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LOS CARNAVALES DEL SIGLO XIX
Los carnavales fueron una fiesta popular que venía desde tiempos remotos en América y en el siglo XVI, cuando la República Argentina aún, ni tan siquiera existía, ya se realizaban en estas tierras, los “descontroles de febrero”, como se los llamaba a los carnavales.
En América, los contenidos de esta fiesta vinculados ancestralmente con la «madre tierra», fueron transformados por la llegada de los conquistadores españoles. Y al incorporar así otras formas y otros protagonistas, las calles de Buenos Aires comenzaron a iluminarse con los «Corsos barriales» y los juegos con agua, reemplazantes quizás de las famosas batallas florales venecianas , la actuación de “comparsas y el desfile de carrozas, alterados en su solemnidad, por bulliciosas “murgas”, que le ponían sal (y muchas veces pimienta) al espectáculo.
En un texto del dramaturgo MAURICIO KARTÚN, cuenta que fueron los negros de la colonia, “los primeros en hacerse del espacio y el tiempo libres para retomar girones de su cultura casi deshecha y recomponerla hasta lograr el inicio de otra nueva”.
Al comienzo, los patrones alentaban y hasta concurrían a los espasmódicos bailes de los africanos, pero hacia 1770, la política frenó el candombe: el gobierno de JUAN JOSÉ DE VÉRTIZ Y SALCEDO ordenó la prohibición de los carnavales, “bajo pena de doscientos azotes y un mes de barracas”, al que contraviniese (sic).
Los carnavales de los afrodescendientes
Indefectiblemente unidos a la figura de JIAN MANUEL DE ROSAS, los carnavales hasta bien avanzados los mediados del siglo XIX, todavía son motivo de controversias: Para los «liberales», el auspicio de esta fiesta de los negros y los gauchos, era demagogia que le permitía ejercer el poder; para los revisionistas en cambio, era la protección, que por fin, encontraban esos desgraciados.
Lo cierto es que los carnavales de esa época, pusieron los pelos de punta a la intelectualidad de entonces. JOSÉ RAMOS MEJÍA escribió en «El Carnaval de Rosas»: «La licencia, la impunidad usada durante esos tres mortales días, se hacían sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitían ejercer venganzas: entrar en las casas hasta los dormitorios, manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de los señores y cajetillas».
VICENTE FIDEL LÓPEZ, por su parte, dirá que «Lo oimos como un rumor siniestro desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas. La lujuria y el crimen dominaban ….»
Paradójicamente, los carnavales tan estimulados por Rosas, volvieron a ser prohibidos por éste. El 22 de febrero de 1844 los prohibió por decreto y fue necesario esperar hasta que DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO, siendo ya Presidente, saliera a la calle para apretar el pomo y tirar serpentinas, como cualquier hijo de vecino.
Cuenta la Historia que en 1869, una comparsa se cruzó con el carruaje que lo llevaba y lo baño con el agua de sus pomos, recibiendo rápida respuesta de Sarmiento que tomando unos pomos que llevaba, se bajó del carruaje y los corrió lanzando carcajadas. Una anécdota imposible de comprobar, como la que recuerda que en ese mismo carnaval, Juan Bautista Alberdi fue visto disfrazado de negro, bailando y cantando en un corso barrial.
Los corsos
Así llamados los desfiles de carrozas y comparsas que se realizaban en las calles de diversos barrios de Buenos Aires, a fines del siglo XIX, eran ya más de una veintena los que convocaban a gran cantidad de público que se divertía lanzando serpentinas, papel picado y agua florida a quien se le pusiera enfrente.
Fueron famosos los de las calles Artes (hoy Carlos Pellegrini), que iba de Rivadavia a Córdoba; luego le seguían los de la calle Belgrano, Buen Orden (hoy Bernardo de Irigoyen), Estados Unidos, Defensa, Entre Ríos, Piedad (actual Bartolomé Mitre) del cual en 1902 el mismo Mitre fue presidente honorario, y el desfile improvisado en la joven, pero ya popular avenida de Mayo.
