che-pitaguá”, por lo que “Tupá” (Dios en guaraní), también cansado de sus gritos, la transformó en un pájaro de plumaje verde oscuro y pecho amarillo, cuyo silbido es considerado de mal agüero.

La leyenda del Urutaú
El “urutaú” es un ave pequeña de color pardo cuyo grito, solamente en la noche, suena como si fuera una súplica de amor. Cuentan que una doncella llamada “Uru”, que era hija de un cacique “Yaguaru”, se enamoró de “Kfya”, mozo de una tribu enemiga, pero los padres de “Urú”, se oponían a tal romance, convirtiéndola así, en una desgraciada mujer.

Desesperada huyó de su hogar en busca de su amada y todos salieron en su búsqueda. Cuando al fin la encontraron, estaba perdida y con la mente extraviada. No reconocía a nadie, pero cuando le dicen que Kfyá” murió ahogado, lanza un grito desgarrador y desaparece, sin dejar rastro. Desde entonces la niña, convertida en Urutaú” llama por la noche a su amado “Kjyá”.

La leyenda del chingolo
Dicen los entrerrianos de buena memoria que sus abuelos les contaron que hace muchísimos años, en uno de los pueblos de la provincia, andaba en un caballo blanco, guitarra al hombro, un muchacho rubio, de carácter difícil, solitario y sin intención de tener amigos.

Solo con su alma cabalgaba por campos y caminos, bordeando ríos, cantando siempre. A veces se detenía un rato a la sombra de algún árbol, para tocar la guitarra, miraba el paisaje de cuchillas cubiertas por el cielo inmenso y seguía adelante. Nadie sabía si tenía hogar, parientes ni nada.

Una tarde de verano llegó al pueblo un hombre proveniente de muy lejos. Se sentó bajo un árbol y comenzó a cantar mientras tocaba una guitarra que traía consigo. Cantó y cantó y el pueblo entero se juntó a su alrededor para escucharlo. Su voz atrajo también al rubio arisco del caballo blanco, quien se acercó al galope, lleno de furia, gritando que él era el único cantor de aquel pago. El forastero no le hizo caso y siguió con su música.

Bastaron pocos acordes para que ambos discutieran y comenzaran a pelear, cuchillo en mano. El rubio fue más rápido y el cantor viajero quedó muerto bajo el árbol, y muerta también su guitarra, destrozada por el muchacho. Lo último que el cantor viajero oyó antes de dejar este mundo, fue la voz del joven, que le repetía que él era el único cantor del lugar.

El muchacho, aún enfurecido trepó a su caballo y trató de alejarse, pero no pudo salir del pueblo: el comisario lo atrapó antes de que pudiera escapar por los caminos e inmediatamente lo engrillaron, lo obligaron a ponerse ropa de preso y lo encerraron en un calabozo.

Al cabo de unos días, ya perdidas su fuerza y su altivez, el cuerpo del joven fue haciéndose cada vez más pequeño, hasta que una madrugada, compadecido de él, “Tupá” lo transformó en pájaro, condenándolo a no caminar jamás y así pudo escapar de su encierro, pasando por entre el estrecho enrejado que protegía la ventanita de su celda.

Dicen los entrerrianos, que ese fue el nacimiento del chingolo: un pajarito con un copete que parece gorro de preso, marcas de grillos en las patas que no le permiten andar más que dando saltos, pecho de plumaje claro adornado con dos botones oscuros de su antiguo traje de presidiario, que con su canto (“che sú”, “mi madre en guaraní), parece estar llamando a su madre y con esa costumbre de levantarse al alba, más temprano que ninguno y despertarse a medianoche, que seguramente le quedó de sus tiempos de insomnio durante el encierro.

Enseñaba el titiritero y escritor Javier Villafañe en su libro “Historias de pájaros”, que el chingolo canta de noche para anunciar buen tiempo, que hace el nido en el suelo, que cuando pía con insistencia en la puerta de una casa es para avisar que llegarán parientes o una carta con buenas noticias, que su primo, el gorrión, lo corre de las ciudades y que el tordo le da los huevos para que se los empolle.

