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EL PENAL DE USHUAIA Y SUS HORRORES
Un penal que se hizo célebre por su rigor, conocido también como “La Cárcel del Fin del Mundo” quedó en el imaginario argentino como el presidio más impiadoso y lejano del país, aunque, por otra parte, fuera el eje de una situación, por demás paradójica. Por un lado, protagonizaba la más cruel historia del sistema penitenciario argentino y por el otro, todo un pueblo dependía y vivía de él. Ha dicho a este respecto el historiador ARNOLDO CANCLINI “Por largo tiempo, la radicación definitiva del penal, decidió el porvenir económico y social de la ciudad de Ushuaia y contribuyó a vigorizar la soberanía nacional en la región austral” (Diario La Nación, 23 de setiembre de 2002)
Agreguemos también a este respecto, que durante cuarenta y cinco años, esta cárcel fue el principal sostén económico, empleador y prestador de servicios básicos de la aldea, formada en sus comienzos por 20 casas y unas pocas dependencias públicas (1). Que proveyó de energía a las lámparas del alumbrado público y al telégrafo y sirvió de taller de reparaciones, enfermería y panadería y que en ella funcionó la primera imprenta que se instaló en Tierra del Fuego, donde se imprimían los periódicos “El Inflador” (manuscrito editado por los reclusos), “El Loro”, “Nuevos Rumbos” (1921) y “El Eco” (1931).
El escenario donde siniestramente se yergue aún, parte de él, fue y sigue siendo impactante: al frente, las costas del canal de Beagle; detrás, la cadena montañosa del Martial con el glaciar y el monte Olivia como símbolo, a lo que se agrega una gran bahía. Un paisaje que pertenece a la ciudad de Ushuaia (3.100 kilómetros al sur de Buenos Aires) y que resulta un recreo para la vista.
Pero no siempre fue así para quienes llegaban al lugar. Hubo un tiempo en que era la antesala del infierno. Eufemísticamente llamada “Cárcel de Reincidentes” (como fue su primer nombre oficial), en ella, convivieron presos políticos con los mayores criminales de la historia argentina.
En 1902, durante la segunda presidencia del general JULIO ARGENTINO ROCA, como ya resultaba insostenible mantener en funciones la cruel prisión militar de Puerto Cook, ubicada en la solitaria Isla de los Estados, se dispuso la construcción de un penal en Ushuaia, hoy capital de la provincia de Tierra del Fuego.
Su construcción, según decía el decreto que así lo ordenaba, se fundaba en “razones humanitarias” y en la necesidad de poner en práctica la idea de que construyéndola en ese inhóspito lugar, no sólo se podría enviar bien lejos (casi al fin del mundo), a los condenados por delitos muy graves, sino que así se concretaría un acto de posesión del lugar, muy importante para posibles reclamos de soberanía en el futuro, argumento éste que impuso además, la necesidad de levantar allí, si no una ciudad, por lo menos cierta cantidad de casas y edificios públicos que certificaran esa posesión.
El lugar elegido fue la isla grande de Tierra del Fuego, una zona donde la temperatura promedio anual, en un clima frío y húmedo, es de 5 grados y se confió la dirección de la obra al ingeniero napolitano CATELLO MURATRGIA y al tercer gobernador de Tierra del Fuego, en ese entonces, PEDRO GODOY, defensor de la idea de fundar allí una colonia penal para aumentar la población de la isla.
Ese mismo año se colocó la piedra fundamental del penal, pero las obras se demoraron más de lo previsto, debido a la rigurosidad del clima. Ello obligó a alojar en un edificio precario a los presos que ya estaban siendo trasladados desde la prisión militar de Puerto Cook.
Finalmente, en noviembre de 1902 se terminó la obra y el paisaje se vio alterado por la presencia siniestra de una inmensa mole amarilla (imagen), que podía albergar hasta 380 reclusos. El material que se utilizó, fue la piedra, muy abundante en esa zona y la mano de obra, la aportaron los mismos presos.
