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EL CABALLO Y SU HISTORIA EN LA HISTORIA ARGENTINA
El caballo, nació en América o vino desde Europa?, es la pregunta que durante mucho tiempo nos hicimos los argentinos.
Hoy hay consenso entre los historiadores en que los caballos no existían en América hasta CRISTÓBAL COLÓN descubrió este Continente, el 12 de octubre de 1492, y que fue en su segundo viaje, cuando llegó el 24 de noviembre de 1493, que trajo los que fueron los primeros yeguarizos europeos que pisaron tierras de América.
Existe suficiente documentación que acredita la existencia en tierras del Continente Americano, de un animal semejante al caballo, de sesenta centímetros de alzada, con el vaso abierto en forma de pezuña, conocido con el nombre de “Hipidiom o Plichippus” que se extinguió después de la época del Plioceno (imagen).
Pero no es éste, un ancestro comprobado del caballo (Equus ferus caballus), tal como hoy lo conocemos y cuya presencia en América, como elemento bélico, iba a ser fundamental en la historia, primero de la conquista de América y luego, en nuestro caso, durante las luchas por la Independencia.
Los primeros caballos que pisaron tierras de América
Por disposición de los reyes de España, en 1493, CRISTOBAL COLÓN antes de emprender su segundo viaje a América, carga 20 yeguarizos en sus naves y luego de un penoso viaje el 29 de noviembre de 1493 los desembarcó en “La Española”, tierras donde hoy se encuentra la República de Haití.
La Real Cédula que así lo ordenaba detallaba que se llevaran: «veinte lanzas jinetas a caballo, escogidas en el reino de Granada y cinco de ellas lleven dobladuras e las dobladuras sean yeguas».
Más tarde, en 1519, HERNÁN CORTÉS empleó caballos cuando realizó la conquista de Méjico y allí quedaron muchos de los que usaron. La expedición que realizara FRANCISCO PIZARRO en tierras de América, también utilizó caballos que había traído y en Managua, ANTONIO DE MENDOZA dejó muchos de sus montados durante la expedición que realizara en 1533.
El caballo en el Río de la Plata
Cuando Pedro de Mendoza llegó con sus naves al Río de la Plata, en 1536, traía varios yeguarizos entre caballos y yeguas, destinados a la guarnición del poblado que venía a fundar y a establecer la autoridad de los conquistadores sobre los aborígenes.
Existe una cédula de fecha 22 de agosto de 1534, firmada en Palencia, por la cual el secretario de Su Majestad concedía el permiso solicitado por D. PEDRO DE MENDOZA “para reunir y embarcar con caballos y yeguas que debían traerse a América” y fue así que MENDOZA, desembarcó en estas costas setenta y dos animales, entre caballos y yeguas, mezcla de caballos andaluces y berberiscos o africanos, traídos no se sabe si directamente de España o de las islas Canarias, pues a este respecto difieren los historiadores.
Pero no fueron los yeguarizos de MENDOZA los únicos que entraron a estas tierras por esos años. En 1537 JUAN DE AYOLAS llevó caballos al Paraguay. En 1538 llegaron al virreinato del Perú numerosos caballos enviados por la corona española. En 1541, es PEDRO DE VALDIVIA quien los trae a la gobernación de Chile, en 1542 las expediciones de DIEGO DE ROJAS y ALVAR NUÑEZ CABEZA DE VACA, penetran en nuestro territorio trayendo yeguarizos consigo.
En 1544 Diego de Rojas trae caballos al Tucumán y en 1550 llega NUÑEZ DE PRADO con una gran cantidad caballos para sus hombres.
Grandes tropillas de caballos comienzan a medrar en el Río de la Plata
En 1541, cuando terminó en fracaso y debió ser abandonado el primer intento de fundar un poblamiento estable en estas tierras, el destruido Real y Puerto de Buenos Ayres, que fundara MENDOZA en 1536, los españoles que habían sobrevivido se retiraron hacia Asunción, dejando abandonada una tropilla de siete caballos y cinco yeguas, los únicos que se habían salvado de la “degollina” a que fueron obligados los primitivos habitantes de ese poblado, acuciados por el hambre.
