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PENALES, PRISIONES Y CÁRCELES DE HORROR
“Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”.
Tal lo que dice la Constitución Argentina en su Artículo 18 refiriéndose a las cárceles y al manejo de las mismas, pero lejos de satisfacer estas normas, el sistema carcelario de la Argentina, en sus orígenes, se caracterizó por la precariedad de sus instalaciones, el fracaso de su función recuperadora y lo que es peor, por la crueldad de su disciplina y sus normas de funcionamiento.
En este contexto, dicho sistema no sólo resultó incapaz de construir mecanismos que promuevan la integración y capacitación de los internos, sino que constituyó un modelo reproductor de marginalidad (Ana Lucía Chaín, Revista de Pensamiento Penal).
Pero antes de referirnos a algunos de estos establecimientos carcelarios que dejaron huellas que espantan por su crudeza, creemos necesario dejar aclarado que las “cárceles”, son operadas por gobiernos locales y están destinadas a alojar reclusos destinados a cumplir una breve condena por delitos menores; las “prisiones” (también llamadas “penitenciarías”), son más grandes que las cárceles, alojan por más de un año y hasta toda la vida a personas condenadas por delitos graves y son operadas por gobiernos estatales.
La cárcel del Cabildo, la primera cárcel
Desde la fundación de Buenos Aires en 1580, según lo establecían las Leyes de Indias, se estableció el Cabildo como única autoridad local y una de sus principales responsabilidades era la administración de justicia,
Como lugar de detención de infractores de la Ley, utilizaba una ruinosa casa que alquilaba en proximidades del Cabildo. En un reducido espacio se hacinaban más presos de los que debía haber, lo que daba lugar que se generara un peligroso clima de violencia.
Las condiciones de higiene eran deplorables y los reclusos, que sufrían con ese hacinamiento, estaban expuestos a enfermedades, hambre y frío.
Así fue hasta que en 1608, se construyó la Sala Capitular y el primer calabozo del Cabildo. Luego se fueron sumando otros y cuando en 1783 ya contaba con 5 celdas, la cárcel del Cabildo pasó a ser considerada como la primera prisión que existió en el territorio de la colona, luego ocupado por la República Argentina.
“Esta “prisión” servía principalmente como lugar de detención preventiva. Los sospechosos de delitos eran encarcelados mientras esperaban su juicio, ya que en esa época prevalecía la presunción de culpabilidad. Los detenidos podían ser individuos acusados de delitos contra personas, la propiedad, el Estado o la moral sexual, así como aquellos atrapados en flagrancia”.
“La cárcel también se utilizaba como medio de rectificación y coacción. Por ejemplo, hijos, mujeres o personas esclavizadas podían ser enviadas a la cárcel por sus padres, maridos o amos si se consideraba que habían desobedecido”.
Las crónicas de la época cuentan que los paseantes evitaban pasar por esa vereda para escapar de la fetidez y el hedor que provenían de la cárcel. La comida, mala e insuficiente, era cocinada en el mismo patio de la casa, por las mujeres detenidas.
Como en las cárceles de la colonia, esparcidas por todas las ciudades del virreinato, se aplicaban castigos corporales a los detenidos que eran engrillados y en algunos casos, según su peligrosidad colocados en el cepo y el potro. La tortura era un método de prueba permitido y la desigualdad ante la ley era evidente, con penas más severas para las personas afrodescendientes y de pueblos originarios.
La cárcel no solo reflejaba las desigualdades raciales de la época, sino que también era un espacio donde se ejercía y se pensaba el poder blanco sobre los cuerpos negros e indígenas. Aunque destinada a la custodia temporal, la cárcel del Cabildo se convirtió en un lugar de castigo anticipado, donde las condiciones inhumanas de detención y la aplicación desigual de la justicia eran la norma.
Hasta 1718, hombre y mujeres compartían el mismo ámbito carcelario. No las celdas, sino las instalaciones carcelarias, hasta que en ese año, una Real Cédula autorizó la construcción de un “Instituto de detención para mujeres”. Se llamó “Casa de las Corregidas” y estaba ubicada en la esquina de las actuales calles Humberto Primo y Defensa. Estaba destinada a “sujetar y corregir en ella a las mujeres de vida licenciosa” y con el tiempo pasaría a denominarse “Asilo Correccional de Mujeres”.
Sólo con la llegada de los primeros gobiernos patrios aparecen ciertos criterios humanitarios. El decreto de seguridad individual promulgado por el Primer Triunvirato el 23 de noviembre de 1811 ordenaba: “Siendo las cárceles para seguridad y no para castigo de los reos toda medida que a pretexto de precaución sirva para mortificarlos, será castigada rigurosamente”.
Esta tendencia se vio confirmada por el decreto de la Asamblea de 1813 ordenando la quema de los elementos de tortura y prohibiendo la aplicación de tormentos a los detenidos. Lamentablemente los elementos y las prácticas resurgirían renovados y sofisticados de las cenizas y aparecerán algunos centros de detención que llaman al horror:
La penitenciaría nacional (1877)
Desde los tiempos de la Colonia, como hemos dicho, el Cabildo era el lugar de reclusión de los delincuentes; era la única prisión que había en Buenos Aires y esto, pronto se hizo intolerable. Por ello se decidió construir en las afueras de la ciudad, una nueva cárcel para recluir a los segregados de la sociedad por sus delitos.
Según informes de la época, en 1871, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, doctor Emilio Castro, para reemplazar el llamado “Departamento Carcelario Provincial”, dispuso llamar a concurso para construir la nueva penitenciaría y en 1872, la Comisión encargada para estudiar los proyectos decidió confiar la construcción de la obra al arquitecto Ernesto Bunge y al ingeniero Agustín Balbín, quienes por su trabajo, cobraron el 5 % de los dos millones de “patacones” (o pesos oro), moneda de aquella época, que finalmente fue lo que costó la obra.
Por la división geográfica de la época, la Penitenciaría quedaba en la provincia de Buenos Aires. En un descampado, por no decir en el medio del campo.
Ejemplo en sus tiempos, la cárcel fue celebrada en los círculos mundiales de expertos en criminalística. El arquitecto Ernesto Bunge la ejecutó con el modelo del panóptico de Bentham: largos pabellones de dos pisos, que confluían en una garita central, donde el guardia podía observar todo, casi sin girar la cabeza.
El terreno utilizado medía 112.000 metros cuadrados y se hallaba en la llamada barranca de Juan Gregorio de la Heras, que ocupaba, según la nomenclatura moderna, el predio limitado por las avenidas y calles Las Heras, Coronel Díaz, Juncal y Jerónimo Salguero.
En los planos del Departamento Topográfico de 1867, se determina que estas tierras eran quintas de las familias Medina, Cranwell, Sapello, Chapeaurouge y Arana. Las palmeras de Coronel Díaz y Las Heras que aún se pueden ver, revelan que aquello fue puro campo hasta 1871, cuando se empezó a construir lo que sería la cárcel más moderna del país. En aquellos años, tan lejos estaba el penal de lo que se consideraba el “centro de la ciudad”, que los familiares de los presos se quejaban porque no podían visitarlos seguido, debido a la larga distancia que tenían que recorrer para hacerlo.
El 11 de enero de 1877, el Poder Ejecutivo nombró Gobernador Penitenciario al que había sido jefe de Policía, el doctor Enrique O’ Gorman.
