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EL BAÑO EN EL BUENOS AIRES DE ANTAÑO
Los baños como higiene corporal, no eran muy frecuentes en la época colonial y por eso, eran muy precarias (casi inexistentes) las instalaciones que hoy le dedicamos a esos menesteres.
En las casas más acomodadas, simplemente consistían en una tina hecha con un tonel de madera que trasladaban a un cuarto cerrado de la casa y que llenaban con agua caliente del fogón, utilizando jabones perfumados, traídos de Europa: Con la misma agua se bañaban en forma sucesiva el padre, la madre, los hermanos, (por orden de edad) y finalmente hasta los sirvientes, luego de lo cual, arrojaban el agua al huerto, para regar las hortalizas que tenían sembradas en el tercer patio.
Cuenta CARLOS ENRIQUE PELLEGRINI en “Las bañeras de Buenos Aires” que para reemplazar esos toneles inconfortables y poco higiénicos, un ingenioso negociante, en 1850 creó un singular servicio de “baños portátiles” a domicilio. Los ofrecía mediante aviso que publicaba en La Gaceta Mercantil diciendo:
“Desde el día 14 del presente mes de octubre, se encontrará en la calle Salta Nº44, un carro para conducir baños portátiles a cualquier hora del día o de la noche, con la bañadera competente, los que serán servidos con puntualidad y aseo, como lo observarán las personas que se dignen ocuparlos”.
“Los que soliciten dichos baños de noche, los pedirán en el establecimiento arriba indicado, donde existirá un farol encendido toda la noche para señal. De día pueden pedirlo allí mismo o en los parages (sic) siguientes: Calles La Defensa 190, Representantes 105, Piedad 50, Artes 121, Federación 225, Plaza del Temple 208 y medio; en cuyas casas se les entregará una tarjeta de baño que pagarán a la vista y que devolverán luego de que lo hayan tomado. Precios para el radio de la ciudad: Baños de día $15; Baños de noche $18; Por 30 baños de día en un mes $360 y por 30 baños de noche en un mes $425”.
Las clases menos pudientes, ni eso tenían. Los baños en la generalidad de las casas eran prácticamente imposibles debido a la falta de agua corriente, a la escasez y al costo del agua provista por los aguateros y al precario sistema de cloacas. Por eso, a pesar de no ofrecer garantías en cuanto a limpieza, bañarse en la costa era habitual en la ciudad colonial, una costumbre, que además de satisfacer una necesidad higiénica, era uno de los motivos de diversión favorita de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, especialmente en la época de verano.
Baños públicos en Buenos Aires (1829)
El ingeniero Carlos Enrique Pellegrini expone algunas de las costumbres del Buenos Aires de antaño que lo sorprenden. Y lo hizo, dejando en sus cuadernos de apuntes, entre otros, el texto que transcribimos más abajo, fechada en Buenos Aires en 1829, es decir, pocos meses después de su arribo a la ciudad donde permanecería hasta su muerte, producida en 1875.
Cabe señalar que el ingeniero Pellegrini se convertirá poco después, en retratista y pintor, llegando a destacarse en estas actividades y que el 11 de octubre de 1846, su esposa, María Bevans, dio a luz a su hijo Carlos, Futuro presidente de la Argentina y político de vasta actuación. El apunte, dice así:
«… La policía de Buenos Aires ha tomado la precaución de exigir para mejor cuidado de sus mulas, que éstas sean bañadas hasta la panza en invierno y hasta la grupa en verano. ¿Qué ha dispuesto, en cambio, para el aseo regular de las gentes, a las que también debe cuidar?. ¿Qué ha hecho para proteger los pies de los bañistas en la rocalla del río?¿Qué por la infancia desvalida, tan necesitada de protección en este siglo corrupto?»
«Si saludable es el baño en los países fríos, más justificado está en los climas cálidos. No es que la canícula nos corte la respiración, pero es que una multitud de insectos, estimulados por el calor de la sangre, suelen turbar el sueño, y para librarse ellos, no hay más remedio, en verano, que permanece en la ribera hasta más allá de la media noche».
