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CHAPANAY, MARTINA (1799-1887)
Valerosa mujer mestiza (imagen), nacida en San Juan, que entremezclando leyendas y verdades, pasó a la historia como protagonista de una vida tumultuosa y violenta, que rozando muchas veces las fronteras del bandolerismo, la llevó a compartir hombro a hombro con los hombres de su época, los rigores de sus luchas por la Independencia primero, con las montoneras luego y que hasta llegó a ser “la chasqui de San Martín. Fue ladrona de caminos, bandolera, Robín Hood con cara de mujer, cuchillera sin sosiego y heroína de la Patria.
Gran luchadora de la causa federal. Se conocen los registros del nacimiento y bautizo de Martina Chapanay (9 y 15 de marzo de 1799 respectivamente), aunque no los de su muerte, que se presume fue en 1887. Se admite que nació en la zona lagunera de Huanacache y que era hija del huarpe Juan Chapanay y de la cautiva blanca Mercedes o Teodora González.
Siendo muy joven, fue llevada por su padre a Ullum, a la casa de una terrateniente del lugar, donde a cambio de sus servicios domésticos, Martina debía recibir casa, comida y educación. Ante la falta de cumplimiento de la contraparte, que no le prodigaba la tan ansiada educación, debió pensar Martina en cambiar su destino, por lo que se casó con un peón de la finca y huyó de aquel lugar.
A partir de entonces, debido a su inquebrantable personalidad, transitó intensamente los avatares de la historia argentina del siglo XIX. Fue así que alrededor de 1820, buscó refugio junto a su pareja, entre las huestes de Facundo Quiroga, reconocido caudillo federal de varias provincias, entre ellas, San Juan.
Debió participar entonces en las batallas de La Rioja (1823); El Tala, Tucumán (1826); El Rincón (1827); La Tablada (1829); Oncativo (1830); Rincón de Rodeo, Mendoza (1830); y Ciudadela (1831), en la que perdió a su pareja.
Después de esa larga campaña, resolvió volver a Ullum, pero no encontró el amparo esperado. Decidió entonces ir a vivir en las sierras que conocía como buena baqueana que era, debiendo vincularse para comer y subsistir con una banda de forajidos que asaltaba a los viajeros pudientes por aquellos caminos polvorientos.
Así se convertiría en el personaje cuya memoria la leyenda ha conservado, pero que desconoce su mérito como soldado federal, siempre al lado del “gauchaje vilipendiado de su época”.
Fue su disconformidad con la vida de asaltante de caminos que vivía, la que la llevó a ofrecer sus servicios militares a Nazario Benavidez e intervenir en la sangrienta batalla de Angaco. Esa situación la llevó a su vez a vincularse con el caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza (auténtico federal del interior, como Nazario Benavidez), a quien acompañaría en sus campañas antiporteñas como escolta y espía militar, sin dejar nunca de participar en las batallas munida de su lanza.
Sintiéndose nuevamente fatigada por la guerra civil, fue a vivir a Valle Fértil, donde pudo ejercer dignamente su oficio de baqueana, rastreadora, boleadora de animales cimarrones y ciudadana ejemplar. Con el peso de los años a cuesta, y sin más recurso que su caballo y aperos que le servían de cama, decidió pasar sus últimos días en Mogna, donde encontró la paz para bien morir.