El Reglamento para la administración y funcionamiento de este establecimiento carcelario, fue redactado por personalidades del momento, como Roque Sáenz Peña, José María Moreno y Julio Crámer, habiéndose adoptado un severísimo régimen penitenciario de disciplina militar, aún más duro, cuando se trataba de prisioneros políticos, pero basado funcionalmente en la búsqueda de la rehabilitación del interno, mediante la aplicación de programas que incluían el trabajo de los presos y el aprendizaje de oficios en forma obligatoria, regular y retribuido, aunque hasta 1947 se mantuvo la ominosa costumbre de vestir a los allí recluidos con el famoso traje a rayas.
La Penitenciaría Nacional, fue una cárcel para condenados y presos de máxima seguridad que aplicaba el sistema conocido como “auburniano”: de noche, aislamiento en las celdas, que eran individuales. De día, trabajo en talleres comunes, pero con la prohibición absoluta de hablar con los demás.
La construcción fue diseñada según el modelo del penal de Filadelfia, que aplicaba el concepto de una distribución celular para conservar el aislamiento del preso, pero sin mantenerlo “en solitario”.
Siguiendo una distribución radial y partiendo de su núcleo central, se construyeron siete pabellones, formando como una estrella con radios divergentes. Cinco de ellos, tenían 120 celdas cada uno. Los otros dos pabellones, ubicados el extremo de los “radios de esta estrella”, con 52 celdas más cada uno, estaban destinados a albergar presos con características específicas o que demandaban una atención especial por enfermedad, inconducta, etc.
Podía alojar entonces, un total de 704 presos, que disponían de tales comodidades, que ellos mismos, la bautizaron como «El Hotel». Todo este conjunto de edificios de líneas pesadas que abarcaba una superficie de 22.000 metros cuadrados de edificación, semejaba una fortaleza de grandes dimensiones.
Estaba rodeado por una muralla almenada amarilla, de entre siete y ocho metros de altura y cuatro metros de espesor en la base, que iba menguando hasta llegar a la parte superior, que tenía 2,80 de espesor, con los acostumbrados torreones para vigilancia.
“La clave de la seguridad la dan los muros», decía Antonio Ballvé, Director de esa cárcel desde 1904 hasta 1909. En verdad, eran muros que imponían respeto por sí solos, pero aún así, no pudieron impedir que varios delincuentes lograran escaparse, entre los muchos que no pudieron hacerlo.
Un establecimiento modelo
El establecimiento, modelo en su género en el mundo de aquellos años, fue construido por el sistema «Pensilvania» y destinado a ser cárcel suburbana. Contaba con múltiples instalaciones, que permitían su casi total aprovisionamiento: capilla, hospital, talleres diversos, escuela, imprenta, panadería, fideería, jardinería, etcétera.
Había jardines, áreas para deporte y grandes patios en el centro del penal, que servían para los recreos de los reclusos y naturalmente, sectores especiales para los más díscolos. Las tierras que no estaban ocupadas por edificios, estaban llenas de huertas y tenía una gran fábrica con que se autoabastecía y se nutría de productos a las instituciones públicas.
Muchos libros argentinos salieron de esa imprenta, y muchos hogares humildes comieron para las fiestas navideñas pan dulce hecho por aquellos hombres de vida tan triste, que soñaban con la libertad, y trataban de aprender oficios y enmendar su conducta.
Se procuraba que la Institución, al tener ocupados en labores útiles a los reclusos, se abasteciera de todo lo necesario o de la mayoría de ello, y diera a los redimibles, conocimientos para reintegrarse alguna vez a la sociedad
Primer ingreso de presos
Era el 22 de mayo de 1877. Los días van siendo más cortos y el sol tiene una suavidad que preludia el invierno y Francisco Acuña Sanz caminó siete kilómetros para llegar al lugar donde viviría los siguientes 20 años de su vida. Con él, llegarán otros 362 presos. Lo hacen en los carros celulares tirados por caballos y una extraña procesión desciende de ellos y cruza esa tarde por primera vez, sus altos portones.
Dicen que pensaban aprovechar para escaparse, que llevaban pimienta en los bolsillos para tirar a los ojos de los guardias. Pero les resultó imposible. De dos en dos, fuertemente custodiados, los trescientos sesenta y dos presos, entre criminales, correccionales y encausados, que se alojaban en la cárcel del Cabildo, marchan hacia su nuevo destino: la Penitenciaría Nacional, recientemente habilitada y destinada a servir como cárcel suburbana, que queda a cargo de Enrique O’Gorman, su primer “Gobernador”
Marcharon desde el Cabildo (hasta ese momento, la única cárcel de la ciudad), encadenados de a dos hasta la flamante “Penitenciaría Nacional”, inaugurada ese mismo día. Así, Acuña Sanz tiene el dudoso privilegio de ser el primer «reo» en ingresar al gigantesco y sombrío edificio ubicado en lo que por ese entonces era territorio de la provincia de Buenos Aires, hoy Plaza Las Heras.
La extraña procesión cruzó esa tarde por primera vez, sus altos portones. De dos en dos, fuertemente custodiados, los trescientos sesenta y dos presos, entre criminales, correccionales y encausados, marchan hacia su nuevo destino: esa Penitenciaría destinada a servir como cárcel suburbana, que queda a cargo como “Gobernador Penitenciario”, nombrado el mismo 11 de enero de 1877, el doctor Enrique O’Gorman, quien fuera Jefe de Policía de Buenos Aires
Finalmente, el 28 de mayo de 1877, con la instalación de esos primeros 362 presos que saturaban el Penal del Cabildo, quedó inaugurada en Buenos Aires, la “Penitenciaría Nacional”, que comenzó a funcionar con independencia del Poder Judicial.
Producidos más tarde nuevos ingresos, la Penitenciaría llegó a albergar 710 reclusos y atento a que se conceptúa inhumano »que los hombres de nuestro país, acostumbrados a la inmensidad de nuestros campos», deban ser alojados por el antiguo sistema de uno por celda, las celdas de la nueva Penitenciaría, de 5 por 2,70 metros cada una, albergan hasta cuatro presos.
Presos famosos
La Penitenciaría albergó a varios presos famosos y fue escenario de sucesos que conmocionaron a la opinión pública. Algunos de estos presos, no pasaron por el paredón, pero terminaron en la abominada «tierra maldita»: el presidio de Ushuaia y otros cobraron fama por la peligrosidad que los caracterizaba. Y quizás los más famosos fueron Santos Godino, Mateo Banks y Simón Radowitzky.
Cayetano Santos Godino, el “Petiso Orejudo”. Asesino cruel y múltiple de chicos, ingresó a la Penitenciaría en 1914 y durante nueve años ocupó la celda 90. El “hombre de las orejas aladas” como figuraba en su prontuario fue sistemáticamente estudiado por el departamento de antroposicología creado por José Ingenieros, interesados en descifrar los orígenes de esa personalidad tan destructiva y despiadada. En 1923 lo trasladaron al penal de Ushuahia, donde lo asesinaron otros detenidos en 1944, en venganza porque Godino había matado a un gatito que ellos tenían como mascota.