«Ved a la caída de la tarde como llenan las calles grupos de porteñas, seguidas de sus sirvientes, que marchan agobiados bajo el peso del sillón, el farol, los vestidos, las sábanas y las golosinas. A medida que cada familia llega a la orilla del río, elige un lugar cómodo, los niños se sientan en el césped, su prudente madre ha volcado su vigor en la poltrona y dirige el reflector de la linterna sobre el rostro del más curioso espectador ¡Vana precaución!».
«El observador de la belleza natural se indemnizará al regreso de las bañistas, cuando éstas desfilen con sus vestidos mojados, que esculpen las formas voluptuosas. Ahora las enaguas se sacan prestamente por la cabeza, escamoteando, bajo el corpiño ajustado, bustos admirables. Las largas trenzas, obras maestras de arte y paciencia, se deshacen, y el peinetón, objeto de culto particular, es colocado en un nido de musgo».
«De pronto, un grito anuncia la primera sensación de frescura, y luego, pasada la impresión, se inician los juegos retozones, que no son, desde luego, para el negrito sirviente, que descansa y cuida las ropas de sus amas. La madre podrá ejercer esa vigilancia, pero ella debe seguir atenta el baño de sus hijas y fulminar con la mirada a los curiosos que pujan por ocupar los primeros puestos».
Todas las clases sociales.»Observemos otros grupos. He ahí un carruaje de dos ruedas, fatigado aún del servicio de la Aduana, conduciendo a las notabilidades de la ciudad, que tienen buenas razones para no desvestirse en público. Más allá un franciscano lucha con las olas y trata que el agua no apague su cigarro».
«Acullá una mulata, con el auxilio de su negro jabón, procura verse totalmente limpia. Más distante, se creeria ver a Venus, radiante de gloria en medio de un cortejo de tritones. Los matrimonios se abrazan entre sí, chillan los muchachos, los pobres se lavan, los perros brincan contentos. Todas las clases de la sociedad están confundidas».
«Patrones y esclavos, hombres y mujeres, blancos y negros. ¡Edad de oro!. La Luna protege esta fiesta y los barquichuelos, cargados de las frutas primorosas del Paraná, colman de placer a la multitud con jugo de refrescantes y sabrosos duraznos salvajes. De pronto, una nube oscura se extiende rápidamente por el cielo, se levanta una brisa ligera y el pampero provoca remolinos de polvo».
«Nuestro grupo de ninfas corre a sus ropas y cada una pretende dar con la suya. pero el apuro aumenta el pavor y el desorden. Las fuertes dominan a las débiles, la oscuridad favorece el escándalo y el aire se puebla de gritos nerviosos. Hay lágrimas en el entrevero, los ladrones hacen su agosto. «Una desarrapada volverá a su casa con tres polleras, en tanto que la hija del magistrado llegará como una Eva».
«Mañana a la hora del alba, algún gringo dará el ultimo retoque a la escena, y paseará su mirada experta sobre ese campo de hallazgos, llenará su chaqueta de abanicos rotos, peines, pantuflas y muchas otras prendas abandonadas en la huida femeninas.
Temporada de baños en Buenos Aires (1868)Desde la época de la colonia, por muchos años más, siguieron vigentes las costumbres que regían los baños públicos en la ribera del Río de la Plata, armonizando creencias religiosas e increíbles (para hoy) pudores, con la escasa disponibilidad de agua en las casas, ya que la falta de agua corriente, favorecía la costumbre del baño en el rio a pesar de su relativa limpieza.
Recién en 1868, bajo la presidencia de DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, dos súbditos británicos llegaron a Buenos Aires y solicitaron permiso para construir en la ribera del Río de la Plata un “establecimiento de baños” con una escuela de natación anexa.
Los empresarios pedían que se les concediera derechos para su explotación por el término de veinte años, luego de lo cual, las instalaciones pasarían a poder del Estado, pero el proyecto no prosperó y las cosas siguieron como estaban.
A comienzos del siglo XIX, en Buenos Aires, la temporada de baños comenzaba el 8 de diciembre (el Día de la Inmaculada Concepción), con la ceremonia de «bendición de las aguas», durante la cual, los padres franciscanos y domínicos, bautizaban a los feligreses en ellas. A partir de entonces, desde diciembre a marzo la costa del río se convertía en playa, a la que concurrían todas las clases sociales.
