EL “SER” ARGENTINO

Para establecer con justicia las características que definen a los argentinos y responder a la pregunta de “por qué somos así?”, es necesario primero, comprender que somos como somos, ya desde los albores mismos de nuestra nacionalidad.

Un sincero repaso de nuestra Historia, demuestra que nuestro carácter, malas (y buenas) costumbres, gustos, flaquezas y virtudes, nos vienen de lejos y que los problemas que hoy agobian a los argentinos, son exactamente los mismos que siempre los agobiaron por no saber leer y aceptar esa historia.

Quizás esté en nuestros genes. Quizás la culpa sea de las extraordinarias riquezas naturales con las que Dios quiso dotarnos. Quizás haya sido que nuestro destino estuvo marcado por la ineludible mezcla de sangres que se produjo por la avalancha de inmigrantes que llegaron a nuestras tierras, atraídos por la bonanza que se les ofrecía.

No lo sabemos. Lo que si sabemos es que el argentino porta sobre su frente, un sello que lo distingue netamente de entre todos sus pares con el mismo origen Hispanoamericano.

Ni mejor ni peor. Solamente distinto y más distinto aún, el “porteño”, habitante de la ciudad que más pronto tuvo contacto con el resto del mundo y más inmigrantes acogió en su seno.

Somos producto de esa mezcla de sangres, pasiones y hábitos. Somos el resultado de esa simbiosis mágica que se produjo cuando el español que vino a la América recién descubierta. se unió con las nativas y le dio vida al “gaucho”.

Nuestros ancestros vinieron de España, Italia, Portugal, Francia, Inglaterra, Holanda, África y viajeros llegados desde antiguos Imperios prehispánicos. Vaya mezcla !!, heterogénea y explosiva. Vaya conmoción genética que con estos componentes, le dio vida al “ser argentino”.

Es obvio que hasta 1810, no podemos hablar de la existencia del biotipo “argentino”, pero si es coherente empezar a considerar su existencia a partir de esa fecha, pues ya había explotado el sentido de pertenencia que impulsó a los criollos a la búsqueda de su libertad, un bien que a partir de entonces, le será reconocido como propio de su genética.

Pero el producto que había nacido: el criollo y su más característica expresión, el “gaucho”, todavía era un engendro que no tenía muy definida su identidad.

Libre?, si. Lo era por vocación y porque había luchado para serlo. Responsable:? No. Porque no dependía de nadie que le dijera lo que tenía que hacer para sobrevivir. Laborioso?. No, porque no necesitaba trabajar para vivir su vida con todo lo que la naturaleza le brindaba sin exigirle esfuerzo. Indolente?. Si, Porque se satisfacía con muy poco y era parco en sus gustos y necesidades.

Cómo eran entonces aquellos primeros criollos al comienzo del siglo XIX?. Leamos algo de lo que se dijera en esos años acerca de ellos.

Criollos vagos y mal entretenidos (1812)
Un bando del Triunvirato, fechado el 8 de agosto de 1812, dispuso que todos aquellos que “no tengan propiedad legítima de que subsistir, serán considerados sirvientes y deberán llevar obligatoriamente una papeleta de su patrón visada por el juez de paz del partido”.

El documento, válido sólo por tres meses, era indispensable para transitar por la provincia y finalizaba diciendo “Ay del que sea sorprendido en una pulpería sin él!!!. De inmediato se lo considerará vago y mal entretenido y se lo forzará a servir cinco años en los cuerpos veteranos de militares o a trabajar para un patrón —con su justo sueldo— durante dos años. No sólo la autoridad, sino cualquier vecino de la campaña puede exigir la papeleta a los presuntos infractores”.

Preocupada por la severidad de este bando, “La Gazeta” indagó las causas que motivaron esa disposición y con el material obtenido, publicó el siguiente comentario:

“Es notorio que existe inquietud en los comandantes de las zonas fronterizas con el indio —como San Miguel de la Guardia del Monte— por la proliferación de vagabundos, que hasta conviven con los aborígenes y les trasmiten sus vicios. Pero éste no sería el motivo principal de la medida.