No mejor suerte tuvo el célebre en su época, Mateo Banks. En 1922, este, hasta entonces tranquilo habitante de Azul asesinó a escopetazos a su mujer, a cinco hijos y a dos peones, para quedarse con un dinero que éstos tenían. Estuvo preso en la Penitenciaría y en 1944, habiendo salido en “libertad condicional”, fue muerto en una pensión de Buenos Aires.
Radowitzky era un ciudadano ruso, militante anarquista que tenía 18 años cuando tiró una bomba dentro del auto del jefe de la Policía, Ramón Falcón, matándolo en el acto a él y a su ayudante. Pasó por la Penitenciaría y se cree que una fuga exitosa que hubo en 1911 había sido preparada para él. Por temor a una emboscada, prefirió quedarse y fue a parar a Ushuaia. Declarado “preso político” por Hipólito Yrigoyen fue indultado en 1930 y 26 años después falleció en el exilio.
Fugas memorables
Los procesos que durante 84 años signaron la historia penitenciaria argentina, la tuvieron como escenario principal. Recordemos que la Penitenciaría Nacional fue el escenario de fugas que hicieron historia. La Guía Kuntz del año 1886 nos permite conocer el nombre de las autoridades y los cargos que desempeñaban en esa Penitenciaría y el relato de las huidas más o menos exitosas que se registran en su historia de casi 84 años. Según el cronista Emilio Bitar, hubo fugas durante los años 1908,1909, 1923, y 1960.
La primera fuga que demostró que la inviolabilidad que se le adjudicaba, no era tal, se produjo el 29 de diciembre de 1889: un tal Fernández Sampiño escapó «vestido con ropas que le llevó su amante», que había ido a visitarlo. Más corajudo fue Alejo Ibarra, llamado “El diente”: en 1900 se metió en un tacho de basura y salió dentro de él, llevado afuera por el carro de los basureros.
En 1911 llegó la primera evasión grupal. Trece presos de la Sección Jardinería hicieron un túnel para llegar a la calle. La tapa estaba disimulada con un cuadrado de tierra sembrado con preciosas flores. Un año después, 11 presos trataron de fugarse a través del sistema cloacal de la Penitenciaría y uno solo fue apresado antes de lograr su libertad. Los otros 10 murieron en el intento.
Pero la fuga más espectacular por su patético final, se produjo el 23 de agosto de 1923. Un grupo de 55 presos, decididos a fugarse, llegó al taller donde se fabricaban escobas y desde un baño, donde habían cavado un túnel de 24 metros de largo por 60 centímetros de diámetro, que pasando por debajo de los muros, desembocaba en la calle “Chavango” (hoy avenida Las Heras), comenzaron su viaje hacia la libertad.
Pero no pensaron que la torpeza de uno de ellos, conocido como el “gordo Hans Wolf, condenado por el asesinato de Estela Gutman, frustraría el intento de muchos de ellos. Catorce lograron escapar, pero el decimoquinto, el gordo Wolf, tuvo la pésima idea de meterse en el pozo con los pies hacia adelante. No pudo entonces arrastrarse ni darse vuelta y quedó atascado.
Los que quedaron atrás, sin poder escapar por este infortunado, tuvieron que volver a sus celdas, pero sin perder el buen humor, le pusieron el apodo de «Tapón» (este escape inspiró la película “La Fuga”, de Eduardo Mignogna).
Finalmente, una mañana de 1960, el delincuente Jorge Villarino, apodado “el rey de las fugas”, ganó los techos de la Penitenciaría y como “el hombre araña”, se fugó descolgándose por los cables telefónicos.
Una triste historia de ajusticiamientos
La Penitenciaria Nacional albergó muchos presos famosos que tuvieron destinos dramáticos. Algunos terminaron en el inhóspito presidio de Ushuaia. Otros, enfrentando un resuelto pelotón de fusilamiento.
Durante los primeros años de su existencia, la Ley contemplaba la pena de muerte y las ejecuciones eran legales y hubo en esa época, cuatro ahorcamientos. Después, llegaron los fusilamientos.
Se hacían en la misma cárcel, sin un lugar fijo. Los condenados eran sentados en una silla, contra algún paredón, en un amanecer elegido por el juez. José Meardi fue condenado a la pena capital por el crimen de su esposa y lo fusilaron el 11 de mayo de 1894.
El 6 de abril de 1900, Domingo Cayetano Grossi se sentó frente al pelotón. Lo habían condenado por el asesinato de cinco chicos, que eran los nietos de su concubina y aunque la madre y la abuela de los niños, también estuvieron implicadas en el crimen, se salvaron de los balazos porque la pena de muerte sólo regía para los hombres que no llegaban a los 70 años, aunque había una excepción para los menores de edad.
Giovanni Battista Lauro y Francesco Salvato eran dos vendedores de pescado que el 20 de julio de 1914 mataron a Frank Livingston de 63 puñaladas. Fue un crimen por encargo y la instigadora había sido la esposa de la víctima. Los dos pescadores fueron enviados presos a la Penitenciaría y el 22 de julio de 1916, fueron ejecutados.
La pena de muerte había sido derogada en 1922, pero en 1930, después de la revolución que derrocó al Presidente Yrigoyen, al instaurarse la Ley Marcial fue reimplantada Bajo ese régimen, Severino Di Giovanni, un militante anarquista italiano, condenado a muerte por el asesinato de cuatro personas durante un atentado con una bomba, fue fusilado a las cinco de la madrugada del 1º de febrero de 1931.
Los 8 disparos que acribillaron su cuerpo, no lograron silenciar su poster grito «Viva la anarquía». Al día siguiente, su cómplice Paulino Scarfó sufrió el mismo destino.
Raúl Ambrós, que ingresó a la Penitenciaría en 1913 y estuvo allí hasta su demolición, compartió las últimas horas de varios condenados a muerte. Dos de los que más solía recordar fueron los italianos Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, condenados por el gobierno militar de José Félix Uriburu a la pena capital por anarquista. A este último, «el 2 de febrero de 1931 lo llevé al banquillo de fusilamiento», contaba en una nota periodística de 1962.
«Tuvo una entereza extraordinaria, su último deseo fue tomarse un café. Delante del pelotón, se negó a que le vendaran los ojos, me agradeció por todo y gritó: Señores buenos días, viva la anarquía». Ocho tiros impactaron en su cuerpo y murió, igual a lo que ocurrió el día anterior con su camarada Di Giovanni.
El 12 de junio de 1956, en la Penitenciaría se produjo un fusilamiento que marcó la historia del último medio siglo. Un pelotón ejecutó al general Juan José Valle. Apenas tres días antes había liderado una sublevación contra el régimen que, en setiembre de 1955, había derrocado a Juan Domingo Perón. Un día antes habían sido fusilados tres sargentos -Isauro Costa, Luis Pugnetti y Luciano Isaías Rojas- que habían participado en el levantamiento.
A partir de 1904, se aflojan las condiciones de extremo rigor que caracterizaron los comienzos de la Penitenciaría. Antonio Ballvé, jefe del penal entre 1904 y 1909, llevó a José Ingenieros, quien diseñó las teorías de clasificación y estudio de los presos, a partir de sus características físicas.
Eliminó el régimen de silencio y e instauró las recompensas por buena conducta. Si un preso se portaba bien, sus familiares podían llevarle café o chocolate, podía dejar una hora más la luz encendida, o quedaba autorizado para usar bigote.
