LAS EPIDEMIAS DESDE LA ÉPOCA COLONIAL EN ARGENTINA

Desde el momento de su fundación, la ciudad de Buenos Aires,  sufrió periódicamente la aparición de devastadoras epidemias,  que los cronistas llamaban “pestes”. En muy pocos casos se conoció con precisión la clase de enfermedad que provocaban las epidemias y erróneamente se suponía que eran el recrudecimiento de alguna enfermedad común, que causaba más víctimas que de costumbre y fueron el cólera, la viruela y la fiebre amarilla, las enfermedades responsables de los sucesos más trágicos de nuestra historia, una historia que registra repetidas epidemias en los siglos XVII y XVIII, que afectaron especialmente a los desprotegidos: los indígenas y los negros.

Las crónicas de esas épocas, detallan que los cadáveres de los pobres eran colocados sobre cueros o envueltos en trapos y se los llevaba a enterrar, arrastrados por caballos.  En aquellos años los cementerios no existían y los muertos de categoría eran enterrados en los templos, desde el atrio al altar mayor.  Pero los esclavos y sirvientes se enterraban en terrenos cercanos a las iglesias.  Como consecuencia de la terrible situación causada por las epidemias, el 16 de octubre de 1754, por medio de una real cédula, se dio estado oficial a la “Hermandad de la Santa Caridad”, uno de los primeros centros asistenciales que desde 1727 ya funcionaba,  dedicado a la atención de los pobres, huérfanos y vagabundos y que se ocupaba además de dar sepultura a los que nada tenían.

Las principales causas de tanta mortandad, reconocidas por las autoridades del Cabildo, eran la pobreza de la mayor parte de los habitantes y las pésimas condiciones de higiene que imperaba en las ciudades. Además, la Ciudad carecía prácticamente de médicos y en su lugar se desempeñaban barberos, boticarios o simples curanderos.

La historia completa de las epidemias en la Argentina no puede ser escrita debido a la falta de datos y registros que la avalen, sin embargo, se sabe que desde la época de la conquista hasta el siglo XX, las recurrentes epidemias de ciertas enfermedades influyeron significativamente en el desarrollo histórico argentino. El aislamiento de las primeras colonias y la falta de grandes concentraciones sedentarias y civilizadas de indios, evitó que las epidemias tuvieran los efectos inmediatos y desastrosos que durante los primeros años de la conquista tuvieron lugar en México y Perú. Muchas de las enfermedades epidémicas fueron traídas a la región desde el exterior; sin embargo, fiebres del tipo de la malaria, como el chucho, eran de origen indígena, teniendo más experiencia para el tratamiento de éstas los incas que los europeos.

Distintas formas de fiebre malaria afectaron el norte, desde Jujuy hasta Misiones, durante todo el período colonial. En el siglo XVI, la mayoría de las enfermedades provinieron de Europa. MARTÍN DEL BARCO CENTENERA, uno de los primeros cronistas, explicó que la enfermedad sufrida por los hombres de Mendoza en Buenos Aires, además del hambre y otras miserias, fue provocada probablemente por gérmenes traídos de España, lugar donde se estaba sufriendo una epidemia de viruela. Muchas de las enfermedades epidémicas sufridas en la Argentina durante el siglo XVI, como la viruela y la fiebre tifoidea y el tifus (aparentemente endémicas en las flotas españolas en ese entonces) afectaron igualmente a todas las clases y a todos los grupos étnicos.

Es conclusión  firme, que los españoles trajeron la viruela al Nuevo Mundo ya que en 1588 estalló la que fue la primera epidemia de viruela que asoló Buenos Aires, peste que aún no era conocido por los antigüos habitantes de América. La tifoidea se difundió a través de la expedición de ORTIZ DE ZÁRATE (1573) y una variedad fatal de viruela asoló al Paraguay en 1589, reiterándose en 1595 y en 1599, exterminando a casi toda la población que la contrajo (criollos, mestizos e indios). Epidemias similares atacaron a Tucumán, Córdoba, Santiago del Estero y los vecinos países de Bolivia y Chile en 1590.

En el siglo XVII, los colonizadores solicitaron a la Corona que les otorgaran el permiso necesario para importar más esclavos negros, debido a las pérdidas de los trabajadores nativos que se sufrían a causa de las epidemias de viruela; en 1607-1608, los novicios del seminario jesuita de Córdoba fueron atacados por el tifus, sucediéndole una epidemia de viruela (1610) en Córdoba y en toda la región del Paraguay hasta Chile, epidemia que se complicó aparentemente con otra enfermedad, el tabardillo (o tifus) común en la región.

Proveniente de San Miguel de Tucumán y afectando a los indios de San Ignacio, la epidemia se extendió hasta Buenos Aires, cobrando setecientas vidas en veinte días, en una población de 1.400 habitantes y a partir de entonces, a medida que crecía su importancia como ciudad portuaria, Buenos Aires sufrió frecuentes enfermedades epidémicas. En 1620 y 1621, fue nuevamente azotada por una de viruela, que tuvo muy graves consecuencias para su población. Veinte años después llegó el tifus y en 1660, nuevamente la viruela provoco innumerables muertes. En 1701 un gran número de barcos que traía esclavos en sus bodegas, tuvo que hacer cuarentena a causa de la presencia de brotes de viruela entre su carga humana pero, de todas maneras, murieron contagiados por el mal traído por éstos desgraciados, cuatrocientos pobladores de la ciudad.

