LAS MISIONES GUARANÍTICAS (1609/1767)

Fundadas como “reducciones” e instaladas en tierras que hoy ocupan Argentina, Brasil y Paraguay, fueron administradas por los jesuitas desde 1609 hasta que la Compañía de Jesús fue expulsada en 1776 de los territorios de América (ver Las reducciones guaraníticas).

Misiones jesuíticas en América - Wikipedia, la enciclopedia libre

Deben llamarse “misiones guaraníticas” y no jesuíticas, porque las “reducciones” en los pampas y chaqueños, fracasaron por lo indómito de los pampas, cooptados por los araucanos y la ferocidad de los segundos. No ocurrió lo mismo con los guaraníes y los tapes, pese a su carácter bravío y fue con ellos, precisamente, que los jesuitas cumplieron eficazmente con su cometido y alzaron numerosas reducciones y administraron antiguas misiones franciscanas.

En un comienzo y a partir de 1609, fueron cuarenta poblaciones de guaraníes las que se hallaban bajo control de los jesuitas (treinta en las riberas de los ríos Paraná y Uruguay, siete en el área del Río de la Plata y tres ubicadas en el Tucumán), a las que se agregaron luego la misión de San Ignacio Guazú que ya había sido fundada a principios de 1609 por MARCELO LORENZANA y otras, que pronto se vieron obligadas a trasladarse hacia el sur y el oeste por razones de seguridad.

En 1617, la corona dispuso reasignar la jurisdicción de las “misiones”, y estableció que las ubicadas en los territorios del norte, pasaban a depender de Asunción y que quedaban bajo el control de Buenos Aires, las instaladas al sur.

Las “misiones” o “reducciones”, de Loreto, San Ignacio Miní, Concepción, Corpus Christi, Candelaria, San Javier, San Carlos, Apóstoles, San José, Santa María la Mayor, Mártires, Santa Ana, Encarnación de Itapuá, Santo Tomé, Santísima Trinidad, Asunción, Yapeyú, San Ignacio Guazú, y La Cruz, entre otras más, fueron algunos de esos poblados indígenas gobernados por los religiosos, donde sus moradores estaban libres de la “encomienda” o trabajo obligatorio al que eran obligados a realizar para los conquistadores, casi a nivel de esclavos.

Verdaderas “reducciones” al fin, pero con una organización más justa y humana que éstas, pronto se convirtieron en prósperos poblados modelo y efectivos baluartes en la defensa de nuestras provincias contra los conquistadores portugueses y en poco tiempo formaron una hermosa nación que, en menos de cien años ya contaba con 33 pueblos, habitados por 150.000 indios.

Ferozmente combatidas por los “bandeirantes” y los mamelucos, que las atacaban para hacer esclavos y saquear sus existencias, en 1631, trece, de esas primeras “reducciones” que se habían instalado, fueron destruidas totalmente y llevados por la fuerza sus moradores, aborígenes ya convertidos, que fueron vendidos como esclavos en Río de Janeiro y no obstante los esfuerzos que se realizaban para su defensa, muchos pueblos florecientes eran reiteradamente saqueados por los “bandeirantes”, hasta que en 1632, la situación se hizo insostenible.

Obligados a emigrar, con el padre ANTONIO RUÍZ DE MONTOYA a la cabeza, 12.000 aborígenes transportados en 300 canoas, bajaron por el río Paraná hasta el territorio de la actual provincia de Misiones. Aquí se instalaron y se expandieron rápidamente, a pesar de que era muy reducido el número de los religiosos misioneros afectados a tales tareas.

Unidas a las 10 reducciones ya establecidas, se extendieron luego hacia otras regiones, en especial al Paraguay y al Uruguay y a partir de 1639, los jesuitas se abocaron a la tarea de convertir y reducir a los indios guaraníes que habitaban ambas orillas del Paraná. Poco tiempo después ya se contaban por miles y miles los guaraníes que voluntariamente se sometían a las autoridades establecidas en las numerosas reducciones gobernadas por los jesuitas.

Los poblados guaraníes
Durante el siglo y medio que duró su existencia, los padres de la Compañía de Jesús gobernaron sabiamente a los pueblos indígenas, habiendo alcanzado éstos, un grado tal de organización que ha llenado de admiración al mundo entero. Sus “misiones” pobladas con guaraníes eran unas muy bien planeadas comunidades, donde existía un sistema de trabajo y producción comunitario, y donde cada morador era dueño de su propia parcela.