Los animales escaparon de los corrales y se perdieron en las inmensas llanuras bonaerenses. Pronto se adaptaron a estas tierras con excelentes pasturas y sin predadores que los amenazaran, se multiplicaron fácilmente, extendiéndose por las inmensas praderas, uniéndose, quizás, con los traídos en otras oportunidades y circunstancias e integrando manadas de entre 15 y 20.000 animales.
Más tarde, ya en 1580, cuando JUAN DE GARAY llegó para fundar Buenos Aires, trayendo a su vez, unos 1.000 caballos, grande fue su sorpresa cuando vio pastando en las llanuras próximas a las riberas del Plata, grandes manadas de ganado caballar.
Se calcula que en 44 años, el número de cabezas había llegado a 89.000. En este ganado cimarrón, según FÉLIX DE AZARA predominaban los pelos colorados, zainos y tostados, a los que se sumaban una gran variedad de pelos y manchas, entre ellos los gateados, lobunos, overos, rosillos, bayos y tobianos.
Y fueron estas manadas de tan grande volumen, “sin dueño”, las que pronto se transformaron en un bien apetecible, tanto por parte de los españoles como de los indígenas pampas y araucanos, ya que a todos les eran necesarios para para alimentarse.
Tal abundancia fue aprovechada por GARAY, quien concedió licencias para cazar a estos caballos salvajes, anotados en los registros como “reyunos”, es decir “propiedad del rey” (ya que todos ellos, según las leyes imperantes, pertenecían a la corona), para ser aprovechados económicamente y utilizados por ellos.
Y así fueron cazados por cualquiera que los quisiese, hasta que el 16 de octubre de 1589, el Cabildo de Buenos Aires, en rechazo de la solicitud efectuada por una orden religiosa para proceder a la caza de caballos salvajes, reconoció los derechos sucesorios que tenían sobre esos caballos, los herederos de los conquistadores y manifestó que éstos animales eran de legítima propiedad de los hijos de los conquistadores, dando comienzo así, a una persecución implacable de los “cimarrones”, a los rodeos y a la marcación de animales “reyunos”.
Caballos cimarrones (1541)
El caballo “cimarrón”, o sea el que descendía de los caballos domésticos traídos por PEDRO DE MENDOZA y otros conquistadores españoles, y que fueron abandonados a su libre albedrío en estas tierras, vivía en las pampas del mediodía del Río de la Plata, formando grandes manadas, cuyo número llegaba a ser enorme.
Se diferencia del caballo doméstico en que no era tan hermoso y lógicamente tan cuidado, pero era igual a éste, en cuanto a tamaño, fuerza y resistencia. Tenía la cabeza y las patas más gruesas y el cuello y las orejas más largas; su color natural era pardo, pero los había también de pelo negro, pero eran muy raros.
Por instinto, eran dañinos, porque destruían los pastos y atacaba con frecuencia al caballo doméstico, tratando de arrastrarlo con él hacia los montes para incorporarlo a su manada. Para lograrlo, cuando veía a un caballo doméstico, corría hacia él, lo saludaba con su relincho, lo acariciaba con los belfos y con muy buenas maneras, poco a poco, lo iba conduciendo sin resistencia, para incorporarlo a su manada.
A veces, cuando se topaban con una tropilla que era arreada por un grupo de hombres, se presentaban en gran número, marchando lo mismo que los indios, uno detrás de otro; formaban con su fila continuada un gran círculo alrededor del conductor de caballos, quien se veía en apuros para atemorizarlos, tratando de impedir que se llevaran alguno de sus animales.
Tenía por costumbre, durante el día, ir a ciegas, a la disparada por los campos, pero de noche se quedaba muy quieto, durmiendo siempre de pie.
En la carne del cimarrón y especialmente en la de yegua y potro, encontraban los indios un buen alimento, única utilidad que les prestaba este animal al comienzo de su presencia en estas tierras, porque raras veces lo domesticaban. Los españoles hacían uso solamente de las yeguas bien gordas, para encender con su grasa el fuego del campamento.
Toda vez que se quería aprehender uno de estos animales para faenarlo, varios hombres montados se le acercaban y le echaban lazos, hasta enredarle las patas; después de caído lo agarrotaban bien y lo llevaban atado con una cuerda muy fuerte, de veinte metros de largo.
Lo domaban muy raras veces; pero, en caso de hacerlo, lo ataban previamente a una estaca, donde lo tenían sin darle alimento ni agua durante tres días, y después de castrarlo, lo montaban.
