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ARREGLO, LIMPIEZA Y EMPEDRADO DE LAS CALLES DE BUENOS AIRES COLONIAL (31/10/1605)
Casi desde el arranque de su existencia, en la ciudad de Garay no faltaron las buenas intenciones para su limpieza y empedrado, como se desprende de las primeras actas y propuestas de los cabildantes.
Pero no obstante las buenas intenciones, nunca fueron acompañadas por el éxito y las calles de Buenos Aires, durante toda la época colonial eran un depósito de suciedad e intransitables, situación, que solamente vino a cambiar, con la llegada del virrey VÉRTIZ y luego de la gesta del 25 de Mayo de 1810, con la preocupada acción de nuestros primeros gobernantes (ver Calles sucias de Buenos Aires).
Primeras medidas para paliar la situación
El 31 de octubre de 1605 se dispusieron medidas para el aseo de la calles y que cada vecino limpiara la parte correspondiente a su propiedad, bajo pena de una multa de “dos pesos para gastos del Cabildo y denunciador por mitades».
Dos años después, el 22 de octubre de 1607, los mismos cabildantes, y a pedido del Procurador General, decidieron que se nivelaran y arreglasen las calles.
Limpieza y arreglo de calles (1783)
El tránsito de las carretas se limitó al radio que comprendía de Este a Oeste la parroquia de Montserrat, limitado de Norte a Sur por dos zanjas llamadas de Viera y de Matorras, exceptuándose de esta medida, los terrenos del bajo por el mucho tráfico del riachuelo.
Se opinó que en el plan de obras para el desagote de las aguas, debía contemplarse que las aguas “….corran precisamente desde el centro de la plaza, mitad de Norte a Sur y la otra mitad de Sur a Norte, por ser así conforme al primitivo establecimiento del pueblo y las calles que atraviesan estos rumbos y corren de Este a Oeste, mitad a una calle y mitad a otra, formando el declive por el principio de un albardón que deberá formarse en el promedio para que forzosamente derramen al Este y al Oeste por mitad y de este modo cada calle llevará sus aguas corrientes a las dos zanjasen el paraje más oportuno”
La primera “ordenanza” específicamente dictada para promover la limpieza de Buenos Aires data de 1609. Obligaba a los vecinos a limpiar y desmalezar las calles de cardones y yerbas, refugio de mosquitos.
El reglamento de 1813 hacía regar y limpiar cada jueves los empedrados -de 6 a 10- y los presos aseaban las demás calles. Para 1887 alarmó la suciedad aumentada por la abundancia de perros vagabundos y un funcionario de entonces, propuso medidas para que «esta ciudad no se convierta en una segunda Constantinopla».
Para apreciar exactamente el estado de las calles en esa época, véase el siguiente dato: la calle que pasa por detrás de la Merced y cae sobre la barranca (hoy calle 25 de Mayo), dice un documentó del 5 de enero de 1780, “era tan mala, que sólo con cuidado y a la desfilada, pueden pasar personas, por una parte de ella, a causa de las aguas llovedizas que corren por allí, llevándose el terraplén y amenazando hasta los mismos edificios”.
Las normas adecuadas y las buenas intenciones no fueron suficientes. En su Historia de la República Argentina, VICENTE FIDEL LÓPEZ sostiene que las calles de Buenos Aires eran impracticables la mayor parte del año y es cierto que el virrey VÉRTIZ fue el más dispuesto en acicalar la ciudad.
A principios del siglo XVIII, la ciudad de Buenos Aires tenía una planta con forma de un vasto paralelogramo, dividido en cuadras, cada una de 150 varas. Las calles permanecieron de tierra durante muchos años, sin ningún tipo de mejora o tratamiento.
No hay libro de texto o de historia que hable del tiempo de la colonia que no mencione el espantoso estado de las calles porteñas. Los cronistas y viajeros de la época insistieron hasta el cansancio en la gran cantidad de pozos y montones de basura que empeoraban notablemente los días de lluvia, cuando las calles se convertían en verdaderos pantanos
Sus calles jamás se barrían, salvo el barrido impuesto en cierto radio a los tenderos, que lo efectuaban los sábados, por medio de sus dependientes, y sólo se limpiaban de tiempo en tiempo, obligados por los copiosos aguaceros que convertían las calles en vastos mares, que rebalsaban las aguas de los pozos ciegos, que se volcaba luego a las calles formando un incontenible torrente hacia el río de la Plata, arrastrando con él, cuanto hallaba en su curso.
