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EL DOMADOR
Entre los oficios que identificaban al gaucho, según la tarea que realizaban, el de domador era uno de esos que otorgaban una especial consideración del gauchaje a quien lo ejercía, por el coraje y la habilidad que se le reconocía (ver Los oficios del gaucho).
Porque e domador, era y es un personaje que transforma una tarea, que según el Diccionario consiste en «una serie de acciones tendientes a convertir un ejemplar equino indómito y arisco en un manso animal que permite que se lo monte y se lo guíe», en un acto de rústica belleza, por el coraje y la determinación que exhiben durante una doma, ambos protagonistas.
Con sus piernas arqueadas, sus botas de potro y sus enormes espuelas, pegado al lomo del potro, el domador resiste, sin esfuerzo aparente, los feroces corcovos del animal que se niega a ser sometido, hasta que doblegada su resistencia por una voluntad y decisión más firmes que la suya, se rinde, baja la cabeza y comienza un trote que será el aire que llevará su vida, a partir de ese momento.
El domador necesita tener para ejercer su oficio, un conjunto de cualidades que, menos especializadas y aplicadas a otros objetos y desarrolladas en formas variadas, bastan para colocar a un hombre en los lugares más destacados de la sociedad:
Sin saberlo quizás, por una costumbre innata en él, da pruebas de un gran valor, una serenidad y un vigor físico, que le permiten afrontar los peligros de la doma, con total indiferencia, con sangre fría, energía paciente y agilidad.
Habla poco en general, y en la alegre rueda, que alrededor del fogón, hace el personal de la estancia, es un compañero casi mudo. Demasiado afianza con hechos, su indiscutible superioridad, para necesitar afirmarla con palabras.
Su orgullo ligeramente protector con el gauchaje corriente, fácilmente se vuelve desdén para con el labrador que no doma más que la tierra, víctima mansa que no corcovea.
Profesor de primeras letras para bestias analfabetas, el domador tiene que ser, a la vez, indulgente para con la terquedad de los novicios, e inexorable para con las mañas de los resabiados. Trata primero de hacer comprender a su montado lo que de él exige, pero al rebelde, se le tiene que imponer por la fuerza.
Sus formas no son por cierto de lo más finas y sus argumentos que, generalmente, rematan en rebencazos, no se pueden citar como modelos pedagógicos; pero es que se trata para él de dejar incólume su fama de jinete invencible, al que ningún caballo ha logrado desmontar ni ha vuelto al corral sin ser domado.
“Todo esta listo”, comienza diciendo GODOFREDO DAIREAUX en su libro “En el pais argentino”, en un texto dedicado al domador: “… el potro, encerrado en el corral con la manada, por el peón “apadrinador”, apenas se acuerda, después de la vida ociosa y libre que ha llevado durante tres años, que ya lo voltearon dos veces: una para quemarle la pata para marcarlo), otra para infundirle juicio (para castrarlo). No le ha quedado más que el temor instintivo al hombre, delante del cual huye despavorido, cuando se le acerca”.
“De repente, el lazo viboreante le liga las manos y lo voltea brutalmente de cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, tiene sus dos manos juntas y atadas a una pata. Con la que le queda libre, cocea desesperadamente y levanta penosamente la cabeza. Pronto tiene la encerrada en el bozal y a la fuerza, le atan el bocado en los asientos”.
“Ya con las riendas y el cabestro atados en el pescuezo, prendido de la argolla del bozal un lazo, lo hacen levantar y caminar con las patas aún maneadas. Y salido del corral, tambaleante, tembloroso, furioso y violentamente asustado, se encuentra cara a cara con el hombre. Echa bufidos, se sienta y mira al domador con espanto.
Para sosegarlo, el peón apadrinador le acaricia el hocico y la frente, acercándole despacio las manos a las orejas, hablándole palabras que lo calman. Pero de repente las caricias se vuelven cepos y mientras así lo sujetan firmemente, poco a poco, y una por una, le van amontonando en el lomo, sin perdonar ni una, las innumerables prendas del recado, que por primera vez cubrirá su lomo”.
“El suplicio de la cincha prolonga su rebeldía, pero enseguida lo desmanean. Ahora trota hinchado el lomo como gato enojado y desesperado, se deja caer al suelo y revolcándose, trata de liberarse de esas prendas que le estorban. Frustrados sus esfuerzos, se levanta y en menos de que canta un gallo, un peón lo agarra por las orejas y el domador, con un rápido brinco queda enhorquetado sobre su lomo”.
“Concentradas todas las fuerzas de su cuerpo y las energías de su voluntad en las rodillas; pegadas, clavadas, atornilladas en el recado, da comienzo a una recia lucha, que no es solo para dirimir fuerzas físicas, sino quelo será la de dos orgullos en pugna: uno que tratará de arrojarlo de su lomo, el otro, que tratará de mantenerse firme sobre él, hasta doblegarlo.
El potro, a pesar de los manoseos ya sufridos, sorprendido por esa suprema audacia que lo instaló sobre su lomo, vacila un instante, pero vuelto en sí, se encabrita, se ablanza, se para enterito, bate el aire con las manos, hasta se volea y se deja caer pesadamente. Pero el hombre, queda firmemente montado o saltando a tiempo, espera que se levante y vuelve a montarlo”.
“Nuevamente el animal recula y corcovea; galopa algunos pasos, se para de golpe y ensaya nuevos corcovos. Salta cinco veces con las manos tiesas haciendo un derroche inútil y desesperado de fuerzas en ese corcoveo rabioso, última y verdadera prueba para el jinete.
Pero ya está vencido y son inútiles los tremendos azotes que castigan sus flancos. El apadrinador lo empuja con su caballo, hasta que busca en la disparada el supremo recurso, sin pensar que que esto es precisamente lo que se quiere de él. Para terminar con sus fuerzas, para terminar con su resistencia. Para que acepte la derrota y vuelva manso al corral”