COMIDAS Y BEBIDAS DEL ANTAÑO ARGENTINO

La gente que hizo la patria desconoció en absoluto el alto taburete del bar lácteo, el «ticket» para el control del consumo gastronómico, la mirada soslayada del que nos codicia el asiento, las comidas en quince minutos, el sintético panqueque, las sopas en polvo y la «hamburguesa».

Pero, el menú de nuestros antepasados incluía, sin saberlo, vitaminas morrudas. Así fue posible tanta epopeya popular, alcanzada sobre la base de una alimentación sin fantasías, pero de poderosa eficacia.

El fuerte almuerzo colonial, la temprana cena maciza, prosiguieron estilándose en nuestro país hasta mucho después de la Independencia.

En las siestas candentes, pasaban los negros mazamorreros por el viejo Buenos Aires pregonando su mercadería. Las señoras de la «sociedad» no le asqueaban a la fabricación de bollitos caseros, tortas o pasteles con los que se ayudaban para parar la olla familiar. Los criados morenos salían a colocar la mercadería entre las familias amigas. Los famosos bollitos de «Torragona» deben su nombre al apellido de la familia que los elaboraba.

Las comidas eran tempranas y las sobremesas largas y conversadas, encanto ya perdido en nuestros días. Del interior llegaban los ricos «descarozados» de Cuyo, las pasas de uva, el higo seco enharinado y el higo con nuez.

Las carretas que venían desde Tucumán y Mendoza, surtían la gula porteña y las «muías viñateras» traían el tintillo con que rociaban las tranquilas comidas. En las marmitas de barro venían el sabroso locro, el puchero generoso y el a veces aguachento «quibebe» de zapallo. Los dulces eran muchos y variados y el arroz con leche con canela imperaba entonces con familiar majestad.

Los relatos que de sus experiencias realizaron los numerosos viajeros que nos visitaron en aquellas épocas, revelan una acertada capacidad de observación en todas las cosas que veían y un muy preciso conocimiento del medio ambiente, los personajes, las comidas y las costumbres que encontraban, habiendo tenido además, la virtud de haber sabido trasmitirlos con toda fidelidad, todo lo cual, con el tiempo, se ha visto confirmado por otros medios.

Comenzando por el relato que en 1542, hizo el escribano que acompañaba a ALVAR NÚÑEZ CABEZA DE VACA en su viaje al Río de la Plata, para hacerse cargo como Adelantado, enviado por el rey Carlos I de España, debemos decir que lo que sabemos acerca de lo que se comía en tiempos de la colonia y luego en el siglo XIX, lo es por los relatos y cartas que nos han dejado de sus viajes y recorridas por estos territorios, los numerosos viajeros que supieron trasmitir, no sólo sus vivencias, sino que entre líneas, dejaron ver diversos matices que les dan a sus observaciones, una calidad superlativa como estudio de la personalidad de nuestros antepasados y de las circunstancias que influyeron en sus vidas y decisiones.

Y es en estos relatos, la comida, uno de los temas que más los impactó. Con clara influencia hispánica, inicialmente traída por los conquistadores españoles, la llegada de otras culturas que migraron hacia estas tierras, como ser la italiana, la inglesa y la francesa especialmente, no lograron desplazarla en el gusto de los criollos, aunque le aportaron algunas variedades y condimentos que hicieron de la cocina criolla, única entre sus pares del mundo

Don TOMAS HOG, abuelo del que fue conocido banquero de este mismo nombre, el diplomático británico JOHN PONSONBY, el teniente LAUCLAN BELLINGHAM MACKINNON, el norteamericano JOHN MURRAY FORBES, el naturalista francés ALCIDES D’ORBIGNY, G.P. ROBERTSON y muchos otros, fueron estos relatores, y de sus notas extraemos que “…

A principios del siglo XIX, el desayuno, por lo general consistía en el consabido mate (cocido o con bombilla), acompañado, a veces con un buen asado), nos cuenta TOMAS HOG, “una extraña costumbre que consiste en chupar con un canuto de metal de unas ocho pulgadas de largo (que llaman “bombilla”), una infusión hecha con agua y yerba (generalmente traída del Paraguay), que colocan en un jarro, pero más comúnmente en una calabaza ahuecada y con una boca ancha, a la que previamente han “curado”, empleando diversas formas, incluso quemando azúcar en su interior.