Por mucho tiempo la ciudad (confiados, sin duda, sus habitantes en la buena salud que en ella reinaba), era sucia: en invierno, por el barro que quedaba después de las lluvias y en verano, por el polvo que se levantaba, haciendo irrespirable el aire y entrando por puertas y ventanas.
Entre otras cosas, se acusaba a los españoles de haber mantenido, ya sea por ignorancia o por una economía mal entendida, las calles de un pueblo de tanta importancia comercial, en tan pésimo estado.
Con algunas de ellas completamente intransitables y constantemente regadas o bacheadas y otras, para que ofrecieran alguna seguridad a los transeúntes, a pesar de haber tenido bien a mano el mejor material para mejorarlas: la piedra y los medios de transporte a poco costo.
Pero diversas excusas y argumentaciones ridículas, fueron demorando unas obras que se hacían cada vez más necesarias.
Algo más tarde, a mediados del siglo XVIII, alrededor del año 1770, cuando era Gobernador del Río de la Plata, JUAN JOSÉ DE VÉRTIZ Y SALCEDO, un personaje cuya actuación fue una excepción honrosa que lo destaca entre sus pares, fue la primera autoridad colonial que supo encarar el problema de las calles de Buenos Aires con energía.
Por esa época, como consecuencia de una copiosa lluvia, que continuó por muchos días, las calles de la ciudad, se transformaron en tan profundos pantanos, que se hizo necesario colocar centinelas en las cuadras de la calle de las Torres (hoy Rivadavia) y en las cercanías de la plaza principal, para evitar que se hundieran y se ahogaran los transeúntes, particularmente los de a caballo.
Y cómo habrá sido de la grave la situación, que por medio del intendente FRANCISCO DE PAULA SANZ, se le propuso al Gobernador Vértiz “limpiar esta ciudad de las inmundicias e incomodidades en que la había tenido hasta entonces constituida el abandono y ninguna policía en sus calles, para que se respire un aire más puro y se remuevan de un todo las causas que casi anualmente hacen padecer varias epidemias que destruyen y aniquilan parte de su vecindario”
El empedrado de las calles de Buenos Aires (1784)
Para aproximarnos al origen del empedrado de nuestras calles, deberemos ubicarnos en la época colonial, más precisamente en el 22 de agosto de 1769, fecha en la que el Cabildo de Buenos Aires lanzó una de las primeras iniciativas para empedrar las calles de la ciudad.
Un alcalde, cuyo nombre no registró la historia, declaró que no había otra solución que el empedrado y propuso traer piedras de la isla Martín García y lajas de Montevideo para realizar la obra. El primer paso debía ser nivelar las calles para terminar con los pozos donde se acumulaba el agua de lluvia. Pero nada era sencillo en la aldea donde la mayoría de sus habitantes eran muy pobres.
Como una forma de asegurarse la participación popular, se proponía que los vecinos nombrasen dos representantes por cada calle que fueran los encargados de llevar las cuentas de los gastos. Cada propietario debía pagar de acuerdo a la extensión del frente de su casa y si alguno se negaba, se le podría embargar la propiedad u otros bienes. Aunque el gobernador aprobó la idea del alcalde, las obras no se realizaron y Buenos Aires, siguió con sus calles de tierra por muchos años más.
En 1783, cuando JUAN JOSÉ DE VÉRTIZ Y SALCEDO ya era el virrey del Río de la Plata, hacía más de ochenta años que las autoridades coloniales trataban de mejorar el estado sanitario de este pueblo y el Cabildo, considerando que el aumento de la población había incrementado notablemente sus recursos, y que éstos permitirían realizar las obras con más facilidad, resolvió, en acuerdo de 18 de agosto 1783, pasar la nota del virrey VÉRTIZ a informe del Procurador General, FRANCISCO BRUNO DE RIVAROLA.
Éste se expidió, diciendo que “el empedrado de las calles sólo podría realizarse si se sacaba a remate y completó su informe manifestando que “entre todas las cosas necesarias para el bienestar público, apenas encontraba otra de tan urgente necesidad como el aseo de las calles, porque el mal había llegado a su grado máximo y proponía lo siguiente:
1º. Se prohíba la entrada de las pesadas carretas de bueyes, notando que hasta el “Paseo de la Alameda” estaba inmundo y su ambiente corrompido e infestado.
2º. Que se formasen dos o tres mercados en extramuros para que parasen las carretas, creándose allí, las aduanillas que fueren necesarias.
3º. Dar el correspondiente curso a las aguas por las calles que corren de Sur a Norte, porque se encuentran, dice, «con hoyos y muchos barrancos, unas con demasiada profundidad y otras con sobrada altura, cuyo desorden es causa de los pantanos y de la detención de las aguas.