Casi medio siglo después, en 1964, cuando el Director Nacional Penitenciario era Roberto Pettinato, el régimen se flexibilizó muchísimo. Los presos podían usar su nombre (hasta entonces los guardias los llamaban por el número de penado) y se eliminaron los grilletes y los trajes a rayas. Los internos podían recibir visitas íntimas.
El traslado
Hacia 1900 todo marchaba muy bien de puertas adentro, pero representaba un problema hacia afuera. El penal fue «quedando mal» en una zona cada vez más poblada y más rica y los vecinos comenzaron a quejarse por su presencia y lo inevitable, por fin llegó.
En 1909 se presentó el primer proyecto para mudar el edificio a otro lugar. Palermo comenzaba a poblarse y la gente protestaba porque veía en la cárcel una amenaza a su seguridad.
“Llegué al barrio en 1950. No podíamos dormir por los gritos. Los domingos eran peligrosos porque se fugaban disfrazados de mujeres. Y a mi hija, Martita, aún le dura el susto de cuando vio aparecer a varios presos que escaparon por un túnel que desembocaba en la carbonería que estaba acá a la vuelta”, recuerda Mary Gioja, que vive en Juncal y Aráoz.
Recién en 1933, la ley nacional 11.833 ordenó la mudanza de la Penitenciaría. Así, se inició una etapa signada por la indefinición: tuvieron que pasar 29 años para que la cárcel fuera demolida. El 5 de enero de 1962, luego de desalojar a los últimos 180 presos, la primera construcción que cayó fue la casa del Director.
El 6 de setiembre de 1961, la demolición manual empezó por la casa que ocupaba el jefe de la unidad. El 5 de enero de 1962 comenzaron las explosiones con trotyl, para derrumbar los muros, de siete metros de alto y cuatro metros de ancho en la base.
El 5 de febrero, en medio de los escombros, arriaron la Bandera por última vez. «Se me caían las lágrimas. La quería y la recuerdo con un cariño de locos», dirá el alcaide mayor retirado Horacio Benegas, museólogo y asesor en tema históricos y culturales del Servicio Penitenciario Federal.
Hoy, en el predio que ocupaba la Penitenciaría hay mucho verde y algunas construcciones. Sobre Juncal, donde funcionaba el taller de litografía y fotograbado, está el Colegio Lenguas Vivas. Donde cruzaba el pabellón 4 hay unas canchitas de fútbol.
La Escuela municipal N° 26, por Salguero, que fue construida donde funcionaban los talleres de mecánica, herrería y carpintería. Unas hamacas ocupan el lugar de la antigua torre de vigilancia. Una calesita y un arenero, el de la huerta triangular entre los pabellones Dos y Tres.
Datos curiosos
Más guardias que presos. La Penitenciaría no solía estar superpoblada. Tenía capacidad para 704 internos, cada uno en un calabozo y en 1961 cuando cerró había 570. El personal, en ese momento, era de 579 guardias, más de un guardia por preso.
Familiares famosos. Tres Directores de la Penitenciaría tenían vínculos familiares con personajes conocidos de la historia argentina. El primero, Enrique O’ Gorman, era hermano de Camila, ejecutada durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, por su relación amorosa con el cura Gutiérrez. Reynaldo Parravicini, Director entre 1887 y 1890, fue el padre del artista Florencio Parravicini y a fines de los 40, fue Director Roberto Petinatto, padre del músico y presentador que lleva el mismo nombre´
Un no al traje a rayas. Enrique O’ Gorman consideró denigrantes los trajes a rayas enviados durante su gestión para que se vistiera con ellos a los presos y pidió al ministro de Gobierno, una autorización para teñirlos de azul. «El gasto tendría poca importancia y los resultados morales serían de trascendencia», argumentó. Y logró su objetivo: el traje rayado que hicieron famoso las películas, se usó recién medio siglo después.
Estrictos horarios y reglamentaciones. Los horarios en el penal estaban bien determinados: higiene, alimentación e intervalos de descanso, 4 horas. Trabajo en los talleres, 9 horas. Instrucción escolar, 2 horas. Tarea escolar en la celda, 2 horas. Reposo, 8 horas y todo estaba rigurosamente reglamentado. Por ejemplo, los presos debían tener tres frazadas para abrigarse y éstas debían pesar “1.950 gramos cada una».
Austeridad en las celdas. Las celdas eran de 4 por 2,20 metros y además de la cama y la ropa, los presos podían tener una mesa, una repisa, un plato, una taza, una escupidera y una escoba.
Hecho en la cárcel. Los condenados debían trabajar obligatoriamente, por lo que la Penitenciaría era una gran fábrica que producía suculentos ingresos que se destinaban a su administración. En ella se fabricaban zapatos para la Policía, muebles para los ministerios y fideos para los hospitales. Se producían pan- dulces para la confitería El Molino y en su imprenta se imprimía el Boletín Oficial.
La seguridad la daban sus muros. Los anchos, profundos y altos paredones eran «la base de la seguridad de la cárcel», escribió el director Ballvé en 1907. «Las fuertes rejas y las pesadas puertas interiores no serían hoy obstáculos, para los instrumentos del delincuente moderno, que corta el acero casi con la misma facilidad con que un niño divide un trozo de manteca”
La silla de la muerte. Los anarquistas Di Giovanni y Scarfó fueron fusilados, sentados en una silla verde de madera que está conservada en el Museo Penitenciario en el barrio de San Telmo, mostrando los orificios que produjeron las balas que acabaron con sus vidas (Esta nota fue enriquecida con material extraído (en algunos casos textualmente) de un artículo de Leonardo Torresi, publicado en el diario Clarín de Buenos Aires el 3 de julio de 2002).
El Penal de Sierra Chica (1882)
Su nombre oficial era “Unidad Penal N° 2 y fue un establecimiento penitenciario de máxima seguridad ubicado en la localidad de Sierra Chica, Departamento de Olavarría en la provincia de Buenos Aires.
Inaugurada el 4 de marzo de 1882, en aquellos años, llegó a albergar 1.273 reclusos y se la recuerda como “la más dura de las cárceles”.
Ocupa un predio de 140 hectáreas (hoy reducidas a 60), 9 de las cuales están rodeadas por un alto muro de granito de 7 metros de alto. Originalmente eran dos edificios rodeados por un muro de 3 metros, pero en 1907 se construyeron 6 pabellones de unos 150 metros en forma de rayos confluentes en un cuerpo circular y el muro se elevó hasta los 5 metros y actualmente, como hemos dicho es de 7 metros de alto y un espesor en su parte alta de un metro de ancho.
En intramuros, hoy se alzan 12 Pabellones helados en invierno; insoportables en verano. con celdas de 3,75 metros de largo por 1,80 de ancho y 3,60 de alto, que son ocupadas por dos internos cada una. Tienen puertas de madera con una pequeña ventanita a un metro y medio del suelo, que sirve como pasaplatos y todas están equipadas con dos camastros, una mesa y un inodoro.
Uno de esos Pabellones, el Nº 12 es algo más oscuro que los otros y las puertas de las celdas son dobles: una es de rejas y la otra ciega, de hierro. Son las reservadas para los reclusos más peligrosos.