Durante la “estación de baños”, la gente concurría desde que aclaraba hasta las altas horas de la noche, eligiendo las horas, unos por gusto y otros por necesidad. Las damas lo hacían a la tarde y la gente que debía trabajar durante el día, a la madrugada o a la noche. Los tenderos y almaceneros por ejemplo, casi en su totalidad, iban desde las diez de la noche en adelante, después de cerrar su negocios.
Las familias preferían la caída del sol; llevaban a la playa lo necesario para tomar mate y sentadas en la orilla, gozaban de la brisa, esperando que oscureciese para entrar a las aguas, dejando sus ropas al cuidado de las sirvientas.
Muchos hombres, además de los comerciantes nombrados, acostumbraran reunirse e iban a eso de las once y aún de las doce de la noche, llevando fiambres y vinos para cenar al fresco después de haberse bañado, sirviéndose de faroles para iluminarse.
Para bañarse, los hombres se alejaban de los lugares frecuentados por las señoras, mientras éstas solían pasear por la playa para secarse el cabello. No faltaban las travesuras consistentes en hacer nudos fuertes en la ropa de los bañistas o «directamente» hurtarlas.
Algunas personas pasaban toda la noche sobre las toscas, gozando de esas deliciosas brisas que mitigaban el bochorno del calor que era común durante las noches en aquellos días.
Había muchas críticas al baño de las señoras en el río, a pesar de que esa costumbre no tenía nada de reprochable ya que en nada se quebrantaban los preceptos del decoro.
Se observaba el mayor orden y respeto y tanto los hombres como las mujeres guardaban celosamente su lugar. Los hombres que llegaban a la noche, se alejaban de los grupos de señoras ya instalados y buscaban sitios no concurridos por ellas para acomodarse.
Y esa necesidad de guardar “las formas” hizo que cuando las autoridades comenzaron a notar que no siempre se mantenían estas distancias que mandaban “las buenas costumbres”, hubo quien dispuso la colocación de una soga que iba desde la orilla hasta aguas adentro, para separar los sectores asignados a cada sexo (en aquella época había solo dos).
Pero vistos los desórdenes que se producían en la costa, con gran cantidad de bañistas de uno y otro sexo, las autoridades dictaron un bando “reiterando ciertas normas de moral y buenas costumbres para los bañistas: «Las personas que concurren a los baños en el Río de la Plata, deben hacerlo con separación, ocupando los hombres la parte izquierda del muelle hasta la Recoleta y las mujeres y niños de siete años abajo, la derecha del mismo punto hasta la Residencia”.
Dice “mister Love”, primer cronista inglés, que durante el primer período revolucionario, las ordenanzas policiales prohibían los baños mixtos, pero las reglas nunca fueron respetadas.
“Las mujeres de la elite porteña se bañaban con vestidos sueltos de muselina que tenían debajo de sus trajes de calle. Antes de entrar al agua se despojaban de sus pesados trajes que dejaban al cuidado de sus sirvientas esclavas”.
“Mucha gente y familias enteras, iba al río desde la mañana hasta la noche, los comerciantes lo hacían después de cerrar sus tiendas al anochecer. Muchas familias se sentaban en el pasto y esperaban a la noche para entrar al agua dejando sus pertenencias al cuidado de las sirvientas negras. Luego del baño se sentaban a comer fiambres y vino hasta la medianoche, disfrutando del viento fresco del río”.
A pesar de los peligros que implicaba salir a esas horas de la noche y la penumbra en que se vivía, la influencia del pudor era muy fuerte. Los criterios moralizantes de esa época hicieron que en 1809 el virrey Cisneros, debido a “el exceso que se comete en los baños públicos, en la ribera del río”. dictara un “Auto de Buen Gobierno” según el cual se prohibía bañarse en los sitios que estaban a la vista del Paseo del Bajo y sólo se lo podía hacer de noche, “observando decencia, quietud y buen orden”.
Quedan constancias gráficas también de una costumbre adoptada por alguna “señoras de la sociedad”, que llevaban al extremo su “pacatería”: se envolvían en amplios tohallones y acompañadas por una sirvienta, se acercaban a la orilla y allí se descubrían, mientras simultáneamente se introducían en el agua, descartando la más mínima posibilidad de que la vieran en ropa de baño (que por otra parte no dejaba nada para ver, ya que constaba de amplios calzones que llegaban hasta las rodillas, medias, blusas con mangas y cofia para el pelo, como muestra la imagen).