El caballo cimarrón influyó poderosamente en los primeros tiempos de la vida en las tierras recién colonizadas por España y sin su presencia, JUAN DE GARAY no hubiese obtenido la gloria de poblar a Buenos Aires y esto se explica porque para ello, no bastaba el genio emprendedor de Garay, que tuvo la idea de abrir puertas a la tierra sino que fue necesario que algún otro interés personal halagase a los que le acompañaban para asegurar su colaboración en tamaña empresa.
Es sabido que en estas regiones no había minas de metales preciosos para explotar. El fracaso de la expedición de Mendoza hacía que los ánimos decayeran al no visualizarse un futuro de riqueza y buen vivir para los conquistadores y por otra parte, las indiadas y las tierras sin cultivar no ofrecían grandes atractivos a tan arriesgada empresa.
Era necesario que alguna otra cosa convirtiese estas comarcas en tierra de promisión, para los primeros pobladores y este problema que fue resuelto por Garay, ofreciéndoles en compensación los caballos cimarrones, bien que tenía en gran cantidad a su disposición.
El beneficio que llegaron a obtener los compañeros de Garay de estos animales, fue tan grande, que pronto el Adelantado JUAN DE TORRES DE VERA, les disputase la prerrogativa tan justamente adquirida, obligando a los vecinos a acudir a la Audiencia de Charcas, por intermedio de los procuradores de la ciudad PEDRO SÁNCHEZ DE LUQUE y GASPAR DE QUEVEDO.
Allí les informó que «entablará demanda contra GARAY por haber permitido pregonar y traer en venta todas las yeguas y caballos cimarrones que poseían, tomándolos para sí en remate, por la suma de treinta mil pesos», pretendiendo además, que como esa hacienda pertenecía al real patrimonio, le sea reintegrada.
Siendo que ellos, los vecinos, eran los legítimos poseedores de dichos animales en virtud de una condición cumplida por GARAY y haber tenido mucho trabajo para enlazar y cazar los potros que tenía la población”, presentaron una protesta contra ese acto que consideraban “como una usurpación”.
La protesta encontró eco favorable en el seno del tribunal de Charcas, quien dictó dos “Provisiones reales”: una de fecha 12 de agosto de 1587 y otra de 30 de septiembre de 1591, ordenando al citado Adelantado “no tomar los caballos cimarrones que los pobladores tuviesen en su poder, ni impedirles de manera alguna la caza de ellos, bajo apercibimiento de dos mil pesos oro de multa, en beneficio de la Cámara y de que, si en caso no cumpliese con lo mandado, enviarían desde la Corte de Charcas, una persona con sueldo y salario a su costa, para hacerle cumplir o ejecutar en su persona, la dicha pena”.
Los caballos alzados son un problema (1744)
“El comercio principal del país es la ganadería. En todas partes tienen grandes majadas de ovejas y cuando yo recién llegué era tanto el ganado vacuno, que, fuera de los rodeos de hacienda mansa”.
“En inmensa cantidad alzada y sin dueño se extendía por todos los llanos a una y otra parte de los ríos Paraná, Uruguay y aún del mismo río de la Plata y poblaban todas las pampas de Buenos Aires, Mendoza, Santa Fe y Córdoba”.
“La codicia, empero, y el descuido de los españoles han destruido a tal grado este ganado alzado, que a no ser por el hecho providencial de alguna gente algo más previsora, ya la carne se hubiese puesto carísima en aquellas regiones”.
“En los primeros tiempos no pasaba año sin que zarpasen de seis a ocho buques desde Buenos Aires cargados de cueros, en su mayor parte. Grandes eran las matanzas que se hacían, sin que se aprovechase más que los cueros, la gordura y el sebo, pero la carne se tiraba al campo para que se pudriese o sirviera de alimento a los muchos perros que acudían a devorarla”.
“El consumo anual de ganado que se sacrificaba sólo en esa forma, en la jurisdicción de esta ciudad de Santa Fe, que no era más que una de tantas, no dejaba de alcanzar a algunos cientos de miles y la costumbre aún no se ha dejado del todo. No obstante esto, el ganado se conserva barato y aún en Córdoba los novillos se venden a dos pesos por cabeza, más es el caso que antiguamente no hubiese alcanzado ni a la mitad del precio actual”.