4º. Se proceda al arreglo de las veredas a costa de los propietarios, no sólo por lo más poblado, sino por los barrios y parroquias menos pobladas.
5º. Para cuidar del uso permanente de la ciudad, solicitaba algunos presos y diez o doce carretillas de mano, rastras o “machos con árganas” (sic), para limpiar las basuras, animales muertos y otras inmundicias, imponiendo penas a los que arrojasen basuras en las calles.
6º. Se estableciese un regidor en turno, para cuidar de la limpieza y aseo de la ciudad y sus arrabales.
7º. Que se ordenase a las panaderías y tahonas, salir de la ciudad, poique de otro modo todo se ineficaz, mandándolas establecer en extramuros.
8º. Que los dos comisionados para la compostura de las entradas a esta ciudad y apertura de quintas, MANUEL URIARTE y ALFONSO RODRÍGUEZ, fuesen sostenidos en su comisión con eficacia y asidua asistencia.
Por documentos como este, se ve que ya en 1783 las autoridades locales se empeñaban en modificar el mal estado de las calles de la ciudad, pero, las medidas aconsejadas no fueron aplicadas enseguida, por lo que los vecinos, molestos por la situación, decían que en vez de vivir en Buenos Aires, vivían en “malos aires”.
El virrey VÉRTIZ, seguía empeñado en su lucha que había iniciado cuando se desempeñaba como Gobernador de Buenos Aires (1770-1776) por mejorar las calles de la ciudad y después de que se le demandara en un memorial elevado por los vecinos y funcionarios de diversa jerarquía «limpiar esta ciudad de las inmundicias e incomodidades que la sumían en epidemias casi anuales; que destruyen y aniquilan a parte de su vecindario», volvió a insistir ante el Cabildo para llevar a la práctica, el informe del Procurador General.
Pero el Cabildo repetía una y otra vez su respuesta, declarando que no era practicable el empedrado por su mucho costo, razón por la cual, se decidió comenzar por los trabajos que permitieran un mejor drenaje y circulación de las aguas, para evitar que su estancamiento, siguiera convirtiendo las calles en lodazales intransitables.
Como último recurso, el 6 de septiembre del mismo año 1783, VÉRTIZ dio vista de la opinión del Cabildo al fiscal, quien, desoyendo esta opinión, aprobó lo propuesto por el virrey, haciendo algunas observaciones sobre el tráfico de la ciudad, recomendando como punto capital, que se pusiera especial atención en la realización del empedrado, pues esta tarea podría llegar a ser más factible, si se lograba el éxito deseado, en el tratamiento que se iba a aplicar a las calles.
Después de la resolución definitiva dictada por el virrey, el 5 de diciembre de 1783, aprobando las medidas propuestas, se nombró como ingeniero de estas obras a JOAQUÍN A. DE MOSQUERA, quien dándose cuenta de su responsabilidad y de la importancia de la obra que se le había encomendado, escribió en un largo y pormenorizado informe, fechado el 22 de enero de 1784, la manera cómo iba a efectuar dichos trabajos.
Señalaba hasta el modo en que debían ser construidas las aceras para darles solidez y uniformidad, y declaraba que la aceptación de su cometido estaba condicionada a que las medidas que él tomase en el arreglo de las calles, “no habrían de ser suspendidas ni por el Ayuntamiento, o sus miembros, ni por los juzgados subalternos, ni que éstos conociesen ni decidiesen de las emergencias que pudieran suscitarse, pidiendo que sólo se apelase directamente al virrey”.
Puestas de acuerdo las autoridades y el contratista, el gobernador intendente de Buenos Aires, FRANCISCO DE PAULA SANZ, dictó la ordenanza correspondiente y se decidió el comienzo de las obras.
Según VICENTE G. QUESADA, la actual calle Bolívar entre Hipólito Yrigoyen y Alsina fue la primera que se empedró, pero a pesar de haberse aceptado las condiciones de DE MOSQUERA, al poco tiempo, la obra fue suspendida porque el Cabildo no aprobó la propuesta de ANTONIO MELIÁN de traer piedras a 4 pesos la carretada “a condición de que se le diera sacada en el embarcadero de Colonia del Sacramento”.
Llegamos así a 1785 y VÉRTIZ ya no era el virrey. Lo había remplazado el marqué de LORETO (1784-1789), quien, no sólo no continuó apoyando los proyectos para empedrar la ciudad, sino que se opuso terminantemente a ello.
