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BRUJOS Y HECHICEROS (siglo XVIII)
En absolutamente todas las tribus de aborígenes que habitaban estos territorios, era infaltable la presencia de «hechiceros» que según creían firmemente, habían sido dotados por sus dioses, para que pudieran vencer en sus guerras, curarles sus enfermedades y alejar los demonios que los querían mal.
Los brujos de los “tehuelches”, al son de sus cajas y de sus mates llenos de caracoles, decían que veían el futuro en el mundo subterráneo y a este respecto, en cierta oportunidad, el jesuita TOMÁS FALKNER, contó que una noche se le acercó el cacique tehuelche HUENTUYA para contarle que uno de sus hechiceros acababa de descubrir uno de estos lugares subterráneos y lo ubicaba precisamente, debajo de donde ellos estaban.
«Cuando dejé de reirme, agrega FALKNER, «haciéndole ver su inocencia, si se dejaba engañar con tales fábulas y desatinos, en un arranque de súbita sinceridad me contestó con aire de desprecio: “epucungeing’a (son cuentos de vieja).
Pero no todos los aborígenes pensaban igual. Los “moluches” creían ciegamente en el espíritu malo, que llaman “buecuvoe” (el vago de afuera). Para los “tehuelches” y “chechehets” es “atskannkanatz” y para los demás “puelches”, se llama “valichú”. Dice el historiador FEBRËS al respecto, que “huecuvo” es cierta deidad o ente de razón que finge ser causa de sus muertes, enfermedades y trabajos de brujería.
De estos demonios, reconocen que hay un sinnúmero que se andan por el mundo y a ellos les atribuyen cuanto mal acontece en él, ya sea al hombre o a las bestias.
Y llegan a tal extremo en sus creencias, que para ellos, son estos temibles seres, la causa del cansancio y el desfallecimiento que les sobreviene en sus largas jornadas de caza o en sus fatigas del trabajo.
Según ellos, estos hechiceros tienen dos de estos demonios continuamente a su lado, suministrándole los medios para predecir lo que está por suceder, avisar lo que está aconteciendo en un momento dado en otro lugar, aún, por distante que esté y le permiten curar a los enfermos, haciéndose ellos cargo de combatir, expulsar o ganarse a los otros demonios, que son la causa de su tormento.
Creen también que las almas de sus hechiceros, después que éstos mueren, pasan a formar parte de estos demonios que rondan por la oscuridad.
El culto de los indígenas se dirige exclusivamente hacia el ser maligno, excepción hecha de algunas ceremonias con las que reverencias a sus muertos.
En tales ocasiones, se reúnen en el toldo del hechicero, mientras éste permanece oculto en un rincón del mismo para que no lo vean. En ese lugar él tiene un pequeño tambor, uno o dos matecitos (alabazas secas y vaciadas), que contienen conchillas y algunas bolsitas de cuero, cuadradas, todas pintadas en las que guarda sus amuletos. La ceremonia empieza cuando el hechicero arranca unos sonidos extraños en su tambor y de sus sonajas.
De inmediato se hace el poseído o finge luchar con el diablo que se ha apoderado de él. Pone los ojos vueltos hacia arriba y se le desfigura la cara, echa espuma por la boca y las coyunturas de le retuercen en posiciones inverosímiles. Finalmente, luego de tener las más violentas convulsiones, queda tieso y yerto como epiléptico.
Pasado cierto tiempo hace como que vuelve en si, demostrando que ha vencido al demonio y finge que escucha una voz (que el trance en que se encuentran los asistentes, hace que todos la oigan), que parece ser del espíritu maligno que con voz lastimera se declara vencido por el hechicero.
Después, sentado en un trípode de palos y cuero, se dispone a contestar las preguntas que le harán los presentes. Poco importa que las respuestas y los augurios sean ciertos o no, porque si resultan falsos o no se cumplen, la culpa la tendrá el diablo, que se resiste a declararse totalmente vencido y el pago por la consulta (caballos, alchol o mujeres), ya se habrá verificado.
El cargo de hechicero es por demás peligroso, no obstante los mucho que generalmente se lo respeta. Suele acontecer que cuando muere algún cacique importante, también matan a algunos de sus hechiceros para que lo acompañen y lo protejan de los demonios, salvo en el caso de que el hechicero haya tenido algún problema con el cacique, porque ahí si, lo matan porque le atribuyen a su mala intervención, el que los demonios hayan provocado la muerte del cacique.
Cuando sobrevienen pestes o epidemias en las que muchos indígenas mueren, mal le va a los hechiceros. Con motivo de la viruela que apareció después de la muerte del cacique “MAYÚ PILQUI’YA y mucha de su gente, lo que casi acabó con los “Chechets”, el cacique CANGAPOLE ordenó que diesen muerte a todos los hechiceros de la tribu, para ver si de este modo, se acababa con la peste.
Los hechiceros son de los dos sexos. Los hechiceros varones tienen que abandonar su sexo (esto es figuradamente) y vestirse de mujer. No se pueden casar aunque a las hechiceras o brujas, sí se les permite eso.
La separación de los destinados a este oficio, se hace durante la niñez de los elegidos y siempre se le da preferencia a aquellos que en sus primeros años, dan señales de poseer un carácter afeminado.
Desde muy temprana edad visten ropas de mujer y se les entrega el tambor y las sonajas propias del destino que se les ha marcado. Los epilépticos y los atacados por el “mal de San Vito”, son desde luego seleccionados para este destino, como si hubieran sido designados para ello por los mismos demonios, porque a estos enfermos, los creen poseídos por ellos y a ellos les atribuyen las convulsiones y retortijones, tan comunes en los paroxismos de la epilepsia (ver Cuentos, leyendas y supersticiones).
Fuente. «Descripción de la Patagonia y de las partes antiguas de la América del Sur. Tomás P. Falkner, Ed. Universidad Nacional de La Plata, La Plata, 1911.
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