LAS POSTAS (SIGLO XVII)

Las «postas» nacieron en el Río de la Plata a comienzos del siglo XVII, cuando las distancias se alargaron y ya Buenos Aires se comunicaba con Cuyo y Chile hacia el oeste, con Córdoba, Salta y el Alto Perú en la vía del Norte y con Asunción hacia el rumbo del noreste.

La remuda de los animales y el descanso de los viajeros. exigieron contar con lugares ubicados convenientemente a lo largo de los dilatados caminos que, abriéndose en abanico, comunicaban a Buenos Aires con esos nuevos destinos..

Antes de que existieran las postas, durante muchos años hasta después de la Revolución de Mayo, los medios de transporte terrestre que se limitaban a las cabalgaduras, a las seculares carretas, luego a las diligencias y galeras y, por fin, a las mensajerías organizadas como servicios regulares, debían realizar sus trayectos en una sola jornada, sin recambio de animales o en todo caso, pernoctando bajo las estrellas, sin ninguna seguridad.

Desde que el virrey Vértiz comenzó la organización del servicio de postas, en 1782, algunas llegaron a contar con mejores edificios y fueron escenario de episodios y encuentros de trascendencia histórica, como las de Sinsacate y Yatasto; pero la gran mayoría de ellas no se diferenciaba, a la vista de los viajeros, de un rancho común de adobe o quincha y techo de paja, que por mimetismo a tal punto se confundía con el paisaje, que sólo al enfrentarlo saltaba a la vista.

Tanto este recinto principal como los accesorios inmediatos, el pozo, el horno de barro, la cocina, los corrales de palo a pique, respondían en cada región a la técnica, costumbres y creencias consuetudinarias de los paisanos, pero su función principal era servir de «postas», llamadas así, según Covarrubias (1611), «por estar expuestas y prevenidas para cualquier hora y tiempo, con las caballerías necesarias para recorrer con presteza los caminos».

Los pasajeros de galeras, diligencias y mensajerías tuvieron de las «postas» una visión exterior y fugaz, por lo general injustamente desfavorable.

Los capataces de las tropas de carretas, los conductores de aquellos vehículos de pasajeros y los postillones, gracias a su paso frecuente y a los altos obligados, lograban una aproximación mayor a la realidad íntima y recatada del puestero y su familia.

Ellos y quienes vivían en la vecindad o participaban de condiciones de vida equivalentes penetraban algo más en el meollo de aquella vida. En ella lo humano, lo individual, lo subjetivo estaban como sumergidos y condicionados por normas, conceptos y valoraciones comunes y consabidas para la gente del mismo nivel popular y vigentes desde tiempo inmemorial, transmitidas tradicionalmente por la voz noticiosa y la conducta rectora de los abuelos y los padres, de una en otra generación.

De ahí la riqueza folklórica de ese circunscripto mundo que desborda lo episódico y argumental de las obras que han tomado a la posta no sólo como escenario, sino como tema y acaso como múltiple y complejo personaje. Tal el caso de “Ël Último perro”, la novela de GUILLERMO HOUSE.

Aislamiento y soledad
Cortado el intermitente hilván de las idas y venidas de vehículos y viajeros, el aislamiento y la soledad marcaban su impronta en esas humildes existencias. Si se interrumpían las comunicaciones regulares (y con harta frecuencia había motivo para ello), la escasez y la penuria mostraban su esquelética faz.

Hasta la rajadura de un mate repercutía dramáticamente en la vida cotidiana (¡cómo vivir sin matear!), salvo que un paisano habilidoso lograra reparar el desperfecto retobándolo con tenso buche de avestruz. La contraparte nefanda del aislamiento era la presencia abusiva de los «representantes de la autoridad» o, a la inversa, los asaltos de cuatreros merodeadores, y peor aún, hasta llegar al paroxismo, el acampar de tropas en campaña o el malón de los indios de «tierra adentro».

Como consecuencia de estos flagelos, o por percance casual, se presentaba la pavorosa imagen del incendio del campo. Barber Beaumont, viajero inglés, encontró en una ocasión que la menor de las hijas de la puestera guardaba cama, atacada de un fuerte resfrío, adquirido por haber estado en el pozo durante todo el día anterior, alerta ante la quemazón de los cardales próximos, que amenazó con arrasar el rancho, hasta que un brusco cambio de viento conjuró el desastre.

Este clima de perpetua zozobra agravaba su presión con la llegada siempre inesperada de fugitivos de la justicia (merecida o arbitrariamente perseguidos) que buscaban proveerse, por las buenas o las malas, antes de lanzarse a la aventura de hundirse en el desierto «hacia tierra de infieles»; el reverso, casi siempre horrendo, era la llegada de cautivos de los in-dios, escapados por milagro aún a costa de mutilaciones y sufrimientos.

Los buenos momentos
Las imágenes del anverso de la medalla son más reconfortantes. El exhausto y trajinado ocupante de la diligencia sentía renacer su ánimo apocado frente a una comida sencilla, pero sana y suculenta, anticipada por el mate que le era brindado poco después de la llegada.

La hospitalidad criolla exhibía aquí sus mejores galas, con el trato servicial, un poco rudo, pero no desprovisto de natural señorío, que caracteriza a nuestros paisanos. En circunstancias favorables, entre el grupo de pasajeros y la familia lugareña se establecía comunicación cordial, charlas animadas, intercambio de noticias.