“Hay también gran acopia de caballos mansos, y un número increíble de baguales. El precio de un potrillo de dos o tres años es un medio peso, o sea dos chelines y cuatro peniques; el caballo de servicio vale dos pesos y la yegua, tres reales, y hasta dos a veces”.
“Los caballos alzados no tienen dueño y andan disparando en grandes manadas por aquellas vastas llanuras que delimitan hacia el este con la provincia de Buenos Aires y el mar océano hasta llegar al Río Colorado; al oeste con las cordilleras de Chile y el primer Desaguadero; al norte con las sierras de Córdoba, Yacanto y Rioja y al sur con los bosques que son los límites entre los “Tehuelhes” y los “Dihuibets”.
“Se lo andan de un lugar a otro contra el viento, y en un viaje que hice al interior, el año 1744, hallándome en estas llanuras durante unas tres semanas, era un número tan excesivo que durante quince días me rodearon por completo. Algunas veces pasaron por donde yo estaba en grandes tropillas a todo escape durante dos horas sin cortarse; y durante todo este tiempo, a duras penas pudimos, yo y los cuatro indios que entonces me acompañaban, librarnos de que nos atropellasen e hiciesen mil pedazos. Otras veces he transitado por esta misma región sin ver uno solo de ellos”.
“A la gran abundancia de caballos y ganado vacuno se atribuye el que los españoles e indios no cultiven sus tierras con ese cuidado y diligencia que se requiere y que la ociosidad haya cundido tanto entre todos ellos. Lo más sencillo es que cualquiera de ellos pueda tener o amansar una tropilla de caballos mientras que armado con su cuchillo y su lazo está ya habilitado para proporcionarse mantención”.
“Vacas y terneros abundan y lejos de la vista de los dueños; así es que fácil es carnearlos sin que se aperciban y ésta es la práctica general (“Descripción de la Patagonia y de las partes contiguas de la América del Sur”, obra que es una compilación de los escritos del sacerdote Tomás Falkner, realizada por William Combe y publicada en 1774).
Los “caballos patrios”
Entre 1825 y 1835, los usos y costumbres, las normas, los robos y la misma “campaña”, fueron cambiando la figura del caballo perteneciente al Estado y ya no era tan fácil reconocerlo. JUAN MANUEL DE ROSAS, en sus “Instrucciones a los Mayordomos de Estancias”, allá por el año 1825, ya utilizaba la denominación “caballo patrio”, para referirse a aquellos animales que vivían en estado salvaje y que eran considerados propiedad del Estado.
«Si algunos cayesen a las estancias, y se ve que indudablemente son patrios, en este caso se echarán a la cría, y en ella estarán sin tocarse, hasta que se presente algún soldado o algún oficial pidiendo auxilio; en cuyo caso se le dará de los patrios, sin decirle que es patrio el caballo que se le da”.
En la obra «Cinco años en Buenos Aires, 1820 -1825», escrita por un inglés, su autor nos relata: «Hubo tiempos en que los robos de caballos, riendas y monturas eran muy frecuentes, en las calles, pero la vigilancia de la policía ha dado fin a estas irregularidades, apoyados por la vigencia de una ley que establecía que todo caballo debía tener una marca de fuego que indicara su procedencia».
El 23 de mayo de 1829, el gobernador MARTÍN RODRÍGUEZ, estableció por decreto, que el caballo era “un artículo de guerra” y poco más tarde, el 27 de enero de 1830, JUAN MANUEL DE ROSAS decreta que «Los caballos del Estado que han sido señalados con la oreja cortada, serán marcados con la letra P, en el término de cuatro meses contados desde la fecha».
Y a continuación expresaba: «…. vencido el plazo, la sola señal de la oreja cortada no dará derecho al Estado para apoderarse de los caballos, y se considerarán de la propiedad del hacendado cuya marca llevaren». Posteriormente, el 26 de febrero de 1831 establece penas para aquellos que alteren las marcas de los caballos del Estado.
La denominación “Caballo Patrio” nace oficialmente el 23 de marzo de 1831 con un Decreto de Rosas donde dice: «Todos los caballos del Estado, tengan o no la oreja cortada, como sean de cualquiera de las marcas de la Provincia, serán llamados en adelante caballos patrios».