El 18 de abril de 1717, se detectó el primer caso causado por una terrible epidemia (quizás de viruela) que atacó  a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, provocando cientos de víctimas  y  que según lo testimonian los datos oficiales, se registró un 90,3 por mil de defunciones durante ese año, contra poco más de 23 del año anterior.

En 1720, con el incremento del tráfico de esclavos, éstos trajeron consigo viruela y fiebres africanas y también comenzaron a sentir los efectos de la peste bubónica y el cólera y durante todo el siglo XVIII, la expansión hacia los nuevos territorios trasladó las mortales epidemias a los indios que habitaban en regiones remotas, apareciendo de esta manera nuevas enfermedades, tales como paperas, viruela y escarlatina, que aniquilaron las misiones guaraníes jesuíticas en 1734 y epidemias muy parecidas, que se estima también eran de viruela, aunque menos violentas, que se repitieron en los años 1738, 1739 y 1778.

En 1742, el misionero jesuita FALKNER encontró a los indios patagónicos diezmados, debido a una reciente epidemia de viruela. La fiebre amarilla provino del Brasil (a menudo mencionada aunque la primera muerte registrada se produjo aparentemente en 1798). En 1778 el virrey VÉRTIZ ordenó que se higienizara la ciudad de Buenos Aires, ya que se había convertido en una sucia ciudad portuaria. También estableció el Protomedicato a fin de supervisar las medidas de sanidad pública, la educación y la matriculación de los nuevos médicos, etc.; nombrando al distinguido residente irlandés, doctor MICHAEL O’GORMAN (q.v.) a cargo de dicho Tribunal, mejorando así la sanidad en la ciudad.

Los nuevos tratamientos para la viruela mostraron ser útiles durante la epidemia de 1790 pero esta enfermedad continuó siendo la más mortal hasta la introducción de la vacuna de “Jenner”, que había sido enviada oficialmente por el gobierno real en 1805, pero que ya era conocida extraoficialmente y empleada en Buenos Aires, proveniente de fuentes brasileñas, lo que había permitido organizar un programa de vacunación masiva (1). Por esa fecha además, gracias a los experimentos realizados por el padre FELICIANO PUEYRREDÓN y el doctor FRANCISCO JAVIER MUÑIZ con vacas argentinas, se logró obtener la vacuna antivariólica en el país. A principios del siglo XIX, el cólera se había extendido desde la India hasta Inglaterra y de allí a Buenos Aires. En 1818 existieron varios casos graves en Buenos Aires, incluyendo el del doctor Ventura Salinas, quien en 1833, publicó un estudio sobre la enfermedad.

En 1832 hubo casos de cólera en Corrientes y treinta y cuatro años más tarde, se extendió una epidemia desde Rosario a través de todo el país. La epidemia de cólera en Buenos Aires en 1870, se intensificó a raíz de una nueva infección traída por un buque italiano llamado “Barco” en 1872. La epidemia que asoló al norte y al oeste se cree que fue transmitida por los trabajadores del ferrocarril (1886-1887). En 1889 la peste bubónica llegó procedente del Paraguay y la fiebre amarilla, que generalmente provenía del Brasil, se convirtió en endémica en Buenos Aires durante el siglo XIX, desarrollándose serias epidemias en 1852 y 1859, provocando un verdadero pánico entre los habitantes de Buenos Aires cuando en 1871, en cuatro meses, se vieron afectadas cuarenta y cinco mil personas de los sesenta y siete mil habitantes que vivían en esta ciudad, dejando un saldo de trece mil seiscientos cuarenta muertos, que incluía al famoso científico y médico FRANCISCO JAVIER MUÑIZ (q.v.). El mejoramiento de las medidas de salubridad pública y los descubrimientos médicos disminuyeron la intensidad y la frecuencia de las enfermedades epidémicas durante el siglo XX.

Vacunación antivariólica obligatoria.
Alarmado por la presencia de esta peste en sus colonias, Carlos IV ya a comienzos del siglo XIX, en 1805, envió una importante partida de la recientemente descubierta “vacuna Jenner” e introdujo en el Río de la Plata, la vacunación antivariólica, que ya había sido experimentada en estas tierras, a través del trabajo del doctor MIGUEL O’GORMAN y del Protomedicato, creado en 1799, con vacunas elaboradas localmente: Ese mismo año, un barco negrero portugués, procedente de Brasil,  había arribado a Buenos Aires con dos jóvenes negros a los que se le habían inyectado vacunas frescas y que estaban en excelente estado para la transmisión del deseado profiláctico contra la viruela”. Al cabo de unos días, los doctores  GARCÍA VALDEZ y SILVIO GAFFAROT,  pudieron presentarle al virrey SOBREMONTE las primeras vacunas. El doctor COSME ARGERICH y otros ofrecieron sus servicios, y al cabo de pocas semanas, cientos de niños fueron vacunados, dando origen  al original reclamo de ANTONIO MACHADO CARVALHO, propietario de los  esclavos que habían sido utilizados, de ser adjudicatario del crédito de haber introducido la vacunación en el Río de la Plata. En 1810 la Primera Junta impuso la vacunación obligatoria pero, a menudo, la ley era ignorada y más tarde, el 18 de mayo de 1813, el Segundo Triunvirato, por medio de una Ley, ratificó la obligatoriedad de la vacuna antivariólica en el país.