Las mozas cumplían su grato y eterno papel de inspiradoras y no faltaba cantor que lo demostrara. Las coplas evocaban la danza y a veces se improvisaban bailes animados, cuya efusión galante se avivaba ante la perspectiva de la inminente partida.

Los mas jóvenes
Estas condiciones del mundo exterior explican muchas de las actitudes , costumbres y reacciones de este sector del pueblo campesino, representado por los puesteros. La educación de los mocetones se hacía ardua empresa, salvo que la familia se aferrase, como a tabla de salvación, a las pautas consabidas y estables a las que los antepasados debieron la sobrevivencia; pero no se aspiraba a elevar ese nivel, pues desalentadora y paradójicamente, cualquier progreso atraía como un imán la rapiña de autoridades pueblerinas, de proveedores y pulperos, cuando no de capitanejos indígenas engolosinados con el alcohol y otros vicios.

Los viajeros urbanos ponderaban la incuria que impedía las plantaciones y cultivos, la pulcritud y el adorno de la casa; no les faltaba razón algunas veces, pero en tantas otras el clima y los meteoros, los asaltos y depredaciones aconsejaban mantenerse en el oscuro rincón donde la existencia transcurría sin afanes ni variantes.

Ese indolente fatalismo penetraba en todos los planos de la psicología y la conducta y se manifestaba dramáticamente en el destino de las mujeres jóvenes, sofocadas por la rutina hasta que el ansia de liberación remataba en los halagos de un seductor o en la violencia de un rapto.

Oasis y vida cotidiana
Como breves oasis en las yermas jornadas de estas vidas, la llegada de grupos de pasajeros jóvenes y gentiles animaba el ambiente y los ánimos. Salían a relucir las prendas más preciadas y la intuitiva coquetería de las mozas, desplegada en el baile improvisado, florecido de relaciones festivas e intencionadas y pespunteado con los rasgueos no siempre acompasados de la guitarra.

Salvo estas fugaces expansiones, los días se deslizaban, como en un rancho cualquiera, entre los repetidos tropiezos de las faenas caseras: el pisado del maíz en el mortero; la atención de los animales domésticos; el acarreo del agua; el pesado amasijo del pan regional y la sofocante faena del horno; la salazón de los magros trozos de carne; el trenzado y remiendo de las guascas y guarniciones para las caballerías, y alguna vez el cuidado o curación de estas mismas, cuando el caso era grave.

La partida
Listo el carruaje, llegaban los premiosos momentos de los encargos y mensajes para la posta vecina, los saludos protocolares y los más transido, intercambiados por los jóvenes a los cuales el canto, el baile, las miradas y los galanteos furtivos incendiaban el corazón y empañaban los ojos.

Los gritos de los postillones conductores, el restallar de los látigos y la marcial despedida de la corneta ponían la máxima tensión en el momento culminante de la partida.

Para unos, seguía luego el traqueteo de la marcha, los nuevos horizontes y las renovadas peripecias: para los que en la posta quedaban, la vuelta al sosiego, el silencio, la soledad, el aislamiento de la vida cotidiana acompasada a un ritmo monótono, animada por una peculiar concepción del mundo y sometida a necesidades que no alcanzaban sin duda a conocer, y menos a interpretar, los viajeros presurosos de la ciudad, pero que pesaban en el alma y agobiaban el oscuro destino de los habitantes de la posta.

Relatos de viajeros
A través de las variadas noticias que nos han dejado los viajeros de diversas nacionalidades durante la primera mitad del siglo XIX, es posible diferenciar el anverso y el reverso de las postas que, según los casos, fueron alivio o penuria para el viajero.

En efecto, las hubo misérrimas, decaídas, apáticas, con un aire de dejadez que concordaba con la dejadez del maestro de posta y su familia. Las incomodidades superaban con frecuencia lo admisible y aún lo imaginable.

Francis Bond Head cuenta que al entrar de noche en un rancho tenuemente iluminado por un candil de sebo, alcanzó a distinguir en el suelo montones oscuros sobre uno de los cuales se sentó, rendido por la fatiga, y fue estremecido por el chillido de un chicuelo que dormía tapado con un cuero.

En otra ocasión, su blando asiento se animó y una dulce voz le preguntó: «Qué quería?»: era la natural inquietud de la joven que dormitaba arrebujada en su poncho.

Cuando a pesar del sañudo acoso de pulgas y vinchucas el viajero conseguía conciliar el sueño, no era extraño que el alba fuera anunciada por la diana vibrante de un gallo empinado sobre su espalda, la cual, con la colaboración de la congéneres del cantor, quedaba en sentido literal «como palo de gallinero».

Por otra parte, esta réplica campesina del Arca bíblica albergaba otras especies, desde roedores e insectos hasta cerdos y perros; la confianzuda promiscuidad de éstos llegaba, aguijoneada por el hambre, hasta arrebatar al pasajero el trozo de carne que acababan de servirle en rústico plato.

4 Comentarios

  1. Tomás Rodríguez

    Inspirador. Escribo un relato que inicia en una posta mediados siglo XIX y estoy interesado en aquellas que delimitaban con Tierra Adentro (Sur Pcia. Bs. As.y La Pampa)

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  2. chiwawa

    necesito para el colegio ojala me sirva gracias

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  3. Anónimo

    Hola

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  4. Ana Galibert

    necesito saber qué postas hubo en la zona de Punta Indio, más precisamente en el área cercana a base Naval de Punta Indio. Gracias.

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