“Pero lo más curioso es que cuando lo toman en ronda, una criadita lo arma (ellos dicen “lo ceba») y todos comparten el mismo cañito, pues una vez cebado, lo toma el que sigue en la ronda, mientras conversan animadamente. Los miembros de las clases altas prefieren el chocolate y otras muchas el té, habiendo quizás adoptado esta costumbre, durante los 45 días que Beresford gobernó la ciudad de Buenos Aires en 1806”.

Se almorzaba a las doce, se comía a las cinco y se cenaba a las 9 de la noche. El comedor, un ambiente que hasta entonces carecia de mayor importancia, después, pasó a ser la sala más importante de las casas, haciendo a veces, la función de Sala.

En verano, después del almuerzo se dormía la siesta y ésta duraba hasta bien entrada la tarde, cuando ya era la hora del “mate”, que acompañaban con “tortas fritas”, “pastelitos con dulce de leche, de membrillo o de batata”, “pan con chicharrones” o la clásica “tortilla”, hecha simplemente con harina, sal y agua cocinada a las brasas.

En las mesas se ponían uno o dos cántaros de plata con agua o vino, cuyo contenido se servían directamente los comensales. Los ingleses introdujeron la costumbre de un vaso o copa ante cada asiento y de cambiar los platos apara cada comida y de brindar al final. Antes de que ellos llegaran, el mismo plato se usaba durante toda la comida. Las comidas de esa época, comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se le agregaba uno o dos huevos crudos por comensal, para que se cocinaran en la misma sopa.

Seguía el “puchero” hecho con toda clase de verduras, chorizos, legumbres, carne (cola, falda o pechito), o gallina, que se acompañaba con una salsa (cocida o cruda) hecha con tomates y cebollas. La “carbonada” era otra de las comidas que se consumían más comúnmente.

Ésta era muy parecida al puchero, pero llevaba choclos, peras o duraznos; luego estaban las sopas (de arroz, fideo o fariña), el “quibebe”, que se hacía con zapallo machacado, al que se le agregaban queso, papas, repollo y arroz; el sábalo de río, frito o guisado; los pasteles de fuente, con carne o pichones.

La humita en chala y el pastel de choclo; el picadillo de carne con pasas y los zapallitos rellenos, el estofado, el mondongo, el guiso de lentejas con chorizos; los tamales; el asado de vaca a las brasas; la pierna de cordero mechada, el pavo relleno (engordado en la huerta de la casa y que se mandaba a hornear a la panadería vecina), las albóndigas de carne con arroz, las ensaladas de verduras crudas y cocidas

En cuanto al locro, sorprendentemente, contrariando todo lo dicho hasta ahora sobre su presencia en la mesa de nuestra antigua campaña, el señor Emilio Moya, en una página editada en Internet por Hispanic L.A., asegura que salvo Martín Miguel de Güemes, defensor del norte argentino ante la invasión de los realistas a principios del siglo XIX, ninguno de nuestros próceres había probado el locro, ya que era un plato que se comía exclusivamente en el Alto Perú.

En la ciudad de Buenos Aires, la abundancia de carne, lo hacía innecesario. En cambio, los pucheros y la olla podrida, típicamente castizos, eran cosa de todos los días, aunque para ocasiones especiales, se mataba una gallina, animal extremadamente caro en la época y al alcance solo de las clases más acomodadas. Una gallina costaba el equivalente a más de 100 kilogramos de carne vacuna.

Un párrafo aparte merecen las empanadas, porque las tradicionales empanadas criollas: “No eran un plato hogareño sino que se compraban en puestos de la calle. Generalmente las vendían señoras fornidas que vivían en las afueras y venían con sus canastos cargados. Por más que los cubrieran con un género, las empanadas llegaban más bien frías”.

También sabemos que de la vaca solo se utilizaban los costillares y los cuartos, que asaban a la parrilla y ya entrado el siglo XIX, con asadores verticales (“asado a la estaca”). Las achuras quedaban para los perros y los caranchos, costumbre que a raíz de la escasez de carne que nos afectó en 1818, comenzó a cambiar. Con la carne de cerdo hacían chorizos y butifarra.

Los viajeros ingleses dicen que el gaucho frunce la nariz cuando le ponderan la carne de vizcacha. No la comían, es cierto, y preferían el peludo asado, o, como dice Martín Fierro, «para el caso de apuro, el piche, engordador». Asado con cuero, galleta y yerba bastan para sostener al gaucho. Un buen «naco» (tabaco) para picar redondea su felicidad.