Eran, en su aspecto general, una aldea de campo que tenía como todo pueblo, una plaza central rodeada por la iglesia (la Casa de Dios), el cementerio, la escuela, los talleres, los almacenes y las residencias del clero y más alejadas, las casas de los pobladores blanqueadas y muy aseadas, con corrales para animales y aves domésticas  telares para las labores femeninas.

Después estaban los corrales para caballos, bueyes y mulas, propiedad común de todos los habitantes y más alejado, las tierras para labranza.

Todas dependían del padre Superior que residía en la Candelaria (Posadas) y en cada uno de sus pueblos funcionaba un Cabildo. similar al de las poblaciones españolas, con cabildantes indios y vecinos aborígenes, que participaban en el gobierno como alcaldes o regidores.

La “misiones” probaron ser un avanzado y exitoso experimento de convivencia comunitaria religiosa, así como centro de intercambio cultural y social, lo que resultó en más de un siglo de paz y prosperidad sin precedentes. Sus vidas, así como sus viviendas, se concentraban alrededor de la Iglesia, bajo el control del gobierno real.

Cada población estaba organizada según el modelo español de una sociedad paternalista. Contaba con un Cabildo indiano y funcionarios municipales, elegidos por los habitantes de la “misión”, aunque de hecho, el poder de decisión se concentraba en dos sacerdotes jesuitas: uno a cargo de los aspectos religiosos y el otro e los asuntos vinculados con la administración, la política y la economía.

Las “misiones” fueron edificadas y organizadas siguiendo un mismo plan, de tal modo que al ver una reducción podía asegurarse haberlas visto todas. Las imponentes ruinas hoy perdidas entre las enmarañadas lianas, nos dicen que la edificación era de piedra y barro y que detrás de la iglesia estaban los galpones y los naranjales. Todas las calles desembocaban en la plaza y las reducciones se comunicaban entre sí por medio de caminos perfectamente trazados.

Todo estaba organizado de un modo singular; cada “misión” contaba con entre 3.500 y 4.000 indios, con un jefe o gobernador denominado padre rector y un ayudante del rector, un cura, un maestro de escuela y un encargado de las cosechas y despensero. Todos ellos debían aprender las lenguas indígenas.

La cultura y la educación
Los jesuitas resultaron ser excelentes administradores. El orden era debidamente mantenido; en las escuelas se enseñaba a los niños a leer y a escribir, preparándolos para que pudieran seguir sus diversas vocaciones, tales como la alfarería, la agricultura, las artesanías, la música y hasta la tipografía, ya que en las “misiones”, se habían instalado rústicas imprentas para cubrir sus requerimientos (y eso fue antes de que Buenos Aires y Córdoba las tuvieran).

En 1700, cuando en Buenos Aires aún no se conocían estos trabajos, en las misiones guaraníticas imprimían libros grabados en madera y tuvieron la primera imprenta que funcionó en el Río de la Plata con prensas, tipos y tintas hechos por ellos mismos. y en el Museo Histórico Nacional se puede ver una de las cinco máquinas-imprentas que había en las misiones. El primer libro que salió de esas prensas fue un “Martirologio Romano” y en sus imprentas se hicieron los libros mejor editados de América, muchos de ellos, publicados en lengua guaraní.

Tuvieron las misiones también, una intensa actividad cultural. En ellas se desarrolló la arquitectura, la pintura, la escultura y la música a un nivel desconocido en otras partes de la colonia. Los misioneros les enseñaban a los indios la religión cristiana, pero también la lectura y el canto; el guaraní era obligatorio, aunque también se enseñaba el castellano. Los iniciaron en ganadería y agricultura y hasta en el teatro, actividad que fue rápidamente adoptada con gran entusiasmo por quienes resultaron ser “actores” intuitivos.

Las reducciones de Yapeyú, La Cruz y Santo Tomé, fueron destacados centros de irradiación de cultura. Los aborígenes mostraron allí una sorprendente disposición para la música y sus esculturas y pinturas, generalmente de imágenes religiosas bellísimas, pese a la influencia europea, impusieron el espíritu indígena, dando origen al arte llamado «jesuítico-guaraní», por lo que muchos productos de su arte prodigioso, enriquecen hoy los museos del mundo.