En el resto de las 140 hectáreas hay una cantera que en otros tiempos explotaban los presos y que ahora se quiere reactivar y donde actualmente, funciona una panadería (que no sólo abastece de pan, facturas y galletas a los presos y guardianes, sino también a algunas escuelas de la pequeña población de Sierra Chica), una carpintería, un apiario, un taller de tapicería, una granja, un horno de ladrillos, una herrería y una fábrica de bloques para la construcción, además de las instalaciones destinadas a la educación de los presos que abarca todos los niveles desde el primario hasta el universitario.
El 30 de marzo de 1996 sus paredes fueron testigos de un sangriento motín de presos, el más feroz que recuerda la historia. Duró ocho días durante los cuales 13 reclusos a los que se llamó “los doce apóstoles”, desataron una ordalía de violencia, que conmovió al país.
Siete presos fueron incinerados en el horno de la panadería del Penal, por sus compañeros por no adherirse al motín y en el transcurso del mismo murieron ocho presos y varios guardias resultaron heridos de gravedad (ver Motín de Sierra Chica” en Wikipedia)
El Presidio Militar del Puerto Santa Cruz en la Isla de los Estados (1884)
La Isla de los Estados fue descubierta el 25 de diciembre de 1615 por los holandeses Jacobo Le Maire y Cornelio Schooutten. Por ley número 269, promulga-da por Bartolomé Mitre el 10 de octubre de 1868, le fue concedida en propiedad a Luis Piedrabuena.
La ley de presupuesto para 1883, autoriza la creación de una Subprefectura en la Isla de los Estados y de otra en Tierra del Fuego y a iniciativa del diputado puntano Doctor Cristóbal Pereyra, «por una necesidad política, nacional y humanitaria», asignan a cada una de ellas, una dotación compuesta por un subprefecto, un ayudante, un escribiente, dos guardianes, tres timoneles y 25 marineros.
En 1884 llega a la Isla de los Estados el Coronel de Marina Augusto Lasserre (1826-1906), al mando de la “División Expedicionaria al Atlántico Sur”, con la misión principal, de establecer un Faro y una Subprefectura en la Isla y otra en Tierra del Fuego.
Con él, llegan cuatro penados procedentes de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires, que elegidos por el propio Lasserre, puso a su disposición el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, «(…) con el objeto de ser empleados en los diversos trabajos que se originan en las Subprefecturas de Tierra del Fuego e Isla de los Estados, para cumplir allí sus respectivas condenas». Esos serán los primeros reclusos de la naciente “Prisión Militar del Puerto Santa Cruz”, que se instala en un precario barracón en el Cañadón “Los Misioneros”.
La experiencia resultó positiva y como ya desde la última década del siglo XIX, repetidas veces se había señalado como lugar apropiado para radicar allí un presidio, a partir de 1884, comienza a funcionar en pequeña escala y de manera, un tanto informal, un establecimiento penal que se conoció como “Presidio Militar del Puerto Santa Cruz” (Juan Carlos García Basalo, extraído de la revista todo es historia Nº 366, enero 1998)
A partir de entonces se inicia un envío selectivo de penados militares -los primeros no lo eran-, para ser empleados en los trabajos más rudos y penosos de la Subprefectura que Lasserre estaba instalando, junto con el Faro, en San Juan de Salvamento.
El Faro, fue encendido oficialmente y la Subprefectura quedó instalada, el 25 de mayo de 1884. El Faro fue retirado del servicio y apagado el 1º de octubre de 1902, cuando comenzó a operar el instalado en la vecina Isla de Año Nuevo, más moderno y mejor situado, pero la Subprefectura permaneció y alrededor de ella, se afianzó una población integrada por los reclusos y sus familiares.
El de 10 de mayo de 1895, al levantarse el Segundo Censo Nacional, la Isla ya tenía 56 habitantes, 9 familias y 3 casas. Si se deducen trece personas que componen la tripulación del aviso Golondrina y otras ocho del Faro de Punta Lasserre, las 35 de la Subprefectura incluyen un contramaestre, un carpintero, un herrero, 14 marineros, 2 mujeres, un niño y 15 destinados, como se denomina a los condenados a presidio.
El Presidio se instala en San Juan de Salvamento
El 19 de junio de 1896, el Poder Ejecutivo Nacional dispuso la clausura del Presidio Militar de Puerto Santa Cruz, y sólo queda en la Isla de los Estados un pequeño contingente de seis presidiarios que son llevados a San Juan de Salvamento. En razón entonces de haberse aumentado el número de presidiarios que allí cumplen su condena, en 1896 se considera prudente reforzar el personal.
Se designa auxiliar militar en comisión al Teniente de Fragata Santiago Cressi, agregar un carpintero y un cocinero e incorporar al personal de marinería de la Subprefectura de Bahía Thetis, «que fuera suprimida por innecesaria».
Durante el año 1897 el término medio mensual de presidiarios era de 23 individuos y no obstante, el aumento de personal ese año el subprefecto comunica a la Prefectura General que tiene siete presidiarios que, por su pésima conducta, son inaguantables. No hay castigo ni represión que pueda corregirlos.
Esa -y otras- circunstancias reveladoras de un estado de disciplina impropio de un presidio, más aún de un presidio militar, en el que se presupone un invariable, predominio del rigor por encima de toda otra consideración, determinan que se envíe un destacamento de Infantería de Marina, renovado periódicamente.
El Presidio, ahora en Puerto Cook (1897)
Breve fue la permanencia del Presidio militar en San Juan de Salvamento. Unido su destino al de la Subprefectura, corre su misma suerte. El 22 de febrero de 1897, por orden general Nº 9, el Estado Mayor de la Marina anuncia a los navegantes: «(…) que el Poder Ejecutivo ha resuelto, teniendo en cuenta las mejores condiciones de abrigo y reparo, trasladar la Subprefectura, actualmente ubicada en San Juan de Salvamento al Puerto Cook, siempre en la Isla de los Estados.
A pesar de la corta distancia que separa ambos puntos de la isla (12 millas, es decir 4 leguas), por las dificultades que opone el terreno, el traslado llevó su tiempo y la instalación definitiva no fue tarea fácil.
En 1902, Carlos R. Gallardo, un enviado por el Ministerio del Interior para informarse acerca de esta operación, dijo a su regreso: “(…) se experimenta el deseo de batir palmas a los que, con su saber, su energía, su inteligencia, su trabajo, a los que por medio de una acción dirigente digna de encomio, han sabido llevar a cabo la obra de sanear, hasta donde es humanamente posible, el lugar donde viven más de un centenar de hombres, penados o guardianes”
“Y al visitar en detalle la obra, se viene en conocimiento que se ha sacado de sobre el piso firme no menos de cinco metros de turba, que en el terreno se ha rellenado con pedregullo, que se han construido tres o cuatro empalizadas de palos a pique para contener el pedregullo que forma el gran malecón frente al mar y que todas estas obras representan mucho más trabajo de lo que exigió la construcción de las habitaciones y dependencias…»
El relato de un viajero (1898)
Entre quienes visitan la Isla de los Estados por esos años se encuentra el explorador antártico Adriano de Gerlache de Gomey (1866-1934).
