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EL PEQUEÑO PRISIONERO DE SIPE-SIPE (1815)
Durante la guerra de la Independencia de Hispanoamérica (1810-1825), fue común que los jóvenes ingresaran al servicio de las armas cuando apenas habían salido de la infancia: algunos, a los 14, y aun a los 12 años, pasaban, sin transición, del colegio al ejército.
A pesar de ser esto una cosa corriente, hubo un personaje poco conocido que debe llamarnos la atención por su precocidad. Sus memorias han sido publicadas en la “Biblioteca de Mayo”, editada por el Senado de la Nación con motivo del sesquicentenario de la Revolución de Mayo y allí figura con el nombre de JUAN ISIDORO QUESADA..
Este niño soldado precoz, nacido en junio de 1802, estuvo en el sitio de Montevideo, en 1814, por lo que resulta que se alistó cuando tenía solamente 12 años. Luego marchó con el ejército del norte y cuando cayó prisionero en la batalla de Sipe-Sipe, en 1815, todavía no había cumplido los catorce años, Bien pronto fue ascendido a Alférez, y se destacó por su valentía en combate, aunque como todo niño, su corazón aún se mantenía abierto a la bondad y a la generosidad.
Cuando luego de que las tropas de JOSÉ RONDEAU fueran derrotadas en la batalla de Sipe-Sipe (o de Viluma el 28/11/1815), los prisioneros tomados por los realistas se destinaron a trabajar en las casamatas del Callao, unas mazmorras de triste recuerdo en las que fueron encerrados muchos soldados argentinos.
JUAN ISIDRO QUESADA fue uno de ellos y contó en sus “Memorias”, con lujo de detalles, la penurias que debieron sufrir de los prisioneros durante su marcha por los pueblos peruanos (o altoperuanos) hasta que llegaron a la prisión a la que estaban destinados.
Con frecuencia, cuenta, “sufrían malos tratos de los guardianes, aunque otras veces, las menos, eran tratados con bondad. En la villa de Oruro, se aglomeró el pueblo para golpearnos; pero en otros lugares eramos recibidos caritativamente.
En algunos pueblos de indios, «los indios y cholos de ambos sexos salían a recibirnos con comida y pan —dice Quesada— y muchos nos daban sus jergas y mantas para que nos tapásemos. Yo —agrega— recibí un par de zapatos y un pantalón que se quitó de su cuerpo un indio, y me dijo: “Tome, niño… yo no los necesito porque estoy acostumbrado a andar descalzo y aun desnudo.. .”.
El oficial niño recordaría toda su vida las expresiones de bondad o los rigores padecidos. Cuando en la sierra, en medio de la nieve, se había abandonado a morir, por carecer ya de fuerzas para seguir andando, un arriero peruano lo socorrió, dándole de comer pan y cebollas con una buena botella de vino.
El oflcialito QUESADA (que con el tiempo llegaría a coronel) se complace en recordar, muchos años después, los rasgos de humanidad que encontró en su camino… Recuerda a los que le ofrecieron buenas situaciones si se pasaba al bando del Rey, y a los que sin exigirle nada, lo socorrieron y lo consolaron cariñosamente. Las memorias de QUESADA abundan en situaciones emotivas. Ni siquiera faltan las lágrimas para que su historia se parezca al cuento de “Corazón”, de Edmundo de Amlcis. Un cuento que podría haberse llamado: “El pequeño prisionero de Sipe-Sipe”.
Tambien, habla de la hospitalidad de las familias moqueguanas a las cuales rinde un cariñoso tributo por su amistad al «pequeño porteño»