Durante la guerra de la Independencia, el gobierno de Buenos Aires, no tenía por único enemigo a los ejércitos españoles, también debió hacer frente al peligro de la viruela que asolaba muchas regiones del interior y la vacunación debió extenderse a las fuerzas armadas de la Revolución que en muchos lugares, como la Banda Oriental, eran diezmadas por el mal. Felizmente, la vacuna descubierta por el inglés Jenner ya era un arma conocida para luchar contra la enfermedad, y pudo se importada en cantidades suficientes para ser distribuída hasta en el interior del país y fue sabido que el general SAN MARTÍN pagó personalmente,  a quienes fueron enviados a Mendoza para vacunar a su tropa.

El doctor SATURNINO SEGUROLA fue designado para organizar y dirigir esta operación de vacunación masiva y acometió la tarea con encomiable dedicación, logrando superar los innumerables inconvenientes que se le oponían: La mayor parte de la gente desconfiaba de la vacuna y en muchos casos su obstinación era apoyada por algunos médicos locales. SEGUROLA envió a las autoridades una carta donde se quejaba amargamente de la irresponsabilidad de la gente y advertía que, aunque se bautizaban de 15 a 20 niños todas las semanas en la Catedral, eran muy pocos los padres que se avenían a vacunarlos, exponiéndolos al fatal contagio.

La mayoría opinaba que el virus de la vacuna no preservaba y que por el contrario, los males venían de la vacuna. Más de uno alegaba que las vacunas eran viejas y que esperaban las frescas que debían venir del Brasil. Finalmente Segurola pidió al gobierno que aplicara penas a los médicos que se oponían a la vacunación y el Triunvirato resolvió que los padres presentaran certificados de vacunación de sus hijos y que si no lo hacían, debían pasar por el hospital para que los chicos fueran inoculados obligatoriamente y se encargó a la Policía la vigilancia del cumplimiento de estas normas.

En 1817 un rumor alarmante corrió por el país. Se decía que muchas de las personas vacunadas habían contraído igualmente la enfermedad. El 24 de junio de ese año, el gobierno inició una investigación de la que resulto que el doctor SATURNINO SEGUROLA había vacunado a una “pardita”  perteneciente a la casa de don Ignacio Freyre y  luego, con el mismo suero, a otros niños. Unos días más tarde pudo observarse en la niña la presencia de 5 o 6 pústulas del tipo varioloso. Tras la investigación, practicada por las autoridades del protomedicato, se estableció que “las pústulas que se advertían en la pardita no era de la verdadera viruela sino de la falsa, llamada –cristalina- vulgarmente –boba- enfermedad tan distinta de la viruela verdadera, en sus períodos y benignidad, que si fuese sola ella la que se padecía en la vida, era inoficiosa la vacuna”. Al mismo tiempo que se difundieron estos resultados de la investigación, se exhortó nuevamente a todos a “que por lo mismo que hay viruela, es obligatorio llevar a sus hijos a la vacunación”.

En 1821, BERNARDINO RIVADAVIA estableció un Departamento oficial de vacunación. Durante los años siguientes, se hicieron progresos considerables en la erradicación de la viruela en las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Instituto de Vacunación de Londres,  nombró miembros honorarios a Rivadavia y a MADERO y les encomendó la administración del programa de vacunación de Buenos Aires.

En 1826, durante el gobierno de JUAN MANUEL DE ROSAS la situación cambió; las vacunas importadas de Gran Bretaña eran caras y a veces (durante el bloqueo británico, en especial), imposibles de conseguir, pero gracias a los experimentos realizados por el padre FELICIANO PUEYRREDÓN y el doctor FRANCISCO JAVIER MUÑIZ con vacas argentinas, se logró obtener la vacuna antivariólica en el país y ya no se dependió más de la que venía del exterior, para atender esta peste, que luego tuvo algunos rebrotes preocupantes, porque a pesar de estos avances, la población indígena, que tenía muy poca o ninguna inmunidad, por largo tiempo, fue presa fácil de la epidemia.

Cólera en Rosario
El 19 de marzo de 1867 se produjo en la ciudad de Rosario el primer caso de una epidemia de cólera que castigó durante dos años a una gran parte del país. La peste llegó importada desde Corrientes, que la había recibido a su vez, al parecer, de algunos veteranos de la guerra del Paraguay que traían en sus mochilas algo más que penurias y heridas. Luego, la expansión de la enfermedad fue rápida y mortífera y dejó miles de víctimas. Una sensación de terror e indefensión hizo presa de las poblaciones y toda la prensa de la época da testimonio de la ola de pánico que se desató. Para tratar de detener el avance del mal, las provincias tomaron distintas medidas que lograron muy poco éxito: se suprimió la circulación de trenes y se prohibió el movimiento de cargas y personas. El resultado fue una verdadera crisis en el intercambio comercial y el aislamiento e incomunicación de muchas zonas del interior. Tampoco los cordones sanitarios consiguieron mejorar la situación. En algunos lugares se rechazaba el ingreso de cualquier medio de transporte, ya fuesen trenes, barcos o mensajerías a caballo, que vinieran de zonas infectadas como la de Rosario. Los puertos impusieron rigurosas e inútiles cuarentenas, pero a pesar de todas esas medidas tomadas, no se pudo impedir que la epidemia llegara a Buenos Aires y que en pocas semanas se cobrara la vida de 8.920 vecinos, entre ellos muchos heroicos médicos: ya que como siempre, la muerte iguala a todos sin respetar aptitud ni profesión.. Sólo en 1868, con el saneamiento de las aguas corrientes, logrado con la aplicación de medidas que impuso DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, se pudo controlar definitivamente esta epidemia.

