PELOS Y BARBAS (SIGLO XIX)

En otros tiempos no se conocían las lujosas peluquerías que hoy abundan no sólo en Buenos Aires, sino también en muchas otras provincias.

Esas peluquerías en donde se encuentra toda la comodidad, aseo y hasta lujo que puede desearse (gracias al mejor genio francés), atendidas por expertos peluqueros que cuentan con una impresionante batería de productos, máquinas y maquinitas para satisfacer el gusto de los más exigentes clientes que se sientan en confortables sillones, cuya posición se cambia mecánicamente a su gusto, recién comenzaron a aparecer en Buenos Aires, a partir del primer tercio del Siglo XX.

Aquellas peluquerías de la época colonial y de quizás hasta 1850, constaban de lo que llamaba “un cuarto redondo”, es decir, un solo ambiente que daba a la calle; con un gran ventanal y una puerta con vidriera donde flameaba una cortina de zaraza (tela de algodón, muy ancha, muy fina y con listas o flores estampadas. de color), con grandes angaripolas (adornos con flores de mal gusto y de colores llamativos) y que al abrirse, accionaba una pequeña campanita que anunciaba la llegada de un nuevo parroquiano

Las paredes, simplemente blanqueadas con cal, casi siempre muy sucias y hamás empapeladas, exhibían cuadros o láminas con figuras, paisajes o alguna foto del terruño lejano.

Un sillón “de baqueta”, una “bacía”, una palangana metálica de borde muy ancho y con una hendidura para apoyar el cuello, usada por el barbero para remojar las barbas (imagen), toallas y peines no muy limpios, unas tijeras, una afilada navaja y “el asentador” (tira de cuero plano, que atada al sillón, servía para asentar el filo de la navaja) y cepillos, eran el equipo con el que contaba el “fígaro”, para realizar su trabajo.

Tal vez también, un poco de aceite de limón, comprado en una botica cercana, una escoba en un rincón del cuarto y el tradicional e infaltable brasero, donde unos carbones encendidos calentaban la pava con el agua que se utilizaba para mojar la tohalla con la que se cubría la cara del cliente que había solicitado una afeitada. Agua que muchas veces, también se utilizaba para cebar unos mates, a la espera de parroquianos o compartidos con ellos.

Los hombres acudían frecuentemente al barbero para cortarse el pelo, pero fundamentalmente para que lo afeitaran, una necesidad que era un verdadero suplicio. Los barberos, eran unos tipos muy especiales, que además eran dentistas o ponían ventosas y no eran por cierto muy cuidadosos ni delicados en su oficio:

Eran casi todos pardos o negros. Charladores incansables, entretenían al parroquiano con sus cuentos y chismes, ya que, a no dudarlo, sabían la vida y milagros de todo el mundo. Por añadidura, además casi todos eran consumados o aficionados guitarreros.

Como entonces no se usaba la brocha ni crema para afeitar para jabonar la cara, el barbero movía con los dedos el jabón y el agua en la “bacía” y luego, con la mano colocaba y frotaba la abundante espuma así obtenida en la cara de su cliente. En aquellos tiempos, como se ve, se manoseaba mucho el rostro del pobre candidato; asentaban la navaja en sus manos callosas, metían los dedos entre los labios para afeitarle la patilla y si no había bigote, se prendía sin misericordia de la nariz, y la sacudían de un lado a otro, para rasurar el labio superior.

Aquellos barberos también hacían “sangrías”. Guardaban las sanguijuelas en un frasco para que en caso de tener que hacerla, el “paciente” eligiera la de su gusto.

Las vendas ensangrentadas utilizadas durante las sangrías, rodeando en espiral un madero colocado al lado de la puerta era “el cartel” que anunciaba su oficio y quizás fue lo que inspiró a un despierto publicitario para idear y vender luego a todas (o a casi todas) las peluquerías del pais, un aparato que consistía en un largo cilindro que pintado con franjas oblicuas rojas y blancas, giraba permanentemente sobre su eje, atrayendo la atención de los transeúntes.