A caballo y a fuerza de tiras de charqui – esa carne seca que, con ají, da un buen potaje – se hizo la Independencia. Por lo que se ve, nuestros abuelos comían sencillito nomás.

El arqueólogo urbano Daniel Schávelzon explicó en su libro “Historias del comer y del beber en Buenos Aires” que “los cubiertos comenzaron a aparecer en el virreinato, es decir a partir de 1776 pero recién hacia 1850 desapareció la costumbre de comer con las manos. Desde el gobierno del Virrey Cevallos hasta la batalla de Caseros la mayoría comía usando sus dedos”.

“Esto no significa que no hayan existido reglas sociales en la mesa. Así mismo, pudimos averiguar que los vasos y el plato sopero se socializaban por la escasez. Incluso solía compartirse una cuchara entre dos o tres comensales en la época revolucionaria”.

“Parece gracioso pensar que en una familia humilde como los Belgrano, donde padre, madre y trece hijos compartían la mesa, contaran con quince platos, quince juegos de cubiertos y quince vasos a la hora de comer. Los vasos y cucharas compartidos más el enjambre de manos es la postal que debería quedarnos de una comida en casa del creador de la bandera nacional”.

“En los días previos a la caída del Virreinato del Río de la Plata, cuando sobraba la carne vacuna se la terminaban dando a los perros y ratas: el único método de conservación de alimentos en 1810 era con sal.”

Los postres
Como postre había una gran variedad: pastelitos, quesillo (hecho con leche de cabra) con arrope, higos de tuna, arroz con leche, mazamorra, candeal, chuño, sémola con leche y canela, sidra callota; batatas a las brasas, yemas quemadas, torrejas y natillas (estas dos últimas exclusiva herencia hispánica).

Pero en aquellos años, el durazno estuvo presente, como postre obligado en todas las mesas, debido a la superabundancia que había de ese frutal en la campaña bonaerense. Después, ya con el tiempo, se impuso el membrillo; el dulce de membrillo con queso. El queso y dulce, que originalmente era con membrillo, se llamaba “postre nacional” y fue por décadas el gran postre de los argentinos. Era muy económico. La batata, cuya preparación era un poco más complicada, se instaló más tarde.

En cuanto a las golosinas, era común el consumo de caramelos de miel, alfeñiques, nueces confitadas, “gaznates” y “colaciones”.

Los vinos
La historia del vino argentino se remonta quizás al año 1536, cuando el presbítero JUAN CEDRÓN plantó en la provincia de Santiago del Estero las primeras cepas de uva moscatel, también llamada “uva país”, procedentes de España y a su vez traídas desde la ciudad chilena de La Serena, con el propósito de utilizar su vino durante la celebración de las misas.

Más tarde, aproximadamente en 1586 fueron los franciscanos, quienes habiendo traído desde las Canarias hasta la provincia de Salta, estacas de vides productoras de uva “malvasia”, lograron un vino blanco, suave y también apto como “vino de misa”.

Se debe entonces a los jesuitas y a los franciscanos la importación temprana de cepas de “vitis-vinífera” y el nacimiento de nuestra industria vitivinícola, que registra en sus comienzos, la producción de variedades como el “mistela” y los derivados de la “uva chinche”, con sabor áspero y ácido y la instalación de viñedos.

Así surgieron vides en Buenos Aires (en el actual Barrio Palermo), en Médanos (provincia de Buenos Aires) y buscando zonas donde el clima fuera más favorable para este tipo de cultivo, en Córdoba (en sus estancias de Alta Gracia y Jesús María), en Mendoza y en Concordia, en la provincia de Entre Ríos, logrando allí la creación de un gran centro productor de vinos, lamentablemente destruído después por imperio de intereses que comenzaron a ser muy fuertes, debido a que la actividad vitivinícola comenzaba ya a mostrar su potencial.

En Jesús María, provincia de Córdoba, se producía un vino llamado “Lagrimilla dorada”, que según la tradición, llegaba a la mesa del rey Carlos III de España.

La prohibición de plantar vides y producir vinos en Hispanoamérica, impuesta por la corona española, no tuvo buena respuesta, quizás por los jugosos ingresos que la corona española recibía, cuando haciendo la vista gorda, imponía y cobraba enormes impuestos a la producción vitivinícola.

Fue así que pronto comenzaron a florecer en numerosas zonas del virreinato, prósperos viñedos que se animaron a competir con los vinos importados, principal y excluyentemente de España.

