LA VEZ QUE SARMIENTO FUE CÉSAR

DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO se autonombra «César», creyéndose ser semejante al famoso romano y portador de sus mismos méritos.

Tenía DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO un marcado aprecio por el doctor CARLOS MARÍA RAMÍREZ, uruguayo, hombre de singular talento e ilustración, redactor en jefe de «El Siglo» y «La Razón» de Montevideo, en distintas épocas.

Desde sus columnas combatió con energía y sin miedo a esos gobiernos funestos que deshonraron su patria y afrentaron la civilización, viéndose con frecuencia obligado a emigrar.

Y fue precisamente el doctor RAMÍREZ, uno de los deportados a La Habana, en compañía de sus hermanos, JOSÉ PEDRO y OCTAVIO y otros distinguidísimos ciudadanos en el casi destruído barco «Puig», elegido expresamente para que se sumergiese en el Océano con su carga de altiveces y patriotismo.

En uno de esos destierros, junto con algunos de ellos, voluntarios decididos para escapar a los vejámenes o al puñal de los asesinos al servicio de esos gobiernos, había fijado su residencia en el Tigre (localidad de la provincia de Buenos Aires)  y hasta allí SARMIENTO  fue a visitarlo.

Creyendo, sin duda, que al llegar a Tigre, el primer coche que se le ofreciere al dejar el tren, le llevaría a lo de RAMÍREZ, no se preocupó de tener las señas exactas de su domicilio.

Grande fue su sorpresa al ver que ninguno de los cocheros conocía a su amigo RAMÍREZ, al menos por su nombre y apellido, pues allí se lo conocía como el «loquito de lo de Baqueiro», dándole así el nombre del propietario de la finca que habitaba el uruguayo.

Resulta que viviendo su vida intelectual, sin preocuparse mayormente de la vida exterior, si se le observaba o no, entregado RAMÍREZ a leer, escribir libros y estudiar, no tenía tiempo para pasear en coche por la vecindad, pues sus paseos los hacía en su propia casa, yendo de un extremo al otro del comedor, hablando, gesticulando, accionando y dando lugar a que se le creyera loco,

Pero SARMIENTO no desmayó de su propósito de visitarle, y comprendiendo que si no paseaba en coche, por lo menos comería pan, decidió preguntar por el domicilio de su amigo al primer panadero que pasase y así lo hizo. -¿Conoce usted al doctor Ramírez? ¿Sabe dónde vive?… -Sí, señor. -Lléveme, pues.

Y sin esperar el asentimiento del conductor del carro, aunque con alguna dificultad, se instaló a su lado. A poco andar el carro se detuvo delante de la casa de Ramírez. «Es aquí, señor». Y mientras descendía el gran hombre con mayor dificultad de la con que había subido al elevado pescante, transformado por él en sitial, y por su imaginación en carro triunfal de emperadores, preguntó al servicial conductor al que creía gratificar en exceso con el alto honor de haberle llevado:

«¿Sabe usted a quien ha traído?…-No, señor. -¡A César, pues!», le dice SARMIENTO penetrando a la casa, persuadido de su valer de entonces, de su valer futuro, de su agigantado valor después de la muerte, dejando al pobre hombre estupefacto primero, sonriente después e incrédulo por último, pues él no conocía ni había más César por aquellos parajes que «Don Oliveira Cézar», antiguo vecino de Tigre, que que en nada se le parecía a su pasajero (dixit Máximo Portela).

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