NAVEGANDO EL URUGUAY NOS ATACA LA VIRUELA (20/08/1729)

“…. A pesar de todas las diligencias que usamos, sobre la caída casi simultánea de catorce hombres en una balsa y otros acá y allá en otras balsas, el 20 de agosto se declaró finalmente la peste entre nosotros, señal bastante clara de que, o por el aliento o por la comunicación de las ropas, este fuego serpenteaba ya ocultamente y no acabaría sin irrumpir en un incendio devastador”.

“Podéis figuraros en qué angustias nos encontrábamos, viéndonos a medio camino, a trescientas millas de Buenos Aires y casi a otras tantas de Misiones, no teniendo a quien recurrir , ni menos, esperar nada de los aborígenes, cuyos países nos rodeaban por uno y otro lado sin acercarse tan siquiera, porque es cosa sabida el temor que la viruela les inspira”.

“Baste recordar que cuando aparece alguno de ellos con viruelas, lo abandonan sin más, dejándolo en tierra con una vasija de agua y un cuarto de buey al lado. Pasados tres o cuatro días, uno de ellos vuelve y sin acercarse demasiado, gira y gira alrededor del enfermo, para constatar si está vivo o ya muerto”.

Si no da señales de vida se retira de inmediato y si ve que aún está vivo, le renueva las provisiones y así, día a día, hasta que muera o sane. De tal modo, que cuando supieron que la peste se había encendido entre nosotros, se internaron en sus tierras y no volvieron más”.

“Permanecimos entonces ahí, en un desierto, sin haber personas vivientes en nuestras cercanías y por lo tanto, sin nadie a quien recurrir. Comprendimos finalmente que lo mejor sería reanudar la marcha para tratar de llegar a “Yapeyú”, que era la primera reducción de nuestras misiones, para recibir allí, el socorro médico y las provisiones que necesitábamos”.

“Entonces fue cuando la peste se declaró más furiosamente, pues de improviso, a excepción de una, se encontraron infestadas todas las balsas y nuestros hombres caían en tal cantidad, que pronto nos encontramos con sesenta enfermos y otros amagados”.

“No pasó mucho tiempo sin que cayeran ciento catorce, por lo cual, viéndonos totalmente imposibilitados de seguir viaje, enviamos apresuradamente uno de los nuestros para que por tierra y a caballo, se dirigiera hacia “Yapeyú” en busca de auxilio, mientras permanecíamos en el lugar a la espera de ayuda”.

“Esperando que el hambre no matara a quienes se salvaran de la peste, debimos racionar nuestras existencias. Toda la galleta, pan y otras provisiones que yo tenía en mi balsa para mi, lo distribuí entre los indios, no pudiendo verlos sufrir de hambre. Construí con ayuda de los sanos, dos cobertizos con madera y paja para albergar en ellos, separados unos de otros a enfermos y sanos y llamé al padre Giménez, que estaba con otra tropa a unas tres millas de distancia, para que viniera a ayudarme a confesar a los enfermos”.

“Hasta esos momentos, no había yo administrado el viático ni la Extrema Unción, pero la primera vez que lo hice, os aseguro que tuve la ocasión de adiestrarme”.

“Una mañana, después de oficiar la santa Misa, que decíamos todos los días, a pesar de nuestras penurias, administré trece viáticos y otras tantas Extrema Uniones. Ya no podía más, por el gran trabajo que me costaba estar tanto tiempo encorvado hasta el suelo, donde yacían los enfermos, pasar por entre medio de ellos amontonados en aquellos precarios refugios que habíamos levantado y moverlos para ponerles el óleo santo, sin hacerles daño”.

“Debiendo soportar además el hedor que echaban y el horror que ocasionaba mirarlos, porque no creo que haya enfermedad más asquerosa de ver que la viruela”.

“Del aspecto que presenta allá, un niño bien cargado de viruelas, podéis conjeturar que serán los indios, con tan malos humores, provenientes de la cantidad de carne, casi cruda que comen, e los cuales se descarga la naturaleza en esta ocasión Estaban en efecto, tan contrahechos, que horrorizaba verlos, pues a causa de la gran comezón que la enfermedad produce, se desfiguraban toda la cara, convirtiéndola en una llaga de tal modo que no se les distinguía fisonomía humana”.

“Un día, mientras sacaban un muerto de una de las cabañas, para sepultarlo, al tomarlo por las piernas, empezó a salírsele la piel, que estaba separada de la carne, como si fuesen medias sueltas, lo que da a entender mejor la malignidad de esta enfermedad”.

“Causaba grandísima emoción ver con que premura pedían y con que devoción recibían los sacramentos, así como la paciencia con que toleraban tan terrible enfermedad, sin proferir la menor queja y desfogándose solo con invocar los santísimos nombres de Jesús y María”.

“Un día, mientras administraba yo la Extremaunción a un enfermo que estaba en agonía, otro que se encontraba al lado, envuelto en sus andrajos y con la cara cubierta, me llamó y como hablaba algo de español, entendí que me rogaba le diese a besar el crucifijo para ganar el perdón de sus pecados y cuando así lo hice, me prometió que se acordaría de mi, cuando estuviera en el Paraíso”. (Dixit. El padre jesuita Cayetano Cattáneo en cartas a C. Cervasoni, reunidas en la obra “Buenos Aires y Córdoba en 1729”).

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