Epidemia de cólera en Buenos Aires (30/03/1867)
Apenas aparecidos los primeros casos de cólera en marzo de 1867, la Municipalidad de Buenos Aires reactivó a las comisiones parroquiales y así, el brote pudo ser contenido hacia fines de abril, pero el temor a un rebrote durante el verano,  llevó a reforzar la estructura de las comisiones y prácticas de vigilancia sobre la higiene para evitar la aparición de nuevos casos. De acuerdo con las previsiones, el cólera volvió a aparecer en diciembre. En esta ocasión, impactó duramente no solo en la ciudad, sino en todas las provincias de la República y significó un cambio de escala en la pérdida de vidas humanas. Esta situación desnudó falencias y carencias en áreas sensibles y debatidas largamente en torno a la higiene: el Riachuelo aún emanaba “efluvios y miasmas”, nada se había hecho con los saladeros y curtiembres de la ciudad, y el cementerio de Recoleta era la única necrópolis para enterrar a todos los muertos. Pero, sobre todo, el cólera produjo un colapso institucional. El 17 de diciembre de 1867, todos los miembros de la municipalidad debieron renunciar por las presiones “del pueblo”, encabezado por una serie de redactores de diarios y otras personalidades políticas. El día previo, había circulado en la prensa el pedido “como una medida higiénica de primer orden, la renuncia en masa de todos los señores municipales y su sustitución por una junta extraordinaria de salud pública”. La jornada del 17 de diciembre tuvo momentos de aguda tensión cuando, a modo de protesta, se arrojaron documentos y demás artículos de las oficinas a las calles. La agitación recién pudo ser contenida tras la presencia del gobernador Alsina, quien se inclinó por requerir a los funcionarios la renuncia que los manifestantes solicitaban. Así, en reemplazo de los miembros desplazados, se creó una “Comisión de Salubridad Pública”, oficialmente reconocida por las autoridades provinciales para ejecutar y proponer todas aquellas medidas de higiene convenientes mientras durase la epidemia.

Nuevas epidemias de cólera en Buenos Aires
En el verano de 1868 una nueva epidemia de cólera se abatió sobre Buenos Aires y esta vez, la peste se extendió por toda la campaña bonaerense y en diez de las catorce provincias, y una de sus víctimas fue el vicepresidente de la nación, el doctor MARCOS PAZ, quien, por entonces, debido a la ausencia del presidente BARTOLOMÉ MITRE impuesta por sus responsabilidades como Comandante en Jefe del Ejército aliado en guerra con Paraguay, se encontraba a cargo del Poder Ejecutivo

Pero el infierno no terminó entonces. El 18 de diciembre de 1873, sin haberse repuesto del todo de los terribles efectos de la epidemia de fienre amarilla que había diezmado su población, la ciudad de Buenos Aires fue nuevamente atacada por el cólera. El 18 de diciembre se reportó el primer caso en La Boca y pronto, otro en la parroquia de Catedral al Sud. Días después, surgirían otros, que confirmaron la llegada de la enfermedad. Si bien esta epidemia tuvo una repercusión mucho menor en cuanto a cifras de mortalidad y quedó circunscripta casi exclusivamente a la ciudad, el número no fue menor. Se extendió desde el 18 de diciembre hasta el 13 de marzo de 1874 y produjo 897 muertes. La epidemia se expandió por todas las parroquias y tuvo un máximo de 29 defunciones diarias hacia el 30 de diciembre. Para el 15 de enero comenzó a declinar, hasta finalizar en marzo.

Epidemia de fiebre amarilla (1871).
Durante el siglo XIX, las malas condiciones higiénicas de la ciudad, la falta de agua corriente y de sistemas cloacales, facilitaban la propagación de epidemias. Las sufrieron Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro entre otras ciudades.  Cada verano se esperaba la llegada del terrible mal que parecía venir de los trópicos en la bodega de cualquier navío. En 1857 Montevideo se vio diezmada por la fiebre amarilla que pasó a Buenos Aires y causó 300 muertos en dos meses. En los campamentos del Paraguay, el cólera causó miles de víctimas entre aliados y paraguayos y entre 1868 y 1869 provocó 7.000 muertos en Buenos Aires.