Durante la época de la colonia todavía, en el virreinato del Río de la Plata, y hasta bien entrado el siglo XIX, el vino no era una bebida de consumo masivo. Recordemos que en las colonias españolas de América se había prohibido el cultivo de la uva y sólo se permitían bebidas de origen exclusivamente español.

Por eso, salvo los españoles y las familias acomodadas, que podían darse el lujo de importarlo desde Europa, el resto de la gente bebía sólo agua durante sus comidas y si la ocasión lo ameritaba, especialmente en la campaña, se tomaba “grappa” (un destilado de orujo de entre 29 y 50 grados de alcohol), ginebra” (un destilado de cereales aromatizada con enebro) o “caña”, todas provenientes de Cuyo, donde se afincaron quienes trajeron desde Europa las técnicas para su elaboración.

La Revolución de Mayo significó un impulso para la producción vinícola, ya que desde entonces la ciudad de Buenos Aires (e incluso la vecina Montevideo) dejaron de importar vinos españoles y comenzaron a producir los propios en sus alrededores o en las Sierras de Córdoba y el Cuyo.

Los primeros vinos “criollos” que se comenzaron a beber, eran tintos y blancos elaborados con técnicas y en condiciones muy diferentes a las imperantes en Europa partiendo del “listán prieto” (o listán negro), una uva oscura de origen español, ampliamente difundida en las Islas Canarias, España, que llegó a América entre los siglos XVI y XVII, traída por los conquistadores españoles. A partir de ella surgieron luego las llamadas variedades “criollas”, descendientes de aquella europea y desarrolladas en cultivos que se fueron mezclando en las parcelas a lo largo de casi cinco siglos.

En esos tiempos, e incluso hasta 1870, la preparación criolla de vino era absolutamente artesanal. Se prensaban los sarmientos con las uvas en sencillos y primitivos trapiches de madera, o directamente las uvas eran metidas en grandes cubas, donde hombres y mujeres, descalzos, las pisaban en agotadoras jornadas, hasta que quedaban totalmente reducidas a orujo, habiendo salido todo su jugo a través de un agujero que lo llevaba hasta grandes vasijas de barro que lo recibían.

Surgieron así nuestros primeros vinos cuya técnica de elaboración, hizo que se los llamara “pateros”. El vino criollo, como el producto de una actividad sólidamente instalada y bien dotada tecnológicamente, apareció cuando el gobernador español de Salta fundó en Cafayate la “Bodega Colomé”, donde se vinificaba en vasijas de barro cocido, imitado luego por otros emprendedores de la vitivinicultura nacional.

Pero pese a estos avances, Llegado el siglo XIX, los vinos seguían siendo escasos.. No se conocía el champán, pero se bebía buen vino tinto español, el priorato, el jerez y el oporto. El vino del país era malo y sólo se consumía en los bodegones, pero no en las casas de familia. También tomaban una bebida que se llamaba “mistol”, que era un arrope diluido con agua, ginebra, grapa y grapa miel, acompañados por gruesos salamines, morcillas y grandes rodajas de pan de campo.

Pero hubo un vino que hizo historia en la República Argentina y que durante casi 400 años estuvo presente en las mesas de las familias, en las pulperías, bodegones  y tabernas, en las celebraciones y en las noches de parranda. Se lo llamaba “vino carlón” y era un vino tinto de color intenso con 15º de graduación alcohólica elaborado con “uva garnacha” originaria de la provincia de Castellón, en la región de Valencia, España, que incluso llegaba con unas versiones más económicas conocidas como “carlín” y “carlete”, que se diferenciaban porque tenían más o menos agua y que por ser más económicos, podían ser consumida por la gente de menores recursos.

Las verduras
Las verduras eran muy escasas, pero abundaba el zapallo y la batata o boñiato. Las papas las traían de Francia y más adelante comenzaron a traerlas de Irlanda, generalizándose su empleo en la cocina criolla, a raíz de la presencia de los ingleses y otros extranjeros que nos visitaban, quienes además nos aficionaron al “beef-steak” (bife o churrasco en criollo) con papas y el té, que como se consideraba un remedio, se vendía en las boticas o farmacias.

Las normas de higiene eran muy poco respetadas en aquella época, no sólo por quienes cocinaban en las casas de familia, sino también por los comerciantes que vendían carne faenada “a campo”, es decir sin ningún tipo de control, los lecheros que ordeñaban sus vacas sin asepsia y que llevaban en tarros de cinc la leche que vendían casa por casa.