El ave enamorada de la libertad canta y anda todo el tiempo y anda por los campos, los pueblos, los parques y los patios de las casas, a veces en soledad, otras con su compañera, seguramente sin querer repetir la experiencia de aquellos días amargos en que se alejaba de todos. Escribió Villafañe: «Y aquellos que saben interpretar el lenguaje de los pájaros, dicen que el chingolo pide en su canto que le quiten los grillos y el gorro de presidiario. Y aseguran -yo lo creo- que por eso canta” (extraído de una nota de Mercedes Salvat).

La leyenda del hornero
Consagrado como el pájaro de la patria, por su afición al trabajo y al amor. La historia de las creencias correntinas, nos cuenta que un joven que vivía con su padre, enamorado de una muchacha, debió someterse a varias pruebas de virilidad para obtener esa prenda.

La última, le imponía permanecer durante varios días encerrado en un cuero y en ayunas. Olvidados de él, cuando ya muy tarde acudieron a verlo, se encontraron con que el joven se había convertido en un pájaro, cuyo canto melodioso aumentó la pena de quienes le habían impuesto tan rigurosa pena.

Con el correr del tiempo aquella muchacha, convertida también en pájaro por clemencia de los dioses, vuela a hacerle compañía y concebida la pareja, construyen su nido de amor, una sólida casita de barro en lo alto de un árbol. Esta historia hasta ha inspirado la letra de un canto para niños, que la recuerda y que comienza así: “La casita del hornero tiene sala y tiene alcoba

Sean ciertas o no éstas, u otras creencias que recorrieron nuestras tierras, lo que sí es cierto, es que el correntino y en general, nuestros hombres de campo, las creyeron y gracias a que algunos escritores las salvaron del olvido, las tenemos presente para valorar la ingenuidad, candidez y porque no, la esencia romántica de nuestros ancestros.

CREENCIAS Y SUPERSTICIONES
El Gualichu
Los araucanos creían que en su lucha contra el espíritu del mal, identificado como “Gualichu”, los hombres pueden valerse de muchas armas. La primera es juntarse en comunidades, porque Gualichu no entra en los hogares habitados. La sociedad entera, es la que se yergue contra el dios perseguidor como eficaz protección de su gente; se le adjudicaba por eso a la toldería, un valor mágico que se extiende como un manto sobre la gente y los símbolos de las estirpes que las habitan.

Es la ingenua defensa del hombre primitivo, contra el pánico que se esconde en la naturaleza hostil, el refugio necesario contra las fuerzas malignas que ambulan por la pampa.

Creen que también pueden los hombres tener como aliado a Gualicho, concertando pactos que el dios acepta y respeta: darle la primicia de las comidas, ofrendarle algunos productos de la caza. Y que pueden engañarlo, porque la inteligencia de Gualicho no parece penetrante: ocultando su rostro con una máscara o con pinturas, para hacerse pasar por Chachao, el dios bueno que les promete el regreso al Cielo y hace cesar una peste, trae la victoria en una guerra, o vuelve propicia la caza.

Claro que no todos conocen las palabras que llaman a Gualicho ni poseen astucia para engañarlo. Solamente las brujas centenarias, conocedoras de la magia y sabedoras del ritual secreto y las palabras vedadas., pueden hacerlo.

El payé
Es un (llamémoslo así) amuleto que según las creencias, otorga poder sobrenatural a quien lo lleva, dotándole de éxito en el amor, fortuna y otros “beneficios”. Entra en su confección 1a pluma de varios pájaros, el pedazo de una cruz de sepultura, plomo de una bala, etc.