En las periferias, el de mayor fama era el de la Parroquia de San José de Flores; organizado con fines benéficos, contaba con la presencia de distinguidas personalidades radicadas en la zona, y otras que se hallaban veraneando en las quintas del lugar. Se destacaban además, los de La Boca, Barracas y Belgrano.
En los barrios, la fiscalización y mantenimiento del orden corría por cuenta de las comisiones de vecinos, que muchas veces iban montados a caballo, vistiendo pantalones blancos para distinguirse. La gente, si bien se divertía con el juego de pomos de “agua florida” con serpentinas “el loro”, papel picado y flores, y se deleitaba ante la presencia de las comparsa, esperaba ansiosa el desfile de carrozas, que era en si, un espectáculo que colmaba todas las expectativas.
Mención aparte merecen los corsos donde los afrodescendientes eran los protagonistas. Ahí no había carrozas y los miembros de la comparsa se ceñían a un libreto y a una partitura musical, que venía desde sus ancestros (ver El candombe)
Las comparsas
Grupos de vecinos de un mismo Barrio, socios de algún Club, estudiantes o simplemente entusiastas del Carnaval, se reunían para organizar una “comparsa”, para presentarse en el Corso del Barrio, aspirando a ser consagrada la mejor. Poniendo los fondos que les eran necesarios, trabajaban día y noche durante varios meses, en el proyecto y luego en la construcción de la carroza que los acompañará, en el diseño y confección de los vestidos que vestirán y los pasos de baile que exhibirán ante el público.
En sus comienzos, las comparsas eran solamente grupos de disfrazados que encaramados en carros o en aquellas primeras “chatitas” que comenzaron a verse por las calles de Buenos Aires a principios del siglo XX, se contentaban con recorrer una y otra vez el tramo fijado para el Corso intercambiando serpentinas, papel picado o flores, en algunas oportunidades, como se hacía en el conocido como Corso de las Flores.
Muchas veces, el entusiasmo los impulsaba a bajar del vehículo y ahí empezaba otro espectáculo, cuando se trenzaban en “duras batallas” con el público instalado a la vera del recorrido. Otras veces la “comparsa” recorría el Barrio y se apostaba en las esquinas o ante la ventana de alguna vecina, famosa por su belleza y cantaban sus canciones, especialmente escritas para la ocasión y generalmente sin mucho valor poético o musical.
Ya más adentrado el siglo XX, las comparsas comenzaron a llenarse de luces y colores. No iban ya vestidos con atuendos estrafalarios o de “cocoliche”, sino que empezaron a buscar nuevas formas para expresarse y aparecieron los lujos, las plumas, lentejuelas y los tocados. Aparecieron las “pasistas” y los “abanderados”. La coreografía ya no era producto de la improvisación sino en resultado de un sesudo estudio que se realizaba empleando muchas horas y recurriendo a coreógrafos de renombre.
El resultado de tantos desvelos comenzó a producir espectáculos de gran colorido y bulliciosa alegría, que fueron mejorando su entrega y sus lujos a medida que pasaba el tiempo. Mientras se desplazaban, un enjambre de bailarinas y bailarines marchaban delante de una carroza cuya ingeniosa estructura servía como marco para transportar a la reina del Club, Barrio o Colegio que la presentaba.
Vestidos con espectaculares ropajes adornados con plumas, lentejuelas y complicados tocados y moviéndose permanentemente al ritmo de la música que aportaba la orquesta que los acompañaba, iban los “pasistas”. Hombres, mujeres, adolescentes y hasta niños, todos con el mismo vestuario. Todos con una sonrisa marcada a fuego en sus rostros. Todos dedicados concienzudamente a la elaboración de complicados pasos de baile, mientras algunos de ellos hacían flamear sus banderolas y otros se trenzaban en vibrantes competencias dignas de “Ptersícore”.
Fueron tantas estas comparsas que hicieron historia, que nombraremos solamente a las que fueron famosas en los corsos de Belgrano y de Balvanera: “Los Glí enamorati spulsati»; «Los regolares»; «Sac y Mac»; «Los astrólogos»; «Los pierrots primitivos» y “Los hermosos de San Telmo”, por recordar sólo algunas de ellas.
