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COMIDAS CRIOLLAS EN EL SIGLO XIX
Los relatos que de sus experiencias realizaron los numerosos viajeros que nos visitaron en aquellas épocas, revelan una acertada capacidad de observación en todas las cosas que veían y un muy preciso conocimiento del medio ambiente, los personajes, las comidas y las costumbres que encontraban, habiendo tenido además, la virtud de haber sabido trasmitirlos con toda fidelidad, todo lo cual, con el tiempo, se ha visto confirmado por otros medios (ver Comidas del siglo XIX).
Comenzando por el relato que en 1542, hizo el escribano que acompañaba a ALVAR NÚÑEZ CABEZA DE VACA en su viaje al Río de la Plata, para hacerse cargo como Adelantado, enviado por el rey Carlos I de España, debemos decir que lo que sabemos acerca de lo que se comía en tiempos de la colonia y luego en el siglo XIX, lo es por los relatos y cartas que nos han dejado de sus viajes y recorridas por estos territorios, los numeroso viajeros que supieron trasmitir, no sólo sus vivencias, sino que entre líneas, dejaron ver diversos matices que les dan a sus observaciones, una calidad superlativa como estudio de la personalidad de nuestros antepasados y de las circunstancias que influyeron en sus vidas y decisiones.
Y es en estos relatos, la comida, uno de los temas que más los impactó. Con clara influencia hispánica inicialmente traída por los conquistadores españoles, la llegada de otras culturas que migraron hacia estas tierras, como ser la italiana, la inglesa y la francesa especialmente, no lograron desplazarla en el gusto de los criollos, aunque le aportaron algunas variedades y condimentos que hicieron de la cocina criolla, única entre sus pares del mundo
Don TOMAS HOG, abuelo del que fue conocido banquero de este mismo nombre, el diplomático británico JOHN PONSONBY, el teniente LAUCLAN BELLINGHAM MACKINNON (ver Diario del viaje del teniente Mackinnon), el norteamericano JOHN MURRAY FORBES, el naturalista francés ALCIDES D’ORBIGNY, G.P. ROBERTSON y muchos otros, fueron estos relatores, y de sus notas extraemos que “…
A principios del siglo XIX, el desayuno, por lo general consistía en el consabido mate (cocido o con bombilla), acompañado, a veces con un buen asado), nos cuenta TOMAS HOG, “una extraña costumbre que consiste en chupar con un canuto de metal de unas ocho pulgadas de largo (que llaman “bombilla”), una infusión hecha con agua y yerba (generalmente traída del Paraguay), que colocan en un jarro, pero más comúnmente en una calabaza ahuecada y con una boca ancha, a la que previamente han “curado”, empleando diversas formas, incluso quemando azúcar en su interior.
Pero lo más curioso es que cuando lo toman en ronda, una criadita lo arma (ellos dicen “lo ceba») y todos comparten el mismo cañito, pues una vez cebado, lo toma el que sigue en la ronda, mientras conversan animadamente. Los miembros de las clases altas prefieren el chocolate y otras muchas el té, habiendo quizás adoptado esta costumbre, durante los 45 días que Beresford gobernó la ciudad de Buenos Aires en 1806”.
Se almorzaba a las doce, se comía a las cinco y se cenaba a las 9 de la noche. El comedor, un ambiente que hasta entonces carecia de mayor importancia, después, pasó a ser la sala más importante de las casas, haciendo a veces, la función de Sala. En verano, después del almuerzo se dormía la siesta y ésta duraba hasta bien entrada la tarde, cuando ya era la hora del “mate”, que acompañaban con “tortas fritas”, “pastelitos con dulce de leche, de membrillo o de batata” ,“pan con chicharrones” o la clásica «tortilla», hecha simplemente con harina, sal y agua cocinada a las brasas.
En las mesas se ponían uno o dos cántaros de plata con agua o vino, cuyo contenido se servían directamente los comensales. Los ingleses introdujeron la costumbre de un vaso o copa ante cada asiento y de cambiar los platos apara cada comida y de brindar al final. Antes de que ellos llegaran, el mismo plato se usaba durante toda la comida. Las comidas de esa época, comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se le agregaba uno o dos huevos crudos por comensal, para que se cocinaran en la misma sopa.
Seguía el “puchero” hecho con toda clase de verduras, chorizos, legumbres, carne (cola, falda o pechito), o gallina, que se acompañaba con una salsa (cocida o cruda) hecha con tomates y cebollas. La “carbonada” era otra de las comidas que se consumían más comúnmente.