El barbero era un personaje característico de Buenos Aires. Casi siempre hombres de color. Charlatanes empedernidos, conocedores de la vida y milagro de todos sus vecinos, hacían que con sus cuentos y “chismes”, el corte de pelo durara mucho más de lo normal, pues, en los más excitante de su verba, se detenían y dando un paso atrás, apoyaban sus palabras con gestos y ademanes grandilocuentes.

Y así fue hasta que en las postrimerías del siglo XIX, llegaron los peluqueros franceses y con sus suaves maneras, nuevos equipos y diversidad de cortes, tanto de pelo como de barbas, revolucionaron la actividad.

Llegó también el autoclave, un aparato de brillante metal, donde ponían las tohallas para humedecerlas y calentarlas para ablandar las barbas. Llegaron las “maquinitas” con cuchillas que se deslizaban horizontalmente para cortar patillas y pelos cortos.

Llegaron las revistas y diarios para matizar la espera; el café para los ansiosos, las lociones, las cremas y los masajes. Y finalmente llegaron el lustrabotas que ejercía su oficio, mientras se le cortaba el pelo a su cliente y las manicuras, porque en ese entonces, los hombres ya empezaban a ser más coquetos.

Hablemos ahora de las damas
Los tocados que usaban en aquella época las mujeres eran sencillos y caseros, para la vida diaria, por lo que muy pocas veces se veía a una dama en una peluquería (barbería se llamaban en aquellos tiempos). Ellas mismas se peinaban y quedan referencias para recordarnos que los peinados más usados entonces eran los llamados “de banana”, “bucles”, “amor partido”, “sígueme pollo” y “melena”, reemplazados luego por los “rodetes”, “flequillos”, “sorongos”, “bandeau”, etc. Solamente demandaban los servicios de un peluquero, cuando un compromiso social les exigía un peinado más refinado.

Más tarde. hubo un tiempo, en que tanto las señoras como las señoritas pusieron de moda el pelo corto, peinado al que llamaban “pan de leche”. A las que no se lo cortaban así las llamaban “peladas” y un chascarrillo de la época lo cantaba así: “Son tantas las peladas/que van a misa/que las de pan de leche/se escandalizan”.

Después de una triste experiencia que alrededor de 1785 las y los porteños vivieron con un tal “monsieur LEVANT” (un aventurero francés que se presentó en Buenos Aires, equipado con las últimas novedades en pomadas y perfumes, ofreciéndose como experimentado peluquero y que resultó ser un vulgar ladrón y estafador), las mujeres siguieron ocupándose ellas mismas de su pelo y los hombre de su pelo y su barba, poniéndose como siempre en manos de nuestros barberos nativos, que siguieron con sus primitivas prácticas.

Y así fue hasta que en 1850 llegó a Buenos Aires JOSÉ SEGOT, un francés sumamente educado, que instaló su peluquería a la que llamó “La Peluquería del Colegio”, en la actual calle Bolívar, frente a la Iglesia San Ignacio. Pronto contó entre su clientela a los más encumbrados miembros de la sociedad porteña, políticos y personajes más distinguidos de la época y el ejercicio de su oficio fue escuela para nuestros peluqueros, que empezaron a pulir su técnica, sus modales y sus locales de atención.

A partir de entonces, el arribo de otros profesionales de la tijera y la navaja, generalmente franceses e italianos y la adecuación de los nativos a las nuevas técnicas e instrumentos, fue mejorando esta prestación. En 1890 con la llegada de GUILLERMO MOUSSION llegó la moda del rizado y la ondulación, una novedad que causó furor entre nuestras damas y pronto fueron llegando a nuestras costas todas las novedades que se producían en Europa y la mujer argentina pudo lucir sus rizados y sus trenzados, su “croquiñol” o su melenita a la “garçón” igual que sus pares de allá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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