Debemos imaginarnos como los caballos en plena campaña podían terminar en otra provincia o en alguna toldería, para luego ser vendidos y seguramente remarcados. Bastante gráfico, en este punto, es el “Plan de Fronteras” elevado en 1816 por el coronel PEDRO A. GARCÍA:
«No será exceso asegurar, que en lo que ocupa la línea de frontera, exceden los robos anuales de 40.000 cabezas de ganado vacuno, y acaso igual o mayor número de caballos, yeguas y mulas; sin que basten a contenerlos las reconvenciones del gobierno, y sus reiteradas ofertas de buena amistad; porque siendo sus campos tan dilatados, como sus poblaciones en pequeñas tribus, eluden fácilmente el cargo».
Esto causó mucha preocupación en las autoridades, en primer lugar, porque desde 1831 no era necesario que el caballo patrio tenga la oreja cortada, cosa fácil de identificar, sino que tuviera la marca correspondiente; esta marca era posiblemente remarcada, o borrada como se decía. Entre 1833 y 1834 Rosas realizó la Campaña al Desierto con algo más de 5000 caballos, en su mayoría patrios, rescatando de las tolderías a 707 cautivos.
Con el tiempo, allá por 1870, el caballo patrio sufrió algunas críticas. Recordemos que EDUARDO GUTIÉRREZ en su libro “Juan Moreira” decía :»… caballo flaco, que de puro hambriento y bichoco, parecía un caballo patrio» o en similar sintonía a LUCIO V. MANSILLA, quien en “Una excursión a los indios Ranqueles», dice:” ….empecemos porque le falta una oreja, lo que, desfigurándole, le da el mismo antipático aspecto que ten-dría cualquier conocido sin narices”.
“Está siempre flaco, y si no está flaco, tiene una matadura en la cruz o en el lomo; es manco o bichoco; es rengo o lunanco; es rabón o tiene una porra enorme en la cola; está mal tusado, y si tiene la crin larga hay en ella un abrojal; cuando no es tuerto tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni tranco ni sobrepaso» (copia de un artículo de Emiliano Tagle).
Vocabulario.
El caballo ha dado lugar en nuestro país a un rico vocabulario popular, que según GUILLERMO ALFREDO TERRERO, abarca alrededor de quinientas voces, algunas de las cuales son:
«Abajarse» (cuando se desciende de la cabalgadura);
«A media rienda» (cuando se corre a media velocidad);
«A media juria» (es decir correr a la mitad de sus máximas posibilidades);
«Aparearse» (o colocarse a la par);
«Bagual» (animal chúcaro o salvaje);
«Bellaco» (arisco y corcoveador);
«Cabresteador» (manso para llevar de tiro);
«Chapino» (que tiene largos los vasos o pezuñas);
«En todita la juria», (a toda velocidad);
«Estrellero» (los que tienen la manía de levantar sorpresivamente la cabeza);
«Hocicada» (tener una caída o entregarse);
«Mostrenco» (sin dueño conocido);
«Orejano» (el que no tiene marca o señal);
“Parejero” (caballo de carrera muy veloz, preparado para correr carreras cuadreras;
“Retomar» (caballo que excita a las yeguas sin servirlas);
«Sotreta» (que tiene las manos flojas, hinchadas y a veces golpeadas);
«Varear» (correr para preparar un caballo.
El caballo como arma de combate
Según consta en el Archivo de Indias, estos animales conocidos como “rocines”, eran muy rústicos, adaptados a su nuevo hábitat, superaban ligeramente en promedio el metro cuarenta de alzada, eran de cuello corto, ollares amplios, crines abundantes, ancas fuertes, lomo parejo y ancho, patas fuertes y cuartillas cortas, siendo el caballo pampeano, más robusto que el serrano, quizás por las mejores posibilidades que le daba la pampa, para correr y resistir grandes distancias.
El caballo era un animal desconocido en América y su presencia como elemento bélico iba a ser fundamental en la historia. Inicialmente, les sirvieron a los conquistadores como medio de transporte y de combate y cuando los indígenas vieron por primera vez a los conquistadores montados sobre sus caballos creyeron que se trataba de un solo ser, una especie de centauro que en muchos casos tomaron por dioses, pero pronto, perdieron el miedo y comprendieron su valor para el combate.