La más dotada de mágico poderes, es la pluma del “caburé”, cuya posesión, convierte en un “don Juan” irresistible a quien la lleva. El caburé es una pequeña ave de rapiña, a cuyas plumas se le atribuye un gran poder de encantamiento, quizás debido a la mirada hipnótica de este pequeño rapaz, causa de temores supersticiosos entre los indígenas, cuyos curanderos aprovechaban su ignorancia para poder dominarlos mejor.

El Coquena
Es la deidad protectora de las vicuñas, las llamas y los guanacos. Su apariencia física es la de un hombrecito con rasgos indígenas, que viste un gorro de lana o un sombrero de pieles, sandalias, casaca, calzón y un poncho.

Atraviesa los cerros silbando y mascando coca. Vigila desde los montes, ocultán­dose de la mirada humana, y cuida de que los cazadores malintencionados no ataquen a sus majadas con armas de fuego. Por eso, dice el folklore puneño, cuando se observa que los animales van siguiendo el rumbo, guiados por un arriero invisible, es que el Coquena” los está dirigiendo por los montes para que no se pierdan, ni se lastimen y no sean atacados.

Otra de las tareas divinas de esta deidad es conducir por la noche rebaños cargados de oro y plata que extrajo de las minas cordilleranas a fin de que estas riquezas no se agoten.

A veces ofrece estos bienes a los cazadores que le tributan ofrendas, a los que se han arrepentido profundamente de sus acciones y prometen no volver a matar, o a quienes hayan salvado alguna cría. Si el·Coquena descubre que algún cazador atentó contra sus majadas, es capaz de propinar los peores castigos.

Cuentan que en Tilcara ofreció a un cazador una grey cargada de plata a cambio de que éste abandonara su cacería. Cuando un cazador rapaz y ambicioso se enteró del hecho, salió a matar vicuñas para atraer así a la divinidad, pero el “Coquena” lo apresó y lo castigó por su ambición, condenándolo a pastorear eternamente una majada de animales.

El pujllay
Es el espíritu del Carnaval diaguita-calchaquí que preside a una de las fiestas tradicionales más importantes del norte argentino. Es cuando el hombre se libera y se desinhibe durante siete días y festeja el advenimiento del Carnaval con la caja chayera, las coloridas ropas collas, la aloja y el vino, llenando el aire con su excitante olor a albahaca.

La “Chaya” (El carnaval), tiene su encarnación en el “Pujllay”, un personaje al que algunos le atribuyen un papel divino, siendo así una divinidad menor en la escala mitológica de la región; otros le conceden sólo el papel de un personaje de la Chaya, desacralizándolo.

Se lo representa con un muñeco de trapo y paja, pintarrajeado y con manchas de almidón en la cara, que viene montado sobre un burro o un chivo. Lleva la guitarra y la caja atadas en una mano, y botellas llenas de aloja y vino, colgando de sus hombros.

El Pujllay” o “Pucllay” es el dios del olvido y de la alegría, conjunción que logra mediante la farsa que él induce y hace estallar en vidalitas, bebidas, coros y en el entierro ceremonial. Los primeros días es todo regocijo y fiesta, pero al llegar al final de la Chaya, las risas se tornan en llanto porque el Pujllay” va a ser enterrado.

Tal vez por eso se lo describe como un dios efímero que se pone a llorar como un ebrio lírico y sentimental, hecho que lo aleja de la solemnidad divina que inspira terror y lo acerca a la farsa dolorosa y humana. El miércoles de ceniza llevarán al muñeco en andas, hasta las afueras del pueblo, para terminar el ritual y será cubierto con ramas de albahaca, aloja y vino. Luego, en la tumba del Pujllay” se echarán frutos para que el año que viene sean duplicados.

La Pachamama
La Madre de la Tierra, Madre Tierra o, con mayor exactitud, la “Mamapacha” o la “Pachamama”, es una de las figuras de la cosmogonía indígena americana que más se ha extendido y ha perdurado.  La Pachamama es festejada durante todo el año, porque es la Tierra Madre, pero el 1º  de agosto de cada año en el Altiplano se le dedica un día entero con ritos y ceremonias.