Sucede que en los últimos años, la propiedad rural se ha valorizado, pero faltan, sin embargo, los brazos suficientes para sacar su riqueza a la tierra. Nuestra población rural es escasa y por otra parte, reacia a conchabarse en una tarea fija.

Prefiere las tareas temporarias – yerra, vaquería, esquila— que son las que le permiten deambular libremente por la pampa y gastar sus modestas ganancias en cualquier lado donde se encuentre.

Pero ese estilo de vida no se adapta hoy a la nueva modalidad de la economía ni a las necesidades de los estancieros, especialmente de los dedicados a esta incipiente industria que son los saladeros.

En cuanto al ejército, cada vez son más acuciantes sus requerimientos de hombres útiles, tanto para luchar contra los realistas, como para defender la frontera de los aborígenes”.

Resulta evidente entonces que la medida tomada por las autoridades, trata de satisfacer las necesidades de personal que exponen esos dos ámbitos descritos: mano de obra para las industrias y soldados para el Ejército”.

“La disposición del Triunvirato, que conmociona a la vida rural y puede provocar tensiones entre la población gaucha y las autoridades; reconoce antecedentes en la legislación colonial que obligaba a los vagos (personas carentes de bienes raíces), a servir en el ejército, maniobra que se llamaba “leva”.

Lo mismo ocurría con los “mal entretenidos», gente con medios de subsistencia dudosos, especialmente los que provenían del juego. Si nos remontamos allá en el tiempo, el bando del 8 de agosto, tiene reminiscencias del sistema de servidumbre del “Bajo imperio romano”, que fijó la población rural libre de la “leva” y la convirtió en “siervos de la tierra”.

El gaucho un personaje muy extraño (Carta del Padre Gervasoni enviada en 1745 a su hermano Angelino Gervasoni, publicada en el Nº 38 de La Revista de Buenos Aires).

“Los que son acomodados, como lo son generalmente los que viven en el Litoral, usan chupa o chamarra, chaleco, calzones, calzoncillos, sombrero, calzado y un poncho  y los peones o jornaleros y gente pobre, no gastan zapatos; los más no tienen chaleco, chupa, ni camisa y calzones, ciñéndose a los ríñones una jerga que llaman chiripá; y si tienen algo de lo dicho, es sin remuda, andrajoso y puerco, pero  nunca les faltan los calzoncillos blancos, sombrero, poncho para taparse y unas bo­tas de medio pie sacadas de las piernas de los caballos y vacas.

“Sus habitaciones se reducen a ranchos o chozas, cubiertas de paja, con las paredes de palos verticales hincados en tierra y embarradas las coyunturas sin blanquear, las más sin puertas ni ventanas, sino cuando mucho de cuero. Los muebles se reducen, por lo general, a un barril para traer agua, a un cuerno para beberla y un asador de palo. Cuando mucho agregan una olla, una marmita y un banquillo, sin manteles ni nada más; pareciendo imposible que pueda vivir el hombre con tan pocos utensilios y comodidades, pues aun faltan las camas, no obstante la abundancia de lana”.

“Por supuesto que las mujeres van descalzas, puercas y andrajosas, asemejándose en todo a sus padres y maridos, sin coser ni hilar nada. Lo común es dormir toda la familia en el propio cuarto y los hijos que no oyen un reloj ni ven regla en nada, sino lagos, desiertos y pocos hombres vagos y desnudos corriendo tras las fieras y toros, se acostumbra a lo mismo y a la independencia”.

“No conocen medida para nada; no hacen alto en el pudor, ni en las comodidades y decencia, criándose sin instrucción ni sujeción alguna y son tan soeces y bárbaros, que se matan entre sí algunas veces, con frialdad que sí degollasen una vaca”.