Sostenía que el empedrado «atentaba contra la libertad individual, destacaba el peligro que corrían los edificios de desplomarse, por cuanto se moverían sus cimientos al pasar vehículos pesados sobre el empedrado y aun daba otra razón, de mucho peso, en su opinión, y era que se tendría que gastar en poner llantas de hierro a las carretas y herraduras a los caballos, que valdrían más, decía, que los mismos caballos».
Se cuenta que hasta se le hacía creer al pueblo que el empedrado era obra de romanos, imposible de realizar si no se contaba con grandes sumas de dinero y una multitud de obreros.
El empedrado comienza a ser una realidad (1789)
El sucesor del marqués DE LORETO, el virrey ARREDONDO (1789-1795), no participó de esos temores, y que, auxiliado por una suscripción voluntaria, en 1789 emprendió con entusiasmo el empedrado de las calles.
El Cabildo juzgó, que los trabajos debían empezar por la calle de San Nicolás (actual Corrientes) para evitar la corriente de las aguas que bajaban del Oeste, poniéndose en las encrucijadas de las calles fajas de piedra o ladrillo parado que fijasen la altura del nivel y para determinar la secuencia de las obras a realizar, se había formado un voluminoso expediente administrativo, indicando la elevación que debían llevar las calles a fin de evitar la mucha pendiente que se reconocía en algunas de ellas, procediéndose a la nivelación y delineación de las calles, utilizando la tierra de las que fueran altas para llenar las que se encontrasen hondas.
Este trabajo lo practicaban los presos y si no bastaban contribuían los dueños de las propiedades en cuyos frentes o costados se verificaba la obra, ya proporcionando hombres o dinero.
Durante el gobierno de ARREDONDO, entre 1790 y 1796, como las piedras que se empleaban, para estos primeros empedrados, eran muy poco sólidas, comenzaron a utilizarse unas más firmes y compactas, que eran traídas desde la Isla Martín García y con ellas, el síndico del Cabildo MIGUEL DE AZCUÉNAGA, empedró 36 calles.
El pueblo pagaba medio real por vara, para socorro de los presos empleados en ese trabajo y como su extracción y transporte resultaba ser muy caro, volvieron a usarse las de Colonia.
“Estos empedrados, que eran generalmente de piedras sin trabajar y se habían estado colocando en la ciudad a partir del virreinato del Virrey Vértiz, se utilizaron hasta 1880, cuando se los suspende, para darle absoluta prioridad al empedrado con adoquines de granito.
Las piedras eran traídas desde Colonia del Sacramento y por lo general tenían una pequeña curvatura en sus bordes. Algunas calles incluso tuvieron un canal central para el escurrimiento del agua, como aun se puede observar en la antigua Colonia del Sacramento, Uruguay (imagen arriba).
El sucesor de ARREDONDO , el virrey PEDRO DE MELO DE PORTUGAL (1795-1797) y luego GABRIEL AVILÉS Y DEL FIERRO (1799-1801), continuaron la obra iniciada por VÉRTIZ, sin encontrarle nunca la vuelta al tema y los empedrados que se hacían siempre fueron malos,
Comienza el adoquinado con granito de las calles de Buenos Aires.
En 1800, el Cabildo de Buenos Aires volvió a recurrir a las piedras que se traían desde la Isla Martín García para cubrir con ellas algunas calles de la ciudad. Recordemos que dicha Isla, es un conjunto rocoso del Macizo de Brasilia, cuya antigüedad se calcula en millones años y por ende, un yacimiento casi inextingible de ese material.
Con ellas se armaron los primeros empedrados en la Colonia, hasta que a mediados del siglo XIX, la llegada desde Gran Bretaña de los adoquines (extraídos de canteras de Irlanda y Gales), que eran utilizados como lastre de los barcos, que luego de descargarlas, las vendían como material inútil, para recargar luego sus bodegas con los granos que venían a buscar.
Durante el gobierno de MARTÍN RODRÍGUEZ (1822-1824), se realizaron importantes inversiones para empedrar numerosas calles de la ciudad y a partir de 1852, muy lentamente, se comenzó a reemplazar el empedrado por “el adoquinado”.
En 1880, se descubrieron las canteras existentes en las sierras de Tandil, en la provincia de Buenos Aires, un lugar que resultó clave para el adoquinado de Buenos Aires ya que a inicios del siglo XX, desde allí, transportados por el Ferrocarril del Sud, llegaban miles de toneladas de adoquines para satisfacer la gran demanda que de ellos imponía el vertiginosos desarrollo de la ciudad de Buenos Aires y su expansión
Los adoquines de madera
Pero una nueva dificultad vino a frustrar los intentos de las autoridades para arreglar en forma más o menos definitivas las calles del país. La piedra, ese sólido material tan útil y apropiado para la construcción de muelles, caminos y calles, eran caras y distantes y comenzaron a escasear.
