PELOS Y BARBAS

En otros tiempos, no se conocían las peluquerías que hoy en día se pueden encontrar en casi todos los barrios de Buenos Aires y de las provincias. Atendidas por expertos peluqueros que cuentan con una impresioante batería de productos, máquinas y maquinitas para satisfacer el gusto de los más exigentes clientes que se sientan en corfortables sillones, cuya posiciónn se cambia mecánicamente a su gusto, estas peluquerías, casi como son hoy, comenzaron a aparecer recién a partir del primer tercio del Siglo XX.

Antes, ocupaban  una sola pieza que daba a la calle, lo que se llamaba “un cuarto redondo”. Tenían un gran ventanal y una puerta, de entrada, a veces vidriera, cubierta por una colorida y floreada cortina y que al abrirse, accionaba una pequeña campanita que anunciaba la llegada de un nuevo parroquiano.

Las paredes, simplemente pintadas a la cal,  exhibían cuadros o láminas con figuras, paisajes o alguna foto del terruño lejano. Un sillón “de baqueta”, tohallas, peines, unas tijeras, una afilada navaja y “el asentador” (tira de cuero plano,  que atada al sillón, servía para asentar el filo de la navaja)  y cepillos, eran el equipo con el que contaba el “fígaro”, para realizar su trabajo,

Completaba el equipamiento de estas austeras peluquerías, el infaltable fogoncito en un rincón del cuarto, donde unos carbones encendidos calentaban la pava con el agua que se utilizaba para mojar la tohalla, con la que se cubría la cara del cliente que había solicitado una afeitada. Agua que muchas veces, también se utilizaba para cebar unos mates, a la espera de parroquianos.

Como no se usaba brocha ni crema para afeitar, los barberos movían con sus dedos el agua con jabón que ponían en una “bacía” de metal, hasta que lograban una abundante espuma, que aplicaban luego con los mismos dedos en la cara de su cliente. Masajeo éste que no era el único, pues para afeitar el labio superior, en casos de no haber bigote que  respetar,  sin compasión tomando entre los dedos la punta de la nariz, la movían hacia arriba y de un lado a  otro, para pasar la navaja.

El barbero era un personaje característico de Buenos Aires. Casi siempre hombres de color. Charlatanes empedernidos, conocedores de la vida y milagro de todos sus vecinos, hacían que con sus cuentos y “chismes”, el corte de pelo durara mucho más de lo normal, pues, en los más excitante de su verba, se detenían y dando un paso atrás, apoyaban sus palabras con gestos y ademanes grandilocuentes.

Y así fue hasta que en las postrimerías del siglo XIX, llegaron los peluqueros franceses y con sus suaves maneras, nuevos equipos y diversidad de cortes, tanto de pelo como de barbas, revolucionaron la actividad.

Llegó también el autoclave, un aparato de brillante metal, donde ponían las tohallas para humedecerlas y calentarlas para ablandar las barbas. Llegaron las “maquinitas” con cuchillas que se deslizaban horizontalmente para cortar patillas y pelos cortos.

Llegaron las revistas y diarios para matizar la espera; el café para los ansiosos, las lociones, las cremas y los masajes. Y finalmente llegaron el lustrabotas que ejercía su oficio, mientras se le cortaba el pelo a su cliente y las manicuras, porque en ese entonces, los hombres ya empezaban a ser más coquetos.

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