Estaba formada por cinco pabellones de dos pisos cada uno, que convergían en un patio central, poligonal y de tres plantas. Cada pabellón, con pasillos de 75 metros de largo por 12 de ancho, contenía 76 celdas unipersonales, que eran unos cubos con paredes de ladrillo, de casi dos metros de largo por 2,50/3,00 metros de alto, con una puerta de madera y una pequeña ventana de 20 por 20 centímetros, enrejada y sin vidrios, con vista a aquel exterior inhóspito. En cada uno de esos habitáculos, el preso disponía de una tarima de madera para dormir, un colchón y una almohada, tres frazadas de lana, una pequeña mesa y un banquito ambos de madera, dos platos, una cuchara y un tenedor y una jarra de lata.
Por la seguridad que garantizaba su sistema de vigilancia y lo riesgoso de su entorno, no se consideró necesario instalar un muro perimetral, pero el complejo edilicio, estaba rodeado con un alambrado de dos metros de altura, coronado con cuatro hileras de alambre de púas.
Para poblarla, primero se buscaron presos de todas las cárceles argentinas que quisieran mudarse voluntariamente al presidio que se iba a instalar en Ushuaia. La idea duró menos que un suspiro. Ante la falta de voluntarios, se los comenzó a trasladar compulsivamente.
Antes de ser embarcados para ser enviados a Ushuaia, se les colocaban grilletes en los tobillos, por lo que, al estar éstos, unidos por una cuerda a las manos, también atadas, les era imposible dar pasos de más de 20 centímetros
El viaje en barco, ya servía como una suerte de iniciación, debido a las durísimas condiciones en las que vivirían durante los siguientes años. Viajaban en las bodegas y en muy malas condiciones de higiene y salubridad. La travesía, duraba 30 días y en su trayecto hacían escala en Bahía Blanca, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos para dejar mercaderías en esos puertos. Cuando llegaban a Ushuaia, el barco era remolcado por la lancha “Godoy”, propiedad de la Cárcel y los presos eran llevados a la cárcel.
Y allí, en ese entorno humillante al que se los había enviado y que le hacía poco honor a aquello que sostiene la Constitución Argentina, de que las cárceles «deben ser sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas», los presos debían soportar un trato degradante: eran afeitados, rapadas sus cabezas, bañados y vestidos con un uniforme a rayas negras y amarillas, en el que la única identificación, era un número impreso en el gorro, la chaqueta y el pantalón, única identidad que lo acompañará durante todo el tiempo que dure su condena. Los condenados por asesinato, llevaban un trozo de tela rojo prendido en el gorro y únicamente los penados por delitos leves tenían autorización para usar bigote.
El criterio que se utilizaba para seleccionar a los detenidos que debían ser alojados en este penal, fue variando a lo largo de los años; al principio se los elegía analizando su “historia criminológica, tipo de delito cometido y la conmoción que habían producido en la sociedad”, datos, que definían el pabellón en el que serían instalados, pues la cárcel, construida bajo el sistema conocido como “Lucca”, disponía, como ya hemos dicho, de cinco pabellones, dispuestos en forma radial, a los que poco después de su inauguración, se les agregó un “martillo arquitectónico”, para instalar allí a los presos correccionales, baños, una Enfermería, Biblioteca y otras dependencias.
En el primero de esos pabellones se alojaba a los condenados por robos y hurtos, en el segundo a los condenados por defraudaciones y estafas, en el tercero a los que padecían enfermedades infecciosas, en el cuarto a los condenados por homicidio y parece que al quinto eran llevados los que, habiéndose rebelado o cometido alguna falta de disciplina, se hacía pasibles de algún tipo de castigo “especial”.
