EL CALLEJÓN DE IBÁÑEZ (1861)

El «Callejón de Ibañez» era un peligroso paraje de la costa de San Isidro, que a mediados del siglo XIX, era refugio de maleantes y vagabundos y  que tuvo su «gemelo», en proximidades del Cabildo de Buenos Aires.

Estaba ubicado en n sector muy accidentado del camino entre los Olivos y Las Blanqueadas, formando un martillo en la conocida quinta de Ibáñez, completamente abandonada en esa época, lo que favorecía los asaltos que lo hicieron famoso, a los cuales la fantasía popular llevó en alas de la fama hasta nuestros días.

En la época a que nos vamos refiriendo, el pueblo de San Isidro Labrador, o como también lo denominaban, «la Costa de San Isidro», era ya un pueblito de moda. Muchas familias pasaban por allí los veranos y los fines de semana y los días de fiesta, los jóvenes de la ciudad, afluían al lugar en busca de los esparcimientos que le deparaba este delicioso lugar.

Es el caso que, a cierta distancia del camino, había una larga y estrecha callejuela con tupidos matorrales por ambos costados. Este pedazo peligroso del camino era conocido con el nombre de «Callejón de Ibánez», por pertenecer al señor Ibáñez los terrenos adyacentes (hoy de propiedad, creemos, que de la señora de Laprida).

Allí los paseantes eran asaltados con aterradora frecuencia, aun de día y los pacíficos transeúntes, debían escapar, muchas veces desnudos como Adán, sin que las mujeres estuvieran a salvo de tan desagradable situación, como lo escribían las crónicas de la época:

«…. algunas Evas de entre las pobres campesinas que regresaban de la ciudad con el producto de la venta de huevos, gallinas y pollos» eran asaltadas a su paso por el «Callejón de Ibañez».

Diremos, sin embargo, en honor de los salteadores de aquellos tiempos, que el número de muertos y aun de heridos fue casi nulo, ya que sus proezas se reducían a llevarse el dinero, la ropa y demás prendas de sus víctimas.

En vano la policía daba batidas, pues nunca encontraba a los bandidos, viniendo a descubrirse después que la mayor parte de los asaltos los llevaban a cabo los mismos vecinos chacareros como lo puso en evidencia más de un hecho en que esto se comprobó.

Una vez, un vecino de San Fernando, criollo guapo, llamado Pedro García, se demoró en la ciudad más de lo necesario, haciéndosele tarde para su vuelta, y para ganar camino, al llegar a Las Blanqueadas, se resolvió a cruzar el callejón, tomando sus precauciones por si tenía un mal encuentro.

Al llegar al martillo del callejón, le salió al encuentro un enmascarado que le atajó, pero García, hombre de armas lle­var, sacó su daga y de un hachazo en la cabeza lo dejó fuera de combate, huyendo el asaltante herido. Pero éste no estaba solo, y cuando García acordó, se le vinieron encima otros dos a los que esperó a pie firme y resguardándose las espaldas con su caballo, con su poncho en una mano y la daga en la otra se defendió, hiriéndolos y obligándolos a huir como al anterior compañero, quedando su arma ensangrentada y su poncho con algunos tajos.

Después de esto, García se alejó, pero no dejó de llamarle la atención lo poco baqueanos que eran los asaltantes en el uso del arma blanca, presumiendo por ello, que más bien que asesinos y profesionales del crimen, obraban a la sombra de la fama que tenía el callejón y a la buena suerte que siempre les había acompañado en sus fechorías, en las cuales llegaban al crimen cuando la sorpresa y el número estaban a su favor.

Vino a confirmar la opinión de García un hecho posterior en que un vecino de Las Blanqueadas, una noche en que estaba reunido con varios amigos jugando a la baraja, fue asaltado en su casa, para lo cual los enmascarados apagaron de un ponchazo la luz, matando a uno, hiriendo a otros y llevándose lo que encontraron.

Un médico de Santos Lugares asistió en esos días a un vecino de allí, de una feroz mordedura en una pierna y dio la casualidad que ese mismo médico fuera quien atendiera a los heridos durante el asalto a los jugadores, quienes le refirieron cómo había sido éste y cómo uno de ellos, en la oscuridad, le agarró la pierna a uno de los malhechores, pegándole un mordisco tan feroz que casi le sacó un pedazo.

Este relato llamó la atención del médico, que nada dijo del otro enfermo que asistía, pero cuando fué a casa del mordido, examinándole la herida le dijo: «si es mordedura de perro, la cosa no ofrece mayor peligro, pero si es de cristiano no tiene cura». Esto produjo un efecto terrible en el enfermo, quien le confesó con lujo de detalles como había sido mordido y la forma en que habla actuado en el asalto de la casa de su vecino.

El médico hizo la denuncia y los cinco asaltantes fueron presos y previo el juicio de circunstancias, resultaron ser todos los detenidos, chacareros del lugar, que se dedicaban en pandilla a desvalijar y matar a los transeúntes.

Todos fueron fusilados en Santos Lugares, acabándose con esto los salteadores, pero conservando el callejón su fama de sitio peligroso, lo que favoreció a otros para repetir las fechorías. Para terminar del todo con este estado de cosas, durante el gobierno de don Pastor Obligado, se clausuró el callejón, trazándose un camino recto, de la calle Santa Fe a la quinta de Ibáñez y Las Blanqueadas.

El «Callejón de Ibañez» frente a la Plaza de la Victoria?.
Parece que fue así, por obra de algún gracioso. Recordemos que el frente sudeste de la Plaza de la Victoria, fue durante mucho tiempo conocido con el nombre de «La Recova nueva», cuyo techo fue por mucho tiempo de tejas. No se veía allí, por aquellos años, ni la confitería, cigarrería, fotografía, almacenes y sobre todo, ese enjambre de escribanías, que por entonces se habían instalado en ese lugar (ver Las Bandolas).

Era éste un pasaje que transcurría entre los portales del Cabildo que, alguien, quizás hallando similitudes con el verdadero «Callejón de Ibañez», peyorativamente, lo bautizó con el mismo nombre, por su peligrosidad, parecida a la que padecía el verdadero «Callejón de la costa de San Isidro.

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