INMIGRACIÓN Y COLONIZACIÓN EN ARGENTINA

Desde el siglo XVII hasta el siglo XIX, la población del territorio del Río de la Plata, se caracterizó por tener, sin contar la aborigen, una escasa cantidad de pobladores españoles y un reducido ingreso de extranjeros (debido a las restricciones a la inmigración impuesta por las autoridades), por lo que tuvo que recurrir a la introducción de negros (esclavos), dada la escasez de mano de obra indígena.

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“Los movimientos migratorios y el contacto entre culturas, dan cuenta de la historia de la humanidad. A veces, como movimientos forzados por cuestiones climáticas o para la obtención de recursos naturales. Otras, como medio de obtener mano de obra esclava. Y otros como movimientos relativamente libres, cuando tienen que ver con decisiones personales impulsadas por la búsqueda de una mejor calidad de vida”.

En el siglo XIX, la solución a los problemas económicos, demográficos, políticos y religiosos de Europa, derivó en una emigración que se vio favorecida por los adelantos producidos en el ámbito del transporte marítimo y por la aparición de nuevos países en América, África y Oceanía.

La emigración europea, fue muy importante desde principios del siglo XIX hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial (setiembre de 1939) y su destino principal fue América. Entre 1830 y 1930, más de cincuenta millones de europeos, emigraron hacia América, aunque concentró su mayor volumen en los 50 años comprendidos entre 1880 y 1930.

Estados Unidos fue el país que recibió mayor cantidad de inmigrantes, siguiéndole en importancia la Argentina, una de las naciones del mundo que más corriente inmigratoria recibió en la época moderna.

Así fue que el ingreso de extranjeros se constituyó en una variable permanente y fundamental de la dinámica y el crecimiento poblacional argentino, desde sus orígenes hasta mediados del siglo XX.

Desde 1869 (año del primer censo) a 1970, la población de la República Argentina se incrementó de 1.800.000 a 23.400.000 habitantes, la mayoría de los cuales provenían de la inmigración (en 1914 el 30% de la población era extranjero), modificando completamente el contenido étnico de su sociedad, junto con su economía, pero fortaleciendo su identidad cultural y nacional y continuando en gran medida, sus propios lineamientos tradicionales.

Entre 1857 y 1941, más de seis millones y medio de extranjeros arribaron al país, aunque aproximadamente la mitad de ellos finalmente regresó a su lugar de origen. Algunos llegaron por sí mismos, otros fueron traídos por empresarios individuales o bien agrupaciones organizadas; otros llegaron en razón de proyectos patrocinados por el gobierno nacional o por los provinciales. Muchos se dedicaron a la agricultura comercial, y otros permanecieron en las ciudades.

Al principio, se hallaban concentrados en las pampas o en las ciudades costeras, pero finalmente se dispersaron en todas las provincias: como habilidosos artesanos, granjeros, mineros, comerciantes, trabajadores industriales, maestros y científicos, contribuyeron a constituir una gran clase media que finalmente provocó cambios políticos, económicos y sociales de carácter democrático.

El gobierno vio la necesidad de designar jueces para que atendieran a algunos de sus problemas (especialmente en relación con deudas incurridas en el transporte) y finalmente estableció su propia oficina para que se hiciera cargo de las funciones de la Asociación Filantrópica. Después de que Buenos Aires, se incorporara al resto de la provincias (11/11/1859), para conformar la “Confederación Argentina”, tanto MITRE como SARMIENTO alentaron la inmigración. y este último, muchas veces se refirió a uno de sus sueños más caros: llegar a los 50 millones de argentinos.

Fomento de la inmigración y colonización de la tierra pública
En la primera época de la independencia, el gobierno no podía emplear otro método que las donaciones para poblar su territorio y especialmente la frontera.

Eran pocas las fuerzas que disponía para detener al salvaje en tres frentes dilatados, la policía y la organización judicial resultaban deficientes para hacer respetar el derecho a crearse (ver “De Nuestra Historia”, Revista mensual de Historia Americana, N° 1.)

Los primeros gobiernos patrios levantaron entonces las restricciones al ingreso de extranjeros y un ejemplo de ello es el Decreto emitido el 4 de setiembre de 1812 por el Primer Triunvirato, con la firma de CHICLANA, PUEYRREDÓN y RIVADAVIA llamado de “Promoción de la Inmigración, en cuyos considerandos decía:

“El gobierno ofrece su inmediata protección, a los individuos de todas las naciones y a sus familias que quieran fijar su domicilio en el territorio del Estado, asegurándoles el pleno goce de los derechos del hombre en sociedad. A los extranjeros que se dedicaran al cultivo de los campos, el decreto ordenaba que se les diera terreno suficiente, se les auxiliara para sus primeros establecimientos rurales y en el comercio de sus producciones gozando de los mismos privilegios que los naturales del país.

Por último, a los que se aplicaran al beneficio de las minas, se les repartiría gratuitamente los terrenos baldíos, y se les permitiría la libre introducción de los instrumentos necesarios para la explotación de minas.

A pesar de las buenas intenciones que impulsaron esta medida y los beneficios que se otorgaban, no se obtuvieron los resultados que se buscaban, ya que no llegaron inmigrantes en forma masiva, aunque sí lo hicieron algunos ingleses, franceses, irlandeses, italianos y alemanes que se establecieron en Buenos Aires y en su campaña.

Más tarde, la Asamblea del año 1813, dictó algunas medidas de carácter económico para combatir el latifundio. A este efecto suprimió los mayorazgos y facultó al Poder Ejecutivo para que distribuyera la tierra pública “por el modo que crea más conveniente al incremento del Estado”.

En el año 1818 el Director Supremo JUAN MARTÍN DE PUEYRREDÓN reglamentó minuciosamente el repartimiento de tierras. Dentro de la línea de fronteras se donaban terrenos baldíos, con la condición de que se debían poblarlos a los cuatro meses de entrado en posesión del terreno.

La extensíón de las tierras concedidas debía guardar relación con la capacidad del poblador para colonizarlas. El gobierno se obligaba a proteger a los nuevos propietarios contra la invasión de indios.

En 1819, el Congreso dictó una ley por la que se dispuso la repartición de terrenos baldíos en las provincias de Salta, Cayo, Jujuy, Santiago del Estero, Catamarca y Córdoba, donaciones que dieron lugar a muchos abusos. La mayoría no se efectivizó ya que se denunciaron extensas superficies, aún dentro de la frontera asegurada sin que se cumplieran las condiciones de población impuestas por el gobierno.

A principios del período nacional, BENARDINO RIVADAVIA, en 1821, en su carácter de ministro de la provincia de Buenos Aires, fomentó la inmigración con el fin de acercar a la cultura rural, ganadera y comercial de Argentina personas con nuevas aptitudes agrícolas y urbanas con el objeto de enriquecer el desarrollo económico argentino, así como también a intelectuales, científicos y artistas para su desarrollo cultural (ver “Una empresa colonizadora fallida”).

El 11 de marzo de 1824 Rivadavia firmó un decreto autorizando el  ingreso de inmigrantes, según la propuesta de los hermanos Juan y Guillermo Parish Robertson, quienes reclutaron 220 personas en Edimburgo e inmediaciones (Escocia).

El 19 de enero de 1826 se estableció una «Comisión de Inmigraciones», con el fin de promoverla, y se encararon varios proyectos de colonización que tuvieron poco éxito; Rosas clausuró dicha comisión en 1830, por considerarla inútil y costosa, destinando al pastoreo, las tierras asignadas al proyecto.

Durante su gobierno, no se llevó a cabo ninguna política inmigratoria, aunque muchos extranjeros arribaron por razones personales, políticas o económicas, siendo bien recibidos pero no brindándoseles incentivo especial alguno.

Después de la caída del gobierno de Rosas (1852), la necesidad de inmigrantes europeos para habitar las despobladas tierras de Argentina, y especialmente para estimular la agricultura, era tan grande, que el Artículo 25 de la Constitución de 1853 estableció específicamente:

«El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes».

Consignemos que además de este interés oficial, integrantes de la Confederación como URQUIZA y AARÓN CASTELLANOS, estaban personalmente interesados en atraer corrientes inmigratorias, ofreciendo asistencia económica y práctica a grupos e individuos.

En la provincia de Buenos Aires, entonces separada de la Confederación (década de 1850), la promoción de la inmigración disminuyó aunque en leve medida, ya que a pesar de esto, las corrientes europeas comenzaron a arribar a Buenos Aires y a las provincias de la Confederación.

Para prever y solucionar los problemas que comenzaron a surgir debido a la falta de una política inmigratoria oficial adecuada, un grupo de ciudadanos (muchos de ellos estancieros), en 1857,  formaron la  “Asociación Filantrópica de Inmigración” para asegurarse que los recién llegados fueran atendidos a su arribo, asesorados y posteriormente asignárseles una ocupación.

El período comprendido entre 1856 y 1889 se inició con la instalación de la primera colonia agrícola (“Colonia Esperanza” en la provincia de Santa Fe). En 1857 llegan los primeros inmigrantes y hasta 1880, puede observarse un aumento gradual de la cantidad de inmigrantes, que se tornó vertiginoso desde esa fecha, alcanzando su pico máximo en ese año, cuando llegaron 220.000 inmigrantes al país.

Este movimiento estuvo vinculado con una política  de fomento de la colonización, instrumentada a través de una Administración Pública progresista y de la gestión de particulares, lo que desemboca en la sanción de la “Ley Avellaneda” de Inmigración y Colonización, promulgada el 19 de octubre de 1876 ).

En 1868 se creó una “Comisión Central de Inmigración” y en 1876 durante la presidencia de NICOLÁS AVELLANEDA, se sancionó la Ley Nº 817 de «Inmigración y Colonización» en un intento de reunir en un solo texto legal toda la anterior legislación sobre inmigración y colonización, categorizando como inmigrantes  a los «extranjeros jornaleros, artesanos, industriales, cultivadores o profesores que con menos de 60 años de edad, buena moralidad y aptitudes suficientes, que lleguen en tercera ó segunda clase (en barco) al territorio de la República para establecerse en ella». Establece un régimen para ellos y crea el  Departamento General de Inmigración para que determinara y dirigiera los procedimientos necesarios.

Hacia 1880 se abrieron las puertas a la inmigración, arribando cientos de miles de europeos durante las siguientes cuatro décadas.

A principios del siglo XX,  algunos argentinos se hallaban preocupados por los agitadores laborales de origen extranjero y aprobaron las leyes de Residencia y Defensa Social, pero los inmigrantes continuaron siendo bienvenidos; la libertad personal y de culto y las oportunidades económicas constituyeron los mayores incentivos, atrayendo el catolicismo romano y los antecedentes culturales mediterráneos de la Argentina a muchos italianos y españoles (los dos grupos étnicos predominantes).

Durante el quinquenio que precede al gobierno de CARLOS PELLEGRINI, la inmigración no dejó el sedimento que se esperaba de acuerdo oon la magnitud de la masa movilizada. Tal hecho debe atribuirse, entre otras causas, al alto precio alcanzado por la tierra en un período de especulación, lo que cerró el paso al suelo colonizable.

El mismo factor influyó en el menguado arraigo de la inmigración, al favorecer la fuga que, comenzada en Í889, se acentuó durante los años 1890 y 1891.

Las cifras indican la dimensión de esa evolución:
Inmigración: 260.909. Emigración: 40.649. Saldo: +220.260
Inmigración: 110.000. Emigración: 80.000. Saldo: + 30.000
Inmigración: 52.000    Emigración: 82.000. Saldo: – 30.000
Inmigración: 73.000.   Emigración: 44.000. Saldo: +29.000

Otra de las deficiencias de la política inmigratoria de la época fue la de fomentarla artificialmente. Una ley de 1888 autorizó al Poder Ejecutivo a garantir subsidiariamente ante el Banco Nacional los anticipos dèi importe de pasajes de los inmigrantes. Los pasajes subsidiarios fomentaron la inmigración artificial, de tal suerte que la Memoria del Ministerio de Relaciones Exteriores de 1891 califica de “ experiencia dolorosa” a dicha política.

El servicio de los pasajes subsidiados tuvo vigencia hasta el 31 de mayo de 1891 y durante el período en que se lo experimentó, se introdujeron en el país 134.081 inmigrantes subsidiados, cuyo transporte costó 5.600.161 pesos. De toda esa masa, solamente 64.519 eran varones mayores de 12 años. La medida mencionada tendió a favorecer la emigración de franceses y de ciudadanos del norte europeo.

Si bien aumentó el boom”  que precedió al 90, sus resultados no fueron dura­deros: el óptimo mercado de trabajo que se le pintaba al inmigrante no era tal y el desaliento de los recién llegados produjo un incremento de la fuga. Se agrega a ello la crisis del 90, que influye, entre otras cosas, en la supresión de los anticipos de pasajes, en adelante sólo reservados a parientes de personas ya radicadas en el país.

El período 1905/1914 es cuando se registra la mayor afluencia de inmigrantes, Según el Censo de 1914, el 30% del total de los habitantes del país, eran extranjeros y en la ciudad de Buenos Aires, este porcentaje se elevó al 51% de su población total.

En 1912 la inmigración llega a su máximo histórico de 323.000 ingresos anuales por lo que se inaugura un nuevo Hotel de Inmigrantes de enormes dimensiones como señal de que esperaba seguir recibiendo a grandes contingentes

En el tercer período de alza, que comenzó en 1918, la inmigración europea fue consecuencia de la guerra que estallara en 1914. Además de la tradicional corriente de españoles e italianos, ingresaron polacos, rusos, ucranianos, yugoeslavos y nacionales provenientes de otros países de Europa Central. Ellos se asentaron en el Chaco, Misiones y el Alto Valle del Río Negro, dado que las tierras de la llanura pampeana estaban saturadas de población, mientras que otros se dedicaron a otras actividades.

Durante la depresión de la década de 1930, el flujo de inmigrantes disminuyó sensiblemente y Argentina dificultó levemente el otorgamiento de la ciudadanía para no agravar el desempleo y ante la inseguridad política internacional, algunos países europeos limitaron la salida de sus ciudadanos, por lo que aquel año fue el inicio, del último período de baja, en la corriente migratoria europea.

Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial, arribó al país una nueva corriente inmigratoria, en gran parte con vocación  urbana, muchos de ellos procedentes de Europa oriental y algunos de Asia; sólo los japoneses, los europeos orientales y los alemanes han buscado como destino las zonas agrícolas del Chaco, Misiones y Río Negro

Hacia 1940 se reanudó el movimiento migratorio, que fue completamente interrumpido por la Segunda Guerra Mundial. Desde 1947 hasta 1955 se extiende el cuarto y último período de alza. Como consecuencia de la Segunda Guerra, Europa dispuso de una nueva masa de población, dispuesta a emigrar ya sea por problemas económicos o políticos.

A su vez, Argentina requería mano de obra para su desarrollo industrial generándose una fuerte y fugaz corriente inmigratoria entre 1947 y 1952 que dejó un saldo de más de 600.000 europeos. Posteriormente se revirtió el fenómeno y Europa se transformó en receptora de mano de obra de los países meridionales del continente. Actualmente, a pesar de la recesión europea, no parece probable una nueva corriente inmigratoria hacia América.

La dificultad de incorporar una inmigración masiva
La inmigración estimulada por la Ley de Avellaneda, produjo inesperados e injustos rechazos en algunos sectores y así lo expresó JOSÉ MARÍA RAMOS MEJÍA: “Una primera generación de inmigrantes, es a menudo, deforme y poco bella. (…).

En la segunda, ya se ven las correcciones que empieza a imprimir la vida civilizada y (…) de generación en generación se va modificando el tipo del inmigrante hecho gente (…).

Del inmigrante así imperfectamente modificado, surgen, como por epigénesis social, todos esos productos de evolución con que nos codeamos diariamente y que forman una estructura peculiar completa (…).

Ese cerebro anheloso, pero todavía estrecho (…) ha recibido las bendiciones de la instrucción en la forma habitual de inyecciones universitarias, pero es un mendicante de la cultura (…).

Aún cuando le veáis médico, abogado, ingeniero o periodista, le sentiréis a la legua ese olorcillo picante al establo y al asilo del guarango cuadrado de los pies a la cabeza (…).

Cuando menos lo esperéis, saltará inesperadamente la recalcitrante estructura que necesita un par de generaciones para dejar la larva que va adherida a la primera (…)”.

Los tiempos dorados de la gran inmigración
Pero en 1910 todo empezó a cambiar. Los inmigrantes llegaban en segunda y tercera clase. De Italia, España, Rusia, Francia, Portugal, Escandinavia.

En 1910, cuando se celebraron en la Argentina los fastos del Centenario, 289.640 inmigrantes desembarcaron en el puerto porteño. Un 45 por ciento de españoles, un 35% de italianos; un 5% de turcos; un 4% de rusos. Después, en orden decreciente, franceses y austríacos, alemanes y griegos.

Hasta 1908, la mayoría de los que llegaban eran italianos; a partir de ese año, los españoles pasaron a ocupar el «primer puesto» de esta estadística. En 1901, el ingreso «per cápita» en la Argentina era de 780 dólares; en España, apenas rozaba los 500.

En 1910, mientras España llegaba a poco más de 600 dólares, en este remotísimo rincón del mundo ya se superaban los 1.030. En el nuevo Hotel de Inmigrantes, en Retiro, inaugurado el 26 de enero de 1911, decenas de empleados atendían a los recién llegados.

Basta echar una mirada a las viejas fotos: hombres, mujeres y niños junto a sus baúles y valijas, desconcertados, con miedo algunos, con sonrisas esperanzadas otros, esperan en fila para entrar en los amplios y cómodos doce dormitorios con capacidad para doscientas personas cada uno.

«Los inmigrantes tendrán derecho a ser alojados y mantenidos convenientemente a expensas de la Nación durante los cinco días siguientes a su desembarco», establecía una ley nacional dictada en 1876. “Como nunca antes, ni después aumentaba rápidamente la población con la llegada de inmigrantes europeos. Se multiplicaban las inversiones extranjeras en tierras y servicios públicos; aumentaban el comercio nacional e internacional, las explotaciones agropecuarias y la industria».

Aquellas fueron épocas doradas, aunque muchos quedaron en el camino, como ese melancólico italiano del tango “Canzonetta”, que en un mísero cafetín solloza: “Soñé talento, con mil regresos, pero sigo aquí, en la Boca aferrado a la tibieza del alcohol”.

El nostálgico que llora por su “paesse” lejano no estaba solo: el 73 por ciento de los inmigrantes fueron hombres y más de la mitad tenían entre 15 y 30 años. Entre 1951 y1952, hubo una nueva oleada de inmigración europea. Pero fue pequeña y fugaz. Después, desde la década del setenta, empezaron a llegar vecinos de los países limítrofes.

En los noventa, la sobrevaluación del peso hizo que esta inmigración se incrementara. Pero esto ya pertenece a la crónica diaria. En la memoria de la historia queda, imperturbable, la sonrisa de un muchacho con una valija a cuestas, rumbo a una Buenos Aires que entonces estaba entre las ocho mayores capitales del mundo.

El “conventillo”
Llegaban «para estar mejor» a un sitio que les ofrecía paz y trabajo. Algunos aspiraban conseguir una fracción de tierra para instalarse en el campo, pero los más permanecieron en las ciudades.

De esta manera se produjo un inesperado fenómeno de crecimiento y expansión urbana. La ciudad de Buenos Aies recibió un caudal de habitantes que no estaba en condiciones de albergar y así nació el “conventillo”.

Desde fines del siglo XIX, a medida que las familias tradicionales de Buenos Aires se iban mudando al Barrio Norte y al “centro” de la ciudad, los antigüos caserones de los barrios periféricos, eran adquiridos por inversionistas para ser ser subalquilados por cuartos a los recién llegados.

La mayoría de ellos no tenía dinero ni ahorros suficientes para alquilar una casa propia, menos en una época en la que el precio de las viviendas había subido escandalosamente, debido a la escasez de la oferta, y el conventillo fue su solución. Algunos comentarios de aquella época, dan cuenta exacta de las características de estas viviendas: “Yo llegué a la Argentina y fui a un conventillo con mis hermanos.

Mi hermano mayor había alquilado unas piezas con cocina allí en la calle Juan B. Justo. En esa casa no había tantas habitaciones. Sólo habitaba allí una familia italiana, gente muy buena que se encariñó muchísimo con nosotros.».

“Muchas casonas se alquilaban y quien asumía esa responsabilidad, se titulaba como el encargado que subalquilaba las 10,15 o 20 piezas que tuviera el caserón.

Se pagaba según el tamaño de la pieza y la ubicación del lugar. Ahí se apiñaba toda una familia aunque las condiciones de la vivienda eran precarias y había escaso equipamiento interno y sanitario”. Casas con baño, escritorio, gran comedor, cocina, pieza de costura, dormitorios: casi un “petit hotel”, fueron transformadas y en ellas se albergaban varias familias.

“En mi conventillo había portugueses, españoles, judíos, checoslovacos y hasta había prostitutas que alquilaban piezas y allí “trabajaban”. En el conventillo primitivo no había cocina porque no había gas. Se usaba el brasero. Se lo sacaba al patio y ahí se cocinaba a carbón.

Cuando en casa no había mucho para comer, los pibes nos sentábamos alrededor del brasero y nos sentábamos como perritos, esperando y como diciendo “poné más porotos para nosotros”. Y ahí si, un cucharón para vos, otro para vos y otro para mi. Había mucha solidaridad entre los habitantes del conventillo.

En Navidad y Año Nuevo, usábamos como heladera la bañadera que había en el único baño que teníamos para todos. La poníamos una barra de hielo, encima las botellas y tapábamos todo con bolsas de arpillera.

El conventillo perduró en el tiempo. Conservó su esencia de piezas de alquiler, pero fue variando sus características originales. Dejó de ser habitado por inmigrantes europeos y paulatinamente fue ocupado como vivienda por gente que llegaba de las provincias. “En el conventillo estábamos cuatro familias de gallegos, una familia de chaqueños, una de entrerrianos (a los que les decían “cabecitas negras”) y al fondo una de Tres Arroyos. Nos llevábamos muy bien”.

El conventillo resistió todos los intentos que se hacen para erradicarlos. Hacia los años 20 se comenzó a construír viviendas en terrenos fiscales y desde entonces muchas han sido las casas que se construyeron tratando de solucionar el problema de la vivienda en una ciudad, que no está preparada para albergar la gran cantidad de gente que llega en busca de un mejor destino para su familia (algunos de estos textos han sido tomados de un artículo firmado por Alberto González Toro).

Nuestros inmigrantes
A partir de 1821, no sólo siguen llegando provenientes de varias partes del mundo, aventureros y esperanzados nuevos pobladores para progresar en estas tierras, sino que la “inmigración”, como fenómeno social, adquiere dimensiones notables.

A la Argentina han llegado dos clases de inmigraciones: la flotante y espontánea, que busca trabajo en las ciudades, que consume, pero que no produce y la otra, la que coloniza y que parece ser la que más conviene al país.

Ésta viene directamente a labrar la tierra, llegando muchas veces a ser propietarios de ella como fruto de su trabajo y a identificarse con el país, a consumir y a producir, arraigándose con su familia.

Los italianos han sobrepasado en número a todas las demás naciones siendo ésta una inmigración utilísima a los intereses del pais y son innumerables las instituciones importantes creadas por esta colectividad que en todas partes han establecido también sociedades de socorros mutuos.

Un italiano arrienda por cierto número de años, una o dos o cuatro o más suertes de chacra; si no tiene población, levanta un rancho de quincho, con techo de paja y un galpón de los mismos materiales para guardar su cosecha –no planta un solo árbol ni frutal ni de sombra­.

Al vencimiento de su contrato, si los ranchos están en pie, se encuentran en tal estado, que no tardan en desplomarse; se van, no dejando una sola mejora en el terreno, ni una sola planta, muchos de éstos, sin dejar absolutamente nada tras sí y vuelven a su país con el monto neto de sus economías.

Los ingleses, escoceses e irlandeses, desde aquellos años, han dejado de venir al país como colonos, no obstante lo cual, no han dejado de llegar en forma individual, constituyendo una población sumamente importante. Representan inmensos capitales en giro, en propiedades en la ciudad y campaña, particularmente en magníficas estancias.

Los hijos de ingleses nacidos en el país, eran considerados como súbditos británicos, pero desde 1845, según opinión del mismo ROBERTO PEEL, se declaró que los hijos de extranjeros eran reputados como hijos del país en que nacían, sujetos por consiguiente, a todos los cargos.

Desde entonces,  los anglo-porteños solían servir en la Guardia Nacional y sólo eran considerados como ingleses y bajo la protección de la bandera inglesa, cuando se encontraban fuera del país de su nacimiento. Así, en Montevideo, por ejemplo, el hijo de inglés nacido en Buenos Aires, era inglés, si quiere serlo. Es decir, podía optar por cualquiera de las dos nacionalidades, inglesa o argentina.

Finalizaremos diciendo que desde sus orígenes, nuestro país ha sido receptor de inmigración, la que ha ido variando en su composición y características, por lo tanto, si evaluamos la influencia de los movimientos migratorios (europeo, limítrofe o interno) en nuestro país, diremos que este proceso significó una verdadera revolución demográfica que transformó radicalmente las características étnicas, sociales, económicas y políticas de la Argentina

Fuentes y Bibliografía consultadas: Dirección Nacional de Migraciones, Ministerio del Interior); “Esperanza, madre de Colonias”. Gastón Gori, Ed. Colmegna S.A. , Buenos Aires, 1969; “La emigración española a América”. Vicente Borregón Ribes, Ed. Faro de Vigo, España, 1952; “Los italianos en la historia del progreso argentino”. Dionisio Petriella, Ed. Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires, 1985; “Pioneros friulanos en la Argentina”,  Dionisio Petriella, Ed. Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires, 1987; «Inmigración y colonización suizas en la República Argentina en el siglo XIX», Juan Schobinger, Instituto de Cultura Suizo-Argentino, Buenos Aires, 1957; «Cómo fue la inmigración judía a la Argentina», Boleslao Lewin, Ed. Plus Ultra, Buenos Aires, 1971; «Los italianos en la historia de la cultura argentina», Dionisio Petriella, Ed. Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires, 1979.

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