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Los nativos aprendieron a tocar distintos instrumentos musicales y en las Misiones se disponía de una curiosa colección fabricada por ellos mismos que hubiera podido competir con las europeas: trompetas, aspas, clavicordios, salterios, fagotes, chirimías, violines, flautas, cítaras, etc.

El padre SEPP, entre muchos otros, enseñaba a los indígenas a copiar encajes de Holanda, a hacer estatuas, sillerías de coro, púlpitos y confesionarios. Aprendieron además a tejer alfombras de lana semejantes a las turcas, a fundir campanas, a hacer fuentes y platos de estaño y a construír hasta relojes de perfecto funcionamiento.

El régimen comunitario en las misiones jesuíticas.
Todas las propiedades, a excepción de las personales, eran comunes a todos. Se cultivaba yerba mate y algodón y se criaba ganado para cubrir las necesidades propias y para vender los excedentes, con cuyo producido se sufragaban los gastos de la “misión”. Muchos aborígenes de las “misiones” participaban de las excursiones de exploración que realizaban los españoles y no pocas veces los acompañaron en combates y tareas riesgosas.

Cada día, al toque de campana, comenzaba y terminaba el trabajo. Todos iban al campo de labranza en procesión al son de la música. Por la noche les estaba prohibido salir de sus casas. Mientras los varones cultivaban los campos, las mujeres cuidaban el hogar e hilaban y tejían el algodón.

Las cosechas eran de yerba mate, algodón, maderas, tabaco, azúcar y cueros y en Corrientes criaban además, mucho ganado. Una vez abastecida la comunidad, el excedente era enviado en colosales “jangadas” por el río Paraná a Buenos Aires, donde cambiaban sus mercancías por herramientas, sal y otros artículos que les eran necesarios.

El sistema de posesión y producción de la tierra era colectivista y los beneficios del trabajo pertenecían a la comunidad. El indio no era dueño de nada: en días determinados se le daba lo que le fuera menester para su manutención.

Las diversiones conque contaban consistían en bailes y representaciones, ambos de carácter religioso. En ellas había completa separación de sexos.

Para defender a las misiones contra los indios bravos y los desalmados mamelucos, el rey Felipe III autorizó la organización militar y el uso de armas. Los jesuitas formaron «milicias» organizando cuerpos de infantería y de caballería,  de infantería y les enseñaron el manejo de las armas y los ejercicios militares. Las armas y la pólvora se fabricaban en la misma misión y se dice, que en caso de necesidad, los jesuitas podían poner en pie de guerra, no menos de 50.000 efectivos bien entrenados y amados.

Y como estimamos que nada es mejor, que la palabra de un actor de esa época, para comprender la realidad de “las misiones jesuíticas” y su influencia en el desarrollo y la economía de la comunidad aborigen, transcribimos a continuación, en formal textual, fragmentos de un relato del padre jesuita JOSÉ CARDIEL, un sacerdote fundador de pueblos y templos, que durante doce años compartió su vida con los misioneros y los aborígenes:

“.. .Ni basta el hacerle coger al indio toda su cosecha. Lo que más cogerá un indio ordinario es tres o cuatro fanegas de maíz. Bien pudiera coger veinte si quisiera. Si esto lo tiene en su casa, desperdicia mucho y lo gasta luego, ya comiendo sin regla, va dándolo de balde, ya vendiéndolo por una bagatela, lo que vale diez por lo que vale uno. Por esto se le obliga a traerlo a los graneros comunes, cada saco con su nombre: y se le deja uno solo en su casa, y se le va dando conforme se le va acabando. Toda esta diligencia es necesaria para su desidia”.

“Para remediar tan grande desidia, están entabladas sementeras comunes de maíz, legumbres v algodón y estancias de ganado mayor y menor. A las sementeras van en los seis meses de su tiempo los lunes y sábados, excepto los tejedores, herreros y demás oficiales mecánicos, que no van a las faenas de comunidad en todo el año y se remudan para la labor de sus tierras, una semana a ella, otra a su oficio. Todos sus oficios los ejercen, no afuera, sino en sus casas, que nada harían de provecho, sino en los patios que para ello hay en casa de los Padres; y es tanta su sinceridad, que todos estos oficios los hacen sin paga, aunque de los bienes comunes se remunera más a estos por trabajar más, que a los demás”.

