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LA ACTIVIDAD GANADERA EN LA PAMPA (1560)
Los caballos y vacas traídos por los españoles y abandonados en las desiertas pampas, a mediados del siglo XVI, se habían multiplicado prodigiosamente.
Transcurrido apenas un siglo, el ganado vacuno salvaje constituía ya inagotable fuente de riqueza, explotada de una manera primitiva y bárbara. Las naves españolas que, con permiso especial, venían de cuando en cuando a Buenos Aires, cargaban a su regreso gran cantidad de pieles, y mucho más cargaban de contrabando las inglesas, portuguesas y holandesas.
Las pieles de mercadería eran sólo las de toro, y no de cualquier toro. Como se decía corrientemente, debían ser «de ley», es decir, de cierta medida, siendo rechazadas por los mercaderes las que no la tuvieran.
Así es que, como no todas eran de medida, para enviar cincuenta mil pieles a Europa se sacrificaban ochenta mil reses. Algunos campesinos por puro placer, perseguían y mataban millares de toros; vacas y terneros, y, sacándoles sólo la lengua, abandonaban el resto en el campo.
Mayor estrago aún hacían los que iban a buscar grasa, que entonces servía en lugar de aceite, de tocino, de manteca, y también de materia combustible. Produciendo una espantosa mortandad entre los rebaños salvajes, sacaban un poco de grasa de los que consideraban suficientemente gordos y cuando habían cargado bien sus carros, regresaban sin cuidarse de lo demás.
Pero lo que más daño causaba a nuestra economía eran «las vaquerías». Como todo lo que no se utilizaba se perdía como fuente de rentas, el Cabildo de Buenos Aires cobro más tarde un impuesto que se llamaba «derecho de vaquería», para que lo pagaran quienes se ocupaban de la explotación de aquella ganadería salvaje, cualesquiera fueren sus objetivos (cueros, sebo o lo que fuere).
Qué eran las vaquerías?. Se llamaban así a los rodeos de ganado cimarrón que se realizaban durante el período colonial y que constituyeron la base del mercado de los cueros y del sebo, primera industria autóctona que se desarrolló en el país.
Quienes se dedicaban a esta actividad, debían obtener primero el permiso del Cabildo local y pagar el impuesto establecido, pero, no siendo fáciles de vigilar, las grandes matanzas de ganado, continuaron sin que se cobrara regularmente el impuesto. Obtenido el permiso, parece ser que ya nada les impedía emprender «la cacería».
Formando una tropa de hombres a caballo, se dirigían hacia donde sabían que se encontraban reunidas las grandes manadas de reses cimarronas (sin dueño) y, llegados al lugar, rodeaban el ganado hasta detenerlo en un punto propicio para lo que vendría y se formaba allí el «rodeo», que cubría una gran extensión de la campaña.
Comenzaban entonces una loca carrera de la muerte a través del rebaño, armados de un instrumento cortante de hierro en forma de hoz o media luna, atado a la punta de un asta. Daban con él un golpe en las patas traseras del animal, tan diestramente, que limpiamente le cortaban el nervio sobre la juntura.
La pata se encogía al instante, y después de haber cojeado algunos pasos, la bestia caía, sin poder levantarse más. De esta forma, solo diez y ocho o veinte hombres postraban en una hora setecientas u ochocientas reses y a veces más.
Cuando estaban cansados de esa salvaje tarea, desmontaban del caballo y reposaban un poco, mientras otros hombres que habían estado antes descansando, enderezaban las reses caídas, se arrojaban sobre ellas y las degollaban. Les sacaban la piel y el sebo, y a algunas también la lengua, y abandonaban el resto para festín de los caranchos, chimangos y perros salvajes del campo.
Durante el siglo XVIII, este mercado alcanzó su máxima plenitud, pero con el tiempo, las manadas de ganado cimarrón comenzaron a desaparecer con tanta rapidez que en 1796 se las protegió bajo ordenanza del gobierno virreinal.
Los perros salvajes, llamados cimarrones, multiplicándose a su vez ilimitadamente, cubrían las campañas vecinas a la ciudad de Buenos Aires. Vivían en cuevas subterráneas, que abrían ellos mismos, y cuya embocadura parecía un cementerio, por la cantidad de huesos que la rodeaban.
Ellos terminaban la acción de los hombres y de las aves de rapiña, devorando los restos de los animales muertos. En épocas de hambre, los perros cimarrones constituían un peligro para las haciendas y hasta para los hombres y por esto, cierta vez, un gobernador de Buenos Aires decidió enviar un piquete de soldados armados de mosquetes para eliminarlos.
Estos hombres cumplieron bien con su cometido, pero, al volver a la ciudad, fueron objeto de las burlas de los muchachos, que según parece, eran entonces algo indisciplinados en estas tierras. Comenzaron a gritarles por las calles: «Mataperros!».
Y tanto se avergonzaron los soldados, que después no quisieron obedecer al gobernador, para continuar con la matanza (Según un relato del sacerdote Cayetano Cattaneo).