Detrás y a paso lento, llegaba la carroza. Nadie podía adivinar que era lo que las transportaba a lo largo de todo el corso. Podía ser una de esas nuevas chatitas, un tractor, un carro o hasta numerosos esforzados voluntarios que se prestaban a llevar sobre sus hombros la plataforma sobre la que se había armado la carroza: una explosión de colores entre grandes mascarones hechos con cartón y engrudo, luces, globos, plumas, escenas vivientes que servían de marco a la reina y sus princesas, que, como surgiendo de una gigantesca ostra, sentadas en ricos y enjoyados tronos o columpiándose en hamacas misteriosamente sostenidas, se empeñaban en lucir sus figuras y sorprender con sus pasos de baile y con su belleza
Juegos de carnaval
Pero no todo eran los corsos y los desfiles de carrozas para festejar el Carnaval. En los barrios de Buenos Aires y en todas las provincias del interior la gente jugaba con pomos y serpentinas y el juego con agua fue entusiástamente practicado por grandes y chicos.
La costumbre de las batallas con agua, fue un juego que contaba con gran número de adeptos. Se arrojaban baldes de agua desde ventanas, balcones y terrazas. Bandadas de chiquilines recorrían las calles portando baldes con agua y “bombitas de colores” (globitos de látex llenados con agua) que arrojaban a los transeúntes distraídos que quedaban a su alcance o se empeñaban en “feroces combates” entre ellos o con vecinos de otros barrios que llegaba para dirimir fuerzas, mientras los mayores, subidos a un carro o quizás a algún camioncito, llevando grandes recipientes con agua, se divertían arrojando baldazos de agua a los atrevidos o despistados, que se animaban a asomarse a los balcones para “simplemente mirar.
Una inocente diversión que reemplazó al arroz, los porotos y los temibles huevos de avestruz y vejigas de animales llenas con agua que se lanzaban sus abuelos a fines del siglo XVIII.
Alrededor de 1810 cuentan abuelos que : · Se empleaban huevos vaciados y llenos de agua que se vendían en las calles. · Corrían a los transeúntes empapándolos. · Dicen los documentos que mucha gente abandonaba la ciudad por no soportar esos juegos
Sin duda, el ambiente y el respeto que se mantenía, aún en esas circunstancias, cuando los carnavales se vivían a adrenalina pura, eran características de una época que no volverá. Recordamos que estando en la provincia de Entre Ríos, la intendencia municipal de la ciudad de Paraná, como la de muchas otras provincias argentinas, había dispuesto que a las 3 de la tarde se lanzase un bomba de estruendo desde el edificio municipal, anunciando que a partir de ese momento y solamente hasta las 5 de la tarde, el juego con agua estaba permitido.
Durante esas dos horas todo estaba permitido y nadie tenía derecho a quejarse si era atacado con agua.. Lo bueno era que llegadas las 5 y un minuto de la tarde, para la autoridad, por ese día, los carnavales habían terminado y cualquier transgresión era penada con la cárcel y no había excusa alguna para evitar el castigo, que era de cumplimento riguroso.
Las murgas
Pero en los corsos y en las calles de Buenos Aires y de todo el país, no sólo había carrozas, reinas y papel picado. Identificándose con nombres que hacían referencia a su origen barrial o vocacional (“Los borrachos del Abasto”, “Los piojosos que te gustan”, “Los mimosos cariñosos”, etc., etc.), grupos de desenfadados chicos y adolescentes y a veces, hasta adultos, recorrían todo el trayecto de esas bulliciosas caravanas que eran los Corsos, moviéndose y haciendo contorsiones a cada cual más extravagante, disfrazados de “cocoliche”, pintada la cara con carbón y tocando “la tabla de lavar”, el bombo o la pandereta.