Un «oriental» -como se los llamaba a los habitantes de la otra banda del Río de la Plata-, podía vanagloriarse acentuando otra diferencia con sus vecinos del este: “ellos” tenían a la mano cantidades abrumadoras de ese material tan codiciado que extraían de las canteras y de las caleras de Colonia del Sacramento, mientras que de este lado del río limoso, había solo barro y nada de piedras.
La dificultad entonces que presentaba la necesidad de traer piedras de lugares lejanos mediante operaciones costosas, movió a las autoridades a buscar un sucedáneo de la piedra y lo encontró en “los adoquines de madera”.
Primeros ensayos fallidos
En el año 1888, la Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, firmó un contrato con la “Sociedad Franco Argentina”, para la realización de un “afirmado de madera” para cubrir 200 cuadras, tarea por la que se le pagarían la suma de 7,70 pesos oro el metro cuadrado construido y anualmente, el 10% de ese valor, por la conservación de esa carpeta, durante diez años. En vez de recurrir a la piedra de Colonia, se optaba por la madera, aunque ésta también era un material lejano de Buenos Aires.
Los adoquines eran de pino de Suecia y de las Landes. Tenían 20 centímetros de largo, por 15 centímetros de ancho y 12 de espesor e irían asentados sobre una base de hormigón hecho con piedra partida y cemento Portland.
La madera resultó de baja calidad y el plan fracasó, igual que otro ensayo realizado, aplicando adoquines de madera en la cuadra céntrica de la calle Cuyo (se llamaba así desde 1820, aunque nació como Santa Lucía, que luego fue Mansilla y que luego de otros cambios, hoy es Sarmiento), desde su cruce con la calle San Martín hasta Reconquista.
Otro ensayo que también tuvo igual y simultáneo fracaso, se hizo en la actual calle Suipacha, en una extensión de 4 cuadras desde Presidente Perón hasta Rivadavia. Así como alguna vez se rescató el desigual empedrado inicial de la calle Florida para que se lo exhibiera en su cruce con Diagonal Norte.
Los buenos observadores pueden aún encontrar, en bordes del pavimento actual de algunas avenidas o junto a las sobrevivientes vías de tranvías, retazos del mejor empedrado de madera que se hizo.
El primer contrato resultó un fiasco y a los dos años el pavimento “presentó desperfectos de consideración”, según un informe municipal que años después se pareció a otro que aconsejaba el reemplazo casi anual de aquellos adoquines.
Pero las autoridades no se dieron por vencidas. Los inconvenientes y el aspecto de tantos baches se acrecentaba, porque también impedían la limpieza de las calles y eran huecos donde se acumulaba la basura.
Al fin se encuentra un buen adoquín de madera
El próximo ensayo se hizo cuando se abrió la Avenida de Mayo. Para entonces los adoquines se fabricaron con pino de tea (o pinotea) y el resultado fue peor. Todo varió en 1895: el mejor pavimento de madera coincidió con el primer ensayo del tranvía eléctrico realizado en un tramo de la avenida Las Heras.
Fue con madera de algarrobo con adoquines de sólo 10 centímetros de altura. El noble árbol autóctono logró que se construyera una superficie más firme, además de económica, de manera que muy pronto hubo casi 600.000 metros cuadrados de ese pavimento.
Así fue como el algarrobo venció a las maderas importadas de Suecia, de los Estados Unidos y al karri australiano que se ensayó en Carlos Pellegrini y Perón.
El algarrobo también resultó superior al cedro autóctono, al pacará de Tucumán y al coíhue de Tierra del Fuego. Así fue que adoquines de esta madera se exportaron para calles de Londres y París.
En los primeros años del siglo XX, los embarques del mismo material fueron una muestra del afecto argentino hacia Italia. Los adoquines de algarrobo sirvieron para pavimentar las calles adyacentes al Panteón de Roma, y aún hoy, una plaza seca cercana a ese monumento histórico, mantiene aquel pavimento de algarrobo argentino y una placa que reconoce la donación y la bondad de la «foresta argentina».
Fuentes. “Actas y Asientos del extinguido Cabildo y Ayuntamiento de Buenos Aires”. Manuel Ricardo Trelles, Ed. Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1885; Una nota de Francisco N. Juárez publicada en el diario “La Nación”, “Conferencia dictada por Enrique Mario Mayochi en La Asociación Socorros Mutuos de las Fuerzas Armadas en 1998.
Muchas gracias por la crónica de los hechos narrados, me encanta la historia argentina y las costumbres de antaño… Muy agradecida!!! Maite de Recoleta.