Pero hasta esos días, Buenos Aires nunca había conocido tiempos más oscuros y tétricos como los que le tocó vivir aquellos primeros seis meses de 1871. Un brote epidémico de fiebre amarilla  había surgido en Paraguay y las condiciones sociales y sanitarias de la vieja aldea que caóticamente intentaba convertirse en metrópoli, favorecieron su llegada a Buenos Aires. En esos años, Buenos Aires tenía ya cerca de 190.000 habitantes, muchos de los cuales eran inmigrantes, que se hacinaban en los conventillos del Sur. La mayoría de la población aún se abastecía de agua de aljibes e incluso del propio río y los saladeros y el Riachuelo eran focos de podredumbre e infecciones,

No fue extraño entonces, que sucediera lo que sucedió cuando en el caluroso enero de 1871 comenzaron a llegar los primeros veteranos de la Guerra del Paraguay y con ellos desembarcó la “fiebre amarilla” (2). Un nuevo problema se presentaba así al Presidente SARMIENTO. Durante su presidencia había tenido que superar graves dificultades. A la situación externa con el Paraguay, Brasil y Chile, se sumaron en el orden interno los alzamientos de López Jordán, seguidos de otras revoluciones menores en Corrientes y en Mendoza, y el descontento en otras provincias, además del azote de los indios que amenazaban en todas partes. Ahora era una epidemia que comenzó en enero de 1871 y que entre enero y junio de ese año, causó casi 15.000 muertos en total.

Conocida también como la “peste del vómito negro”, fue la peor catástrofe padecida por la ciudad, una tragedia que devastó el país entero, pues, si bien lo fue en menor medida, numerosos casos se produjeron en el interior. El 27 de enero se registraron las tres primeras muertes. Se produjeron en el barrio de San Telmo, en la calle Bolívar 392 (hoy 1200). En febrero, las víctimas ya fueron  22 y el 23 de febrero, el doctor EDUARDO WILDE confirmó que todos ellos habían sido víctimas de la fiebre amarilla y a partir del 6 de marzo, la epidemia adquirió una violencia inusitada causando cien víctimas diarias y la enfermedad se esparció como reguero de pólvora.

El terror cundió entonces y la ciudad fue evacuada en masa.  De los 190.000 habitantes que había en ese entonces en Buenos Aires,  decenas de miles de ellos se fueron al campo, a las “quintas” de la periferia, a la “Recoleta» o a las provincias no afectadas por el mal, quedando solamente unos 45.000, sin medios o voluntad para dejar sus hogares. La gente se instaló en pueblos de los alrededores como Flores o Belgrano (3) y otros se alejaron aún más. La ciudad estaba desierta y las casas y negocios abandonados, situación que lamentablemente fue aprovechada por delincuentes que se dedicaron a saquear y robar

Los hospitales rebosaban de enfermos y el Estado arrendó el Hospital Italiano, para atender a los atacados por el mal. Todos los diarios, menos “La Prensa” y “La Nación”, dejaron de aparecer. Se cerraron Escuelas, Iglesias, Bancos y Comercios, Oficinas del Gobierno y Tribunales. Todo se cerró y por las desiertas calles de Buenos Aires sólo se veían vehículos de toda clase, conduciendo cadáveres en toscos cajones construídos apresuradamente. Por falta de personal y medios, muchos enfermos murieron abandonados.

Al pasar los días, los decesos fueron en aumento y a fines de febrero, no bajaban de 40 diarios. Los más afectados eran los inmigrantes italianos, que fueron estigmatizados. Inexplicablemente, hasta ese momento se pensaba que el flagelo que azotaba la ciudad no alcanzaría mayores proporciones, pero cuando al comenzar el mes de marzo se lo vio avanzar rápidamente y cuando los muertos ya eran cientos cada día, el terror se apoderó de toda la ciudad y las personas con mayores recursos comenzaron a huir, abandonando la ciudad.  A partir del 6 de marzo la epidemia adquirió una violencia inusitada causando más de cien víctimas diarias.

El 13 de marzo se convocó a un mitin popular en la Plaza de la Victoria y allí se formó una Comisión Popular (para algunos Comisión Municipal) para aunar esfuerzos. Presidida por el doctor ROQUE PÉREZ, estaba integrada por conocidos ciudadanos entre los que estaban HÉCTOR F. VARELA, M. BILLINGHURST, JUAN C. GÓMEZ, MANUEL BILBAO, MANUEL ARGERICH, JOSÉ MARÍA CANTILO, MANUEL QUINTANA, LEÓN WALLS, CARLOS GUIDO SPANO, CARLOS PAZ, F. LÓPEZ TORRES, A. EBELOT, ARISTÓBULO DEL VALLE, EVARISTO CARRIEGO, ALEJANDRO KORN, JOSÉ C. PAZ, C. MARTIÑO, LUCIO V. MANSILLA, BARTOLOMÉ MITRE Y VEDIA, EMILIO ONRUVIA, MENÉNDEZ BEHETY, FRANCISCO UZAL, T. ARMSTRONG (hijo), B. CITTADINI,  CÉSAR, JOSÉ M. LAGOS, F. ALMONTE, GUSTAVO NESSLER, P. RAMALLA, A. GIGLIO, JUAN Y DANIEL AGENTÍ, A. LARROQUE, P. BERBATTI, FLORENCIO BALLESTEROS, J. E. P. DILLÓN, PABLO GOWLAND, R. VIÑAS, F. S. MAYÁNS y F. DUPONT.