En un principio de la conquista, les fue prohibido montarlos, pero con el tiempo, especialmente los araucanos, fueron se identificándose con él, llegando a ser maestros en el manejo de los caballos, aprendiendo también a usarlos en el combate, logrando equilibrar en algo la enorme ventaja que el caballo le había otorgado al conquistador, que luchando montado, podía atacar y retirarse con mucha velocidad.
Pero no sólo los indígenas pronto se identificaron con el caballo y supieron adiestrarlo y manejarlo pues más tarde, también los “cristianos”, especialmente el gaucho, mezcla de blanco con sangre india, supieron hacerlo y adaptarlo a su vida y a sus faenas. Pero hubo una diferencia entre todos ellos: el indio educó el caballo para la pelea y lo hizo arisco, en cambio el criollo, que con el tiempo lo transformó en su compañero y lo empleó como instrumento de trabajo, hizo de él un animal manso y esforzado en el trabajo.
Fue tanta su identificación con el caballo, que hasta los indígenas llegaron a creer que era oriundo de “su tierra” y a este respecto nos cuenta LUCIO VÍCTOR MANSILLA en «Una excursión a los indios ranqueles», donde narra la discusión que tuvo lugar en las tolderías de MARIANO ROSAS, en torno al origen del caballo.
Relata allí, que los indios sostenían que el caballo les pertenecía por ser oriundo del lugar. Mansilla les preguntó corno denominaban diversos animales de la pampa, como el tigre, el puma, etc. Y de inmediato les dieron los nombres araucanos y al preguntarles como denominaban a sus yeguarizos, le respondieron «cawallu», demostrando así que les era un animal desconocido hasta la llegada del “blanco” y que adoptaron (en su jerga), el nombre que le daban los “cristianos”. “Ven, les respondió Mansilla, no tienen otro nombre para darle, que el que le dan los blancos”.
Su influencia en las costumbres y perspectivas de las comunidades coexistente
La gran disponibilidad de caballos, esas inmensas manadas que a partir del siglo XVI comenzaron a poblar nuestros campos. afectó de distinta manera a los españoles, criollos, mestizos y aborígenes que ya habitaban estas tierras. Para los ricos criollos y españoles, significaron más riqueza y un excelente medio de transporte para sus viajes y placeres;
Para los mestizos y trabajadores de raza blanca, ofrecía el escape de la labor en la granja o en el pueblo, para lanzarse a la libertad de los campos, cazar y vivir como quisieran (éstos fueron los que conformaron luego la identidad de los gauchos criollos, mezcla de blanco con aborigen), cuya mística identificó toda la vida y el espíritu argentinos);
Para los aborígenes, especialmente para los que habitaban la Pampa y el Chaco Austral, el caballo les trajo una violenta revolución en sus estructuras sociales y políticas, así como en su economía, sus formas de luchar y su estilo de vida. Contando con esa gran movilidad que le otorgaba el caballo, pudieron abandonar sus pequeños reductos familiares o tribales para recorrer los campos, para cazar, encontrar mejores tierras y para malonear. Dejaron de lado así sus primitivas costumbres agrícolas, cazadoras o recolectoras, para vivir de la caza del ganado, de ñanduces y otros animales salvajes.
En la Patagonia, el caballo satisfizo todas sus necesidades vitales: alimento (carne y leche), vivienda, vestimenta, movilidad, transporte de mercaderías y bienes y por sobre todo, les otorgó un arma formidable para enfrentarse al hombre blanco. Mientras el criollo empleó al caballo como instrumento de trabajo e hizo de él un compañero inseparable, manso y obediente, el indio lo educó para la pelea y lo hizo arisco y rebelde.
Cuando a mediados del siglo XVIII los araucanos se adueñaron de la pampa, fue gracias al caballo que pudieron realizar sus fulminantes y sorpresivos ataques a las guarniciones y poblados de frontera y arrear los grandes rodeos de ganado vacuno y caballar que arrebataban en sus correrías.
Con el tiempo, aquellos lejanos y poco gráciles “reyunos” se transformaron en esbeltos animales que acompañaron al hombre en las distintas etapas de nuestra Historia. Fueron los que le dieron al conquistador español, esa superioridad para el combate que le permitió vencer a los aborígenes, que rechazaban su intromisión en la tierra de sus ancestros.