Las legumbres venían de las huertas en bolsas (sin lavar y con toda clase de suciedades) y se vendían a granel, lo mismo que el aceite, el café, el vino y tantos otros productos. Tal desmanejo, unido a que como se carecía de heladeras y el hielo recién llegó 1855 a Buenos Aires. los productos alimenticios, se degradaban muy pronto, hizo que a comienzos del siglo XIX, fueran muy comunes las enfermedades gastro-intestinales en los porteños, a pesar de que existían los funcionarios que se llamaban “Fieles ejecutores”.

Tenían ellos, la misma misión que hoy tienen los inspectores municipales, es decir, controlar la vigencia de un producto, su estado de conservación, su origen y manipulación.

Pero aunque antaño no tenían heladeras para conservar su carne, sus huevos, frutas y verduras, no había frigoríficos controlados por el Estado y productores ceñidos a normas estrictas de salubridad, la gente, en general, era más sana, porque comía más sano. Porque no había snacks, hamburguesas ni conservadores de alimentos …. Ah !!, tampoco había stress.

Qué comían y bebían nuestros próceres
Nuestros historiadores han anotado, a veces de paso, algunas de las predilecciones gastronómicas de nuestros grandes hombres.

El general San Martín era hombre sobrio y discreto en el comer. Prefería el buen asado criollo y el puchero limpio y terminaba sus comidas con algún dulce mendocino, que comía de pie. San Martín solía pasear por la alameda mendocina con Remedios, y en invierno podía parar a tomar un café y en verano un helado. También le gustaba saborear un buen vino y en 1814, cuando estuvo en Cuyo como gobernador, estimuló la plantación de viñedos en Mendoza.

El desventurado coronel Dorrego era muy afecto a tomar un vaso de espumante leche con su merienda. En una de las paradas del camino hacia su martirio tomó el que sería su último vaso de leche, que le alcanzó una paisana, a su pedido.

A Bartolomé Mitre le gustaba preparar personalmente una ensalada de lechuga con huevo picado. También le gustaba el «mastuerzo», una especie de berro, pero con sabor algo salvaje. Una vez, estando prisionero en el Cabildo de Luján (por donde pasó también el general Paz), un familiar quiso ayudarlo en el humilde menester en que se hallaba. Al comedido le temblaban las manos, con la emoción de ver al prócer haciéndose una ensalada, pero «don Bartolo» le sacó los cubiertos y siguió entregado a este menester culinario.

Mariquita Sánchez de Thompson, a pesar de sus inolvidables «recibos» y «saraos», no logró imponer sus exiguas papas a la inglesa, por más que las presentaba en lujosas vajillas de plata. El gusto porteño estaba por lo sólido y no por las mayonesas desfallecientes o las papas desnutridas.

El general Lucio V. Mansilla, después de recorrer la gama infinita de comidas del mundo, vuelve a su primer amor y confiesa con nostalgia que suspira por una tortilla de huevos de avestruz, como las que comía entre los indios ranqueles. Su paladar, que no desconoció el gusto dulzón del asado de carne de yegua, querría volver a la fuente vernácula.

Rosas era un fantástico asador que disfrutaba mucho cocinar para sus amigos suculentos costillares al asador y Sarmiento tenía perdición por el puchero, los dulces y los higos y membrillos en conserva; los duraznos en aguardiente y las pasas de higo. Las aceitunas remojadas o aprensadas, la crema de vainilla y en cuanto a vinos, largamente prefería el “Malbec”, y tanto es así, que en 1868, durante su presidencia, hizo venir desde Chile a un maestro con estacas de ese varietal, que había conocido mientras se hallaba exiliado en ese país.

Fuentes. “La comida en la historia argentina”. Daniel Balmaceda, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2016; “Los sabores de la Patria”. Víctor Ego Ducrot, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, 1998; “Historias del comer y del beber en Buenos Aires”. Daniel Schávelzon, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 2000; “Buenos Aires en 1810: comida y bebida”. Emilio Moya, Buenos Aires, 2022; “Sabores andinos. Guía de comidas, bebidas y tradiciones de la Quebrada de Humahuaca”. Ed. Mhuksha, Buenos Aires, 2012; “Cocina Argentina”. Blanca Cotta, Ed. Inicial, Buenos Aires, 1999; “Mis Memorias”. Lucio V. Mansilla, Ed. EUDEBA, Buenos Aires, 1904; “Cocina y Comidas en el Río de la Plata”. Mario José Silveira, Ed. Universidad Nacional del Comahue, 2005;

 

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