DIARIO DEL VIAJE DEL TENIENTE MACKINNON (1852)

En 1852 apareció publicado en Londres «Viaje a caballo por la provincia argentina», un interesante trabajo realizado por el viajero LAUCLAN BELLINGHAM MACKINNON.

Entre los numerosos viajeros o residentes ingleses, ya sea comerciantes, diplomáticos, científicos, exploradores, etc., que en el siglo pasado escribieron sobre la Argentina, existe uno que se destaca por la sencilla hermosura de su relato y la precisa fidelidad con que describe el ambiente físico y humano de la provincia rioplatense.

Hablamos del libro de LAUCLAN BELLINGHAM MACKINNON: «Viaje a caballo por la provincia argentina», editado en Londres en 1852. De esa obra transcribiremos algunos párrafos que nos permiten apreciar las impresiones y experiencias recogidas por el autor en el viaje que, en 1847, realizó a caballo por las campañas del sur de la provincia de Buenos Aires.

«En la primera hora de la tarde divisamos, a lo lejos y en lo alto de una loma, una casa de buena apariencia y decidimos llegarnos allí para pasar la noche. Habitaban la casa un hombre soltero y su hermana, que eran los propietarios de la estancia. Como de costumbre, nos invitaron pasar, ofreciéndonos todo cuanto necesitáramos».

«La estancia comprendía una legua cuadrada y tenía ganado en abundancia. Como nos hallábamos lejos del lugar donde habíamos comprado los caballos, pensamos que podríamos, sin peligro, dejarlos sueltos, así lo hicimos, pero atamos uno de ellos a soga larga, cerca de la casa».

«El dueño nos pidió que lleváramos los recados y otros pertrechos a la cocina, era un rancho abierto en sus dos extremos de manera que el viento corría libremente por su interior. En mitad del piso había un espacio cuadrado, como de cuatro pies, formando con huesos de patas de ovejas hundidos en el sueldo y que sobresalían como tres o cuatro pulgadas».

«Allí ardía un fuego que se alimentaba con leña, yuyos secos, huesos y grasa. A lo largo de la pared había unos postes bajos, como dos pies de altura, sobre los que descansaban estacas sujetas con guascas y cubiertas con un gran cuero de buey. Este aparato nos sirvió de cama. Arreglamos nuestros bagajes, y antes de entrarse el sol, salí a dar vuelta por los alrededores».

«Encontré hasta doce perros muy grandes, todos pertenecientes a la casa y no fue poca mi sorpresa y al encontrarme también con un indio que, según supe después formaba parte de un grupo llegado de las inmediaciones de Tapalqué para comprar yeguas destinadas al consumo.  La carne de ese animal es el alimento preferido de los salvajes y pueden comprarla muy barata, sobre todo tratándose de yeguas viejas, porque los criollos no se sirven de ellas para montar y el gobierno exige una licencia especial para matarlas.

El asado. Después de hacer un paseo a pie, que es el mejor descanso cuando se ha viajado mucho a caballo, volví a la cocina, la dueña de casa se ocupaba en preparar la cena. En el fogón había dos asadores inclinados sobre el fuego con sendos costillares de oveja».

«Uno a uno iban entrando los huéspedes y las personas de la casa, nosotros nos sentamos cerca del fuego sobre unos trozos de madera para observar cómo se preparaba la comida. La mujer cortó en dos partes un zapallo muy grande colocando las mitades boca abajo sobre la ceniza caliente, asándola con mucha precaución».

«Por último limpió de cenizas el zapallo con una cuchara de metal y clavó los asadores en el piso, en ángulos opuestos del fogón, de manera que cuatro personas de las que allí estábamos podíamos comer cómodamente de un asador. Pusieron un poco de agua con sal en un asta de buey y rociaron la carne. Una vela colocada en una botella alumbraba el festín».

«Cuando todo estuvo listo, sacamos el asado y el zapallo con mucho apetito. Los indios que estaban en sus toldos, muy cerca de ahí, despacharían sin suda esa misma hora uno de sus potros».