Eran las murgas, que con sus cantos y recitados provocativos, contestarios y muchas veces atrevidos y subidos de tono, no sólo participaban en el Corso, sino que recorrían las calles de las ciudades, provocando el asombro, la curiosidad y a veces el disgusto de los transeúntes por el tono de sus cantos. Las murgas son quizás, otra de las costumbres rioplatenses que sufrió una drástica diferenciación entre las de la Argentina y las del Uruguay, país hermano donde las Murgas, han devenido en un increíble espectáculo artístico musical de buen gusto, calidad escénica, lujo, elegancia e ingenio.
Los bailes de disfraz
Otro motivo que tenía nuestra sociedad en aquellos años, para esperar ansiosamente la llegada del Carnaval, era la oportunidad que este festejo les deparaba para despojarse de inhibiciones perturbadoras de su personalidad, adquiriendo por medio del disfraz, la que en sus sueños más locos, hubiera querido poseer.
Así aparecían odaliscas, piratas, vaqueros, gauchos, pierrots, “cocottes”, bailarinas de ballet y tantos otros personajes que presurosos y avispados comerciantes pusieron a disposición de un público que no tenía edad. Personas adultas, jóvenes y niños todos por igual, eran atrapados por el “disfraz”. Los niños para recorrer las casas de amigos y familiares o los corsos vecinales, exhibiendo orgullosos su estampa a lo Tom Mix y los adultos y jóvenes para concurrir así disfrazados (y con antifaz) a los bailes que se organizaban para esas fechas en Clubes, Confiterías y Salones de Baile.
A fines del siglo XIX fueron famosos los carnavales de San Telmo y de Balvanera. Numerosas agrupaciones competían para presentar sus comparsas y entre ellas, integrando el grupo que se conocía como los “Negros de Balvanera”, se recuerda a las llamadas “Tambor Mají», «Tambor del Congo Aguenga” que copaba los alrededores de Tucumán y Callao. «La Nación Benguela» y los «Morenos Congo de San Baltasar»; que reinaban en los alrededores de la calle Méjico al 2000/2100 y grupos menores, dispersos sobre las calles Moreno y Alsina desde Entre Ríos hasta Pichincha.
Entre 1870 y 1881, un martillero llamado BAISÁN, que tenía su oficina en Balvanera, organizaba un Corso que recorría la calle Moreno desde Pichincha hasta Entre Ríos y para mayor lucimiento del mismo, pagó de su peculio personal el empedrado de ese tramo de la calle; donde se desarrollaba un Corso, especialmente concurrido por los negros.
Entre 1870 y 1900, los negros llenaban con su bulliciosa alegría otros Corsos que recorrían diversas calles de la ciudad de Buenos Aires. Eran especialmente concurridos los que se llevaban a cabo en los Barrios de San Telmo y Balvanera, y en los anales de la ciudad, quedaron quedaron registrados los que recorrían la calle Rivadavia, desde Entre Ríos hasta Pichincha; Moreno, desde Pichincha hasta a Bernardo de Irigoyen y Pichincha, desde Rivadavia hasta Moreno. En 1903 se incorporaron los que recorrían la calle Bartolomé Mitre, entre Callao y Paso; Corrientes, desde Río Bamba hasta Centroamérica (actual Pueyrredón); Azcuénaga, entre Corrientes y Santa Fe y Centroamérica, desde Rivadavia hasta Córdoba.
Entre 1910 y 1912, en el Teatro Andrea Doria, luego llamado Marconi, organizados por el “Centro Centenario”, presidido por el mulato WALTER FEMA, se realizaban bailes de carnaval exclusivamente para afrodescendientes de la zona. Una numerosa concurrencia luciendo ropas de vivo colores, los disfrutaba enormemente bailando al compás de misteriosas músicas de timbales, pipas, sopipas, masacayas, cocos, etc.
«Hasta la década de 1930, la escena del carnaval, fue la de un combate cultural y político paradigmático. Las comparsas de la pequeña burguesía, que hasta se pintaban de negro para salir a desfilar, se enfrentaban con las nacientes murgas barriales de la explosión inmigratoria» (Cristian Alarcón).
Muy bueno!!!!!
Esta bueno la información gracias