“La religión corresponde a su estado, y sus vicios capitales, son una inclinación natural a matar animales y vacas con enorme desperdicio, repugnar toda ocupación que no se haga corriendo y maltratando caballos, jugar a los naipes, la embriaguez y el robo…”

“Lo que me asombraba y confundía era ver cómo se lo pasaban estos mestizos, que casi todos son carreteros. Por lo general no saben lo que son medias ni zapatos, duermen siempre vestidos, o en tierra sobre un cuero al sereno, o sentados en sus nichos. ¿Y la comida? Mataban por la tarde, sueltos los bueyes, uno o dos animales, lo que bastase para la tarde y el día siguiente, y todavía caliente lo desollaban. Tomaba cada uno la parte que le agradaba y cho­rreando sangre, la ensartaban en un palo que clavaban en el suelo, de modo que la carne tocase la llama que estaba debajo en el centro. Así volviéndola a un lado y otro se la comían medio “charruscada”.

“Echaban en medio de las brasas la cabeza con pelo y cuernos, hasta que la piel reventase por el calor y entonces decían que estaba cocinada. El mismo sistema observan siempre. Por esta razón todos los indios están dispensados por Roma de comer carne en cualquier día, porque no tienen ningún otro alimento”.

La primera cruza de razas
En el 1500, en estas tierras, ya se habían establecido definitivamente los españoles y la cruza con las nativas se hizo inevitable. Comenzaba a surgir esa nueva raza: los criollos.

Dotados con los genes de los andaluces, madrileños, gallegos, extremeños y catalanes; Gentilhombres y rufianes; hombres honorables y hombres sin códigos morales muy definidos; violentos y comprensivos; trabajadores e indolentes, todos mezclados por la descontrolada leva que los trajo a América, sembraron sus simientes en aborígenes nacidas en la libertad, temerosas de sus dioses, amantes de la naturaleza y forjadas en los rigores de una vida austera y primitiva.

El criollo, con su máxima expresión identificatoria como estandarte de una nueva raza: “el gaucho”, se lanzó entonces a transitar por las tierras que había comenzado a amar y a defender y poco a poco, fue se fue adaptando al mundo que se le imponía, portando en su cuerpo su mente y su espíritu, los genes heredados.

Pero la cosa no terminaría así. En XXXXX, el tráfico de esclavos había llegado a América y comenzaron a llegar hombres y mujeres de color que habían sido esclavizados en África. También ellos traían consigo su carga genética y su sangre se mezcló con la de los criollos, que sumaron así otras costumbres, vicios, y potencialidades a las les eran propias. Hispanoamérica se pobló entonces de afrodescendientes y criollos, que entreveraron su sangre y sus esperanzas de supervivencia.

La inmigración
A mediados del siglo XIX, incontables olas de inmigrantes, comenzaron a llegar a América y la Argentina, fue uno de sus destinos preferidos. Se los recibió como a hermanos bienvenidos y nos regalaron mucho más de lo que recibieron. Sus culturas ancestrales, sus experiencias de vida y sus ganas de vivir, calaron hondo en nuestros espíritus y cuando quisimos acordarnos, ya no había más criollos, aborígenes, negros ni europeos, en la República Argentina, había solamente Argentinos.

El ser argentino
Y así fue, que como producto de todos estos personajes, llegamos a hoy, luego de pasar por las luchas por la Independencia, el rechazo de invasores extranjeros, una guerra civil, la conquista del desierto, gobiernos duros, blandos y corruptos, repetidas crisis políticas, económicas y sociales, epidemias mortales Y GRANDES SATISFACCIONES que nos enorgullecen y estimulan para ser mejores.

Porque no siempre, ni todo fue malo. Dentro de la vorágine que fue la vida de los argentinos desde 1810 hasta el presente, como es lógico, hubo momentos, situaciones, hechos y noticias buenas y malas que supimos encarar con las armas y aptitudes que heredamos de esos heterogéneos ancestros.

