EL PUERTO DE BUENOS AIRES,, UN INFIERNO PARA LOS NAVEGANTES ( 1730)

Cuando en Europa leía yo en los historiadores y geógrafos, que la boca del Río de la Plata en América, tenía ciento cincuenta y más millas, me parecía exageración, convencido de que no había en estos países,  especie ni ejemplar de ríos tan desmesurados..Sin embargo, luego que comprobé la verdad de este acerto, estimo que su profundidad no corresponde a la desmesurada anchura,  porque tiene muchos bancos de arena muy peligrosos, cubiertos con sólo tres o cuatro brazas de agua; uno de los cuales, grandísimo, está en la embocadura, haciendo  sumamente dificultoso avanzar hacia la costa. Se lo conoce como el “Banco inglés”, o porque lo descubrieron los ingleses, o porque un bajel suyo que venía de Buenos Aires bien cargado de plata, hecha venir de contrabando por tierra del Perú, encalló allí y se perdió. En sólo doce años van encallados all,í ocho bajeles portugueses, como también poco ha el “Lanfranco”, bajel español de 70 cañones.

Os dejo pensar si en este paso,  nuestro Piloto se andaría con rodeos y tendría en ejercicio sus anteojos. Sólo os diré, que cuando se trataba del Río de la Plata,  lo llamaba el infierno,  por haberse encontrado en otro viaje que por aquí hizo, en peligro de perderse por una tempestad, que verdaderamente son más peligrosas que en cualquier otra parte. Y la razón de esto es, porque cuando en alta mar los vientos se enfurecen, dejan correr la nave de una parte y otra, lo que aquí no es posible porque se camina siempre entre escollos y bancos, que para sortear, es preciso contar con la ayuda de los “prácticos” y de la zonda, por lo cual es preciso andar con mayor cautela que en otra parte..

El orden que se guardaba para navegar con la mayor seguridad posible era éste: Nos precedía unas dos o tres millas un  Patacho, que por ser más pequeño y menos cargado,  calaba cuatro o cinco pies menos que los otros buques y por consiguiente, podía caminar con más seguridad. Enviaba, sin embargo, adelante su esquife y otra media milla aproximadamente lo precedía una  lancha, que con la zonda iba examinando el fondo que había. Cerca de tres millas atrás venían nuestras naves, el “San Francisco” y el “San Bruno” y éstas también eran precedidas cada una por  su es­quife y lancha a vela, que iban reconociendo el camino con la zonda lo que me hacía recordar a esos perros de caza que preceden a su amo gritando aquí y allá. En tal guisa empleamos seis días hasta poder llegar a Buenos Aires, donde con el favor de Dios abordamos finalmente en la tarde del Viernes Santo.

Aquí podéis figuraros la alegría común al vernos finalmente en el término de nuestra navegación, y no me entretendré en describirla. Sólo debo deciros que el Señor mezcló a tanta dulzura un poco de amargo. Y fue el no poder desembarcar sino en la última fiesta de Pascua, mirando todos estos cuatro días la tierra con grande ansiedad,  sin poder tocarla. La causa fue, que se alzó un «Pampero», viento fierísimo, que viene a ser casi un Poniente; pero lo llaman Pampero, porque pasa por una llanura desmesurada, de novecientas o más millas, que se extiende hasta los altísimos montes de la Cordillera a la que llaman las «Pampas». Por esto, no encontrando el dicho Pampero en tan largo trecho del  país ni árboles, ni edificios que lo repriman,  va tomando cada vez más fuerza, y encanalándose después en este vastísimo Río de la Plata, sopla con una furia indecible…

El Puerto de Buenos Aires  no tiene como los otros,  defensa alguna contra las fuerzas de los vientos, porque aunque se fondea frente a Buenos Aires, es distancia de nueve millas de la playa, porque ésta va aflojando tan insensiblemente, que sólo a las nueve millas forma fondo bastante para sostener un navio. No sé cómo los primeros conquistadores de estas tierras escogieron tal sitio para fundar a Buenos Aires y establecer un puerto a no ser que lo hayan hecho así para estar más seguros de cualquier enemigo venido desde  Europa. Porque os aseguro, que no tendrá tentación ni Francia, ni Inglaterra, ni Holanda de enviar una flota para tomar a Buenos Aires, si no tienen artillería y morteros, que alcancen a lo menos ocho o diez millas, sin contar la dificultad de pasar entre tantos escollos en na­vios grandes.

Después,  para bajar a tierra no se puede ir directamente en barcos a la ciudad, sino que es necesario dar vuelta e ir a desembarcar en la embocadura de un riachuelo que descarga en el río con dos o tres brazas de agua..Así, para desembarcar fue preciso esperar que cesase el Pampero y que creciese el río, hasta que de allí pudieron venir los barcos, y así se pasaron los cuatro días hasta la última fiesta de Pascua, que parecían cuatro años (Carta del Padre Cayetano Cattaneo publicada en el Nº 33 del año III de la La Revista de Buenos Aires).

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