Fueron los compañeros fieles y eternos del gaucho en las vaquerías, los rodeos y en las infinitas tareas que el trabajo en la campaña le exigió; para ellos y los hombres que lucharon por nuestra Independencia, el caballo fue un amado compañero, parte inseparable de sí mismo y de su vida.
Fueron los que acompañaron a MANUEL BELGRANO en las primeras campañas que llevaron nuestro mensaje de libertad a tierras lejanas; los que montados por los granaderos de SAN MARTÍN, escribieron decenas de páginas de gloria y coraje; los que llevando a “Los infernales” de GÜEMES, supieron parar el avance realista en su pretendida invasión por el norte.
Innumerables historias de los caudillos del siglo XIX describen la estrecha relación que hombres, tales como el General ÁNGEL VICENTE PEÑALOZA (el Chacho), FACUNDO QUIROGA y JUSTO JOSÉ DE URQUIZA tenían con sus caballos y el cuidado que les brindaban y es sabido que JUAN MANUEL DE ROSAS, se ganó primero la admiración de la población rural, y luego, la firme lealtad de sus seguidores cuando fue gobernador de Buenos Aires debido a sus habilidades como jinete y el trato que le daba a sus caballos,
Ya más acá en el tiempo, con el advenimiento de los ferrocarriles y de las industrias y la pujanza que adquirió la actividad agropecuaria en la Argentina, el caballo se convirtió en un protagonista principal de esas actividades y se hizo necesario comenzar a recorrer un nuevo camino para garantizar su existencia y mejorar sus rendimientos.
Se introdujeron para ello modernas técnicas y procedimientos para sus crianza, se promovieron las actividades hípicas y se fundaron importantes establecimientos dedicados a la cría y mejoramiento de las distintas razas aptas especialmente para el trabajo, las carreras, el salto, el Pato y el Polo, lográndose además, crear una nueva raza, la criolla, orgullo hoy de esa pléyade de investigadores que creó un animal de excepcionales aptitudes para el trabajo rural: rústico, fuerte, dócil y totalmente adaptado a su medio.
Un tributo al caballo, el «mostrenco de las Américas»
«Desde los tiempos del Cid, hasta nuestros días, el jinete ha sido una dominante y romántica figura. Desmontado, el caballero medieval, con su pesada armadura, era presa fácil para el más humilde lacayo a pie; pero montado, inspiraba su respeto, temor y homenaje. Casi invariablemente a caballo, ha sido perpetuada en bronce, la gloria de reyes, emperadores y generales.
El temor y asombro inspirados por los caballos de los conquistadores permitieron a un puñado de atrevidos españoles conquistar todo un continente y más tarde, fue el gaucho del Río de la Plata, el guaso de Chile, el llanero de Venezuela, el vaquero de Méjico y el «cowboy» de los Estados Unidos quienes, cabalgando sobre los descendientes de esos primeros caballos hispánicos, ensancharon las fronteras e hicieron posible el gran desarrollo agrario e industrial que siguió la huella de sus cascos» (dixit Edward Larocque Tinker).
Uno de los símbolos de la presencia argentina en las Islas Malvinas, es que aún hoy, en los campos del archipiélago, se siguen usando muchas de estas voces, que empleaban los gauchos de LUÍS VERNET cuándo éste fue su primer Comandante Político y Militar.
Fuentes. «Caciques y Capitanejos en la Historia Argentina, Guillermo Alfredo Terrera, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1986; “Estampas del pasado”. Busaniche J. L. Solar, Ed. Hachette, Buenos Aires, 1971; “Buenos Aires, historia de cuatro siglos”, José Luis Romero y Luis Alberto Romero, Editorial Abril, Buenos Aires, 1983; “Buenos Aires, cuatro siglos”. Ricardo Luis Molinari, Ed. TEA, Buenos Aires, 1983; “Mármol y bronce”. José M. Aubin, Ed. Ángel Estrada y Cía., Buenos Aires, 1911;”El caballo criollo en la tradición argentina”. Guillermo Alfredo Terrera, Ed. Plus Ultra, Buenos Aires, 1970; «Hemeroteca» personal; «Cinco años en Buenos Aires, 1820 -1825″. George Thomas Love, Ed. Claridad, Buenos Aires, 2014.