Fueron todos ellos, las costumbres heredadas y los dolores vividos, los que nos marcaron y dejaron su impronta indeleblemente grabada en nuestra personalidad, acuñando el sello que nos identifica como “argentinos”, por nuestros vicios y nuestras virtudes; méritos y deméritos; esperanzas y frustraciones; apetencias y fundamentalmente, por lo que ahora son “nuestras costumbres”.

Si, fundamentalmente por nuestras costumbres, porque son ellas, las que identifican a un pueblo. Ellas son la marca registrada que los diferencia o los acerca a uno de otro. Lo que les da fama de laboriosos, honestos, efusivos, responsables, austeros, ordenados o no.

Y son ellas, “nuestras costumbres”, las que permiten que se nos clasifique como una sociedad, “un pais” muy especial, en grado superlativo e inimitable, por las costumbres y “vivezas” que atesoramos.

Y que amamos, cultivándolas amorosamente. Las defendemos contra viento y marea y por nada del mundo renunciaríamos a ellas. Tal vez porque más allá del hecho objetivo del apego, ellas nos definen, nos determinan y nos confieren identidad.

Y es precisamente que, hurgando en lo que he vivido y esperando no ser muy duro con mis estimaciones, puedo reconocer que algunas de las que aquí expongo, separando las “buenas” de las “malas”, son las responsables de lo que me pregunto en el comienzo de esta nota: Por qué somos así?.

La melancolía
Un viajero célebre —eI conde de Keyserling— dijo que los porteños eran tristes. Quizá equivocó el matiz. No es exactamente tristeza la palabra, sino melancolía. El argentino y en especial el porteño, es esencialmente melancólico, aun cuando esté alegre. Basta ver la mirada perdida de ciertos solitarios sentados a la mesa de un café. Basta ver esa luz crepuscular que está en el fondo de todas las miradas. Basta percibir cierta calidad de la sonrisa, cierto encogimiento de hombros ante las frustraciones de la vida y esa tendencia a la soledad, a la introspección y a las cosas íntimas y secretas. Algo que les viene, sin duda, de sus ancestros europeos y que los vuelve irrepetibles.

La inconstancia
Hombres y empresas argentinas, han perdido el rumbo unos y sus promisorios destinos otras, por su falta de constancia. Lo que se inicia con entusiasmo y optimismo, ante la falta de rápidos y halagüeños resultados, pronto se deja de lado en busca de caminos alternativos, condenados siempre al fracaso por la falta de continuidad en el esfuerzo.

La picardía o “viveza criolla”
Cuántos argentinos y extranjeros confiados que no conocen ni han experimentado las sutilezas de un buen “cuento del Tío”, han sufrido las consecuencias de haber sido víctimas de una argentino “pícaro”. Son incontables las referencias periodísticas acerca de esta cuestión y da pena, que tanto ingenio, sutileza, paciencia y arte escénico se desperdicie en una gestión dolosa, en la que los argentinos, son maestros.

La tentación por lo riesgoso y lo ilegal
La búsqueda de caminos fáciles para lograr objetivos, no siempre legales o ajustados a derecho, hace que ante una ley, un reglamento, o una disposición, el argentino se pone a conjeturar de qué manera podría burlarlo.

La corrupción
Ya desde aquellos lejanos años del siglo XVI, el Puerto de Buenos Aires, se había transformado en el sitio más corrupto de las colonias Hispanoamericanas y largo tiempo debió ser inhabilitado para evitar los perjuicios que ello le llevaba a la corona de España. Fueron famosas las trapisondas y negociados que encabezó el inefable Vergara, reconocido como el primer “corrupto de América”, cuyo ejemplo fue seguido por funcionarios, comerciantes y especuladores que medraron exitosamente hasta nuestros días, debido a su falta de sentido moral (según dirá Jorge Luis Borges).