Los aymarás, calchaquíes y collas la han venerado y aún hoy lo hacen. La “Pachamama”  es la deidad suprema femenina de la mito­logía del Noroeste argentino, Perú y Bolivia. Es la diosa de la fecundidad y la fertilidad. Es la madre de los cerros y es la «dadora» de todo lo que tiene el hombre, su familia, sus tierras, su siembra, su ganado.

A ella se la invoca antes de cultivar, cuando se sale de caza o para recibir su ayuda frente a algunas enfermedades, porque «de ella depende el éxito de cualquier faena que esté vinculada con la producción».

“Pachamama, kitsiya, kusiya” es la invocación que se utiliza para solicitar sus dones o su protección maternal, expresión que significa «Madre Tierra, ayúdame, ayúdame». Luego se le hace el pedido y la entrega de la ofrenda: “Para vos este acullico (1), para que me vaya bien, para que mis tierras sean fértiles, para que mis hijos no se mueran de peste, para que no me agarre la cerrazón en el monte, para que el Coquena no me esconda las vicuñas”.

Para convocar su ayuda o para dejarle muestras de agradecimiento y adoración, se cumplen los pasos de un rito que se llama la “Corpachada. Se levantan las “apachetas” y sobre estos altares,  se le da de comer, beber o fumar; se arroja un poco de chicha antes de tomar los oferentes y luego  se hace un hoyo en la tierra para enterrar las ofrendas, aclarando que son  para ella.

CREENCIAS Y AYUDAS QUE VIENEN DE LA NATURALEZA
Avisos de tormenta
El hombre de nuestro campo creía poder pronosticar los probables cambios del tiempo, atendiendo a muchos detalles y avisos que le daban la naturaleza y los animales.

Suponían que se avecinaba una tormenta por ejemplo, cuando el perro dormía patas para arriba, cuando el chajá se paraba sobre un poste (A), en lugar de hacerlo en tierra como es común en él, cuando se veía la «baba del diablo» flotar sobre el campo, cuando un toro se revolcaba en la tierra, como lo hacen los caballos y cuando los yeguarizos, sin ninguna causa que lo provoque, se disparaban como enloquecidos (B).

También estaba convencido que clavando su cuchillo en tierra y haciendo una cruz con sal, en un lugar donde no pueda ser pisada, hará cambiar el rumbo de una tormenta.

En muchas provincias el gaucho creía que, si un gallo cantaba delante de la puerta de un rancho (C), estaba anunciando males para sus moradores, que, atando un sapo con una cerda de la cola del caballo rival, y enterrándolo vivo en la cancha donde se correrá una «cuadrera», no podrá perder.

También creía, como el aborigen, que si cuando tenía algún enfermo en su rancho o toldo, pasaba una lechuza graznando o se paraba en la cumbrera (D), presagiaba desgracia. Por esta razón. a pesar de los buenos servicios que estas aves prestan comiendo ratones y otras alimañas, era muy perseguida. Los gauchos de la provincia de Corrientes creían que clavando estacas con un cráneo descarnado de yegua (o puesto sobre un poste del alambrado (E), lograban combatir las plagas de sus sementeras. y que el canto nocturno del «chingolo», anunciaba fuertes vientos.

(1). El acullico resulta de masticar hojas de coca mezcladas con el catalizador o llicta, ingiriendo hoja tras hoja)
(2). Los “apachetas” son montículos de piedras, pequeños altares en los que se depositan las ofrendas: coca o llicta, chicha u otra bebida fermentada y el acullico. Son levantados por los arrieros, los viajeros o los hombres de los cerros, y generalmente están ubicados en los caminos, en las encrucijadas o en lo más alto de las cumbres.