Pero también surgieron discrepancias sobre la forma de encarar la situación. Por otro lado se produjeron hechos que llaman a la reflexión.  Mientras el general BARTOLOMÉ MITRE (que se quedó en la ciudad junto con sus hijos), se incorporó a la Comisión Popular (padeciendo la peste al igual que su hijo, el periodista “Bartolito”), el presidente de la República,  DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, aconsejado por sus ministros,  abandonó la ciudad y el 19 de marzo y se dirigió a Mercedes, en la provincia de Buenos Aires, mientras su Vicepresidente ALSINA hacía lo mismo.

El diario “La Nación”, tenaz opositor de SARMIENTO y propiedad de la familia MITRE, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la oportunidad y le dedicó su editorial del 21 de marzo, titulándolo  «El Presidente huyendo», en el cual juzgaba muy duramente esta actitud, afirmando: “»Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado…». Si bien razones políticas estimularon este ataque, en el mismo editorial, se formulaban algunas preguntas urticantes: «¿Es posible que haya tanto desprecio por este este pueblo noble e ilustrado. Que lo veamos huir repatingado y lleno de comodidades en un tren oficial, en vez de subir a un carruaje, para recorrer el hogar del dolor, a visitar los hospitales y lazaretos, dando ejemplo de un valor cívico que estimularía y levantaría el espíritu público   ”.

Continúa el editorial en idéntico tono señalando la presencia de una lujosa comitiva integrada por “setenta zánganos” que causan gastos enormes a la Nación, echándole en cara, además, que no tome siquiera mil pesos de su sueldo y lo mande a alguna de esas listas de suscripción que en tantas partes levanta el pueblo …”. Ante la avalancha de críticas y el desprestigio consiguiente, SARMIENTO decidió regresar a Buenos Aires, pero no recorrió ninguna calle ciudadana, ni hizo acto de presencia ante ninguna de las Comisiones que trabajaban para combatir la epidemia y sus consecuencias, como lo recuerda el historiador MIGUEL ÁNGEL SCENNA en su obra “Cuando murió Buenos Aires”, Editorial La Bastilla, Serie “A sangre y fuego”.

Cuando se colmó el Cementerio del Sur (hoy convertido en el Parque Ameghino), el gobierno provincial compró siete hectáreas en el lugar conocido como Chacarita de los Colegiales y allí en grandes zanjas se enterraron miles de muertos cubiertos con capas de cal. La Comisión Popular que se había formado para hacer frente a los acontecimientos y combatir el mal, prestó importantes servicios y atenuaron algo el horror de la situación. Pero al entrar en funciones se encontraron con que faltaba de todo: Hospitales, médicos, medicinas, enfermeros, farmacéuticos y hasta sepultureros. Todos los medios eran pocos y nada daba abasto, pero ellos se ocuparon de proveer todo lo que faltaba, de aislar y socorrer a los atacados, de reubicar a los desamparados, de sanear la ciudad y de buscar inmediata solución a los numerosos problemas que esta situación creaba. Algunos de sus integrantes hasta recorrían las casas donde había habido una muerte y desalojaba a sus ocupantes, cuyas pertenencias eran quemadas en una pira. El 9 de abril  murieron 501 personas y empezaron a surgir los saqueadores que aprovecharon la situación de caos que se vivía en la ciudad para apoderarse de lo que les tentaba, vaciando los comercios y casas abandonadas.

El pico de la enfermedad se alcanzó el mes de abril de ese año y lo crítico de la situación se agudizó con la muerte de prestigiosos médicos que se sacrificaron atendiendo sin desmayos y recorriendo todos los barrios de la ciudad. El 10 de abril,  la epidemia llegó a su punto máximo, causando 563 casos fatales. A las ocho de la noche comunicaba el Administrador del Cementerio de la Chacarita que había cuarenta cadáveres sin enterrar por no haber quien lo hiciera. Los miembros de la Comisión Popular señores GUIDO SPANO, H. VARELA, MANUEL BILBAO, ALBAMONTE y otros se pusieron el sombrero y sin decir palabra, fueron, noble y sencillamente, a cumplir tan triste deber. Algunas horas más tarde les ayudó en su tarea el jefe de Policía, E. O’GORMAN, con un piquete de vigilantes. El día siguiente, 11 de abril, la Aduana recaudó 40 pesos fuertes para pagar jornales de los voluntarios que se animasen a oficiar de sepultureros. El 14 de abril, el Ferrocarril Oeste habilitó un ramal hasta el nuevo Cementerio, para llevar los cuerpos de las víctimas. A lo largo de la calle Corrientes, la “Porteña”, transformada en un verdadero “tren de la muerte”,  trasladaba a las víctimas hacia las fosas comunes. Realizaba dos viajes diarios llevando los muertos que recogían los carros de basura en las calles de la ciudad, pues como no había más cajones, las víctimas eran apiladas en esos carros.

El 15 de abril falleció el doctor ADOLFO SEÑORANS, el 18 ADOLFO ARGERICH, el 24,  CAUPOLICÁN MOLINA, veterano de la guerra con el Paraguay, quien atendió a su ex jefe, el general MITRE, cuando éste cayó víctima de la enfermedad y que aún convaleciente,  abandonó su lecho de enfermo, para despedir el cadáver de su amigo de 37 años. Y sigue la lista: el 25 muere el doctor SINFOROSO AMOEDO, el 28 el doctor GIL JOSÉ MÉNDEZ y el 1º de mayo, GUILLERMO ZAPIOLA.