A comienzos de 1898, una expedición a su mando, arriba a San Juan del Salvamento, a “hacer agua”. El 14 de enero parte a la Bahía de Hughes y en el libro que publicara dando cuenta de su viaje, Gerlache dice del Presidio:
«Desde hace varios años, la Isla de los Estados sirve de penitenciaría para condenas militares. Con excepción de algunos que están casados y gozan del privilegio de ocupar con su familia una miserable cabaña, los prisioneros se alojan en una barraca de madera. Están bajo la vigilancia de dos tenientes y de algunos hombres de tropa, pero en realidad, gozan de una libertad relativa”.
“Sus tareas consisten en hacer provisión de leña para la calefacción, cuidar la avenida Piedra Buena y las dependencias de la Subprefectura, etc… Se les permite dejar la estación cuando algún trabajo urgente no los reclama, y siempre regresan con puntualidad”.
“El suelo de la Isla de los Estados es por todas partes húmedo y turboso; no ofrece recurso alguno. Aquel que deja la prisión no obtiene más ventaja que una ruda diversión en la monotonía de su exilio. Una o dos noches pasadas a cielo raso, a la intemperie y las angustias del hambre calman bien pronto todo humor vagabundo”.
“En cuanto a la fuga, es imposible. El estrecho Le Maire es demasiado ancho (cerca de 20 millas) y las corrientes tan violentas que impedirán su travesía a nado… Llueve, nieva o graniza en San Juan del Salvamento, doscientos cincuenta y dos días al año y tan solo hay sesenta días de calma… El cielo casi siempre está cubierto y el viento sopla con una velocidad término medio de siete y medio metros por segundo”.
“No es, pues, un Edén la Tierra de los Estados, y la suerte de los funcionarios que allí deben vivir tampoco es mucho más envidiable que la de los prisioneros que guardan”.
Fin de la Prisión Militar de la Isla de los Estados
Finalmente, en 1911, luego de inaugurarse el nuevo Penal de Ushuaia, los 600 reclusos que aún permanecían en la Prisión Militar de Puerto Cook, fueron transferidos al nuevo establecimiento y el penal fue demolido.
La Cárcel de Caseros
La Cárcel de Caseros ocupaba un edificio que fue proyectado por los arquitectos Carlos Altgelt y Pedro Benoit, Juan Martín Burgos y Valentín Balbín, para que allí funcionara una “Casa de corrección de menores varones”, Se terminó de construir en 1877, se inauguró en 1898 y funcionó como tal, hasta que fue clausurada en 1935.
En 1960, durante el gobierno de Arturo Frondizi, la Comisión Nacional de Construcciones Penitenciarias sugiere utilizar ese viejo edificio, como parte de un complejo judicial que quedó truncado y abandonada tres años más tarde, luego de darse a conocer un informe del Servicio Penitenciario Federal, que alegaba la inhumanidad e inviabilidad del proyecto.
Pasado unos años, en 1969, durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, las obras fueron retomadas, pero fue recién durante el gobierno de facto de Jorge Rafael Videla, que la prisión fue inaugurada, el 23 de abril de 1979 como cárcel de encausados. Y de allí en más, se transformó en la cárcel que hasta su clausura en 2001, se caracterizó por su violencia.
Estaba ubicada sobre la calle Caseros, del barrio de Parque Patricios, ciudad de Buenos Aires y era una cárcel en modelo panóptico, es decir, un edificio construido de modo que todo su interior, podía ser visto desde un solo punto, por lo que, un guardia, ubicado en ese punto, tenía a la vista a todos los prisioneros, pero éstos -que no lo ven en el habitáculo- desconocen si están o no siendo vigilados, lo que genera en ellos, la sensación de un constante control, aún con la torre vacía, lo que, según la teoría del utilitarismo de Jeremías Bentham, reprimía en el recluso posibles intentos de fuga u otras transgresiones.
Conocida como la “Cárcel de Caseros”, fue diseñada para alojar a 1800 internos procesados. Tenía veintiún pisos y las celdas estaban entre el 3º y el 18º piso, ya que el resto permanecía inhabilitado. En cada uno de ellos, a metros de las celdas, había un patio de recreo, donde los presos recibían a las visitas.
El piso 18, conformado por una interminable hilera de celdas de 1,20 metro de ancho, cerradas por medio de una puerta blindada, estaba destinado a los presos más peligrosos, que permanecían encerrados en esas cuevas casi todo el día, sin ver la luz del sol.
No había patio exterior y cada celda tenía un solo detenido. A los encerrados, se les prohibía hablar o compartir cosas. Las ventanas eran de ladrillos de vidrio, de un material que no permite el paso de la luz del sol.
El edificio que pretendía ser moderno y funcionalmente muy apto, colapsó cinco años después, luego de que se produjera un violento motín que provocó daños en toda su estructura, que nunca se pudo recuperar, por lo que el Penal, fue definitivamente cerrado en el año 2001.
Caseros tiene su propia historia de sangre y motines. Fueron famosos los hermanos Borges, que protagonizaron los episodios más violentos y le pusieron el cuerpo a las internas carcelarias.
En 1984, Caseros sería escenario del más sangriento motín carcelario y en 1994, “el gordo Luis Valor”, célebre en el mundo del hampa, autor de más de 50 delitos comprobados, entre ellos el robo a 24 Bancos y a 19 camiones blindados, que también estuvo en Caseros, protagonizó la fuga más espectacular de las historia penal argentina.
En 1996, los Doce Apóstoles», los reclusos que encarnaron la violenta revuelta en el penal de Sierra Chica, en marzo de ese año, dos meses después, tomaban 18 rehenes en Caseros y amenazaban con matarlos a todos.
Para el año 2001 quedaban 430 presos alojados en la Unidad 16 o «cárcel vieja», que albergaba entonces menores y ex miembros de las fuerzas de seguridad. Todos fueron trasladados poco después a Ezeiza y Marcos Paz. Mientras que los internos con trastornos mentales terminaron en unidades del Borda y el Moyano y así fue que la Cárcel de Caseros vio el fin de su existencia.
El Penal de Ushuaia (1902)
Un penal que se hizo célebre por su rigor, conocido también como “La Cárcel del Fin del Mundo” quedó en el imaginario argentino como el presidio más impiadoso y lejano del país y se hizo famoso por su rigor, aunque, por otra parte, fuera el eje de una situación, por demás paradójica.
Por un lado, protagonizaba la más cruel historia del sistema penitenciario argentino y por el otro, todo un pueblo dependía y vivía de él. Ha dicho a este respecto el historiador Arnoldo Canclini “Por largo tiempo, la radicación definitiva del penal, decidió el porvenir económico y social de la ciudad de Ushuaia y contribuyó a vigorizar la soberanía nacional en la región austral” (Diario La Nación, 23 de setiembre de 2002)
Agreguemos también a este respecto, que durante cuarenta y cinco años, esta cárcel fue el principal sostén económico, empleador y prestador de servicios básicos de la aldea, formada en sus comienzos por 20 casas y unas pocas dependencias públicas (1). Que proveyó de energía a las lámparas del alumbrado público y al telégrafo y sirvió de taller de reparaciones, enfermería y panadería y que en ella funcionó la primera imprenta que se instaló en Tierra del Fuego, donde se imprimían los periódicos “El Inflador” (manuscrito editado por los reclusos), “El Loro”, “Nuevos Rumbos” (1921) y “El Eco” (1931).