“Los visita el Padre con frecuencia para que hagan bien su oficio. Pónese en cada oficio el que al Cura le parece más a propósito para él y no repugnan a ello pues, hasta muchos lo pretenden, porque, como ya se dijo, se tiene por nobleza el tener algún oficio. Sólo el ser tamborilero o flautero no se dan. Se mete a ello el que tiene afición y hay pueblos que tienen diez, doce o veinte indios musiqueros”.

“Estos bienes comunes que hemos dicho, sirven para dar que sembrar al que no tiene, por habérselo comido en demasía o perdido, para el sustento de la casa de las recogidas, para avío y provisión de los viajes en pro del pueblo, para dar de comer a los muchachos y muchachas cuando van a las sementeras comunes, u otras faenas; para agasajar a los caminantes y a los huéspedes, que a todos, sea español, mulatos, mestizo, negro o indio, esclavo o libre, se les hospeda y da de comer y aún se los pasa en embarcaciones por los ríos grandes que no tienen puente”.

“Los algodonales comunes sirven para vestir a todos los muchachos de uno u otro sexo, que si el Padre no los viste, los más, andarían del todo desnudos por la incuria de sus padres naturales. Y son tantos en pueblos tan numerosos, que cuidando yo del pueblo e Yapeyú, que es el mayor, el año de 55, serían trs mil. El pueblo tenía entonces mil seiscientos y tantas familias. Dase también el lienzo que del algodón se hace, a los que van a hacer yerba del Paraguay, a las viudas y recogidas, viejos e impedidos y por premio en las fiestas y funciones militares y políticas, a los que mejor se portan.

Y se guarda una gruesa porción para enviar a vender a Buenos Aires y a Santa Fe del Paraná y comprar con ello lo necesario de fierro, paños, herramientas, etc. Para el pueblo y sedas y adornos para las iglesias. Hácese lienzo blanco de varias calidades: delgado, grueso, de cordoncillo, torcido y de varios colores listados”.

“Los otros bienes comunes y más principales son el ganado mayor y el menor. Los indios no tienen en particular, vacas, ni bueyes, ni caballos, ni ovejas ni mulas: sino gallinas, porque no son capaces de más. Hemos hecho en todos tiempos muchas pruebas para ver si les podemos hacer tener y guardar algo de ganado mayor y menor y alguna cabalgadura v no lo hemos podido conseguir”.

“En teniendo un caballo, luego lo llena de mataduras: no le da de comer ni aun le deja ir a buscar y luego se le muere. El burro es más propio para su genio; pero lo suele tener tres y cuatro días atado al pilar del corredor de su casa, sin comer ni beber, sin echarlo al campo, por no tener el trabajo de ir a cogerlo allá. Les damos un par de vacas lecheras para que las ordeñen y tengan leche y por el corto trabajo de ordeñarlas, no las ordeñan o matan las terneras y se las comen”.

“Lo mismo sucede con los bueyes, que los pierden o matan o comen. Sólo en tal cual de los más principales y capaces, podemos lograr que tengan alguna mula o bueyes y que los conserven. Todo esto está de común. Además de los bienes comunes de vacas, algodón, etc., hay otro muy particular y cuantioso que es el de la yerba del Paraguay, que comúnmente llaman yerba”, sin más ádito”.

“Siémbrase también en todos los pueblos, tabaco para el común. De éste, algunos pueblos envían también a las ciudades, que allí se usa mucho para fumar y mascar. Es muy común en estos dos usos, entre la gente baja y no pocos de distinción. Los indios no usan sino para mascar, que dicen les da así mucha fortaleza para el trabajo, especialmente en tiempo de frío. No se usa en polvo por las prohibiciones reales. El de polvo viene de España y vale, lo más barato, a cuatro pesos la libra”.

“De todos los bienes de comunidad dichos, sólo salen de los pueblos el lienzo y algo de hilo para pabilos, la yerba y el tabaco, dejando lo necesario para el consumo de los vecinos. Los demás bienes quedan para el gasto, y para contratar unos con otros: porque en unos, abunda el algodón, en otros escasea, de manera que con dificultad se coge lo necesario para el pueblo: y lo mismo sucede con el maíz y legumbres y con los ganados: y acuden, a tiempo, varias plagas de gusano, langosta, etc., en algunas partes, dejando otras; por lo que hay mucha comunicación de unos con otros en compras y ventas. No corre dinero en esto. Todo se hace por trueques”.

“Los indios no disponen las faenas, viajes por tierra y agua y demás menesteres del común ni su avío y matalotaje; que el indio no tiene talento para prevenir sustento más que para cuatro o seis días, aunque tenga con qué prevenirlo y aunque sepa que el viaje ha de durar meses enteros».