Mayo se presentaba amenazante y la explosión de la epidemia parecía inminente. La Comisión Popular no daba abasto ante los requerimientos de atención que se requerían, el traslado o la incineración de los cadáveres y la desinfección y quema de las propiedades afectadas. Cayeron víctimas del mal durante este mes de mayo BARTOLOMÉ MITRE,  Y VEDIA, JUAN CARLOS GÓMEZ DILLON, CITTADINI, DEL VALLE, GIGLI, KORN, ENRIQUE GOWLAND e inclusive, el presidente de la Comisión, el doctor  HÉCTOR VARELA.

Numerosos problemas graves brotaban, en medio de la desesperación de las autoridades y pobladores: surge la delincuencia y se producen numerosos asaltos, robos domiciliarios y saqueos en esta ciudad, semi abandonada, a pesar del comportamiento ejemplar de la policía, cuyo jefe O’GORMAN conducía personalmente en la realización de los numerosos procedimientos que eran necesarios, pero difíciles de llevar a buen término en una ciudad con 300 defunciones diarias y un descontrol que abarcaba a todos sus ámbitos. Hubo actos de heroísmo extraordinario, como los protagonizados por los integrantes de la Comisión Popular, por los enfermeros, asistentes voluntarios, carreros, agentes de policía y tantos servidores anónimos que se sumaron en esta ciclópea tarea. El sacrificio y la abnegación superaron todo previsión, pero también surgió lo peor del hombre. A los asaltos, robos y rapiñas  que hemos comentado se sumaban actos reprobables, que no siempre involucraban a necesitados o delincuentes. Se supo de un ciudadano extranjero que se apoderó de $9.000 de un moribundo al que atendía. Se conocieron actos de extrema violencia para conseguir vehículos para huir a la campaña. Se conocieron casos de abandono de ancianos imposibilitados

El doctor LUCIO VÍCTOR MANSILLA, vicepresidente de la Comisión Popular de Asistencia, sufrió la muerte de su hijo mayor, llamado ANDRÉS que contaba sólo 16 años de edad y si bien él pudo salvarse de la enfermedad, estuvo a punto de morir también, pero no de fiebre amarilla, sino porque un ex ayudante suyo, le disparó cinco tiros que solamente lograron herirlo en un hombro, herida de la que fue atendido por los doctores MOLINA y CLAUSEN. Una semana después se reponía en casa de su hermano CARLOS, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre, el héroe de la “Vuelta de Obligado”. Desoyendo los consejos de su médico, se vistió apresurada y dificultosamente y se dirigió al hogar paterno, pensando quizás que el destino se había ensañado con él: la muerte de su hijo, el atentado contra su vida y ahora, la muerte de su padre, eran más de lo que podía soportar. Encontró a su padre, el cuñado el JUAN MANUEL DE ROSAS, vestido con su uniforme, velado en la penumbra de cuatro cirios y rodeado por la silenciosa presencia de gran cantidad de ciudadanos y funcionarios.

El propio MANSILLA dice en su libro “Entre nos. Causerie de los jueves”, (publicado por la Editorial Hachette) …. “mi padre tenía en aquel entonces cuatro gatos blancos. Los cuatro estaban agrupados alrededor del féretro. Mustios, taciturnos, inconsolables. Destacándose como copos de nieve sobre el negro sudario. Me arrodillé…….. y lloré”. Al día siguiente, bajo una pertinaz llovizna fue trasladado al Cementerio de la Recoleta, donde despidieron sus restos el poeta CARLOS GUIDO Y SPANO y  el doctor DIEGO GÓMEZ DE LA FUENTE y luego, en razón de las circunstancias que agobiaban a la ciudad, fue enterrado, sin honores militares y en el más absoluto silencio.

Mientras tanto, el dolor seguía rondando la ciudad. La fiebre amarilla se cobraba una dolorosa cuota de 400 a 600 muertos diarios y esa situación, se vio agravada, por la aparición de un bote de viruela. Las lluvias se hicieron torrenciales. A fines de mayo, la epidemia comenzó a declinar. La cifra de 7.500 muertos que la fiebre amarilla se cobró, solamente en el mes de abril, descendió en mayo a 3. 845 y en junio, solamente se registraron menos de 400 casos fatales. Hacia junio, cuando el frío hizo que menguara la virulencia de la epidemia, se estimó que entre enero y junio, se habían producido unas 13.000 muertes en total, entre los que se contaban numerosos voluntarios que habían ayudado a las víctimas, personalidades de la época, profesionales de la medicina, que arriesgando su propia vidas, habían cumplido con honor su juramento Hipocrático y hasta miembros de la Comisión Popular que abnegadamente se habían puesto a disposición del pueblo de Buenos Aires para protegerlos de la epidemia.