La soberbia
Somos realmente buenos en todo, o solamente nos creemos serlo?. Somos capaces de encarar cualquier aventura, negocio o circunstancia con coraje, decisión y posibilidades de éxito, o somos simplemente osados aventureros que nos lanzamos al vacío sin medir las consecuencias?. El argentino se siente “Superhombre” y como tal, capaz de superar cualquier obstáculo y son muy pocos, los que realmente lo consiguen, porque al argentino les falta constancia para el esfuerzo. Un chileno amigo, siempre terminaba sus discusiones conmigo, recordándome lo que se decía en su país acerca de los argentinos “a los “che” es mejor comprarlos por lo que valen y no por lo que creen valer”.

La especulación
Uno de los “deportes” preferidos de los argentinos duchos en números y en inversiones. Una costumbre muy arraigada y que viene de lejos, empujada por compulsivas razones: el fluctuante valor de nuestra moneda, y la inflación.

Poner dinero a plazo fijo, comprar oro, cambiar por dólares, obliga a los porteños a una gimnasia cotidiana que ya es casi un deporte y su pasión los lleva hasta niveles de locura, poniendo en riesgo no solo sus bienes y hasta sus fortunas personales, sino que la búsqueda de ganancias, adormece y hasta desaparecer su compromiso con el país y su gente, víctimas propiciatorias de su enceguecida pasión por ganar dinero.

Sin descartar la posible existencia de antecedentes a lo que se llamó “Pánico de 1890”, exponemos esta aciaga circunstancia por la que debió pasar la República Argentina en ese año, por considerar que “la especulación”, la causa de ese desastre que debimos sufrir, junto con la corrupción, es uno de los peores símbolos de una actitud y una rémora moral que identifica a los argentinos.

Eran los tiempos de la presidencia de JUÁREZ CELMAN, que había asumido en 1886 y una grave crisis castigaba a la Nación. La especulación era la actividad favorita y hasta el mismo Presidente, al que se responsabilizaba de gran parte de la situación, la había denunciado diciendo:

«El juego y las ganancias fáciles suprimen el trabajo; el contagio se extiende: en Rosario ya tienen Bolsa y se juega por decenas de millones».

«Se anuncian nuevas Bolsas en Córdoba, Mendoza y otras provincias, la administración no encuentra hombres para determinados empleos porque en la Bolsa, corredores y clientes ganan más y con más facilidad».

La mayor parte de las transacciones giraba alrededor de la venta de terrenos y la lectura predilecta del público había pasado a ser los avisos de remates de tierras que ocupaban páginas enteras de los periódicos.

Mientras tanto, se paralizaron las obras públicas, se multiplicaron las huelgas y aumentó el costo de vida. Las ganancias fáciles crearon en los grupos cercanos al poder una nueva moral: lo importante era tener riquezas y no importaba cómo se lograban. El lujo, el juego y la ostentación eran la norma del día.

Para hacer frente a esa situación se organizó un grupo formado por personalidades de diferente origen, pero que tenían en común la idea de cambiar la situación del país.

Su primera reunión tuvo lugar a principios de 1890 y no se tienen mayores noticias sobre lo tratado o sobre si pudieron hacer algo para superar el problema que enfrentaban. Lo que sí se sabe es que las cosas continuaron como estaban y así es como hoy, la misma vocación especulativa y escasa disposición para el trabajo pautado, son dos de nuestros males que vienen de lejos, dos flagelos que afectan a nuestra sociedad.

La individualidad
Sin darnos cuenta y quizás influenciados por nuestros orígenes de solitarios caminadores de estas vastas tierras, el estilo de vida de nuestros ancestros y las exigencias que nos imponía la supervivencia en soledad, los argentinos (según el periodista Jorge Fernández Díaz), fuimos sustituyendo paso a paso la realización concreta del progreso colectivo por acciones individuales y, sobre todo, por su mera enunciación verbal.

La penuria imaginativa
Una “no virtud” analizada por el poeta Jorge Luis Borges, que le resta a los argentinos, la posibilidad de encontrar soluciones coherentes y novedosas a problemas repetidos, incurriendo así en el mismo error, una y otra vez.