Ésta era muy parecida al puchero, pero llevaba choclos, peras o duraznos; luego estaban las sopas (de arroz, fideo o fariña), el “quibebe”, que se hacía con zapallo machacado, al que se le agregaban queso, papas, repollo y arroz; el sábalo de río, frito o guisado; las empanadas, los pasteles de fuente, con carne o pichones.
La humita en chala y el pastel de choclo; el picadillo de carne con pasas y las albóndigas, los zapallitos rellenos, el estofado, el mondongo, el guiso de lentejas con chorizos; los tamales; el asado de vaca a las brasas; la pierna de cordero mechada, el pavo relleno (engordado en la huerta de la casa y que se mandaba a hornear a la panadería vecina), las albóndigas de carne con arroz, el locro, las ensaladas de verduras crudas y cocidas
También sabemos que de la vaca solo se utilizaban los costillares y los cuartos, que asaban a la parrilla y ya entrado el siglo XIX, con asadores verticales (“asado a la estaca”). Las achuras quedaban para los perros y los caranchos, costumbre que a raíz de la escasez de carne que nos afectó en 1818, comenzó a cambiar (ver Saladeros y hacendados en el banquillo). Con la carne de cerdo hacían chorizos y butifarra
Como postre había una gran variedad: pastelitos, quesillo (hecho con leche de cabra) con arrope, higos de tuna, arroz con leche, mazamorra, candeal, chuño, sémola con leche y canela, sidra callota, batatas a las brasas, yemas quemadas, torrejas y natillas (estas dos últimas exclusiva herencia hispánica). En cuanto a las golosinas, era común el consumo de caramelos de miel, alfeñiques, nueces confitadas, “gaznates” y “colaciones”
Los vinos eran escasos. No se conocía el champán, pero se bebía buen vino tinto español, el priorato, el carlón, el jerez y el oporto. El vino del país era malo y sólo se consumía en los bodegones, pero no en las casa de familia.También tomaban una bebida que se llamaba “mistol”, que era un arrope diluido con agua.
En los bodegones servían, como hemos dicho el “carlón”, pero además el carlín y el carlete, que vendían a distintos precios, ya que se diferenciaban en que tenían más o menos agua. También servían ginebra, grapa y grapa miel, acompañados por gruesos salamines, morcillas y grandes rodajas de pan de campo.
Las verduras eran muy escasas, pero abundaba el zapallo y la batata o boñiato. Las papas las traían de Francia y más adelante comenzaron a traerlas de Irlanda, generalizándose su empleo en la cocina criolla, a raíz de la presencia de los ingleses y otros extranjeros que nos visitaban, quienes además nos aficionaron al “beef-steak” (bife o churrasco en criollo) con papas y el té, que como se consideraba un remedio, se vendía en las boticas o farmacias.
Las normas de higiene eran muy poco respetadas en aquella época, no sólo por quienes cocinaban en las casas de familia, sino también por los comerciantes que vendían carne faenada “a campo”, es decir sin ningún tipo de control, los lecheros que ordeñaban sus vacas sin asepsia y que llevaban en tarros de cinc la leche que vendían casa por casa.
Las legumbres venían de las huertas en bolsas (sin lavar y con toda clase de suciedades) y se vendían a granel, lo mismo que el aceite, el café, el vino y tantos otros productos. Tal desmanejo, unido a que como se carecía de heladeras y el hielo recién llegó 1855 a Buenos Aires (ver El hielo llega a Buenos Aires), los productos alimenticios, se degradaban muy pronto, hizo que a comienzos del siglo XIX, fueran muy comunes las enfermedades gastro-intestinales en los porteños, a pesar de que existían los funcionarios que se llamaban “Fieles ejecutores”. Tenían ellos, la misma misión que hoy tienen los inspectores municipales, es decir, controlar la vigencia de un producto, su estado de conservación, su origen y manipulación.
Pero aunque antaño no tenían heladeras para conservar su carne, sus huevos, frutas y verduras, no había frigoríficos controlados por el Estado y productores ceñidos a normas estrictas de salubridad, la gente, en general, era más sana, porque comía más sano. Porque no había snaks, hamburguesas ni conservadores de alimentos …. Ah !!, tampoco había stres (ver La comida en la historia argentina).