En julio falleció LEÓN ORTÍZ DE ROSAS, miembro del Consejo de Higiene Pública, hijo del general PRUDENCIO ROZAS, sobrino de JUAN MANUEL DE ROSAS  y primo de MANSILLA. También murió AMALIA SÁENZ, esposa  del escritor JOSÉ MÁRMOL, quien sólo la sobrevivió hasta el 12 de agosto, fecha en la que él también falleció del mismo mal. Pero hasta ese momento, era el ámbito de los sacerdotes, el más afectado por la epidemia. Cada parroquia tuvo su víctima fatal. Un cura de la Iglesia de La Merced, otro de Monserrat, un cura auxiliar de Pilar, un teniente cura de La Recoleta, un sacristán mayor de la Catedral de Buenos Aires, el capellán del Arzobispo de Buenos Aires, el párroco y un teniente cura de San Nicolás, dos curas de la Iglesia de La Concepción y dos de San Telmo, tres frailes franciscanos, dos jesuitas, un teniente cura de Barracas y un número nunca determinado de monjas y Hermanas de Caridad. Según el doctor GUILLERMO RAWSON, la cantidad de religiosos fallecidos por la fiebre amarilla  es de aproximadamente 70 personas, número sólo comparable con el de los fallecidos entre los médicos, paramédicos y voluntarios en la atención de los pacientes.

Estando así las cosas, el “combate periodístico”  no cesó y si por una parte el diario La Nación obstinadamente seguía criticando a SARMIENTO por su ausencia de la ciudad sumida en el dolor, el diario “La Tribuna”, propiedad de HÉCTOR VARELA, atacaba al gobernador CASTRO, sin darse cuenta quizás, ninguno de los dos, que no era momento para dirimir sus diferencias políticas. Finalmente, el 2 de julio ya no hubo muertos y así terminó esta pesadilla que produjo 13.614 víctimas fatales según datos oficiales, aunque nunca pudo determinarse con exactitud el número de muertes que causó esta epidemia. Se estima que alcanzó a poco menos de un 10% del total de habitantes de Buenos Aires, porcentaje que podría variar, según se tenga en cuenta para este total, a quienes partieron de sus hogares, ante la alarmante proliferación de esta peste y que a pesar de ello fallecieron o que se recuperaron. Después, Buenos Aires ya no sería la misma. Los barrios del Sur comenzarían una decadencia que durará varias décadas y el conventillo iría retrocediendo como la vivienda típica de una ciudad decidida a modernizarse. Pero la peste quiso dar su último zarpazo. En 1873 la viruela llegó a la Patagonia y diezmó a las tribus indígenas de esos territorios, protagonizando uno de sus más siniestros escenarios: Los indios, temían de tal forma a la viruela, que decapitaban a los enfermos, para evitar más contagios (ver «Fiebre amarilla en Buenos Aires»).

Dice el historiador MIGUEL ÁNGEL SCENA en su obra ya citada “Cuando murió Buenos Aires”“Escuelas, teatros, confiterías, clubes, iglesias, eran un exponente de la desolación, con sus puertas cerradas. Las casas en construcción (que eran muchas), se levantaban inconclusas y abandonadas con aspecto de ruinas. Los Bancos dejaron de atender por falta de personal. Por la misma razón cerraron los Tribunales, los Juzgados y la mayor parte del comercio. Se desató  una serie de quiebras en cadena que en abril se convirtió en avalancha desarticulando el andamiaje financiero de la ciudad. Hasta la Casa Rosada quedó desierta”

(1) En 1880, la “Administración de Vacunas”, pasó a formar parte de la Asistencia Pública y de “Administración Sanitaria”, bajo el control del gobierno federal y la vacunación pasó a ser exigida a todos los niños a partir de los cinco años
(2) Algunos autores dan como cierto que la epidemia en realidad se desató cuando arribó a Buenos Aires el barco francés «Poitou», que había zarpado de Río de Janeiro  el 7 de febrero de 1871,  trayendo un pasajero que ya debió haber estado enfermo cuando llegó, porque falleció el 23 de dicho mes en el Hotel Roma, ubicado en la calle Cangallo (hoy Presidente Perón), entre Esmeralda y Maipú.de la ciudad de Buenos Aires, momento a partir del cual, la muerte invadió las calles de Buenos Aires y de muchas ciudades del interior.
(3) El pueblo de Belgrano padeció varias epidemias: “cólera asiático (en 1857 y 1867), “fiebre amarilla (1858 y 1871) y “fiebre tifoidea” (1881).

Obras consultadas: “Cuando murió Buenos Aires”, Miguel Ángel Scenna, Editorial La Bastilla, Serie “A sangre y fuego”, 1967; “Diario de Mardoqueo Navarro”, 1984; “Entre nos. Causeries del jueves”, Lucio V. Mansilla, Editorial Hachette; “Epidemias y estadísticas”, Carlos Alvarado, Boletín del Departamento Nacional de Higiene, Buenos Aires, 1937; “Crónica Histórica Argentina”, Editorial Codex, 1968; Archivo de la “Revista Todo es Historia”; “Historia de cuatro siglos”, José Luis y Luis Alberto Romero, Editorial Abril, 1983; “Epidemias en Buenos Aires desde la época colonial”, León Benarós; “La epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, Esteban Ignacio Garramone, Buenos Aires, 2000; “La fiebre amarilla de 1871, Rogelio Alaniz, Diario El Litoral.

2 Comentarios

  1. Dr.Schmeil Carlos

    Muy buen trabajo de investigación y en parte refleja una problemática actual

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  2. Anonimous

    mucho texto

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