Hemos visto también en una vieja fotografía que no hemos podido recuperar. lo que consideramos “el summun”. Una señora dentro de una casilla de madera montada sobre cuatro grandes ruedas o que portaban dos robustos sirvientes, era llevada hasta poco más allá de la orilla y recién entonces ella salía de su refugio y se sumergía en el agua, segura de que no la habían visto “ojos pecadores”.
Pero no todo era paz y disfrute. Los frecuentes y repentinos huracanes, conocidos como “tormentas de verano”, solían sembrar de terror entre los bañistas. Era, a veces, tan rápida su aparición que no daban tiempo ni para vestirse. Optaban entonces por mantenerse firmemente aferrados a sus pertenencias, observando el fenómeno que cubría de polvo y densas nubes a la cercana ciudad, o huir: unos a medio vestir y otros, solamente cubiertos con sus ropas de baño, pues el viento había llevado el resto de ellas.
Qué tiempos aquellos !!. Cuando las playas del Río de la Plata y sus aguas no estaban contaminadas y los porteños disfrutaban de ellas. Cuando era posible acampar en sus orillas para tomar mate o simplemente refrescarse luego de una jornada de agobiante calor, sin temer ser asaltados.
Cuando la simpleza de una vida sin violencias extremas y sin urgencias enfermantes, permitía ver un señor que parado en medio del agua, se guarecía del sol con un enorme paraguas, O una señora sumergida en el agua hasta el cuello, saboreando con elegancia un soberbio cigarro de hoja o más allá, ya sobre las toscas, una pobre víctima de pícaros jóvenes, que medio desnudo y tiritando, trataba desesperadamente de desatar los nudos (se los llamaba “galletas”), que le habían hecho a su ropa.
Reglamento para bañistas en Mar del Plata (1888)
La hoy pujante ciudad de Mar del Plata inauguró su servicio ferroviario el 26 de setiembre de 1886, pues la línea llegaba antes solamente hasta Maipú.
Esta mejora fue gestionada por el gobernador DARDO ROCHA cuando en 1883, visitó la ciudad balnearia. Y esto viene a cuento, porque a partir de esa fecha, comienza lo que pasó a ser el auge de Mar del Plata, como ciudad balnearia, haciendo necesario entonces que se ordenen las cosas, se tracen planes para su organización urbanística, se establezcan prioridades.
Y una de ellas, es, según reza una nota publicada en la prensa local, reclamando la necesidad de reglamentar el baño en las playas con estas palabras: «……. la locura que ha desatado esa moda de venir casi desnudos a la playa, lo que atenta contra la moral y las buenas costumbres de una población, que no estaba acostumbrada a estos espectáculos, impone la aplicación de un reglamento que ponga fin al sinnúmero de situaciones desagradables que afectan el decoro de nuestra población estable».
La idea se concreta muy poco tiempo después y en 1888, nace el «Primer Reglamento para bañistas» que tuvo Mar del Plata y que entre otras cosas, prohibía bañarse desnudo.
«El traje de baño admitido es todo aquél que cubre el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla. En las tres playas no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras, debiendo mantenerse a una distancia de 30 metros, a no ser que estuvieran en familia».
«Se prohíbe en las horas del baño, el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla del agua cuando se bañen señoras».
Pero Mar del Plata, también nos dejaba buenas noticias: El 10 de enero de 1889 se inauguró el servicio telefónico con 50 líneas. Una guía francesa del año 1907 ya asignaba a Mar del Plata 10.000 habitantes, ocho hoteles principales, incluido el Brístol, el mejor de América del Sur con su Casino, teatro, sala de lectura y de música, billares, etc. La tarifa era de 15 pesos diarios por persona, con pensión completa
Fuente. «Mar del Plata. Ciudad de América para la Humanidad». Roberto T. Barili, Ed. Municipalidad de General Pueyrredón, Mar del Plata, 1964; “Crónica Argentina”, Ed. Codex, Buenos Aires, 1979; “Buenos Aires, cuatro siglos”, Ricardo Luis Molinari, Ed. Topográfica Editora Argentina S.A., Brasil, 1993; “Buenos aires, 70 años atrás”, José Antonio Wilde, Ed. Tor, 1941.