El escenario donde siniestramente se yergue aún, parte de él, fue y sigue siendo impactante: al frente, las costas del canal de Beagle; detrás, la cadena montañosa del Martial con el glaciar y el monte Olivia como símbolo, a lo que se agrega una gran bahía. Un paisaje que pertenece a la ciudad de Ushuaia (3.100 kilómetros al sur de Buenos Aires) y que resulta un recreo para la vista.
Pero no siempre fue así para quienes llegaban al lugar. Hubo un tiempo en que era la antesala del infierno. Eufemísticamente llamada “Cárcel de Reincidentes” (como fue su primer nombre oficial), en ella, convivieron presos políticos con los mayores criminales de la historia argentina.
En 1902, durante la segunda presidencia del general Julio Argentino Roca, como ya resultaba insostenible mantener en funciones la cruel Prisión Militar de Puerto Cook, ubicada en la solitaria Isla de los Estados, se dispuso la construcción de un penal en Ushuaia, hoy capital de la provincia de Tierra del Fuego.
Su construcción, según decía el decreto que así lo ordenaba, se fundaba en “razones humanitarias” y en la necesidad de poner en práctica la idea de que construyéndola en ese inhóspito lugar, no sólo se podría enviar bien lejos (casi al fin del mundo), a los condenados por delitos muy graves, sino que así se concretaría un acto de posesión del lugar, muy importante para posibles reclamos de soberanía en el futuro, argumento éste que impuso además, la necesidad de levantar allí, si no una ciudad, por lo menos cierta cantidad de casas y edificios públicos que certificaran esa posesión.
El lugar elegido fue la isla grande de Tierra del Fuego, una zona donde la temperatura promedio anual, en un clima frío y húmedo, es de 5 grados y se confió la dirección de la obra al ingeniero napolitano Catello Muratragia y al tercer gobernador de Tierra del Fuego, en ese entonces, Pedro Godoy, defensor de la idea de fundar allí una colonia penal para aumentar la población de la isla.
Ese mismo año se colocó la piedra fundamental del penal, pero las obras se demoraron más de lo previsto, debido a la rigurosidad del clima. Ello obligó a alojar en un edificio precario a los presos que ya estaban siendo trasladados desde la Prisión Militar de Puerto Cook.
Finalmente, en noviembre de 1902 se terminó la obra y el paisaje se vio alterado por la presencia siniestra de una inmensa mole amarilla (imagen), que podía albergar hasta 380 reclusos. El material que se utilizó, fue la piedra, muy abundante en esa zona y la mano de obra, la aportaron los mismos presos.
Estaba formada por cinco pabellones de dos pisos cada uno, que convergían en un patio central, poligonal y de tres plantas. Cada pabellón, con pasillos de 75 metros de largo por 12 de ancho, contenía 76 celdas unipersonales, cada uno, que eran unos cubos con paredes de ladrillo, de casi dos metros de largo por 2,50/3,00 metros de alto, con una puerta de madera y una pequeña ventana de 20 por 20 centímetros, enrejada y sin vidrios, con vista a aquel exterior inhóspito. En cada uno de esos habitáculos, el preso disponía de una tarima de madera para dormir, un colchón y una almohada, tres frazadas de lana, una pequeña mesa y un banquito ambos de madera, dos platos, una cuchara y un tenedor y una jarra de lata.
Por la seguridad que garantizaba su sistema de vigilancia y lo riesgoso de su entorno, no se consideró necesario instalar un muro perimetral, pero el complejo edilicio, estaba rodeado con un alambrado de dos metros de altura, coronado con cuatro hileras de alambre de púas.
Para poblarla, primero se buscaron presos de todas las cárceles argentinas que quisieran mudarse voluntariamente al presidio que se iba a instalar en Ushuaia. La idea duró menos que un suspiro. Ante la falta de voluntarios, se los comenzó a trasladar compulsivamente.
Antes de ser embarcados para ser enviados a Ushuaia, se les colocaban grilletes en los tobillos, por lo que, al estar éstos, unidos por una cuerda a las manos, también atadas, les era imposible dar pasos de más de 20 centímetros
El viaje en barco, ya servía como una suerte de iniciación, debido a las durísimas condiciones en las que vivirían durante los siguientes años. Viajaban en las bodegas y en muy malas condiciones de higiene y salubridad. La travesía, duraba 30 días y en su trayecto hacían escala en Bahía Blanca, Puerto Madryn, Comodoro Rivadavia y Río Gallegos para dejar mercaderías en esos puertos. Cuando llegaban a Ushuaia, el barco era remolcado por la lancha “Godoy”, propiedad de la Cárcel y los presos eran llevados a la cárcel.
Y allí, en ese entorno humillante al que se los había enviado y que le hacía poco honor a aquello que sostiene la Constitución Argentina, de que las cárceles «deben ser sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas», los presos debían soportar un trato degradante: eran afeitados, rapadas sus cabezas, bañados y vestidos con un uniforme a rayas negras y amarillas, en el que la única identificación, era un número impreso en el gorro, la chaqueta y el pantalón, única identidad que lo acompañará durante todo el tiempo que dure su condena. Los condenados por asesinato, llevaban un trozo de tela rojo prendido en el gorro y únicamente los penados por delitos leves tenían autorización para usar bigote.
El criterio que se utilizaba para seleccionar a los detenidos que debían ser alojados en este penal, fue variando a lo largo de los años; al principio se los elegía analizando su “historia criminológica, tipo de delito cometido y la conmoción que habían producido en la sociedad”, datos, que definían el pabellón en el que serían instalados, pues la cárcel, construida bajo el sistema conocido como “Lucca”, disponía, como ya hemos dicho, de cinco pabellones, dispuestos en forma radial, a los que poco después de su inauguración, se les agregó un “martillo arquitectónico”, para instalar allí a los presos correccionales, baños, una Enfermería, Biblioteca y otras dependencias.
En el primero de esos pabellones se alojaba a los condenados por robos y hurtos, en el segundo a los condenados por defraudaciones y estafas, en el tercero a los que padecían enfermedades infecciosas, en el cuarto a los condenados por homicidio y parece que al quinto eran llevados los que, habiéndose rebelado o cometido alguna falta de disciplina, se hacía pasibles de algún tipo de castigo “especial”.
Pero no todo era dolor y humillaciones, los reclusos, superando sus angustias y los malos tratos que sufrían, se daban tiempo y ánimo para formar una banda de música y equipos de fútbol, aportaban mano de obra para la construcción de escuelas y calles y en cierta oportunidad, hasta colaboraron en el rescate de los náufragos del crucero Monte Cervantes, que en enero de 1930 quedó varado y semi hundido frente a esas costas. Antiguos pobladores de Ushuaia, recuerdan haberlos visto realizando tareas de campo y el paso del tren con los presos que iban al monte a cortar leña para calefaccionar los pabellones».
La pesadilla terminó el 21 de marzo de 1947, cuarenta y cinco años después de su inauguración, cuando el Presidente Juan Domingo Perón firmó el decreto ordenando su clausura, que le presentó Roberto Pettinato, Director de Instituto Penales, argumentando “razones humanitarias”. Sus instalaciones fueron cedidas a la Base Naval Ushuaia y luego de ser declarada “Monumento Histórico Nacional, en abril de 1997, sirve hoy como atractivo turístico.