«No se da sueldo porque lo hacen para el común, tanto para ellos como para los demás y mientras éstos están en el viaje, los demás les están componiendo y haciendo su casa, labrando los maizales y demás sementeras comunes para ellos y para todos y haciendo todo lo demás que sirve para ellos y para los que quedan».

«Sólo en caso de ser mayor trabajo el de los viajantes que el de los que quedan en el pueblo, o de haber hecho su viaje con especial cuidado y utilidad, se les remunera a la vuelta y el premio suele ser: rosarios, lienzo de listado (de que gustan mucho), cuchillos, espuelas, frenos, hachas y cuñas”.

Fin de las misiones
Lamentablemente, esta exitosa experiencia, si bien contaba con el apoyo de los aborígenes, que rápidamente habían comprendido las bondades del sistema (ver Las misiones jesuíticas), pronto comenzó a despertar envidias y críticas por parte de los españoles, sobre todo porque esas fundaciones, llegaron a constituir un verdadero organismo administrativo que ejercía su autoridad sobre vastos territorios de América del Sur, en abierta competencia con los intereses de la corona, de los encomenderos y de los comerciantes en general, que veían en ellas, un indeseado competidor  Expulsión de los jesuitas

Por motivos que Carlos III tuvo buen cuidado de “guardar en su real pecho”, el 27 de marzo de 1767 decretó la expulsión de la Compañía de Jesús de todos sus dominios. La voluntad de este despótico monarca fue cumplida según minuciosas y secretas instrucciones que le fueron dadas al conde de Aranda.

Muchas versiones circularon luego, tratando de explicar esta medida. Se dijo que el rey veía en la misiones, el origen de un estado dentro de su mismo estado y que eso menoscababa su autoridad; se dijo que la envidia de otras congregaciones religiosas ante el avance de la popularidad y el éxito que obtenían los jesuitas administrando las misiones, había influido para que las autoridades eclesiásticas intercedieran ante el rey para ponerle fin a esta situación.

Se dijo también, que el rey había sido influenciado por el poderoso gremio de los comerciantes españoles, que veían afectados sus intereses por la competencia de un sistema que permitía bajar costos e incrementar calidad y finalmente, que los encomenderos habían forzado al rey, haciéndole ver que sus “sistema”, le garantizaba mayores ganancias a la corona.

En días y horas sigilosamente señalados, los religiosos fueron sorprendidos en sus casas, misiones, colegios, residencias, etc., por el ejército real. Acinados en inmundos calabozos y luego embarcados a tropel rumbo a Italia, no se les permitió llevar consigo más que su breviario y su modestísimo ajuar.

“Atendidas sus condiciones y sus formas, dice un autor, “apenas registrará la historia acto más brutal y escandaloso de tiranía”. En las colonias americanas la opinión pública recibió el tiránico decreto con indignación y la autoridad civil tuvo que reprimir motines en Guanajato, La Paz, Potosí, etc., a pesar de haber publicado agresivos bandos en que declaraba que los vasallos “deben saber que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos del gobierno”.

Pero todo fue inútil. Se confiscaron los bienes a la Compañía y de acuerdo con la autoridad eclesiástica, se distribuyeron sus propiedades, bienes y beneficios entre otras órdenes religiosas, instituciones educativas y sociedades de beneficencia, aunque, claro está, que los encargados de esta operación supieron sacar para sí gran provecho, como ocurre casi siempre en estos tristes casos.

Las consecuencias de estas medidas fueron funestísimas para las misiones y para el futuro de la región. El indio volvió a la selva huyendo del encomendero y varias regiones de la América volvieron al salvajismo; se rompieron los fuertes lazos que hasta ese momento unía a la Iglesia americana con la corona española; las ideas de respeto y obediencia a las autoridades se relajaron en extremo y el espíritu de rebelión brotó en todas las almas.

Los pueblos americanos vieron con horror el opresivo regalismo de Carlos III y sus ministros y “comprendieron que había llegado el momento de ser libres”. Quizás no sea descabellado entonces, pensar que fue a partir de este momento que los pueblos originarios comenzaron a comprender la necesidad de librarse de ese despótico yugo al que lo sometía la corona española, y comenzara a germinar la idea de libertad que los llevó luego a los acontecimientos de mayo de 1810.

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