Pero no todo era dolor y humillaciones, los reclusos, superando sus angustias y los malos tratos que sufrían, se daban tiempo y ánimo para formar una banda de música y equipos de fútbol, aportaban mano de obra para la construcción de escuelas y calles y en cierta oportunidad, hasta colaboraron en el rescate de los náufragos del crucero Monte Cervantes, que en enero de 1930 quedó varado y semi hundido frente a esas costas. Antiguos pobladores de Ushuaia, recuerdan haberlos visto realizando tareas de campo y el paso del tren con los presos que iban al monte a cortar leña para calefaccionar los pabellones».
La pesadilla terminó el 21 de marzo de 1947, cuarenta y cinco años después de su inauguración, cuando el Presidente JUAN DOMINGO PERÓN firmó el decreto ordenando su clausura, que le presentó Roberto Pettinato, Director de Instituto Penales, argumentando “razones humanitarias”. Sus instalaciones fueron cedidas a la Base Naval Ushuaia y luego de ser declarada “Monumento Histórico Nacional, en abril de 1997, sirve hoy como atractivo turístico. Ahora, en Ushuaia, la única ciudad argentina a la que para llegar hay que atravesar la Cordillera de los Andes, aquel edificio de triste fama alberga, entre otras dependencias, al Museo Marítimo, una Galería de Arte, una Biblioteca y Hemeroteca, un restorán, donde los mozos visten traje a rayas como el de los reos y algunos de los pabellones del antigüo penal, que se han restaurado; menos uno que quedó tal como estaba, para que los recorran, estremecidos, los numerosos turistas, que vienen desde todos los lugares del mundo, para vivir, en la seguridad de una vista guiada, los horrores que todavía se respiran entre esas paredes.
La cárcel llegó a alojar a más de 600 reclusos, y en 1911 anexó el presidio militar de Puerto Cook, en la Isla de los Estados, que alojó a los militares de la revolución radical de febrero de 1905 y allí no sólo están los ecos del sonido de los grilletes que arrastraban los presos.
Hubo un tiempo en que esta verdadera antesala del infierno, eufemísticamente llamada “Cárcel de Reincidentes” (como fue su primer nombre oficial), convivieron presos políticos con los mayores criminales de la historia argentina y sus paredes parecen guardar las voces de presos históricos como Mateo Banks, el chacarero que en 1922 asesinó a ocho personas en Tandil (tres hermanos una cuñada, dos sobrinas y dos peones), para quedarse con la fortuna familiar. O la de Cayetano Santos Godino, «el petiso orejudo», un asesino serial, condenado a prisión perpetua por asesinar a tres chicos e intentar matar a otros siete y que fue asesinado por otros presos en ese mismo presidio tras matar a un gato que tenían como mascota. O la de Simón Radowitzky, un militante anarquista que en 1909, con una bomba, mató al jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón, y a su secretario, Alberto Lartigau, y pasó allí 21 años hasta que lo indultó el presidente Hipólito Yrigoyen el 14 de abril de 1930 (ver Asesinato de Ramón Lorenzo Falcón).
Como presos políticos estuvieron los militantes radicales Ricardo Rojas -periodista y escritor; el diplomático Honorio Pueyrredón; y el diputado Pedro Bidegain, todos encarcelados por el gobierno de facto Félix Uriburu en 1930. Y José Berenguer, editor del diario anarquista La Protesta y junto con ellos, cientos de hombres anónimos que también conocieron aquella pesadilla, por pensar diferente. La historia se llevó sus datos. Pero en la helada Tierra del Fuego, en las paredes de “la cárcel del fin del mundo”, las llamas de esas vidas que se consumieron ahí, seguirán ardiendo para siempre.
(1). El segundo censo nacional realizado en 1895, no contabilizó a la diezmada población nativa, pero señaló que Tierra del Fuego tenía 477 habitantes y ya, en 1914, con la cárcel en pleno funcionamiento, eran 2504 (cinco veces más), los pobladores de ese territorio.