La coima
Una costumbre extendida entre los argentinos. Pasar un televisor por la Aduana, o agilizar un trámite cualquiera, requieren, cada vez con más frecuencia, el «adorno» de unos cuantos billetes. El fenómeno es más evidente cuando alguien se acerca a cualquier boletería de cine o teatro de estreno, para conseguir una entrada “cuando están agotadas” o para lograr una buena ubicación. La coima no provoca demasiadas rebeliones, sino más bien la resignación a una verdadera y lamentable institución.

Lo bueno que tenemos
Para quitarnos el sabor amargo que posiblemente, estos comentarios que hemos hecho, le dejen al lector, nos apresuramos a enunciar algunas de nuestras “costumbres o características buenas”, como se las reconoce en el mundo:

El amor a la Patria y a la familia, la solidaridad, la piedad, la lucha por la libertad, la sinceridad, la generosidad, la religiosidad y la diversidad religiosa, el disfrute de la vida tal como se nos ofrece y otras costumbres que son típicamente nuestras; porque, aunque sean compartidas en otras latitudes y sociedades, no lo son con el rigor, la espontaneidad, la pasión, la constancia y el orgullo que las caracteriza, cuando son puestas en práctica por los argentinos:

El piropo
Ninguna mujer en el mundo puede llegar a sentirse más gratificada que caminando por las calles de Buenos Aires. Siempre habrá para ellas la ofrenda de la mirada y la palabra de los hombres. Porque el porteño hace del piropo casi un oficio. Y, en el homenaje a la mujer, ninguna metáfora deja de tener su eficacia, aun la más delirante o surrealista. El humor, la ironía, las hipérboles coexisten en el piropo porteño con la pasión manducatoria. ¡»Rica, te comería toda»! «¡Qué bombón!», son ejemplos más que frecuentes.

Los romances callejeros
En general, son adolescentes que no tienen demasiados prejuicios en demostrar su efusividad a plena luz del día y ante la mirada, a veces crítica, a veces complaciente y divertida, de los paseantes. El asiento del colectivo, la cola del cine, el banco de una plaza, la escalinata de la costanera, cualquier rincón es bueno para quererse y poner una nota de ternura en las calles de la ciudad.

El cine y la pizza
Otra ceremonia irrenunciable. Locos por el cine, los por­teños no vacilan en hacer largas colas los sábados para ver el último estreno. Claro que la fiesta no es completa si no va acompañada, a la salida, por una suculenta porción de muzzarella, en donde, previamente, se han casado con felicidad el tomate y el queso.

Las discusiones entre colectiveros y tacheros
La sangre nunca llega al río, por suerte, aunque se intercambian las frases más terribles que mente humana pueda imaginar, con prolijo repaso de los árboles genealógicos de cada uno de los contendientes.

La cachada
Costumbre palpable en esquinas de barrio, en oficinas, en cafés, la «tomada de pelo» suele exigir, con frecuencia, el complot de unos cuantos contra algún otro —la víctima— que siempre ignora el asunto y cae inocente­mente en la trampa, para regocijo interminable de los «cachadores».

Las despedidas de soltero
Quizá en ninguna otra parte del mundo terminen como en Buenos Aires, con el futuro marido encadenado «en cueros» al Obelisco o paseado en el baúl de un coche cubierto de harina, plumas y otras especies menos santas.

El fútbol de los domingos
Buenos Aires es la ciudad que más estadios de fútbol tiene en el mundo y “los hinchas” argentinos, han sido declarados por la FIFA “la campeona mundial de las hinchadas”. Ir a ver jugar al equipo amado presupone, además, otras posibilidades que arañan la sociología: la comunión con los otros, la liberación de las tensiones acumuladas durante la semana. Amontonados en trenes y colectivos, “los hinchas” van al estadio como a un combate, provistos de banderas, bombos, pitos, matracas y paraguas. A la vuelta, sus cantos de guerra se transforman en lamentaciones, en predicciones para el futuro, en amenazas para el contrario vencedor. La fiesta ha terminado, pero sólo para volver a empezar la semana siguiente, así, todas las semanas.