«Después de comer tomamos mate, bebida tan necesaria a esta gente como el té a los ingleses. En seguida, los dueños de la casa, dándonos las buenas noches, se retiraron a dormir. Los peones se fueron bajo una ramada, al extremo de la casa principal. Nosotros, viéndonos dueños del refectorio, sala de banquetes o cocina, como quería llamársele, pensamos también en descansar».

«Don José y yo ocupamos la cama de cuero a que me he referido…Los perros, los gatos y hasta los ratones batallaron hasta el amanecer por asegurar posiciones en el dormitorio. El frío, afortunadamente, nos libró de las pulgas, pero los ladridos, gruñidos y chillidos de los animales perturbaron nuestros sueños toda la noche».

Ese tal MACCKINNON, aparece en otros trabajos, figurando como el Teniente WILLIAM MACKINONN, que parece ser que en realidad fue uno de los muchos oficiales ingleses que formaron en la escuadra de Gran Bretaña cuando ésta, aliada en Francia en 1845, decidió el bloqueo de las costas de la Confederación.

Tripulante de la corbeta de vapor «Alecto» fue testigo y protagonista de las acciones en que su buque intervino y luego permaneció durante todo el año 1846 en la zona de operaciones, tiempo en el que registró en su diario de viaje agudas observaciones sobre los hombres y paisajes de la región recorrida.

Tampoco escaparon a su análisis las contradicciones planteadas por el conflicto e insiste con frecuencia en su libro, en las ventajas económicas que los súbditos ingleses podrían alcanzar, asegurada la libre navegación por el Paraná y consolidada la paz necesaria para el incremento del comercio. Los aliados de Inglaterra y Francia, sobretodo los combatientes de la plaza sitiada de Montevideo, son acerbamente criticados por Mackinnon.

El trozo transcripto contiene alguna de las observaciones recogidas durante su estada en Montevideo antes de viajar a Buenos Aires, a fines de 1846, para emprender luego el regreso a Inglaterra.

Muchas de ellas «quizás, puedan chocar a los creyentes de una Nueva Troya ideal, al decir del historiador JOSÉ LUIS BUSSANICHE, donde se daban cita todas las virtudes y todos los cruzados de la libertad».

Dice Macckinnon: «En este período, la ciudad de Montevideo se hallaba en un estado de discordia y de caos que superaban todo lo imaginable. Los gobernantes de la ciudad, dependían enteramente de los representantes de las dos naciones más poderosos del mundo».

«Y, en consecuencia, las autoridades locales estaban dispuestas a lanzar proclamas y a hacer leyes o no hacerlas, a hipotecar rentas, o llevar a cabo cualquier resolución que le fuera ordenada por los dichos gobiernos. Los habitantes de la ciudad estaban divididos en diversos bandos. Primero estaban los exportadores, cuyos negocios en algodón, lana, quincalla, etc., permanecían estancados por las acciones de guerra».

«Este bando condenaba la guerra en alta voz como inútil, por el ningún efecto que producía y como ruinosa para ellos. También se lamentaban de que, por la confianza puesta en la intervención armada de Inglaterra, había ampliado el crédito al extremo y por ese motivo perdían grandes sumas de dinero».

«Después venían los abastecedores de los buques. Estos ganaban dinero por la extensa circulación de la moneda de John Bull y estaban cobrando a precios muy excesivos todo lo necesario para la provisión de los buques ingleses y sus tripulaciones y consideraban que sería una mancha para el honor de Inglaterra al terminar la contienda antes de que fuera depuesto el detestable de ROSAS».

«Luego venia el gobierno de Montevideo que vociferaba y rugía proclamando un grosero patriotismo, según se lo ordenaban. Los nativos de la ciudad, eran pocos y todos eran tenderos y dependientes de las casas inglesas, cuyas opiniones nadie tenía en cuenta. El resto de la población estaba formada por vascos, por italianos y negros libertos» (ver Cómo nos veían los europeos).

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