 Las virtudes del mistol
En el noroeste argentino abunda un árbol al que se lo conoce con el nombre de “mistol” (Zizyphus mistol), muy estimado en tiempos pasados, junto con el algarrobo (“tacú” de los quichuas).

Suele elevarse hasta los diez metros de altura, su follaje es grisáceo y las flores, que se abren en primavera, son pequeñas y verdosas. La preferencia que tiene por parte de los pobladores, reside en sus frutos: una especie de drupa; carnosos, del tamaño aproximado al de una guinda, rojo oscuro cuando está maduro y con un hueso muy grande, que reduce notablemente el volumen de su pulpa. Con estos frutos se prepara el “arrope” (un dulce con gusto muy especial y único), aguardiente y los “bolanchaos” (una especie de bocadillos dulces) muy apreciados por la gente.

Afirma la imaginería popular que, como otras plantas, el “mistol” tiene la virtud de anunciar lluvias con cierta anticipación, segregando, en esas circunstancias, una especie de goma o resina de color y características especiales.

El yacaré y la próstata
En el libro “A través de la selva”, del doctor Esteban Laureano Maradona, un hombre sabio y benefactor, paradigma de los argentinos, que ejerce su apostolado en la localidad formoseña de Estanislao del Campo, se puede leer que “según es creencia popular”, el “yacaré”, este saurio que habita los pantanos formoseños, tiene en la base de su cola, dos bolsitas con un líquido que tiene propiedades curativas.

Consultados varios vecinos de esa provincia, confirman este dicho y es más, aclaran que con ese líquido, se han curado varios con afecciones en la próstata. Verdad?. Mito?. Superstición?. Lo cierto es que en Formosa esto es “palabra santa”.

Las chicharras y el algarrobo
En las provincias del noreste argentino, especialmente en Catamarca y La Rioja, hay quienes vinculan el canto de las chicharras con la maduración de los frutos del algarrobo y por eso, soportan estoicamente el abrumador canto de estos insectos de color verde oscuro, cabeza gruesa, ojos salientes y cuatro alas transparentes, también llamados “cigarras”, convencidos que con su canto provocarán una rápida y adecuada maduración de estas vainas, ya que con ellas, vendrá “la bonanza”.

Podrán fabricar una bebida característica de esas tierras: “la chicha”, un producto artesanal que se consume familiarmente, durante las fiestas o en la celebración de la “Pachamama” (la madre tierra), y que en muchos casos, genera los ingresos necesarios para la manutención de una familia.

Según el folclorista Ciro Bravo, la chicha es un excelente diurético y de notoria eficacia para expeler los cálculos de la vejiga, pudiendo asegurar que no hay nativo que sufra de este mal. Con las semillas de la algarroba blanca (otra variedad), se prepara una bebida llamada “aloja”, que se obtiene de la fermentación de vainas de algarroba.

La algarroba blanca también se emplea en la elaboración del “patay”, el pan de los nativos del noroeste argentino. Como se ve, son justificadas las esperanzas para que el canto de las chicharras, apresure la maduración de la algarroba, para comenzar así a gozar los beneficios que les brinda la naturaleza.

El picaflor, un avecilla mágica
Es creencia popular, sobre todo en el campo norteño, que el picaflor tiene propiedades mágicas. Se dice que cuando este simpático pajarito entra en “las casas”, cosa muy frecuente, y revolotea alrededor de una persona, está anunciando visitas. También es común, que los comerciantes pongan un colibrí muerto debajo del umbral de la puerta del negocio, para que atraiga así la clientela.

El chajá y las horas
El chajá es un ave, nada bonita, que si bien hoy ya casi se encuentra en extinción, integraba enormes bandadas que poblaban la pampa argentina y la gente de campo le atribuía el don de “cantar las horas”. Porque, aunque se ignore la explicación racional o científica de ello, con diferencia de pocos minutos, todos los días, a las mismas horas (las 21, las 24 y antes del amanecer), esas enormes bandadas prorrumpían en un ensordecedor grito.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *