ROSAS VISTO POR UN INGLÉS (1842)

Reproducimos la descripción que, sobre JUAN MANUEL DE ROSAS, hace WILLIAM MAC CANN, comerciante británico que vivió en Buenos Aires y recorrió el país entre los años 1842 y 1852.

Los párrafos transcriptos corresponden al libro de memorias que editó después de su regreso a Londres. Esta obra fue traducida y publicada en Buenos Aires en 1939 por JOSÉ LUIS BUSANICHE, con el título «Viaje a caballo por las provincias argentinas».

«En la casa del general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medievales. La comida se servía diariamente para todos los que quisieran participar en ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran bien venidos.

La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones (uno de ellos norteamericano) divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas. El general Rosas raramente concurría, pero cuando aparecía por allí, su presencia era señal de alegría y regocijo general.

En esos momentos, se mostraba despreocupado por las cuestiones de gobierno, pero no participaba de la mesa porque hacía una sola comida diaria.

La vida de Rosas era de ininterrumpida labor: personalmente despachaba las cuestiones de Estado más nimias y no dejaba ningún asunto a la resolución de los demás si podía resolverlo por sí mismo. Pasaba, de ordinario, las noches sentado a su mesa de trabajo; a la madrugada hacía una ligera refacción y se retiraba a descansar.

Me dijo una vez doña Manuelita que sus preocupaciones más amargas provenían del temor de que su padre se acortara la vida por su extremosa contracción a los negocios públicos.

Mi primera entrevista con el general Rosas tuvo lugar en una de las avenidas de su parque, donde, a la sombra de los sauces, discurrimos por algunas horas.

Al anochecer me llevó a un emparrado y allí volvió sobre el interminable tema político. Vestía en esta ocasión una chaqueta de marino, pantalones azules y gorra; llevaba en la mano una larga vara torcida. Su rostro hermoso y rosado, su aspecto macizo (es de temperamento sanguíneo), le daban el aspecto de un gentilhombre de la campiña inglesa. Tiene cinco pies y tres pulgadas de estatura y cincuenta y nueve años de edad.

Refiriéndose al lema que llevan todos los ciudadanos: «¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios!», me dijo que lo había adoptado contra el parecer de los hombres de alta posición social, pero que en momentos de excitación popular, había servido para economizar mucha vidas; que era un testimonio de confraternidad y como para afirmarlo, me dio un violento abrazo.

La palabra «mueran» expresaba el deseo de que los unitarios fueran destruidos como partido político de oposición al gobierno. Era verdad que muchos unitarios habían sido ejecutados, pero solamente porque veinte gotas de sangre, derramadas a tiempo, me dijo, evitaban el derramamiento de veinte mil. No deseaba, dijo, ser considerado un santo, ni tampoco que se hablara bien de él, ni buscaba ninguna clase de alabanzas.

Aludiendo a mis propósitos de viajar a través de las provincias y juzgar por mí mismo del estado del país, expresó que todo lo que él deseaba y lo que deseaba el país entero, era que se hablara con positiva verdad; no era él hombre de secretos, hablaba a la faz del mundo y aquí se irguió con orgullo, echó la gorra hacía atrás y levantó la frente como diciendo: «Yo desafío al mundo todo» (ver Rosas, Juan Manuel de).

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