El merodeo por librerías y disquerías
Acaso no compren nada, acaso sólo quieran estarse horas y horas husmeando los estantes, las ofertas, las mesas de saldos. El placer está en eso: en merodear. Y en Buenos Aires, las librerías y disquerías abiertas hasta la madrugada son reductos que avivan la costumbre.

 Nuestra Historia y el “relato de nuestra Historia”
Todo lo que hasta aquí hemos dicho, cuenta con el aval de mi propia experiencia, pero soy consciente que no siempre lo que se nos dice o lo que hemos leído, se ajusta a la realidad. Quizás sea la verdad de quien lo dice, pero casi seguramente, ésta será una verdad, consciente o inconscientemente, adecuada a la conveniencia de alguien o algo.

Por eso es necesario recurrir a varias fuentes, para conocer lo que será al fin, solamente “una aproximación a la realidad”, que es lo que hace el periodista Jorge Lanata, en su libro “Argentina”.

Empeñado en mostrarnos una historia que no es la que nos contaron, dice cosas que quizás nos ayuden a responder nuestra pregunta y con tal intención destacamos algunos párrafos de su obra:

«…. En 1605 la profesión de maestro no era respetada en Buenos Aires y un sastre porteño usaba “un metro falso”. También dice que “en 1614 hubo fraude electoral y que algunos gobernantes terminaron engrillados. Cuenta de precios descontrolados en la ciudad colonial y que los contrabandistas compraban el cargo de virrey. Que nunca hubo una sola ley, sino que siempre hubo dos».

«Que «la fundación de Buenos Aires fue paraguaya» y para decir esto se basa en que «Sólo diez de los sesenta y cinco eran españoles, el resto eran americanos, “hijos de la tierra”’ que hablaban guaraní y también aquellos descritos por Garay como “mancebos desordenados'». Más: «Junto a sus familias sumaban trescientas personas».

“No hubo dos invasiones inglesas sino tres (y hay quienes dicen que fueron ocho) y la participación del pueblo durante las invasiones inglesas no fue tan heroica como nos contaron, sino más bien generosamente hospitalaria”.

“Pero no solo se detiene en lo que nos descalifica, sino que destaca la sorprendente generosidad de muchos de los personajes que hicieron nuestra historia; que Mariano Moreno, tenía solamente 32 años cuando hizo todo lo que hizo y que Belgrano estaba para otra cosa y sin embargo también hizo todo lo que hizo»

Lanata dice que buscaba una pista sobre «por qué somos cómo somos», pero que encontró más preguntas que respuestas. Meterse con el pasado, sin embargo, le pareció útil: «Te hace pensar que somos una parte de un proceso. No creo que haya una relación de causalidad directa entre el pasado y el futuro; el futuro se puede ir modificando. Pero hay un peso muy importante, hay una cosa atávica. Somos como nos dijeron que teníamos que ser: todo el tiempo somos el mañana, nunca somos el hoy. Somos como los chicos prodigio: ya tenemos pelos en las gambas, barba; el futuro llegó hace mucho, no pasó nada y nos estamos gastando la guita que habíamos ahorrado…»

Fuentes. «Mentalidades argentinas». A.J. Pérez Amuchástegui, Ed. EUDEBA, Buenos Aires, 1988; “Argentinos”. Jorge Lanata, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2008; “Argentina, análisis y autoanálisis”. Herald Ernest Lewald, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1969; “Ser argentino”. Pedro Orgambide, Ed. Temas, Buenos Aires, 2000; “El atroz encanto de ser argentinos”. Marcos Aguinis, Ed. Planeta, Buenos Aires, 2001: “República de viento. Un país sin memoria”. Rodolfo Alonso, “Qué es ser argentino?”. Andrea Cobas, Revista Cultural de Nuestra América, en PDF, 2016

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