Ahora, en Ushuaia, la única ciudad argentina a la que para llegar hay que atravesar la Cordillera de los Andes, aquel edificio de triste fama alberga, entre otras dependencias, al Museo Marítimo, una Galería de Arte, una Biblioteca y Hemeroteca, un restorán, donde los mozos visten traje a rayas como el de los reos y algunos de los pabellones del antiguo penal, que se han restaurado; menos uno que quedó tal como estaba, para que los recorran, estremecidos, los numerosos turistas, que vienen desde todos los lugares del mundo, para vivir, en la seguridad de una vista guiada, los horrores que todavía se respiran entre esas paredes.
Es que allí no sólo están los ecos del sonido de los grilletes que arrastraban los presos. También las paredes parecen guardar las voces de presos históricos como Mateo Banks, el chacarero que en 1922 masacró a ocho personas en Tandil (tres hermanos una cuñada, dos sobrinas y dos peones), para quedarse con la fortuna familiar.
O las de Cayetano Santos Godino, «el petiso orejudo», un asesino serial, condenado a prisión perpetua por asesinar a tres chicos e intentar matar a otros siete y que fue asesinado por otros presos en ese mismo presidio tras matar a un gato que tenían como mascota. O la de Simón Radowitzky, un militante anarquista que en 1909, con una bomba, mató al jefe de Policía, el coronel Ramón Falcón, y a su secretario, Alberto Lartigau, y pasó allí 21 años hasta que luego de una frustrada fuga, en 1911 fue trasladado al Penal de Ushuaia, donde permaneció hasta que lo indultó el presidente Hipólito Yrigoyen el 14 de abril de 1930. Veintiseis años después murió en el exilio.
La cárcel llegó a alojar a más de 600 reclusos, y en 1911 anexó el Presidio Militar de Puerto Cook, en la Isla de los Estados, que alojó a los militares de la revolución radical de febrero de 1905 y allí no sólo están los ecos del sonido de los grilletes que arrastraban los presos.
Hubo un tiempo en que esta verdadera antesala del infierno, eufemísticamente llamada “Cárcel de Reincidentes” (como fue su primer nombre oficial), convivieron presos políticos con los mayores criminales de la historia argentina
Como presos políticos estuvieron los militantes radicales Ricardo Rojas -periodista y escritor; el diplomático Honorio Pueyrredón; y el diputado Pedro Bidegain, todos encarcelados por el gobierno de facto Félix Uriburu en 1930. Y José Berenguer, editor del diario anarquista La Protesta y junto con ellos, cientos de hombres anónimos que también conocieron aquella pesadilla, por pensar diferente. La historia se llevó sus datos. Pero en la helada Tierra del Fuego, en las paredes de “la cárcel del fin del mundo”, las llamas de esas vidas que se consumieron ahí, seguirán ardiendo para siempre.
(1). El segundo censo nacional realizado en 1895, no contabilizó a la diezmada población nativa, pero señaló que Tierra del Fuego tenía 477 habitantes y ya, en 1914, con la cárcel en pleno funcionamiento, eran 2504 (cinco veces más), los pobladores de ese territorio.
Arnoldo Canclini dice “Por largo tiempo, la radicación definitiva del penal, decidió el porvenir económico y social de la ciudad de Ushuaia y contribuyó a vigorizar la soberanía nacional en la región austral” (Diario La Nación, 23 de setiembre de 2002)
(Esta nota fue enriquecida con material extraído (en algunos casos textualmente) de un artículo de Leonardo Torresi, publicado en el diario Clarín de Buenos Aires el 3 de julio de 2002).
La Cárcel de Villa Devoto (1927)
El Complejo Penitenciario Federal de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, popularmente conocido como “Cárcel de Villa Devoto” está ubicado en un predio limitado por las calles Bermúdez, Nogoyá, Desaguadero y Pedro Lozano en el Barrio Villa Devoto y es único establecimiento penitenciario de máxima seguridad que aún permanece en funciones en la ciudad de Buenos Aires y desde 2018 existe un proyecto, severamente cuestionado, para trasladarla a la localidad de Marcos Paz.
Ocupa un predio ubicado en la calle Bermúdez 2651 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, un terreno donado donado por la familia Visillac en 1927 para instalar allí una Prisión para Contraventores dependiente de la Policía Federal.
En 1957, pasó a depender del Servicio Penitenciario Federal y recibió el nombre de Unidad Nº 2 y ya en el año 2007, recibió la actual denominación de “Complejo Penitenciario Federal” de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Tiene capacidad para albergar a 253 internos distribuidos en planta baja, y tres pisos que cuentan en total con ocho pabellones. Primer Piso: Pabellones 25 al 31, con capacidad para nueve internos cada uno. Pabellón 32: Capacidad para 8 internos.
A cargo de los mismos reclusos, allí funciona además, una panadería, una sastrería, una herrería, una carpintería, un taller para automotores, un domisanitario y una fábrica de bolsas de papel madera.
Dentro del complejo se encuentra el Hospital Central Penitenciario II, que cuenta con cuatro salas de internación de mediana complejidad y shockroom para atención de urgencias; además de otras especialidades médicas como oftalmología, traumatología, cardiología y un área de salud mental.
Libertad para todos y violencia extrema
El 25 de mayo de 1973, día en que asumió la presidencia Héctor José Cámpora, luego de que se aprobara una amplia amnistía para los delitos cometidos por «móviles políticos, sociales, gremiales o estudiantiles», fueron liberados todos los presos que allí residían
El 14 de marzo de 1978 se produjo el motín más trágico de la Argentina, llamado “motín de los colchones”, durante el cual, entre 60 a 65 internos (dependiendo de la fuente) perdieron la vida por asfixia, quemaduras o fueron víctimas de la represión policial y 85 resultaron heridos debido a la quema de colchones que realizaron los reclusos.
Entre 1976 y 1983, fue una de las cárceles que se utilizaron para alojar en forma ilegal a miles de disidentes políticos sometidos a un régimen carcelario de extrema severidad, sistematización de tortura y malos tratos, alimentación insuficiente y falta total de atención médica.
Se pone en marcha un proyecto superador
Optimizando un proyecto dirigido a estimular la superación personal de los reclusos que ya les ofrecía la posibilidad de realizar estudios primarios y secundarios, en 1985 se constituyó el “Centro Universitario de Devoto” (CUD), un espacio en el interior de la Cárcel, donde los detenidos tienen acceso a estudios universitarios a través de un Programa especial de la Universidad Nacional de Buenos Aires.
Una experiencia pionera y una referencia ineludible, a nivel nacional e internacional en materia de educación superior en contextos de encierro, que ha logrado excepcionales resultados:
En poco menos de cuarenta años, han pasado por esas aulas más de tres mil alumnos y 500 de ellos han finalizado exitosamente una de las seis carreras que allí se dictan: Derecho, Ciencias Sociales, Ciencias Económicas, Ciencias Exactas y Naturales, Psicología y Filosofía y Letras, habiendo recuperado su libertad, dato cuya importancia se potencia, teniendo en cuenta que el sistema, ha logrado registrar una tasa de reincidencia casi tres veces más baja que la de los presos que no estudian. La enorme mayoría de los reclusos que pasan por Devoto, no vuelve a cometer delitos ni tener posteriores contactos con el sistema penal. En 2006, se instaló en el interior de la Cárcel, una Sinagoga para atender las necesidades de los reclusos del credo judío.